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martes, 19 de noviembre de 2024

wendy brown: nuestra época nihilista, una conversación

Adam Kotsko, nuestro teólogo de cabecera, dice que la teórica política Wendy Brown escribió uno de los textos indispensables sobre teología política, Undoing the Demos. En esta entrevista publicada en enero de este año en The Nation, Wendy Brown responde sobre lo que atañe a la política y la academia en una era nihilista que acaba de devolver a Trump al poder. (PM)

DANIEL STEINMETZ-JENKINS

Wendy Brown. Foto de Damon Young.


En su reciente libro,
Nihilistic Times: Thinking With Max Weber (Tiempos de nihilismo: pensando con Max Weber), la teórica política Wendy Brown ofrece una reflexión sobre el ethos político y académico que muchos creen que ha marcado a la sociedad estadounidense desde la elección de Donald Trump, aunque ella considera que lleva mucho tiempo gestándose. Vivimos en tiempos nihilistas, sostiene Brown, debido a siglos de erosión de la autoridad religiosa sobre los valores, la incapacidad de la ciencia y la razón para ofrecer alternativas exitosas y la comercialización de la vida contemporánea. El resultado es una crisis de los valores humanos, que son a la vez personalizados, politizados e instrumentalizados. “Comprimidos en hashtags, en calcomanías para el guardabarro, en carteles, en identidades grupales efímeras o en cebo publicitario… los valores pierden su profundidad y resistencia… su capacidad para dar forma al orden moral”. De ahí el declive –continúa Brown–, de los compromisos legislativos y populares con los debates democráticos sustantivos sobre los valores, incluido el valor de la verdad, y el auge de la polémica y la política de poder en lugar de ellos.

¿Qué hacer, entonces? Para responder a estas preguntas, Brown se remite a dos famosas conferencias pronunciadas por Max Weber, el famoso sociólogo alemán, al final de la Primera Guerra Mundial: “La política como vocación” y “La ciencia como vocación”. Estas conferencias explican el pensamiento de Weber sobre los efectos del nihilismo tanto en el trabajo académico como en el político y su intento de defender los valores básicos en ambos.

Hablé con Brown sobre su comprensión del nihilismo contemporáneo, por qué Weber es la guía que necesitamos y qué papel deberían desempeñar la universidad y los académicos en la sociedad actual. 

Daniel Steinmetz-Jenkins: “Nihilismo” es uno de esos términos filosóficos, como “deconstrucción”, que se utilizan en el discurso popular pero que connotan algo bastante diferente de su uso académico anterior. Usted sostiene que el término es adecuado para describir el momento político actual. Pero, ¿qué quiere decir específicamente con él? ¿En qué sentido vivimos en tiempos nihilistas?

Wendy Brown: Hoy en día, el nihilismo se entiende comúnmente como una actitud individual de oscuridad, desesperación o cinismo en la que no se cree que nada en el mundo, incluida la vida misma, tenga sentido. A menudo se asocia con el aburrimiento o la depresión, pero de tipo agresivo, por lo que el punk y los tiroteos en las escuelas se encuentran entre sus expresiones culturales más conocidas. Sin embargo, existe una rica tradición de teorización del nihilismo en la que el aburrimiento y la desesperación no son más que síntomas y no captan las raíces del nihilismo ni la planta completa. Esta es la tradición asociada con Nietzsche y con los primeros existencialistas rusos, Tolstoi y Dostoievsky, donde el nihilismo es una condición cultural, histórica y saturante de la modernidad, específica del desmoronamiento de la autoridad religiosa impulsada por la Ilustración.

¿Qué pasa acá? A medida que la autoridad religiosa se desvanece, los cimientos de todos los valores, incluido el valor de la verdad misma, se desmoronan. Cuando la ciencia y la razón empiezan a desplazar a la verdad religiosa, los valores pierden sus anclajes, porque estas nuevas formas de conocimiento creíble no reemplazan a la religión como fundamento de los valores y no pueden por sí mismas generar valores. Como nos recuerda Tolstoi, la ciencia nos dice cómo funcionan las cosas, pero no lo que significa nada ni cómo debemos juzgarlo o estimarlo. De manera similar, la razón nos permite calcular, deliberar, analizar o escrutar, pero no puede brindarnos un significado o valor últimos. De modo que las nuevas fuentes de verdad que surgen con la modernidad europea son poderosas para construir mundos, pero también para desmantelar las fuentes establecidas de significado y juicios de valor ligados a la religión.

El problema del nihilismo surge en el espacio entre una era de valores entregados por Dios (o la naturaleza) y la amplia aceptación de que el significado y el valor son creaciones, juicios y atribuciones humanas. El nihilismo expresa la condición cultural, política y de conocimiento de este punto intermedio, en el que asumimos que si el significado y los valores no tienen fundamentos externos, no humanos, entonces no existen. Incluso podríamos decir que el nihilismo es una expresión de melancolía religiosa; sin duda, sigue estando atrapado en un marco religioso: la idea misma de que el mundo o la vida no tienen sentido atribuye la creación de sentido a algo distinto de nosotros mismos.

A medida que la autoridad religiosa se desvanece, los valores fundamentales (incluido el valor mismo de la verdad) no mueren, sino que pierden su estatus absoluto y se descontrolan un poco como resultado. El conocimiento científico y su verdad se separan del valor, del significado y, por lo tanto, de la cuestión de “el bien”. Cuando el valor de los valores declina, los valores no desaparecen, sino que se vuelven triviales, fungibles, instrumentalizables; en el extremo, se reducen a propósitos de marca y poder. Esta es la historia actual de cómo las corporaciones, los influencers y los políticos manejan los valores.

Todo el mundo sabe, por ejemplo, que las grandes petroleras no están construyendo un planeta sostenible, pero que es esencial que se proclamen a sí mismas de esa manera. Del mismo modo, todo el mundo sabe que Trump no es cristiano, pero descubrió una base cristiana evangélica que podría aumentar su propio poder, lo que a su vez alimenta sobre todo su narcisismo. De manera similar, la mayoría de sus partidarios saben que Trump no ganó las elecciones de 2020, pero esta verdad es irrelevante para su apasionado apego a él. Todos estos elementos (valores instrumentalizados, narcisismo, una pura voluntad de poder no influida por un propósito más allá del yo, la irrelevancia de la verdad y la facticidad, la mentira cotidiana y la criminalidad) son expresiones de tiempos nihilistas. En esta condición, los valores siguen estando por ahí (siguen en el aire, por así decirlo), pero han perdido su profundidad, seriedad y capacidad para guiar la acción o crear un mundo a su imagen. Se reducen a instrumentos de poder, marca, reparación de reputación, gratificaciones narcisistas y otras emociones, lo que hoy llamamos “señalización de virtud”.

