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"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).
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domingo, 16 de julio de 2023

tinta y cenizas

El fuego consumió las hojas, que reposan desde anoche en el piso de ladrillos de la parrilla. Una débil lámina carbonizada que aún retiene la tinta impresa.

Las palabras recortadas de oraciones que aún llegan a leerse exhiben en su negrura una claridad espectral.




 

domingo, 7 de mayo de 2023

Sofía

En algún momento de mi mayoría de edad la tía Sonia fue la tía Sofía. No recuerdo si no pregunté por qué el cambio de nombre o si pregunté y olvidé la respuesta. Entiendo que el nombre Sofía resultaba mejor o respondía mejor a quién era mi tía. Lo acepté como he aceptado todo lo que mi tía Sonia/Sofía me ha ofrecido.

Cuando aún vivía en Paysandú, es decir, hasta mis 11 años a fines de 1974, Sonia/Sofía había perdido a su hija Sheila, enferma de una enfermedad terminal desde su temprana adolescencia. La foto de Sheila, junto con mi prima Martha era un retrato que solía cruzarme cuando entraba a su casa de la calle Bolívar, mi lugar de residencia durante muchos veranos cuando mi familia y yo vivíamos ya en San Nicolás, Buenos Aires, Argentina.

Mientras fui niño y adolescente siempre entraba a la casa de mi tía, en Bolívar 937, por el portón que daba al patio o por la puerta que daba al garage, nunca por la puerta principal, a la que se accedía sorteando el portoncito que daba a un vacío porche que transité contadas veces en los años de infancia. En el tránsito de esa casa, a una cuadra de donde viví mi infancia, puedo notar los vacíos de un pasado trastrocados a los espacios no habitados de casas y terrenos que aún recuerdo cercanos.

Mi tía perdió a su hija Martha, mi prima más querida, después de perder a su esposo, cuando ya todos éramos grandes y la salud de mi prima se había deteriorado durante largos años. 

La casa de Sonia/Sofía en Paysandú tenía un fondo que daba a una suerte de asociación de músicos sanduceros que funcionaba sobre la calle de atrás, Ayacucho, así que de vez en cuando nos llegaban fragmentos musicales sofisticados y hermosos que resonaban en la acotada distancia y llenaban el patio cercano, que hacía una L: el piso elevado con baldosas en damero qie comenzaba por el lavadero y la galería bajo la parra, donde estaba el sillón hamaca que había fabricado mi padre y la parrilla donde el tío Nicolás asaba asado con cuero.

Más atrás, en lo que para mí era “el fondo”, la casa que se construyó para que viva la abuela Antonia –nacida en Ucrania en 1904, y una suerte de galpón semi-cerrado en el que había un juego de química de Martha y cosas que podrían pertenecer tanto a un gallinero abandonado como a un desván.

Corrección: mi abuela Antonia no era “analfabeta”, dominaba el ruso mejo que el español.

La casa de mi tía sobre calle Bolívar también dibujaba una suerte de L en la que la pata corta era la ventana del estudio en el que mi tío Nicolás sumaba las cobranzas con las que contabilizaba sus ingresos y mi tía guardaba los libros que vendía. De esa habitación, que mantenía a Nicolás con la vista fija en la calle, extraje un verano tres tomos de las obras completas de H.P. Lovecraft que leí en estado de trance en una edición de papel biblia. También libros de A.J. Cronin que tardaría años en descubrir que eran malos, y enciclopedias que me contaban las maravillas del Egipto antiguo y el más moderno, nacionalista y anti-norteamericano. 



El 11 de julio de 2016, casi siete años desde que mi tía muriera el 2 de mayo pasado, la visitamos con mi esposa, mi hija y mi hijo. Debe haber sido la primera vez que golpeé la puerta principal de la casa de calle bolívar y tuve que explicarle a Sonia/Sofía quién era. Estuvimos una hora con ella, tomaba mates en la sala de recepción de su casa que, en la arquitectura particular de su casa, era el espacio entre el salón principal –al que se accedía por la puerta de entrada–, la cocina a la izquierda y el pasillo que daba al estudio, el baño y las dos habitaciones donde dormí las noches de mi adolescencia.

Allí, donde permanecimos una hora hablando de cosas que no recuerdo, ardía un leño en el hogar, un pedazo de tronco importante. Volvíamos de estar unos días en las termas de Guaviyú, donde habíamos alquilado una cabaña en la que también había un hogar y no pude encender un fuego. “Mirá el tronco que encendió tu tía”, me dijo mi hijo.


