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"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).

miércoles, 19 de noviembre de 2014

lo irrepresentable



“Infinito”, lo llama el periodista y escritor Leonardo Moledo. Se refiere a José Emilio Burucúa, historiador del arte y uno de los intelectuales más importantes de la Argentina, doctor en Filosofía y Letras y miembro de número de la Academia Nacional de Bellas Artes, quien presentará el viernes que viene a las 19.30 enel Museo de la Memoria (Moreno y Córdoba) “Cómo sucedieron estas cosas”. Representar masacres y genocidios. Una análisis erudito y exhaustivo sobre cómo y a través de qué figuras se representaron las matanzas a lo largo de la historia. Desde la antigua Grecia a la guerra de Líbano o la última dictadura en Argentina, ese acto que sólo los humanos son capaces de cometer –acorralar a inocentes desarmados y darles muerte– es visto, es decir, es analizada su imposibilidad de ser representado de manera directa, porque hay algo allí de lo indecible, de lo inmostrable, mediante las figuras frecuentes con que lo registra el arte de todas las edades: la cacería, el martirologio, el infierno y la silueta o la sombra. El Siluetazo, un proyecto de Rodolfo Aguerreberry, Julio Flores y Guillermo Kexel, se concretó con una acción colectiva realizada por primera vez en la plaza de Mayo, Buenos Aires, en la tarde del 21 de septiembre de 1983: un registro fotográfico y documentación sobre las siluetas de los desaparecidos. Esta nueva figura, que Burucúa y Nicolás Kwiatkowski –coautor del libro– rastrean en las paredes de la Hiroshima postnuclear y en figuras literarias como Peter Schlemihl, el hombre que pierde la sombra, este uso de la silueta y la sombra en las representaciones más recientes de las grandes masacres del siglo XX.
 Imagen de Museo Macro.