Esto también plantea otra característica del nihilismo, a saber, la negativa a someter la emocionalidad a la razón y una condición más general de desinhibición. Como nos enseñan Nietzsche y Freud, una de las cosas importantes que hacen los valores es asegurar la conciencia y, en relación con ella, la deliberación sobre la acción. Los valores humanos son guías para saber lo que debemos y no debemos tolerar en nosotros mismos y en los demás. Por lo tanto, una vez que los valores se vuelven livianos, como sucede en tiempos nihilistas, también lo hace la conciencia y su fuerza restrictiva. La conciencia ya no inhibe la acción o el habla: todo vale. En relación con esto, la hipocresía ya no es un vicio serio, incluso para las figuras públicas.

Finalmente, el nihilismo genera rupturas de límites y lo hiperpolitiza todo. Hoy, las iglesias, las escuelas y la vida privada están politizadas. Lo que consumís, lo que comés, a quién seguís o escuchás online, cómo te vestís: todo está influido políticamente, pero de maneras tontas más que sustanciales. La “cultura de la cancelación” —de nuevo, en todos los lados del espectro político— es parte de esto, ya que una expresión, una compra, una aparición se convierte en un evento político y la respuesta a ella en un acto político. Esta es la política individualizada y trivializada.

A través de su lectura de Nietzsche, Tolstoi y Dostoievsky, Max Weber se empapó de esta forma de pensar sobre el nihilismo, y enmarca sus famosas conferencias sobre el conocimiento y la política en las que me centro en este libro. Weber estaba tratando de trazar una salida al nihilismo, tanto insistiendo en la responsabilidad humana de crear valores como reinscribiendo cuidadosamente los límites entre las esferas destinadas a protegerlos. Esta seriedad sobre el problema del nihilismo —que ha crecido enormemente en el siglo transcurrido desde que Weber dictó sus famosas conferencias sobre el conocimiento y la política como vocaciones— es la razón por la que me involucro estrechamente con él en este texto.

DSJ: ¿Puede haber razones para que no sea confiable recostarse en el pensamiento de Weber para entender el momento actual? Después de todo, era un nacionalista alemán que abrazó la política del poder; de hecho, Jürgen Habermas describió célebremente a Carl Schmitt, el llamado jurista de la corona del Tercer Reich, como el “hijo natural de Weber”.

WB: ¿Qué significa pensar con otro académico, incluso con uno con quien uno puede tener muchas diferencias y desacuerdos? Pensar con alguien, especialmente con un interlocutor poderoso como Weber, no significa “apoyarse” en su pensamiento, sino más bien involucrarse con sus ideas y provocaciones, reflexionar sobre sus enfoques de los problemas y sus limitaciones para abordarlos. Para mí, esto es tan cierto en el caso de pensar con Marx, Adorno o los teóricos críticos contemporáneos como en el de pensar con Weber. No se puede trabajar simplemente con teóricos con los que se está de acuerdo. Eso es reflejo o imitación intelectual, no pensamiento. Y no se puede someter la historia de la teoría social y política a pruebas decisivas políticas. Nadie aprobaría, y es una manera tonta de abordar la lectura y el aprendizaje.

La verdad es que me desconcierta la ansiedad que me produce el compromiso intelectual con oponentes políticos, especialmente con los que están muertos. ¿Por qué tanto miedo? Me parece una postura antiintelectual, en la que uno se imagina atrapado por el compromiso o manchado por la asociación. En ese sentido, es un índice precisamente de la ruptura nihilista entre el conocimiento y la política, la eliminación de una línea entre la investigación intelectual y el poder público que acabo de esbozar, como si comprometerse con el pensamiento de otros fuera aliarse con ellos o apoyarlos. ¿Aristóteles tenía miedo de pensar con Platón? ¿Marx con Hegel o Ricardo? ¿Arendt con Heidegger, Agustín o Maquiavelo? ¿O los teóricos contemporáneos con (la racista y misógina) Arendt? ¿Martin Luther King con Sócrates? ¿Paul Gilroy con Hegel? No. ¿Irías a las barricadas con estos interlocutores? ¡No!

Dicho esto, no apruebo el enfoque teórico de “caja de herramientas”, en el que uno simplemente extrae conceptos o frases de las teorías sin tener en cuenta el argumento más amplio, incluidas sus premisas o implicaciones no confesadas. Esta práctica tiende a reducir la teoría a conceptos, tropos o posiciones, sacrificando la luminiscencia de la teoría, su capacidad de iluminar un mundo entero, potencialmente desde una perspectiva radical o crítica. A menudo también pasa por alto la política profunda de la formulación o problemática específica en la que uno está interesado, lo que excluye el enriquecimiento del pensamiento que proporciona el compromiso profundo con un pensador digno. Por eso es importante una lectura cuidadosa y contextualizada, pero esto no es lo mismo que someterse a un pensador o, como usted dice, “apoyarse en él”.

DSJ: Su libro presta mucha atención a la famosa discusión de Weber en “La política como vocación” sobre las diferencias entre la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad. Weber sugirió que en un mundo moderno de valores en constante crecimiento, no sólo sería ingenuo e ineficaz, sino peligrosamente irresponsable basar la política propia en la “llama de la convicción pura”. Tal era, pensaba Weber, el pecado del pacifismo. Para lograr algo, sostenía, hay que adoptar una ética de la responsabilidad que permita una gestión sabia y perspicaz de valores divergentes. ¿No cree usted, sin embargo, que en nuestra época se ha abusado de la ética de la responsabilidad –una especie de mentalidad del mal menor– para justificar todo tipo de aventuras militares? Quiero decir, ¿no es algo así como la lógica de Weber lo que acabó con las alas pacifistas y contra la guerra del Partido Demócrata?

WB: Siempre que alguien empieza una frase con “¿No ponsás que...?”, se me encienden las alarmas. Uno sabe que te están poniendo a prueba con una convicción que se hace pasar por sentido común. Así que echemos un vistazo a tu convicción de que la ética política de la responsabilidad de Weber es fundamentalmente centrista y conciliadora, y arroja por la borda todo proyecto de izquierda.

En primer lugar, la “ética de la responsabilidad” de Weber para la política no era lo que llamás una “mentalidad del mal menor”. Todo lo contrario: lo que Weber convocó como la vocación del actor político fue un profundo compromiso con una causa particular junto con el reconocimiento de que la política es una esfera singular, que siempre presenta contingencias (tu acción puede producir resultados en desacuerdo con lo que la motivó) y que también siempre tiene violencia entre bastidores, porque la política la tiene. Estas dos características de la vida política —el hecho de que la acción política está fundamentalmente desvinculada de los resultados, por lo que no puede justificarse por un principio puro que la anima o por el fin al que apunta, y el hecho de que la violencia es uno de sus elementos inerradicables— están juntas en el corazón de la ética de la responsabilidad.