Creo que el leño que has encendido sigue ardiendo, querida Sonia. Покойся с миром

domingo, 5 de febrero de 2023

la edad

 En sus cuidados diarios posteriores a la Segunda Guerra, Ernst Jünger descubre que los grandes hombres cuyas biografías está leyendo murieron más jóvenes que él en ese momento. La vejez en el siglo XIX, escucho, era una rareza porque la gente se moría antes. 

Mi abuela Beba murió a los 97 años. Antes había comenzado a delirar. Anotaba con un bolígrafo fragmentos de su pasado en unas hojas de resma y decía: “Yo sé”. 

Murió en San Nicolás, en la ciudad en la que vivió los últimos 30 años de su vida junto a su hija. Su abuelo y tíos abuelos habían peleado en la heroica Defensa de Paysandú, donde había nacido mi abuela en 1904.

“Yo sé”, decía.

Recordaba un embarazo ectópico. Recordaba un tratamiento que su esposo (mi abuelo Horacio) había hecho a una yegua cuando manejaba una veterinaria sobre avenida España. Recordaba cosas que pertenecían a su vida, a la lejana vida a la que los viejos van arrancando sus días.

El “Yo sé” era algo que ella desperdigaba en páginas manuscritas y era también una declaración, algo con lo que también erguía su humanidad debilitada, su cuerpo pequeño y frágil se encaramaba sobre la hoja y ella anotaba eso que sabía.

Me recordaba a algunos pacientes de la Colonia Psiquiátrica de Oliveros, a una mujer en particular que garabateó en una esquela su nombre y algunas palabras dispersas y me dijo: “Ahí está todo”. Como si el acto de escribir en sí mismo ofreciera la materia de una vida. Antes que una memoria esos actos de escritura son un testimonio, un “martirio” –como en la interpretación de Paul Ricœur: testigo es “mártir” en griego–: su autor deja allí sus restos y uno lee en esa letras ausencia y dolor. 

Hace unos treinta años cuando murió el abuelo de mi esposa, José, quien había llegado caminando a un sanatorio de calle Dorrego, en Rosario; una de sus hijas descolgó el saco, la camisa y el pantalón que su padre se había puesto para ir a internarse y soltó: “¡Mirá la ropa que se había puesto el viejo!” La ropa había permanecido en una percha, en la habitación que le habían dado a José y de ahí la sacó la hija, que repasaba con la mano el género del saco marrón a rayas del saco como si en esa última caricia alcanzara el cuerpo del padre que se enfriaba en la morgue. 

La ropa de los viejos es de alguna forma la muda previa a la mortaja. “Lo que tenemos –hábitos, ropa, recuerdos– son demasiado, ya no podemos tenerlos”, como escribe Giorgio Agamben.

En el Cementerio Viejo de Paysandú (hoy Monumento a Perpetuidad) hay una escultura de un ángel viejo que está sentado y sostiene su brazo sobre una espada –una representación del arcángel Miguel. Ornamenta la tumba de Manuel Adolfo Olaechea –el cementerio, donde yacen los heroicos parientes de mi abuela Beba y mi madre, dejó de funcionar en 1881, de modo que nuestro Manuel Adolfo debe haber muerto mucho antes. Su dedicatoria reza: “En memoria de los sentimientos filantrópicos que siempre demostró el Dr.” Olaechea. Qué clase de interpretación unió la imagen del arcángel Miguel, jefe de los ejércitos de Dios, con la filantropía del difunto doctor es un misterio que no puedo resolver, pese a haber estado frente a esa estatua y esa tumba junto con mi hija una fría mañana de julio de 2009.

El ángel viejo de la estatua es ostensiblemente un ángel guerrero, pero es un guerrero que descansa. Su espada ya no apunta a la yugular de Lucifer, como en la representación tradicional de Miguel, con su armadura resplandeciente, sino que está clavada en el suelo y su larga hoja se le ofrece como apoyo; no mira al frente, sino a un costado, su mirada se pierde allende las batallas del pasado. Su reposo es el del guerrero que realizó su tarea, pero su mirada no se dirige tanto al pasado, hacia atrás, como a algo que aún lo acecha: la tarea fue realizada pero su culminación le arrebató algo que permanece a un lado. La vejez es de algún modo eso: descansar sin descansar porque lo que hemos hecho nos persigue, porque en ése pasado inacabado que no está detrás ni en ningún lugar persisten aún deseos que ya no pertenecen a nuestra edad.