“Cómo sucedieron estas cosas”, una cita de Hamlet, de William Shakespeare –que el viernes presentará junto con los actores el director del museo de la Memoria, Rubén Chababo– intenta reconstruir, a través de las representaciones todos los planteos que, desde la historia, plantea ese interrogante cuya respuesta, como decía Primo Levi, cuya comprensión última, acaso involucraría cierta “simpatía” con los perpetradores de algunos de los actos criminales más espeluznantes de todas las épocas.
Burucúa, en esta entrevista que mantuvo con nosotros, no rehúye pensar con todos los elementos de su vasta erudición, además de los que le provee el entrevistar: desde las imágenes mediáticas de los decapitadores de Estado Islámico hasta las fantasías de zombies que proliferan en el cine y la televisión más reciente.
—En su libro Cartas norteamericanas hace unos comentarios sobre lo bello y lo sublime, usted escribe: “La víctima absoluta no ha sobrevivido para contarlo, sólo sobrevivieron sus asesinos. Vale decir que si lo bello puro es el espectáculo de la máquina de los cielos en el ojo de Dios, lo sublime puro es el espectáculo del interior de la cámara de gas en el ojo de un SS. Por esta razón, cuando Stockhausen dijo que la obra de arte más grande de la historia había sido la destrucción de las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001 (afirmación que le ha bloqueado para siempre el acceso a los Estados Unidos), se refería a una obra sublime y por ello me temo que estaba en lo cierto. (...) El suponer que podemos hallar lo sublime puro nos convierte en instrumentos de un terror sin fronteras y en los perores criminales de la historia.” Este asunto, entiendo, está en el meollo de Cómo sucedieron estas cosas. ¿Cómo analizar la representación de la masacre y el genocidio a partir de lo bello y lo sublime?
—Lo que pasa es que lo bello quedó excluido desde el comienzo, es imposible que ahí, en el análisis del libro aparezca, porque implica equilibro, armonización de medidas, contención emocional o, por lo menos una armonía emocional que es imposible a la hora de representar masacres. Y en cuanto a lo sublime, sí claro, pero es ese sublime que se ubica en el extremo y no podemos soportar, sublime siempre tiene que ver con el temor y un sentimiento de pequeñez y debilidad frente al infinito que nos rodea, o fuerzas de la naturaleza que nos superan, y entre esas fuerzas está la de la Historia, la del hombre que también pueden alcanzar esas cuotas terribles de lo sublime, pero es el sublime absoluto el que tendría que utilizarse en este caso, y ese no podemos soportarlo.
—No era ese el objetivo del libro.
—La categoría que buscamos con Nicolás (Kwiatkowski) es ver cómo se representa a partir de ciertas formas que hacen posible la visibilización de las masacres, y fuimos al estudio de estas formas como la cacería, el martirio, la figura del infierno, que es un invento muy moderno, un infierno en el que se ha desactivado la dimensión moral, porque las víctimas son el antónimo de los condenados infernales, pero parecen condenadas a los tormentos del infierno; por eso insistimos en la inocencia radical de la víctima de una masacre, quien lo que padece es ser masacrado y no tiene ninguna conexión que ligue eso que padece con cualquier cosa que haya podido hacer antes. Si se masacrase a los peores asesinos como personas inermes que nada pueden hacer, en ese acto esas personas se convertirían en inocentes, por más cosas monstruosas que hayan hecho, porque nada justifica o legitima el terror de la masacre, esa muerte infligida a una masa de seres humana desarmada. Por eso lo sublime no podía aparecer ahí, porque siempre hay una cuota de emoción estética que no es lo que buscamos, sino lo de hacer tolerable mediante metáforas eso irrepresentable de la masacre. La silueta multiplicada es la cuarta fórmula, la de los genocidios del siglo XX, para los que no bastaban las formas anteriores. Entonces la fórmula nueva es la de multiplicación de las siluetas o sombras, en ese sentido El Siluetazo argentino fue fundamental, consagró la fórmula.
—¿Cómo es que es moderna la representación del infierno?
—Fuera de su dimensión moral. Lo primero que imaginaban lo soldados británicos o soviéticos cuando se encontraron con los campos de concentración del nazismo, era eso, el infierno, así se los transmitían a sus familiares en las cartas que les enviaban desde el frente.
—Usted se refiere muchas veces a la distancia –el concepto de Warburg de crear una distancia entre el ser y el mundo– necesaria para el análisis de ciertas representaciones, ¿podría ampliar un poco ese concepto de distancia, sobre todo aplicado a cosas que vemos a diario, como bombardeos y devastaciones registradas por cámaras de televisión?
—Es uno de los grandes problemas de los medios de comunicación: han extinguido la distancia que debe separarnos de los fenómenos para poder entenderlos o decir algo de ellos, necesitamos establecer una distancia con los objetos hirientes con que nos relacionamos. Distancia entre nosotros como sujetos y los otros objetos, si no, no podemos construir ningún conocimiento ni hablar con los otros, necesitamos eso que nos separa para reconocer en el otro a un sujeto semejante, y máxime para cosas tristes dolorosas, trágicas, que nos absorben y trituran. Ese es el problema con esta visualización cotidiana de aberraciones en la tevé, que suele estar en los rincones más íntimos de la casa, esos hechos se instalan en el aquí y ahora sin conciencia de la distancia espacial o temporal. Es un problema grave, porque pulveriza nuestra capacidad de comprensión. 
—La cultura es distancia, como decían los antropólogos de principios del siglo XX.
—La construcción de la cultura empieza con la distancia, el problema está en que si abolimos esas distancias (porque el animal no tiene distancia, pareciera haber un continuum entre lo que experimenta, siente, teme), si abolimos la distancia no nos volvemos a transformar en animales, entonces sospecho que nos transformamos en asesinos, en criminales. Ese es el tema. Somos lo no humano de lo humano, que es terrible, es el campo de concentración, la matanza de Camboya; nos convertimos en seres extraños, no en animales, el único rasgo que podría definirnos es ser criminales, porque matamos sin piedad a nuestros semejantes, que equivale a un suicidio colectivo. No es un tema sólo para antropólogos, se nos va la posibilidad de una vida colectiva, nos convertimos en bestias feroces que no existen en mundo animal.

halperín donghi



Halperín Donghi ha muerto

Por Alejandro Moreira (amoreiraar@yahoo.com.ar)