Éticamente, dice Weber, un actor político debe prestar atención constantemente a estas dos características de la política, si no está simplemente practicando la virtud o satisfaciendo su propio ego en ese punto. Pero este requisito no niega la búsqueda de una causa radical. Más bien, la ética exige que el actor persiga la causa de una manera política, con alerta a la contingencia y a lo que la acción podría desatar, especialmente, pero no solo, la violencia estatal u otros espectáculos de horror. Es un consejo ser táctico en relación con la propia causa, sin duda, pero sobre todo evitar la grandilocuencia, el narcisismo y la pureza moral en política; en resumen, evitar confundir la política con el teatro o la iglesia, salvando la propia alma. Al conjurar una ética específica para el contexto y el contenido del ámbito político, Weber también está diciendo a los grandilocuentes y a los moralistas elevados que busquen un escenario para sus impulsos donde sean menos peligrosos y distractores. Dada la preocupación de tantos maravillosos activistas de izquierdas hoy en día por las prácticas y el discurso virtuosos, este consejo me parece bastante relevante. También es relevante para grupos como Antifa (organización antifascista), que a veces actúa a partir de lo que Weber llama "motivo puro" o un marco justificatorio de medios/fines.

En segundo lugar, esta ética no trata de “la gestión sabia y perspicaz de valores divergentes”, como usted dice. No tiene nada que ver con la gestión y no es en sí misma una ética pluralista de valores, aunque su elaboración implica reconocer que las visiones políticas del mundo no son “verdaderas”, sino, más bien, convicciones profundas. Chocarán con otras convicciones profundas, y solo el poder —no la ciencia ni la verdad— permitirá que una u otra prevalezca en el ámbito político. Este reconocimiento ayuda a los actores a alejarse de las dos éticas con las que Weber contrasta la ética de la responsabilidad: la ética de los fines últimos (como un nacionalismo apasionado, o el comunismo, o el neoliberalismo, que justifica cualquier medio en el esfuerzo por instanciar el Estado) y la ética de la convicción (como un principio de no violencia o el amor cristiano que guía cada acción, independientemente de las implicaciones o consecuencias políticas). Estas éticas no son malas ni erróneas; una vez más, son simplemente inaptas para la política, donde la contingencia, la lucha y el potencial de violencia pueden convertirlas fácilmente en sus opuestos o en complicidad con el horror.

Finalmente, con la ética de la responsabilidad, Weber busca contrarrestar el nihilismo que no solo erosiona la frontera entre la política y otras esferas, sino que desata el narcisismo y una voluntad de poder sin matices en lugar de una causa mundana seria. La ética está específicamente destinada a perseguir esa causa y a sacar de escena las gratificaciones individuales. De nuevo, no se trata de exigir causas moderadas (Weber sabe que las grandes causas políticas, y especialmente las asociadas con el carisma, siempre fueron revolucionarias), sino de tener una visión clara de la naturaleza y las condiciones distintivas de la vida política.

DSJ: Weber, por supuesto, también asoció la ética de la convicción con el marxismo. ¿Usted sostiene esa crítica del marxismo? Lo pregunto, en parte, porque sus escritos recientes de crítica del neoliberalismo parecen inspirarse más en Weber y Foucault que en Marx.

WB: No siento simpatía por la crítica de Weber al marxismo, aunque valoro los complementos que ofrece para una comprensión marxista del capitalismo; no tanto su conocida tesis de la ética protestante, sino su apreciación del poder gobernante y la legitimidad del capitalismo como ligados a sus formas de racionalidad, y su apreciación de cómo la separación de los medios y los fines del capital (el trabajador del propietario, el productor del producto, etc.) aumenta su eficiencia, y por lo tanto su poder. Todo esto ayuda a enriquecer una crítica marxista del capital y sus iteraciones sucesivas.

Pero quizá la pregunta no es por la crítica de Weber al marxismo, sino por su crítica a las posturas revolucionarias neomarxistas, en particular el bolchevismo revolucionario de su propio entorno alemán. De manera muy calificada, sí, simpatizo con el argumento de Weber de que las revoluciones y sus consecuencias invocan lo político, ocurren en el ámbito político y se aseguran políticamente. Por lo tanto, todo, desde los gulags soviéticos hasta las dictaduras de izquierda latinoamericanas, no son cosas que se puedan explicar con la metáfora del omelet y los huevos rotos o justificaciones de medios y fines.

Estas formas de violencia estatal son parte del desarrollo de la revolución y parte de aquello de lo que nosotros, los revolucionarios socialistas, somos responsables. Es un argumento antiguo: el problema del poder político en gran medida quedó relegado de las preocupaciones del propio Marx en su obra sobre El Capital. Muchos de sus herederos y seguidores también le han dado muy poca atención al problema del poder político y su imbricación con la violencia. Pero el poder político nunca se desvanece, y esa es una de las razones por las que desarrollar lo “democrático” en el socialismo democrático verde es tan importante como desarrollar lo “verde” y el “socialismo”. Weber es sólo uno de los muchos pensadores del siglo XX que nos recuerdan esto.

DSJ: Usted explica que Weber pensaba que el carisma era absolutamente esencial para el liderazgo político. Lo hizo debido al papel inevitable que desempeña el deseo en la política, por no mencionar la burocratización y racionalización de la vida moderna que sofoca la libertad humana. Los movimientos de derecha de hoy, como usted observa, comprenden esto y, a su vez, utilizan el carisma para su ventaja política. ¿Por qué los liberales (“liberales” en el sentido que acá damos a los “progres”) son tan reacios a aceptar el carisma y el papel que desempeña el deseo en la política, una mentalidad, dice, que a menudo asegura su derrota?

WB: Barack Obama y Bill Clinton eran carismáticos, cada uno a su manera, por supuesto, pero también eran tan moderados políticamente que los liberales podían consolarse con el hecho de que el carisma sólo servía para reunir votos, mientras que el neoliberalismo y el procedimentalismo, por no hablar de la pericia política, eran el meollo del asunto.

Hay muchas razones por las que los liberales desconfían del carisma, ¡incluso de un liderazgo fuerte! Existe una ansiedad liberal ante el fascismo y un horror liberal ante el populismo, sin duda, pero también compromisos liberales cotidianos con los procedimientos e instituciones racionales y, sobre todo, la creencia continua de que el Bien, lo Verdadero y lo Razonable siguen alineados y atados al progreso. Los liberales están en gran medida aterrorizados por el deseo y la emoción en la política y por las masas emocionadas y movilizadas.

A pesar de todas las críticas, la mayoría de los liberales e izquierdistas todavía creen que tienen la razón y la verdad de su lado, lo que no es así, y que la democracia se alinea con la razón y la verdad, lo que tampoco es así. Lo que tenemos es un conjunto de compromisos. Si queremos contener el desastre climático y evitar el fascismo, más vale que nos enfrentemos a esto rápidamente. Necesitamos construir visiones convincentes de un orden político y económico alternativo, visiones que no se basen en “intereses” o racionalidad, sino que reclamen los deseos y anhelos populares de un mundo mejor, al tiempo que reinterpreten o desvíen la mayoría de las expresiones existentes de esos deseos y anhelos.