En uno de sus cuentos de los años 20, Francis Scott Fitzgerald narra un pequeño episodio: un hombre ya mayor que deambula por un muelle neoyorkino se encuentra con una fiesta de graduados de la universidad que sucede en el deck de un barco fluvial que está a punto de zarpar. Se mezcla entre los jóvenes, se extravía pensando en sus años de juventud, baila con las muchachas que lo acogen como a un viejo amable, un profesor, alguien que es parte de la diversión a condición de permanecer viejo y entretenido. Pero nuestro protagonista está demasiado embriagado por ese salto de edad y termina arrojado por la borda. 

La vejez es una edad en la que es fácil ser arrojado por la borda.

martes, 24 de enero de 2023

40 años

El viernes 23 de diciembre pasado nos encontramos con las y los compañeros de Química de la promoción 1982 de la Escuela Nacional de Educación Técnica Nº 1, Gral. Ingeniero Manuel Nicolás Savio de San Nicolás –desde mediados del menemismo, con la reforma educativa, es ahora una escuela provincial con otro nombre– para celebrar un reencuentro a 40 años de nuestro egreso.

Abajo: Javier Albanessi, Enzo Sívori, Pablo Díaz y Carlos Torcello. Arriba: moi, Fabio Reyes, Gladys Gianini, Clarita Lamberti, Patricia Gómez, Fernando Cej.


Hubo un asado exquisito en la casa de
Fernando Cej, que hizo Fabio Reyes. Allí me enteré de que Cej, Reyes, Enzo Sívori, Carlos Torcello y Norberto Godoy siguieron viéndose –más tarde incluyeron a sus parejas– a lo largo de los 40 años en los estuve ausente por completo de ese pasado nicoleño que esa noche acaricié como un tesoro que había dejado deslizarse de mi mano.

Estaban Gladys Giannini, Patricia Gómez, Clarita Lamberti –quien en 1982 era novia del Tuerto Wirtz–, Javier Albanessi, Pablo Díaz, Rudy Svoboda.

Clarita Lamberti, Fernando Cej, Patricia Gómez.


En un momento, Pablo Díaz, quien hizo una carrera militar, alentó al grupo a expresarse sobre lo que significaba ese reencuentro. Trajo una palabra familiar en el Ejército: “camaradería”, así como en las películas de Howard Hawks suele hablarse de “camaradería masculina” para referirse a ese grupo heterogéneo de hombres que se asocian para vencer una amenaza a la comunidad. Remember Rio Bravo:



De pie: Javier Albanessi, moi, Fabio Reyes, Pablo Díaz, Gladys Gianini, Clarita Lamberti, Patricia Gómez, Fernando Cej. Sentados: Enzo Sívori, Carlos Torcello y Rudy Svoboda.

Bueno, la ronda giró de izquierda a derecha y cuando me tocó el turno me tentaba retomar, a propósito de “camaradería”, las cuatro formas del amor postuladas por C.S. Lewis: “«El amor empieza a ser un demonio desde el momento en que comienza a ser un dios». Este contrapunto –argüía Lewis– me parece a mí una indispensable salvaguarda; porque si no tenemos en cuenta esa verdad de que Dios es amor, esa verdad puede llegar a significar para nosotros lo contrario: todo amor es Dios.”

Pero elegí unas palabras estúpidas y ciertas a la vez.

Noté que, salvo un par de compañeros, el resto había hecho de ese don que nos entregó la ENET Nº1 (el título de Técnico Químico) una carrera que les permitía estar allí disfrutando de un “ágape” porque nuestro título mismo no es otra cosa que un “ágape” (caritas, es el nombre latino de ágape, que es a la vez una de las cuatro formas del amor).

La increíble Gladys hipnotiza a la audiencia con sus historias en los extremos del orbe. 

En 1985 compré un disco que seguiría escuchando a lo largo de los años para recordarme un origen que en ese entonces desconocía: Scarecrow (“Espantapájaros”), de John Cougar Mellencamp. En el vinilo que aún conservo, en la tercera pista del lado A, hay un tema que se llama “Small Town”, dedicado a Seymour, Indiana, la ciudad natal de Mellencamp.