Así como Jorge Luis Borges es la figura alrededor de la cual se reconfigura el campo literario en los inicios de la democracia, la obra Tulio Halperín Donghi, funda la historiografía contemporánea en la Argentina. Ejemplar, en este caso, es Revolución y guerra, Formación de una elite dirigente en la Argentina criolla, libro que ha diseñado el rostro mismo de nuestro siglo XIX proveyendo el mapa con el que se haría posible, para sucesivas generaciones de historiadores, enfrentar ese pasado con nuevas preguntas e instrumentos, al tiempo que desde su edición en 1972 se revelaba como uno de los grandes monumentos historiográficos del siglo XX, cualquiera sea el criterio o la escala que se asuma. Consagración unánime ya sea en sus formatos académicos, pedagógicos o también de divulgación, pero en verdad muy reciente: nadie hubiera imaginado a comienzos de los años 80 el sitio que esta obra llegaría a ocupar en nuestra cultura, menos aun que algún día la ministra de defensa de un gobierno de sesgo peronista obsequiaría un libro de Halperín (La Argentina y la tormenta del mundo) al jefe de la Fuerza Aérea, como en efecto ocurrió en el año 2006.
Si dirigimos nuestra atención a un pasado más cercano, podemos observar que el peronismo y la emergente sociedad de masas fue otra preocupación de Halperín desde su juventud (había nacido en 1926), experiencias a las que abordó con una mirada fuertemente desacralizadora: en su perspectiva este movimiento político se explicaba más como producto de un concurso de factores conjugados en una determinada coyuntura a mediados del siglo XX (entre la interminable crisis política y la referida “tormenta del mundo”) que como resultado de la voluntad de sus hacedores ( y menos aún de la de sus numerosos seguidores). Para conocer el posicionamiento ideológico del autor sobre el fenómeno en cuestión bastará recordar que un artículo pionero sobre el tema, publicado en Contorno, aludía al peronismo como el “fascismo posible” para este país ubicado en el extremo occidente, (pero al unísono buscaba desanudar tal asociación, advirtiendo que el nacimiento de tal fuerza implicaba, para bien o para mal, algo completamente inédito). Sin embargo, más interesante resulta advertir que nos encontramos acá con un límite ostensible de la práctica de Halperín (que es también el de Max Weber): la incapacidad para pensar y evaluar la acción colectiva bajo otra mirada que no fuera decadentista y en ciertos casos inopinadamente pesimista frente a todo aquello que remitiera a procesos donde los protagonistas fueran las masas, (los pueblos, las clases), sus proyectos y sus sueños –perspectiva que el historiador encubría exacerbando una retórica fuertemente irónica, por momentos francamente satírica. 
 Imagen tomada de Los Andes.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

alpargatas

Había leído que el origen de la alpargata (el calzado que uso durante el verano desde hace poco más de 40 años) era árabe, pero ahora sólo encuentro esta referencia en el sitio de la empresa (árabe es el origen del nombre: albargat).
Sin embargo, las entradas de Wikipedia en inglés (espadrille) y español (alpargata) dicen cosas distintas. Distintas entre sí y con respecto a mi presunción original, de la que no encuentro mejores referencias.
Según la entrada en español (y acá coinciden las dos), la alpargata tiene su origen en la sandalia egipcia. Pero señala que el registro más antiguo de una alpargata no es europeo, sino americano: un calzado de yute hallado en Chaco, Argentina, en el siglo XII.
En la entrada en inglés, en cambio, no aparece esta referencia. Pero lo que me sorprende es enterarme de que las alpargatas con una cinta en el tobillo se pusieron de moda en Estados Unidos en 1948 cuando Laureen Bacall las usó en el film Cayo Largo. Y volvieron a estar de moda en los 80 luego de que las usara Sonny Crocket (el personaje de Don Johnson) en la serie Miami Vice, entonces llegaron a costar 500 dólares en los comercios de Nueva York.
La alpargata, como el mocasín (que también nació en América) es un calzado tan sofisticado y sencillo a la evz que no le hizo falta cambiar a lo largo de su historia. La suela de yute, que cualquier persona con alguna destreza y un telar podría fabricar, aísla del calor del suelo, deja respirar al pie permite acomodar el paso al suelo con una amortiguación mínima y suficiente. Eso las hace un calzado delicado y hermoso.