¿Por qué? Es perfectamente razonable que los blancos de clase media y trabajadora busquen desmantelar la democracia y cuestionar todo, desde los programas escolares y los impuestos progresivos hasta las respuestas decentes a los refugiados y migrantes, para proteger lo que queda de su privilegio. Podemos refutar las premisas de estas posiciones hasta el cansancio, pero solo una visión convincente de un futuro menos aterrador e inseguro atraerá a alguien a un futuro alternativo progresista o revolucionario, o despertará a ciudadanos apolíticos para el proyecto de crear ese futuro. Esta visión debe ser seductora y emocionante, y debe estar encarnada en un liderazgo y movimientos seductores y emocionantes, ojalá orientados por una ética de la responsabilidad.

DSJ: El énfasis que Weber pone en el carisma en “La política como vocación” parece ser lo opuesto a su mensaje en “La ciencia como vocación”, que limita la vida académica a la racionalidad, el rigor disciplinario, el retiro del mundo y cosas por el estilo. En cierto sentido, usted está de acuerdo con esta opinión cuando afirma que “es esencial tener un foso entre la vida académica y la política”. ¿Cómo respondería a los críticos que ven esto como un enfoque apolítico de la academia que, en última instancia, sirve para apuntalar el statu quo político?

WB: ¿Por qué un compromiso con el análisis crítico riguroso “apuntalaría” el statu quo en lugar de desmantelarlo? ¿Por qué alejarse de las disputas de la esfera política para reflexionar sobre las posiciones políticas daría como resultado la afirmación de cómo son las cosas? Por el contrario, permitir que el ámbito académico se politice intensamente es más probable que reproduzca lo que usted llama el “statu quo político”, y también sacrifica el potencial de la investigación académica para investigarlo y cuestionarlo. Weber no elimina los valores políticos de los debates en el aula ni de los análisis académicos, y yo tampoco lo hago. Lo que prohíbe es promulgar valores en lugar de cuestionarlos, ya sean los de los profesores que abusan de su poder cuando usan el atril como púlpito, o los de los estudiantes que quieren que sus opiniones políticas sean tratadas como creencias religiosas: personales, intocables, incuestionables. El objetivo del “foso” entre los dos reinos es proteger una zona donde se pueda perseguir el conocimiento sin ser politizado de la manera barata en que lo hace el nihilismo, así como una zona donde se puedan examinar los valores. Se trata de producir un espacio para pensar, explorar, examinar y ser potencialmente destruido por esta experiencia.

Para Weber, acabar con el nihilismo en el ámbito del conocimiento implica, entre otras cosas, enseñar a los estudiantes que los valores son hechos por el hombre pero decisivos. No descienden de los cielos ni surgen de la naturaleza, la ciencia o la lógica, pero están en el corazón de lo que significa ser humano: crear la propia vida y contribuir a crear el mundo. Así, su irrupción en el aula, ya sea en un texto o en un participante, es una ocasión para examinar sus predicados y sus implicancias, no simplemente para “respetarlos” o “equilibrarlos” o permitirles “competir” entre sí, todo lo cual no hace más que perpetuar su degradación nihilista.

No hace falta decir que el conocimiento y la enseñanza están siempre imbricados con el poder. Los hechos siempre se interpretan y se organizan discursivamente; los métodos tienen política; la neutralidad en el conocimiento es un sinsentido. El conocimiento nunca es objetivo, independiente de la política, el marco y la situación. Dicho esto, nada es más corrosivo para el trabajo intelectual serio que estar gobernado por un programa político, ya sea el de los estados, los intereses empresariales, la iglesia, un movimiento revolucionario o incluso el de la aristocracia académica. Sin embargo, nada es más inapropiado para el éxito político que la reflexividad, la crítica y la apertura incesantes que exigen la investigación académica y la reflexión imaginativa. El pensamiento crítico incesante empobrece la eficacia política, así como la politización incesante empobrece la investigación crítica.

En el breve relato de Weber: “Las palabras en el aula son rejas de arado para aflojar el suelo del pensamiento contemplativo; las palabras en el ámbito político son espadas contra los enemigos, fusiles”. O parafraseando a Stuart Hall: En el ámbito académico, estudiamos el problema de la facticidad, analizamos narrativas y exploramos el deslizamiento inherente del significado, mientras que en el ámbito político, manejamos hechos, buscamos asegurar una narrativa hegemónica y detenemos el deslizamiento del significado. Confundir estos dominios compromete a ambos. La confusión es también el efecto de la ruptura nihilista de límites que Weber traza y de la que pretende escapar con esa separación. Nos invita, en cambio, a reconocer los valores como importantísimos pero sin fundamentos, a entender la política como la lucha por los valores y la academia como un lugar para indagar y aprender, para reflexionar críticamente e incluso para destruir valores con la crítica, no simplemente para afirmar verdades teológico-políticas.

DSJ: ¿En qué se equivocan entonces los críticos de la derecha cuando acusan al mundo académico de ser un semillero de activismo liberal? En otras palabras, ¿cómo conecta su argumento sobre la responsabilidad académica con la cuestión de la libertad académica?

WB: Bueno, en la medida en que algunos (no todos) profesores y estudiantes de tendencia izquierdista rechazan el “foso” del que acabamos de hablar, estos críticos no se equivocan. Sin embargo, la derecha también lo rechaza y simplemente quiere instalar valores políticos de derecha en lugar de los de izquierda para gobernar las aulas y la cultura universitaria. Sigue siendo el mismo problema.

La libertad académica es extremadamente importante, por supuesto, especialmente cuando la derecha busca destruirla. Tenemos que defender la libertad académica como el derecho colectivo del profesorado a estar libre de la interferencia del poder (religioso, político y económico) en lo que investigamos, escribimos y enseñamos. Hoy también necesitamos estrategias para extender este derecho a quienes realizan las tres cuartas partes de la enseñanza en las universidades estadounidenses, es decir, profesores adjuntos e instructores de posgrado. Dicho esto, es importante no dejar que las preocupaciones por la libertad académica abrumen o enmarquen todo lo relacionado con la pedagogía y la investigación, incluidas las preguntas sobre qué y cómo debemos enseñar hoy, cómo abordamos nuestra investigación, cómo manejamos la política en el aula. Como todos los demás derechos, la libertad académica es una protección contra el poder, no un programa positivo.

DSJ: Usted afirma que las áreas STEM (por science, technology, engineering and mathematics: ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas) tienen un efecto que socava la democracia en el sentido de que “elevan la formación profesional… por encima de todo lo demás”. ¿En qué sentido?

WB: Las áreas STEM no socavan la democracia. Más bien, la universidad enmarcada exclusivamente como capacitación laboral o como un “retorno de la inversión” (los dos ponen un énfasis excesivo en las áreas STEM a expensas de otras partes de la educación superior) contribuye a socavar la democracia. ¿Por qué? Porque este marco oculta el valor de la educación superior en el desarrollo de ciudadanos democráticos conocedores y reflexivos capaces de comprender y analizar los principales problemas y predicamentos de nuestro tiempo.

En las democracias, se supone que los ciudadanos deben gobernarse a sí mismos. Para que ese gobierno sea posible hoy, los ciudadanos deben tener varios tipos de conocimientos y capacidades analíticas. Es importante comprender la ciencia y la tecnología, así como los estudios en ciencias sociales y humanidades. No podemos gobernarnos a nosotros mismos si no entendemos el mundo en el que vivimos. Las democracias sin educación siempre han sido peligrosas; cuanto más complejos sean los poderes que las organizan y más sofisticados los medios que los representan, más grave se vuelve este problema.