La letra dice: “Pero lo vi todo en una pequeña ciudad/ Tuve mi propio gran baile en una pequeña ciudad/… /No, no puedo olvidar de dónde provengo/No puedo olvidar la gente que me ama/ Sí, puedo ser yo mismo acá, en esta pequeña ciudad/ Y la gente me deja ser lo que quiero ser…” (But I've seen it all in a small town/ Had myself a ball in a small town/… /No, I cannot forget from where it is that I come from/ I cannot forget the people who love me/ Yeah, I can be myself here in this small town/ And people let me be just what I want to be).

Para 1981, 1982, cuando egresamos, de algún modo lo había visto todo en esa pequeña ciudad y en ese pequeño grupo en el que nos juntó la escuela pública: los misterios de la presencia en el mundo, que descifraba entonces junto con Rudy, Pablo y Javier; las mujeres que eran nuestras compañeras, de las que percibía una mayéutica ácida y también amable. El primer recital al que fui en el Círculo Italiano, donde tocaba Vox Dei o un concierto del Cabezón Gil en el viejo teatro del Colegio Don Bosco, al que me llevó Pablo Díaz, en el que escuché maravillado una versión de "Pato trabaja en una carnicería". Las películas en doble función del cine Gran Rex, los libros comprados en El Buen Libro, hasta la pasarela política del año 1983, cuando fui a un acto de Carlos Saúl en un prolífico baldío de calle De la Nación y avenida Moreno. Verlo todo significa haber accedido a conversaciones y experiencias que serían luego mis herramientas, no sólo sociales, también de conocimiento.

Cuando nos recibimos había unas pocas cosas que estaban claras. La primera –aunque no lo sabía o no me interesaba entonces– era que teníamos trabajo. Creo que fue ya entrado el año 1987, cuando nos sorprendió la muerte de mi tío Pucho Rivero en Montevideo, que mi madre me dijo que había escondido y destruido una carta proveniente de la fábrica de municiones de Azul, Buenos Aires, fechada en diciembre de 1982, en la que me invitaban a ingresar a la planta. La noche del 23 de diciembre de 2022, cuando nos reunimos en el patio de Fernando Cej a celebrar el reencuentro, después de 40 años, Fabio Reyes me dijo que él también había recibido esa carta y que fue hasta allá, a ese polvorín de Azul, a explorar las posibilidades del trabajo. Me contó que vio una suerte de iglúes semienterrados que almacenaban pólvora, TNT y otros explosivos, lo suficientemente alejados unos de otros como para evitar una explosión en cadena. Y que también supo que los últimos supervisores habían volado por el aire, que no le garantizaban vivienda ni viáticos, y que desistió.

Acaso una historia del Industrial es también la historia de un sueño de la política argentina, pero de cuando la política podía darse el lujo de tener proyectos. Planificar su industria y su trabajo; planificar su educación a partir de allí. 

Ése 23 de diciembre una de las compañeras me pidió disculpas por una agresiva respuesta que me dio en el cine –40 años atrás, acaso poco más–, después de que viéramos una película de ciencia ficción que, a principios de los 80 –salvo por Alien y Blade Runner– sólo podía un manifiesto trasnochado de los 70, que seguro yo apreciaba por ese humanismo mal entendido de las lecturas de entonces. No recordaba el episodio y me pareció que en ese olvido también se deslizaba un tesoro de la palma de mi mano.  

Este lunes de fines de enero, Clarita me envió tres fotos de una suerte de postal que le escribí un día de octubre de 1982, para su cumpleaños. My o my! No me atreví a leer éso que puse por escrito hace 40 años porque me horroriza lo mal que entendía entonces esa “materia” que es la escritura. Sólo alcancé a leer esta cacofonía: “ambiciones que apacigüen esa sed anhelante de felicidad” (para un Víktor Shklovski, la única virtud de ese amontonamiento de palabras sería convertir en extraño el término “felicidad”). ¡Suficiente! Imagino que el día que publique algo digno de ser leído ella podrá proceder a mi humillación publicando ese texto y declarando: “¡Sí, pero miren cómo escribía ya grandecito, a los 19 años!” Y no podré culparla por ello. Rescato de ese texto que leí como miraba películas de terror hasta los 20, cubriéndome los ojos para evitar las escenas escabrosas, esa sensación muy común de pensar un momento presente con la perspectiva de los años por venir.