Bacall usando espadrilles. Imagen tomada del blog de estilo de Stephanie.
Mis Rueda para el verano 2014-2015.

lunes, 10 de noviembre de 2014

si te gustan las canciones de amor



Y Ber Stinco presentó Los fusibles quemados del amor, su cuarto disco, en Plataforma Lavardén el sábado pasado junto con su banda La Asociación Rosarina del Rifle.
De algún modo, todo el disco es cita de cita, “el eco de otros ecos”, como dice la letra de “El carbón”. Eso es algo, porque ya nos enseñaronlos maestros que la canción es una y tiene una torre –“Tower of Song”–, de modo que cada canción tributa a ese único reino en el que se reconstruyen los puentes, el fuego vuelve a arder.

Con 32 años, en el camino entre La Carlota (Córdoba) natal y Rosario, Ber Stinco parece haber entendido eso, que la canción ironiza y reflexiona sobre la canción misma, y que el amor es la piedra filosofal de ese credo. “En la fiesta me dijiste que ya no querías seguir. Recordamos el principio. Nos mentimos sobre el fin”, canta en “Dos”: esas idas y venidas en el tiempo, el dejo de sarcasmo con que se recuerda el dolor, todo un universo que pertenece al universo folk –un universo hecho del tránsito por lugares cuya geografía es el mismo lenguaje– de las canciones, hecho de palabras sencillas, de historias simples de parejas que se separan y en las que se abre un pasaje, un hueco hacia otro lugar, como si reconstruir ese quiebre trajera a la vez una nueva luz.
Pero letristas sobran en la ciudad. Lo que Stinco trae, sin embargo, es una particular manera de impostar la canción: un modo de acompañar la respiración misma de la lengua en la que están cantadas esas letras.
De allí que lo que escuchamos, por momentos, no sea tanto la totalidad de la letra como las salpicaduras que en la voz provocan ciertas palabras: “Señorito”, “Camboriú”, como en su disco anterior (“Todos somos el conurbano de alguien”, 2013) había ensayado el “ahijuna” y otras expresiones provenientes de las canciones de Jorge Cafrune o José Larralde –autores a los que confiesa haber frecuentado.
Ecos de Andrés Calamaro, de Indio Solari, por eso de Dylan –el Dylan que incorporamos como El Quijote: lo conozcamos o no, como parte del paisaje musical contemporáneo–, pero en canciones que hablan de Bombal, en una lengua que juega a ser extranjera y no puede ser más de acá.
Después de Coki Debernardi, junto con Julián Venegas –aunque con estilos muy distintos– Ber Stinco es de los pocos en “inventar” una manera de cantar que no es otra cosa que un modo de revisitar lo que hay en su memoria musical. Nos deja así estos “fusibles quemados del amor” desparramados en canciones que son eso: los tapones que saltaron cuando se abrió una herida.
Stinco, autodefinido en MTQN como “escritor, cantautor y twittero”, contó que este es el primer disco que “está como quería que esté” y que admira al difunto autor porteño Rodolfo Fogwill.
Gracias, Nico Manzi.

viernes, 7 de noviembre de 2014

arte condenado

El año pasado no le dimos grandes chances a The 100, y no es que sus edulcorados protagonistas no nos generen aún sospechas, pero vimos la primera temporada y ahora seguimos con la segunda.
Ya en la Tierra, los jóvenes fueron sedados y trasladados a lo que sería el mundo subterráneo de los sobrevivientes, el refugio nuclear en el que sobrevivió la dirigencia política de los Estados Unidos arrasados por la guerra nuclear hace un siglo atrás.
La trama incorpora entonces a estos nuevos personajes, últimos ciudadanos de una civilización que aún cuenta con la tecnología, las armas y la cultura pero no posee territorio por fuera de ese foso de concreto, y también a los viejos “padres” del Arca (la estación espacial donde nuestros protagonistas principales sobrevivieron a la hecatombe).
Si antes el conflicto se presentaba en torno a la vieja y la nueva ley (la Biblia y el Nuevo Testamento, sólo que sin un salvador), con los padres en el cielo y los hijos en tierra (amándose como no podían hacerlo allá arriba sin ser castigados), la aparición de la antigua dinastía terrestre modifica un poco las cosas.
Pero lo que más me llamó la atención, acaso porque de nuevo frecuento las páginas de Guy Debord, es que con los ciudadanos de la vieja civilización terrestre aparece el “arte” (sí, lo hace de una forma medio estúpida, como si continuara la versión filmada de The Time machine, de HG Welles), tanto el presidente como personajes secundarios se admiran con obras que de alguna manera rescataron de la destrucción y se apilan en un colosal almacén del refugio.
Sin embargo, como veremos, esta aristocracia mantiene con el arte la misma relación, digamos, que podría atribuirse a los nazis con el arte: la belleza, la representación, sucedáneo de la unidad, del reino perdido (recordemos “La camisa paradisíaca” de H.A. Murena) no trae nada más que el goce, la nostalgia de algo que estos sobrevivientes representan en el vacío, pura “forma” o, mejor, puro adorno cargado de la moral de la superioridad.