DSJ: Usted sugiere que la politización de la universidad y la trivialización de los valores en la política están rebajando el nivel de ambas. ¿En qué sentido?

WB: Mire lo que está sucediendo en la academia esta temporada: considere los argumentos engañosos sobre el discurso supuestamente antisemita (“del río al mar”) diseñados únicamente para bloquear o embarrar las críticas a Israel. Tales argumentos, por supuesto, degradan la importancia y la sustancia del antisemitismo real, eliminan discursivamente las vidas palestinas y restringen radicalmente la posibilidad misma de una investigación y discusión inteligentes que deberían ser el sello distintivo de la vida académica. O pensemos en la debacle de Claudine Gay, que ahora se ha convertido en un debate sobre los méritos de la DEI (sigla de un esquema participativo: Diversity, equity, inclusion; es decir: diversidad, igualdad, inclusión) y en una académica negra al frente de Harvard, o en un lamento por sus “errores”, pero que en el fondo fue una maniobra calculada y organizada de la derecha contra las universidades de élite. Ambos son ejemplos de políticas de poder que desplazan las luchas políticas abiertas sobre valores y se apoderan de los espacios académicos, los espacios donde los valores deberían ser investigados y debatidos. Por eso creo que el nihilismo y sus ramificaciones arrojan luz sobre mucho más que las referencias vagas a sociedades polarizadas o posverdaderas, que simplemente vuelven a describir los síntomas nihilistas.

viernes, 8 de noviembre de 2024

las políticas de la desesperación cultural

Este artículo del inmenso Chris Hedges sobre el triunfo de Donald Trump se publicó ayer en ScheerPost. El título es una traducción directa del original: “The Politics of Cultural Despair”. Se respetaron todos los hipervínculos del original.

por Chris Hedges

Ilustración de Mr. Fish para el artículo de Hedges en ScheerPost. “The Mourning After” (NB: mourning suena a morning (donde podríamos leer “La mañana (morning) después” en realidad dice “El duelo (mourning) después”. Dice: ”Los estrategas demócratas intentando descifrar cómo una campaña marrón y rosa suavemente aromatizada con Joe Biden, que promovió un mensaje inspirador de igualdad, civilidad, democracia y genocidio falló en darles las llaves de la Casa (del poder) Blanca.”

Al final, la elección trató sobe la desesperación. Desesperanza por un futuro que se evaporó con la desindustrialización. Desesperanza por la pérdida de 30 millones de empleos en despidos masivos. Desesperanza por los programas de austeridad y la canalización de la riqueza hacia arriba en manos de oligarcas rapaces. Desesperanza por una clase liberal que se niega a reconocer el sufrimiento que orquestó bajo el neoliberalismo o a adoptar programas tipo New Deal que mejorarán ese sufrimiento. Desesperanza por las guerras inútiles e interminables, así como por el genocidio en Gaza, donde los generales y los políticos nunca rinden cuentas. Desesperanza por un sistema democrático que ha sido tomado por el poder corporativo y oligárquico. Esta desesperación se ha reflejado en los cuerpos de los marginados a través de las adicciones a los opioides y al alcoholismo, el juego, los tiroteos masivos, los suicidios (especialmente entre los varones blancos de mediana edad), la obesidad mórbida y la inversión de nuestra vida emocional e intelectual en espectáculos de mal gusto y el atractivo del pensamiento mágico, desde las promesas absurdas de la derecha cristiana hasta la creencia, al estilo Oprah Winfrey, de que la realidad nunca es un impedimento para nuestros deseos. Éstas son las patologías de una cultura profundamente enferma, lo que Friedrich Nietzsche llama un nihilismo agresivo y desespiritualizado.

Donald Trump es un síntoma de nuestra sociedad enferma. No es su causa. Es lo que vomita la descomposición. Expresa un anhelo infantil de ser un dios omnipotente. Este anhelo resuena en los estadounidenses que sienten que han sido tratados como desechos humanos. Pero la imposibilidad de ser un dios, como escribe Ernest Becker, conduce a su oscura alternativa: destruir como un dios. Esta autoinmolación es lo que viene a continuación. Kamala Harris y el Partido Demócrata, junto con el ala del establishment del Partido Republicano, que se alió con Harris, viven en su propio sistema de creencias basado en la irrealidad. Harris, que fue ungida por las élites del partido y nunca recibió un solo voto en las primarias, pregonó con orgullo su apoyo por parte de Dick Cheney, un político que dejó el cargo con un índice de aprobación del 13 por ciento. La cruzada moralista y presuntuosa contra Trump alimenta el reality show nacional que ha reemplazado al periodismo y la política. Reduce una crisis social, económica y política a la personalidad de Trump. Se niega a enfrentar y nombrar a las fuerzas corporativas responsables de nuestra democracia fallida. Permite a los políticos demócratas ignorar alegremente a su base: el 77 por ciento de los demócratas y el 62 por ciento de los independientes apoyan un embargo de armas contra Israel. La abierta confabulación con la opresión corporativa y la negativa a atender los deseos y necesidades del electorado neutralizan a la prensa y a los críticos de Trump. Estos títeres corporativos no representan nada más que su propio progreso. Las mentiras que les dicen a los trabajadores y trabajadoras, especialmente con programas como el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Nafta), hacen mucho más daño que cualquiera de las mentiras pronunciadas por Trump.

Oswald Spengler, en La decadencia de Occidente, predijo que, a medida que las democracias occidentales se calcificaran y murieran, una clase de “matones adinerados”, gente como Trump, reemplazaría a las élites políticas tradicionales. La democracia se convertiría en una farsa. Se fomentaría el odio y se alimentaría a las masas para alentarlas a desmembrarse.

El sueño americano se ha convertido en una pesadilla estadounidense.

Los vínculos sociales, incluidos los empleos que daban a los estadounidenses trabajadores un sentido de propósito y estabilidad, que les daban sentido y esperanza, se han roto. El estancamiento de decenas de millones de vidas, la comprensión de que no será mejor para sus hijos, la naturaleza depredadora de nuestras instituciones, incluida la educación, la atención médica y las prisiones, han engendrado, junto con la desesperación, sentimientos de impotencia y humillación. Ha engendrado soledad, frustración, ira y una sensación de inutilidad.

“Cuando la vida no merece la pena ser vivida, todo se convierte en un pretexto para librarnos de ella…”, escribe Émile Durkheim. “Hay un estado de ánimo colectivo, como hay un estado de ánimo individual, que inclina a las naciones a la tristeza… Porque los individuos están demasiado involucrados en la vida de la sociedad como para que ésta enferme sin que ellos se vean afectados. Su sufrimiento se convierte inevitablemente en el suyo.”

Las sociedades decadentes, donde una población está despojada de poder político, social y económico, buscan instintivamente a líderes de cultos. Observé esto durante la desintegración de la ex Yugoslavia. El líder de un culto promete un regreso a una edad de oro mítica y jura, como lo hace Trump, aplastar las fuerzas encarnadas en grupos e individuos demonizados a los que se culpa de su miseria. Cuanto más escandalosos se vuelven los líderes de cultos, cuanto más se burlan de la ley y las convenciones sociales, más ganan en popularidad. Los líderes de cultos son inmunes a las normas de la sociedad establecida. Ése es su atractivo. Los líderes de cultos buscan el poder total. Quienes los siguen se lo conceden con la desesperada esperanza de que los salven. Todas las sectas son sectas de la personalidad. Los líderes de las sectas son narcisistas. Exigen servilismo obsequioso y obediencia total. Valoran la lealtad por encima de la competencia. Ejercen un control absoluto. No toleran las críticas. Son profundamente inseguros, un rasgo que intentan disimular con una grandilocuencia rimbombante. Son amorales y abusan emocional y físicamente. Ven a quienes los rodean como objetos que pueden manipular para su propio empoderamiento, disfrute y entretenimiento a menudo sádico. Todos los que están fuera de la secta son tildados de fuerzas del mal, lo que provoca una batalla épica cuya expresión natural es la violencia.

No convenceremos a quienes han entregado su capacidad de acción a un líder de secta y han abrazado el pensamiento mágico mediante argumentos racionales. No los obligaremos a someterse. No encontraremos la salvación para ellos ni para nosotros mismos apoyando al Partido Demócrata. Segmentos enteros de la sociedad estadounidense están ahora empeñados en la autoinmolación. Desprecian este mundo y lo que les ha hecho. Su comportamiento personal y político es deliberadamente suicida. Buscan destruir, incluso si la destrucción conduce a la violencia y la muerte. Ya no se sostienen en la ilusión reconfortante del progreso humano, perdiendo el único antídoto contra el nihilismo.

En 1981, el Papa Juan Pablo II publicó una encíclica titulada “Laborem exercens” o “A través del trabajo”. Atacó la idea, fundamental para el capitalismo, de que el trabajo era meramente un intercambio de dinero por trabajo. El trabajo, escribió, no debería reducirse a la mercantilización de los seres humanos a través de los salarios. Los trabajadores no eran instrumentos impersonales que se pudieran manipular como objetos inanimados para aumentar las ganancias. El trabajo era esencial para la dignidad humana y la autorrealización. Nos daba un sentido de empoderamiento e identidad. Nos permitía construir una relación con la sociedad en la que podíamos sentir que contribuíamos a la armonía y la cohesión sociales, una relación en la que teníamos un propósito.

El Papa criticaba el desempleo, el subempleo, los salarios inadecuados, la automatización y la falta de seguridad laboral como violaciones de la dignidad humana. Estas condiciones, escribió, eran fuerzas que negaban la autoestima, la satisfacción personal, la responsabilidad y la creatividad. La exaltación de la máquina, advirtió, reducía a los seres humanos a la condición de esclavos. Hizo un llamado al pleno empleo, un salario mínimo lo suficientemente alto para mantener a una familia, el derecho de un padre a quedarse en casa con los niños y empleos y un salario digno para los discapacitados. Abogó, para mantener familias fuertes, por un seguro médico universal, pensiones, seguro de accidentes y horarios de trabajo que permitieran tiempo libre y vacaciones. Escribió que todos los trabajadores deberían tener el derecho a formar sindicatos con capacidad de huelga.

Debemos invertir nuestra energía en organizar movimientos de masas para derrocar al estado corporativo a través de actos sostenidos de desobediencia civil masiva. Esto incluye el arma más poderosa que poseemos: la huelga. Al dirigir nuestra ira contra el estado corporativo, nombramos las verdaderas fuentes de poder y abuso. Ponemos de manifiesto lo absurdo de culpar de nuestra desaparición a grupos demonizados como los trabajadores indocumentados, los musulmanes o los negros. Damos a la gente una alternativa a un Partido Demócrata obligado por las corporaciones que no se puede rehabilitar. Hacemos posible la restauración de una sociedad abierta, una que sirva al bien común en lugar de al lucro corporativo. Debemos exigir nada menos que pleno empleo, ingresos mínimos garantizados, seguro médico universal, educación gratuita en todos los niveles, protección sólida del mundo natural y el fin del militarismo y el imperialismo. Debemos crear la posibilidad de una vida digna, con propósito y autoestima. Si no lo hacemos, aseguraremos un fascismo cristianizado y, en última instancia, con el ecocidio acelerado, nuestra aniquilación.


miércoles, 3 de abril de 2024

domingo de resurrección

Como hijo de una familia atea y de izquierda, mi experiencia con la religiosidad comenzó en Argentina, poco después de mis 11, cuando mi madre me hizo notar la procesión de un Domingo de Ramos en San Nicolás, circa 1975: en la calle éramos uno llevando esas ramas de algo que se parecía a un trozo de olivo en una marcha por el empedrado de calle Mitre. Hasta que llegaba el momento de ingresar a la capilla, donde esa unidad adquiría, con las palabras del párroco allá en la cabecera, las características del rebaño, una idea por completo ajena al ideal izquierdista al que me sentía unido por las ideas, la soledad y la derrota de mis padres.

La religiosidad católica, oficial, era tan potente en esos años, que incluso el niño que era podía absorber en ella el elixir de esa sociedad que estaba conociendo, a la que me sumaba como rebaño. Me llevó unos 20 años, desde ese Domingo de Ramos que rememoro, bautizarme en la fe católica en esa misma ciudad, cuando era docente en una de sus iglesias más emblemáticas.

Este domingo de resurrección asistí a misa en la iglesia San Francisco Solano. Quería agradecer por cosas que me han sido dadas, quería pedir por cosas que me exceden y son parte de mi universo más querido, y quería estar allí, celebrando la Resurreccíón de Nuestro Señor. La iglesia, a la que concurrí en otros días de Pascua en los que tuve que permanecer parado, estaba semivacía. Una lluvia discreta, de gotas medianas, me acompañó en el camino hasta el templo. La lluvia arreció durante la misa y, al salir, observé ese torrente bautismal en el suelo mojado, en el aroma que desprendía la atmósfera violentada por el agua. Jesús había vuelto de la muerte mientras el rito trascurría con la bendición del aguacero.

El cura le hablaba a un micrófono débil, que apenas transmitía sus palabras a los pocos y pobres fieles reunidos en la nave. Me acerqué incluso al altar donde ofrendaba misa para escucharlo, pero el volumen era esperpéntico. El hombre hablaba a sabiendas de lo que decía importaba poco. Dio un sermón delicado, en el que recordó el legado de su madre y su padre durante las celebraciones pascuales y el hábito cotidiano de la bendición de cada comida. No está mal, pensé, es ésa nuestra comunión diaria: celebramos la unidad, el poder alimentarnos, el ser uno en la dura división mundana. Pero apenas si entendía qué decía.