En esos detalles es donde mejor puede verse esta serie que, la mayor parte del tiempo, es una desfile de caras bonitas.

el gran negador

Al releer La sociedad del espectáculo (a poco de empezar ya encontramos cosas así: "La sociedad que reposa sobre la industria moderna no es fortuita o superficialmente espectacular, sino fundamentalmente espectaculista. En el espectáculo, imagen de la economía reinante, el fin no existe, el desarrollo lo es todo. El espectáculo no quiere llegar a nada más que a sí mismo"), me pareció indispensable repasar el prólogo de Christian Ferrer a la edición del año 2011.  
Imagen tomada de Librería Aguilar.


Debord. Poco antes de finalizar el año 1994 Guy Debord se suicidó. La noticia pasó inadvertida. Pero es justamente esta omisión involuntaria la que hace justicia a uno de los pocos pensadores auténticos del siglo, porque desapercibir un hecho importante es casi condición de existencia para periodistas y académicos, conscientes de que la pertenencia al aparato cultural de un país supone un acuerdo acerca de lo que no debe ser leído ni pensado.
Pero en este caso la temporalidad de la noticia es espuria: no indica que, con el pasar del tiempo, se haya perdido el interés por Debord o por su obra, pues mucho tiempo antes de acabar con su vida Debord se había destituido a sí mismo de la vida espectacular, es decir, de la vida tal cual la aceptamos en la actualidad.

Guy Debord fue un pensador auténtico porque fue un hombre consciente de la potencia del espectáculo. En un mundo donde diariamente millones de miradas encajan blandamente continuas radiaciones de estímulos visuales es difícil hallar personas capaces de penetrarlas. En Debord confluían una poderosa mirada analítica y el maceramiento de la experiencia histórica de los réprobos. Su libro más conocido, La sociedad del espectáculo, publicado en 1967, intentó ser un aviso sobre el cambio radical que estaban sufriendo las medidas de referencia acostumbradas para el tiempo y el espacio humanos. Apenas comprenderíamos el alcance de esta pérdida si la aceptamos como una catástrofe de los sentidos: las transformaciones de las dimensiones antropológicas y de los escenarios que nos eran habituales son acontecimientos cuya potencia apenas hemos experimentado porque su magnitud aún no ha advenido por completo.

jueves, 6 de noviembre de 2014

otro fin de año con ferry

A fines del año pasado incorporamos un nuevo soundtrack a nuestros días, las canciones reversionadas de Bryan Ferry en su disco The Jazz Age. Termina 2014 y nos enteramos por la NPR que Ferry (69 años) lanza disco nuevo el 18 de este mes: Avonmore
Se puede escuchar un avance acá, en el reproductor de NPR (se ve que no se puede embeber). En la entrevista que le hacen en la radio dice que se metió a ser músico cuando era muy joven e hizo dedo hacia Londres para ver a Otis Redding.
Interpreta "Send In the Clowns" (el tema de Stephen Sondheim del musical del 73 A little Night Music)  y dice de la canción: "Me gusta la música triste, y [esta es] una hermosa canción triste. El hecho de que provenga de un musical de Broadway es bueno, porque algunas de las mejores canciones vienen de musicales, se sabe. Cole Porter solía escribir para musicales, claro. Es una gran tradición. Además, nunca había grabado nada de Sondheim. Y esta es una hermosa canción con una letra atrapante".
 Fotografía tomada de Npr.org.