Tenía enrollado en mi mano la doble hojita de ruta de la misa. La lectura evangélica, un par de cantos. Allá adelante. un hombre en remera con una guitarra colgada, cantaba y ponía música a los momentos más emocionantes de la celebración. Su canto era hermoso y la ejecución musical era pobre, efectiva, aunque débil, como todo lo que se convertía en sonido en esa iglesia.

En mi rezo, durante la comunión, pedí –además de las cosas por las que fui a agradecer y pedir– por ese hombre de la guitarra. por ese audio débil y desoído que volvía el ritual un acto mecánico y sin voz, por esa potencia capaz no ya de llenar la iglesia, sino de llenar las almas de los presentes de una voz capaz de hacer de ese mecanismo del rito una experiencia única y trascendente, no el mero cumplido del fin de Semana Santa.

Al final, al salir de la iglesia, sólo pude darle unos cigarrillos a un lumpen que esperaba en la puerta y al que traté de explicarle que la única forma de donarle algo de dinero hubiese sido vía transferencia de MercadoPago. La experiencia de asistir a una misa inaudible que, aún así, es capaz de sostener su rito entre los escasos sectores de los más desfavorecidos y los más devotos, se cumplía con la bendición de la lluvia y la serenidad de un domingo previo a un feriado.

Acaso en ése breve orden que la misericordia ejerce humildemente sobre el predominio de la ley, que Jesús vino a enseñarnos, se cumple el objeto de nuestro agradecimiento y nuestra plegaria.

martes, 7 de febrero de 2023

imperialismo “consciente”

por Chris Hedges | Scheerpost

El brutal asesinato de Tyre Nichols* perpetrado por cinco policías negros de Memphis debería ser suficiente para hacer implotar la fantasía de que la política de las identidades y la diversidad resolverán la decadencia social, económica y política que acosa a Estados Unidos. Ésos policías no solo son negros, sino que el mismo departamento de policía de la ciudad está dirigido por Cerelyn Davis, una mujer negra. Nada de esto ayudó a Nichols, una nueva víctima de un linchamiento policial contemporáneo.

Ilustración de Mr. Fish: “Políticas identitarias”.

Los militaristas, los corporativistas, los oligarcas, los políticos, los académicos y el conglomerados de medios alientan la política de la identidad y la diversidad porque es inocua para abordar las injusticias sistémicas o el flagelo de la guerra permanente que azota a los EEUU. Es un truco publicitario, una marca, utilizada para enmascarar el aumento la desigualdad social y la locura imperial. Mantiene ocupados a los liberales y a los educados con un activismo boutique, que no solo es ineficaz sino que exacerba la división entre los privilegiados y una clase trabajadora en profundas dificultades económicas. Los que tienen regañan a los que no tienen por sus malos modales, racismo, insensibilidad lingüística y estridencias, mientras ignoran las causas fundamentales de su angustia económica. Los oligarcas no podrían estar más felices.

¿Mejoró la vida de los nativos americanos como resultado de la legislación que ordenaba la asimilación y la revocación de los títulos de propiedad tribales impulsada por Charles Curtis**, el primer vicepresidente nativo americano? ¿Estamos mejor sin Clarence Thomas en la Corte Suprema, quien se opone a la acción afirmativa***, o con Victoria Nuland, un halcón de guerra en el Departamento de Estado? ¿Es más aceptable nuestra perpetuación de la guerra permanente porque Lloyd Austin, un afroamericano, es el Secretario de Defensa? ¿Es el ejército más humano porque acepta soldados transgénero? ¿Se mejora la desigualdad social y el estado de vigilancia que la controla porque Sundar Pichai, que nació en India, es el director ejecutivo de Google y Alphabet? ¿Ha mejorado la industria de las armas porque Kathy J. Warden, una mujer, es la directora ejecutiva de Northop Grumman, y otra mujer, Phebe Novakovic, es la directora ejecutiva de General Dynamics? ¿Están mejor las familias trabajadoras con Janet Yellen como Secretaria del Tesoro, quien promueve el aumento del desempleo y la “inseguridad laboral” para reducir la inflación? ¿Se mejora la industria del cine cuando una directora como Kathryn Bigelow hace Zero Dark Thirty, que es una campaña de propaganda para la CIA? Echemos un vistazo a este anuncio de reclutamiento publicado por la CIA. Resume el absurdo en el que hemos terminado.

Los regímenes coloniales encuentran líderes indígenas complacientes —“Papa Doc” François Duvalier en Haití, Anastasio Somoza en Nicaragua, Mobutu Sese Seko en el Congo, Mohammad Reza Pahlavi en Irán— dispuestos a hacer su trabajo sucio mientras explotan y saquean los países que controlan. Para frustrar las aspiraciones populares de justicia, las fuerzas policiales coloniales llevaron a cabo una rutina de atrocidades en nombre de los opresores. Los indígenas que luchan por la libertad lo hacen en apoyo de los pobres y los marginados y suelen ser expulsados del poder o asesinados, como fue el caso del líder independentista congoleño Patrice Lumumba y el presidente chileno Salvador Allende. El jefe lakota Toro Sentado fue acribillado a tiros por miembros de su propia tribu, que servían en la fuerza policial de la reserva en Standing Rock. Quien está del lado de los oprimidos, casi siempre termina siendo tratado como oprimido. Por eso el FBI, junto con la policía de Chicago, asesinó a Fred Hampton y estuvo casi seguro involucrado en el asesinato de Malcolm X, quien se refería a los barrios urbanos empobrecidos como “colonias internas”. Las fuerzas policiales militarizadas en los EEUU funcionan como ejércitos de ocupación. Los policías que mataron a Tyre Nichols no son diferentes de los de las fuerzas policiales coloniales y de reserva.

Vivimos bajo una especie de colonialismo corporativo. Los motores de la supremacía blanca, que construyeron las formas de racismo institucional y económico que mantienen pobres a los pobres, se oscurecen detrás de atractivas personalidades políticas como Barack Obama, a quien Cornel West llamó “una mascota negra de Wall Street”. Estos rostros de la diversidad son examinados y seleccionados por la clase dominante. Obama fue preparado y promovido por la maquinaria política de Chicago, una de las más sucias y corruptas del país.

“Es un insulto a los movimientos organizados populares que estas instituciones afirman querer incluir”, me dijo Glen Ford, el difunto editor de The Black Agenda Report en 2018. “Estas instituciones escriben el guión. Es su drama. Ellos eligen a los actores, cualquier cara negra, marrón, amarilla o roja que quieran”.

Ford llamó a quienes promueven la política de identidad “representacionalistas” que “quieren ver a algunos negros representados en todos los sectores de liderazgo, en todos los sectores de la sociedad. Quieren científicos negros. Quieren estrellas de cine negras. Quieren académicos negros en Harvard. Quieren negros en Wall Street. Pero es solo representación. Eso es todo."

El peaje que se lleva el capitalismo corporativo de las personas a las que estos "representacionalistas" afirman representar expone la estafa. Los afroamericanos han perdido el 40 por ciento de su riqueza desde el colapso financiero de 2008 por el impacto desproporcionado de la caída del valor de la vivienda, los préstamos abusivos, las ejecuciones hipotecarias y la pérdida de empleos. Tienen la segunda tasa más alta de pobreza con un 21,7 por ciento, después de los nativos americanos con un 25,9 por ciento, seguidos por los hispanos con un 17,6 por ciento y los blancos con un 9,5 por ciento, según la Oficina del Censo de EEUU y el Departamento de Salud y Servicios Humanos. A partir de 2021, un 28 y un 25 por ciento respectivamente de los niños negros y nativos americanos vivían en la pobreza, seguidos por los niños hispanos en un 25 por ciento y los niños blancos en un 10 por ciento. Casi el 40 por ciento de las personas sin hogar de la nación son afroamericanos, aunque los negros constituyen alrededor del 14 por ciento de nuestra población. Esta cifra no incluye a las personas que viven en viviendas deterioradas, hacinadas o con familiares o amigos debido a dificultades económicas. Los afroamericanos son encarcelados a una tasa casi cinco veces mayor que la de los blancos.

La política de la identidad y la diversidad permite a los liberales revolcarse en una superioridad moral empalagosa mientras castigan, censuran y descalifican a quienes no se ajustan lingüísticamente al discurso políticamente correcto. Son los nuevos jacobinos. Este juego disfraza su pasividad ante el abuso empresarial, el neoliberalismo, la guerra permanente y el cercenamiento de las libertades civiles. No se enfrentan a las instituciones que orquestan la injusticia social y económica. Buscan hacer más aceptable a la clase dominante. Con el apoyo del Partido Demócrata, los medios liberales, la academia y las plataformas de redes sociales en Silicon Valley, demonizar a las víctimas del golpe de Estado corporativo y la desindustrialización. Hacen sus principales alianzas políticas con aquellos que abrazan la política de la identidad, ya sea que estén en Wall Street o en el Pentágono. Son los idiotas útiles de la clase multimillonaria, cruzados morales que amplían las divisiones dentro de la sociedad que los oligarcas gobernantes fomentan para mantener el control.

La diversidad es importante. Pero la diversidad, cuando carece de una agenda política que luche contra el opresor en nombre de los oprimidos, es una decoración de vidrieras. Se trata de incorporar a un minúsculo segmento de los marginados de la sociedad en estructuras injustas para perpetuarlos.

Los alumnos de un curso que dí en una prisión de máxima seguridad en Nueva Jersey escribieron Caged (“Enjaulados”), una obra de teatro sobre sus vidas. La obra se presentó durante casi un mes en The Passage Theatre en Trenton, Nueva Jersey, donde agotó entradas casi todas las noches. Posteriormente fue publicado por Haymarket Books. Los 28 estudiantes de la clase insistieron en que el oficial penitenciario de la historia no fuera blanco. Eso era demasiado fácil, dijeron. Esa sería una simulación que permitiría al público simplificar y enmascarar el aparato opresivo de los bancos, las corporaciones, la policía, los tribunales y el sistema penitenciario: todos ellos cuales hacen contrataciones en la diversidad. Estos sistemas de explotación y opresión internas deben ser atacados y desmantelados, sin importar a quién empleen.

Mi libro, Our Class: Trauma and Transformation in an American Prison (“Nuestra Clase: Trauma y Transformación en una Prisión Estadounidense”), se vale de la experiencia de escribir la obra para contar las historias de mis alumnos y transmitir su comprensión profunda de las fuerzas e instituciones represivas dispuestas contra ellos, sus familias y sus comunidades. Pueden ver mi entrevista en dos partes con Hugh Hamilton sobre Our Class aquí y aquí.

La última obra de August Wilson, Radio Golf, predijo hacia dónde se dirigían las políticas de diversidad e identidad desprovistas de conciencia de clase. En la obra, Harmond Wilks, un desarrollador de bienes raíces educado en la Ivy League, está a punto de lanzar su campaña para convertirse en el primer alcalde negro de Pittsburgh. Su esposa, Meme, aspira a convertirse en la secretaria de prensa del gobernador. Wilks, que navega el universo de privilegios, tratos comerciales, búsqueda de estatus y el juego de golf del club de campo del hombre blanco, debe desinfectar y negar su identidad. Roosevelt Hicks, quien había sido compañero de habitación de Wilk en la universidad de Cornell y es vicepresidente de Mellon Bank, es su socio comercial. Sterling Johnson, cuyo vecindario Wilks y Hicks están presionando para que la ciudad declare arruinada  así demolerla para su proyecto de desarrollo multimillonario, le dice a Hicks:

¿Sabés lo que sos? Me llevó un rato darme cuenta. Sos un Negro [en inglés, en el original, una palabra prohibida]. Los blancos pueden confundirte y llamarte negro [nigger: otra palabra prohibida para quien no sea afrodescendiente], pero no tienen idea como tengo yo. Conozco esa verdad. Yo soy un negro [nigger]. Los negros [negroes, en el original] son lo peor de la creación de Dios. Los negros [niggers] tienen estilo. Los negros [niggers] son así. Un perro sabe que es un perro. Un gato sabe que es un gato. Pero un negro [Negro en el original] no sabe que es un Negro. Cree que es un hombre blanco.

Unas fuerzas depredadoras espantosas están devorándose el país. Los corporativistas, los militaristas y los políticos con ínfulas de mandarines que les sirven son el enemigo. No es nuestro trabajo hacerlos más atractivos, sino destruirlos. Hay entre nosotros auténticos luchadores por la libertad de todas las etnias y orígenes cuya integridad no les permite servir al sistema de totalitarismo invertido [acá hay una traducción de ese hipervínculo] que ha destruido nuestra democracia, empobrecido a la nación y perpetuado guerras interminables. Cuando la diversidad sirve a los oprimidos es una ventaja, pero es una estafa cuando sirve a los opresores.

* Tyre Nichols, de 29 años y con un pequeño hijo, fue asesinado el 7 de febrero pasado (murió días después en el hospital) por una patota policial que respondía al escuadron Scorpion (el enlace lleva a una nota en TruthDig), encargado de la prevención del crimen vía la ideología “Broken Windows”: los pequeños delitos deben castigarse para evitar los mayores.
** Charles Curtis (Kansas, 1860-1936), republicano, vicepresidente de Herbert Hoover, perteneciente a la nación Kaw.
*** La affirmative action, que suele traducirse como discriminación positiva, es un sistema de prevención muy estadounidense contra la discriminación por raza o género en el empleo estatal y privado.

>>> El título original del artículo de Hedges es “Woke Imperialism”. Woke (literalmente “despierto” puede traducirse como “consciente”: alguien que se despierta y descubre las humillaciones y la fortaleza de su “identidad” –afrodescendiente en este caso–). Se tradujo como “consciente” para enfatizar esta fluidez entre términos que alguna vez pertenecieron a la izquierda más clasista y hoy son una moda. Ver la nota al pie en nuestro post “héroe de la clase conservadora”.


Nota bene: se respetaron todos los hipervínculos de la publicación original en Scheerpost. Entre corchetes hay aclaraciones del traductor.