martes, 4 de noviembre de 2014

anatomía de un urbicidio

Gabriela Massuh –nacida en Tucumán, formada y residente en Buenos Aires– tiene una larga trayectoria en periodismo y gestión cultural (además de docente universitaria, traductora de Kafka, Schiller, Enzensberger, entre otros, dirigió el departamento de cultura del Instituto Goethe de Buenos Aires durante más de dos décadas). Nos había maravillado en 2008 con su novela La intemperie, una suerte de diario de una separación que le sirve a la narradora para reflexionar, para deambular por algunos de los temas centrales del legado que la economía de mercado sembró en la Argentina y, sobre todo, en Buenos Aires, y que estalló en diciembre de 2001. Allí, en esa novela ejemplar, Massuh le hace declarar a su personaje en las primeras páginas: “Durante los años 90 me alejé del sufrimiento en letras de molde, me escapé de los laberintos del yo porque me parecieron, si se quiere, parte de la conciencia de una determinada calse social. Me dije: la pasión es la ficción”. Y agrega en el párrafo siguiente: “Empecé a pensar que el goce –y no la tortura– era una especie de responsabilidad”.
La sensibilidad –dramática, particular y social– desplegada en La intemperie continuó en La omisión (2012), en la que Matilde (la protagonista) y Sara, la amiga reencontrada, tienen esta maravillosa charla sobre el final del libro:
“—Yo sé muy bien que a los sojeros de aquí se les hace agua la boca hablando de las bondades de la sociedad del conocimiento. ¿Qué patraña es esa, de qué me están hablando? (...) Eso dicen. Yo misma lo vi por televisión a ese Soropol, Logrópoto, Porotel, Robocop o como se llame. Decía «Exportamos conocimiento a Venezuela» y se sentía Einstein. Se refería a esa semilla maldita, la terminator, esa que se suicida. Porque hay una semilla que se suicida, ¿no?
—Sí, una semilla manipulada para que no dé fruto (...).
—Mirá si no me doy cuenta de lo que pasa. Buen futuro nos espera si el conocimiento se concentra en una semilla suicida...
—Hablando en serio, ¿sabés lo que yo pienso? –preguntó Sara.
—No, decime.
—Que la soja es la gran venganza del peronismo contra la clase ganadera tradicional.
—¿No te parece una buena idea construir un museo del futuro? –dijo Sara de pronto–. Como el futuro dejó de existir, bueno sería dedicarle museos y monumentos para que las generaciones futuras se enteren de cómo era.”
Ya en La intemperie aparece otra declaración frecuente “la necesidad de entender” –entender ese vacío abisal que fue el 2001, el avance de una intemperie que arrasa el espacio público de todos los lugares: la ciudad, los medios, la universidad, las instituciones. Así que no nos sorprendió enterarnos de que esta semana Massuh presenta El robo de Buenos Aires. La trama de corrupción, ineficiencia y negocios que le arrebató la ciudad a sus habitantes, donde los protagonistas tienen apellidos la mayoría de las veces conocidos hasta para el lector de diarios más distraído: Macri, Dromi, Cavallo, Eskenazi, Grondona, entre otros.
Desde la construcción de Puerto Madero a la de Nordelta, las autopistas –que recuerdan los ensayos sobre el arrasamiento del sur de Harlem de Marshall Berman y sus nefastas consecuencias en la Nueva York de los 50– que generan tierras de nadie en sus baldíos techados y oscuros, Massuh procede con la minuciosidad de sus propios recuerdos, sus conversaciones, su background académico, su investigación periodística y su prosa ejemplar a describir un urbicidio que transformó a Buenos Aires de Reina del Plata a Princesa de Disney, igual a otras ciudades con su masa de edificios exclusivos y anodinos. Una ciudad “sin calle”, donde los espacios se privatizaron y lo que queda para la prole es el vasto desierto que ingresa a una ciudad vaciada.
Si no queda claro, el texto de promoción del libro, lanzado por la propia editorial, no es para nada eufemístico, dice: “Denuncia de la destrucción arquitectónica, ambiental y social ejecutada durante la última década por el macrismo y el kirchnerismo contra la ciudad de Buenos Aires y el conurbano. ¿En qué se parecen Nordelta y el Parque Indoamericano? ¿Existe conexión entre las inéditas inundaciones y los emprendimientos inmobiliarios en la ribera del Río de la Plata? ¿Cuándo estallará la burbuja inmobiliaria que tiene vacíos uno de cada cuatro departamentos nuevos de la ciudad? ¿Es posible recuperar lo mejor de la Buenos Aires que alguna vez conocimos?”
La Buenos Aires festejada –se arguye en el libro– “por la dimensión de sus espacios públicos y su mezcla social, tan diferente al resto de sus pares de América Latina, sufrió una transformación radical. La demolición desenfrenada del patrimonio arquitectónico y el brutal crecimiento de los barrios cerrados destruyeron también el ecosistema del conurbano. Por negligencia y complicidad política, la especulación inmobiliaria se convirtió en el único motor de cambio y arrasó con una tradición cultural integradora, agravando la inseguridad y el hacinamiento y generando tierras de nadie liberadas a su propia suerte. Convertido en botín, el metro cuadrado aumentó exponencialmente su precio y desmanteló barrios enteros para construir viviendas suntuosas que hoy nadie habita”.

Puerto Madero, frente al hotel Faena.

Ya en sus novelas, desde un lugar distinto, Massuh había puesto a sus personajes a encontrarse con esa ciudad que asoma, irradia desde la postal barrial con adoquines –que la administración porteña se emperra en quitar: ya sea los cruces con cartoneros en La intemperie como los viajes en colectivo de Matilde en La omisión. En esta última novela escribe: "Esa vereda y esa esquina, intensificadas por la luz ocre del ocaso, se le ofrecían amorosamente, como una dádiva del pasado, un acto de generosidad, una gracia. Flotó en un indiscriminado acto de infancia cubierto por el empedrado de entonces. Entendió que lo que puntualmente veía o recorría era la calle Juramento en su versión original, como si la viera ya no sesenta años antes, sino la calle como huella de su propio origen exhibiendo esa grieta donde la construcción urbana retrocede y estalla y se disgrega en lo que alguna vez fue: campo. Todo le resultaba familiar, aunque sabía que la imagen constitutiva de ese pasado que a ultranza necesitaba retener como un estallido de placer a punto de desvanecerse, esa imagen no la contenía, es decir, ella, Matilde, no la había habitado, pero podía entenderla porque rebasaba de una especificidad que sólo puede descifrar un puñado de seres humanos en riesgo de extinción: la impronta Buenos Aires". En esas mismas páginas leemos, cerca del final: "La condición de la modernidad es no tener a donde volver".
Y, si el lector no está tan interesado en la denuncia concreta que este libro construye, acaso le convenga reparar que su trama está hecha con algunos de los autores más intensos en el análisis urbanístico y social, desde Adrián Gorelik a Andreas Huyssen, de Richard Sennett o David Harvey a Maristella Svampa o Patricia Pintos; o sea, un resumen tematizado del pensamiento urbanístico desarrollado en los últimos años en el país y el exterior que es en sí un mapa de situación.
Vía correo electrónico y desde Mardulce editora, la editorial que Massuh fundó en 2011, la autora nos responde unas breves preguntas sobre este libro.
—Habías ensayado una crítica o una exploración de la crisis de 2001 o el boom sojero en tus novelas, ¿hay una continuidad en El robo de Buenos Aires?
—El Robo no surge de mí, como el resto de mis libros, sino de un editora inteligente. Hace unos cuantos meses me encontré con Ana Laura Pérez, que acababa de asumir como editora en Random House. Me miró de manera misteriosa y me dijo “tengo un proyecto para vos”. Ese libro que me pedía partía, creo, de la presencia de la ciudad en La intemperie y en La Omisión. Pero además, de dos o tres columnas sobre la catastrófica gestión actual de la ciudad que yo había escrito para el colectivo Plataforma 2012. Así nació El Robo, que es un libro de investigación y también de denuncia.
—La constante señalización del deterioro del espacio público hace pensar que las ciudades, lo urbano, no es sólo cuestión de infraestructura, sino política. ¿Cuáles han sido las intervenciones en la ciudad que mayores desplazamientos generaron y qué consecuencias trajeron?
— La intervención más nefasta y brutal sobre la ciudad de Buenos Aires fue la creación de Puerto Madero: la impune privatización de 170 hectáreas de ciudad para convertirlas en un coto privado de especuladores y lavadores, narcos o no narcos. El modelo Puerto Madero dio a luz el mecanismo que en la década del 2000 se aplicó a toda la ciudad: especular con el suelo urbano para colocar excedentes y terminar destruyendo la ciudad. Esta es la gran industria de la construcción que, en Buenos Aires, produjo 450 mil personas que no tienen acceso a la vivienda, un crecimiento exponencial en villas con la existencia, al mismo tiempo, del 29% de departamentos nuevos vacíos, construidos solamente para “mantener el valor del dinero” sin haber crecido un ápice la cantidad de habitantes de la ciudad desde 1946.
—También Rosario se generaron impresionantes movimientos inmobiliarios que desplazaron a la gente que trabaja en la ciudad a zonas suburbanas porque los precios de las viviendas son inaccesibles.
—Por supuesto, esto mismo pasó en Rosario y hay indicios de que esos rascacielos horribles frente a la línea de la costa, horrendamente caros y de construcción seudo lujosa es la contraparte del incremento de las villas. Porque esta falsa “valoración” del suelo urbano hace que sea inaccesible para las clases medias y bajas, para terminar expulsándolas hacia zonas de miseria e indigencia. La creación de esta falsa riqueza (digo falsa porque no es para todos) no solo genera pobreza, sino también miseria, exclusión y violencia. Todo esto podría evitarse si se respetaran, tanto en Buenos Aires como en Rosario, los planos urbanos ambientales. Pero los políticos trabajan para la industria inmobiliaria en contra de la población de las ciudades, obnubiladas por la publicidad mentirosa.

Rosario, Puerto Norte.

—¿Con qué otras obras o autores te parece que dialoga tu libro?
—Como el resto de mis libros, este también dialoga con la nostalgia, el paso del tiempo y la noción de la pérdida. Perder el paisaje urbano que en algún tiempo te dio amparo es tan duro como perder un amor, un ser querido o un tesoro. Hacernos sentir extranjeros en la propia ciudad es un acto criminal en el que incurre la mayoría de la política. Nuestros políticos son todos urbicidas: responsables de crímenes contra las ciudades. Merecerían ser juzgados por esto porque violan nuestro derecho a la ciudad.



El proceso (un fragmento)
Por Gabriela Massuh

El proceso comenzó hace décadas y, si hay que pensar en algún turning point, habrá que darle la razón a Adrián Gorelik cuando dice que todo empezó cuando los argentinos empezaron a viajar a Miami y dejaron de viajar a París. El juicio puede parecer nostálgico o elitista, pero no queda más remedio que aceptarlo porque define de manera contundente el tipo de ciudad, y también de sistema político, de cultura y de sociedad por los que hemos optado. Darle la espalda al espacio común para privilegiar el privado es uno de los factores principales para fomentar la inseguridad que tanto preocupa a la ciudadanía (y a los políticos cuando hacen campaña). Indefectiblemente hay que soportar que todas las estrategias para captar votos prometan guerras nucleares contra el crimen: más policía, más cámaras, más control, más armamento, penas más duras, tolerancia cero, menos espacios oscuros (y, sobre todo, menos espacios verdes).
El modelo de ciudad que tenemos es el más propicio para fomentar la violencia porque ha anulado el espacio común. A pesar de todas las promesas, los índices de inseguridad no han cesado de trepar, sobre todo a partir de los años noventa, cuando pasamos de ser una ciudad con veredas para caminar y plazas para convivir, a integrar la nómina bochornosa de ciudades latinoamericanas conocidas por sus villas miseria y sus números de homicidios, violaciones, y robos. A esta altura, deberíamos haberlo aprendido: la inseguridad no se combate con más policía, sino con planes integrales y, sobre todo, con voluntad política.