El mismo lunes Pablo Díaz se hizo en Buenos Aires un transplante de válvula mitral, que recibe su nombre de la forma de la mitra, el sombrero ceremonial que usan los obispos. Lo de mitra fue adoptado en el mundo romano de una antigua divinidad persa que ese radiante cristianismo que salía de las catacumbas interpretó como la depositaria de la luz, la justicia y la alianza. No lo recordaría si no lo hubiese explorado nuevamente en el Tratado de historia de las religiones, de Mircea Eliade, cuando analicé la serie Raised by Wolves.

Esta historia, la del reencuentro, es también una historia de luz, justicia y alianza. La historia de cómo la deriva política de mis padres me depositó en una ciudad que adopté como a la patria de las tribus salvajes europeas anteriores al Medioevo. De algún modo todo estaba allí, como quien vuelve a la casa paterna para desenterrar un tesoro, como en el cuento persa que dice Borges que sacó de Las mil y una noches:

«Cuentan los hombres dignos de fe (pero sólo Alá es omnisciente y poderoso y misericordioso y no duerme), que hubo en El Cairo un hombre poseedor de riquezas, pero tan magnánimo y liberal que todas las perdió menos la casa de su padre, y que se vio forzado a trabajar para ganarse el pan. Trabajó tanto que el sueño lo rindió una noche debajo de una higuera de su jardín y vio en el sueño un hombre empapado que se sacó de la boca una moneda de oro y le dijo: “Tu fortuna está en Persia, en Isfaján; vete a buscarla”. A la madrugada siguiente se despertó y emprendió el largo viaje y afrontó los peligros de los desiertos, de las naves, de los piratas, de los idólatras, de los ríos, de las fieras y de los hombres. Llegó al fin a Isfaján, pero en el recinto de esa ciudad lo sorprendió la noche y se tendió a dormir en el patio de una mezquita. Había, junto a la mezquita, una casa y por el decreto de Dios Todopoderoso, una pandilla de ladrones atravesó la mezquita y se metió en la casa, y las personas que dormían se despertaron con el estruendo de los ladrones y pidieron socorro. Los vecinos también gritaron, hasta que el capitán de los serenos de aquel distrito acudió con sus hombres y los bandoleros huyeron por la azotea. El capitán hizo registrar la mezquita y en ella dieron con el hombre de El Cairo, y le menudearon tales azotes con varas de bambú que estuvo cerca de la muerte. A los dos días recobró el sentido en la cárcel. El capitán lo mandó buscar y le dijo: “¿Quién eres y cuál es tu patria?” El otro declaró: “Soy de la ciudad famosa de El Cairo y mi nombre es Mohamed El Magrebí”. El capitán le preguntó: “¿Qué te trajo a Persia?” El otro optó por la verdad y le dijo: “Un hombre me ordenó en un sueño que viniera a Isfaján, porque ahí estaba mi fortuna. Ya estoy en Isfaján y veo que esa fortuna que prometió deben ser los azotes que tan generosamente me diste.” »Ante semejantes palabras, el capitán se rió hasta descubrir las muelas del juicio y acabó por decirle: “Hombre desatinado y crédulo, tres veces he soñado con una casa en la ciudad de El Cairo en cuyo fondo hay un jardín, y en el jardín un reloj de sol y después del reloj de sol una higuera y luego de la higuera una fuente, y bajo la fuente un tesoro. No he dado el menor crédito a esa mentira. Tú, sin embargo, engendro de una mula con un demonio, has ido errando de ciudad en ciudad, bajo la sola fe de tu sueño. Que no te vuelva a ver en Isfaján. Toma estas monedas y vete.” »El hombre las tomó y regresó a la patria. Debajo de la fuente de su jardín (que era la del sueño del capitán) desenterró el tesoro. Así Dios le dio bendición y lo recompensó y exaltó. Dios es el Generoso, el Oculto.»

jueves, 29 de julio de 2021

playlist

Hijo cumplió 14 y 15 años en confinamiento. Cuando empezó la pandemia tenía cuatro pares de zapatillas talle 40. Hoy sólo posee un par nuevo, talle 43.

Sus encuentros sociales se multiplicaron en Discord, lo que incluyó conversaciones, cumpleaños –para los que se bañaba y se vestía especialmente–, juegos, películas y música compartida; música que fue descubriendo o redescubriendo por su cuenta, solo. Música con la que, entiendo, se cuenta cosas, éstas que están pasando y aquellas a las que las mismas canciones le abrirán una puerta.

Charly García y, sobre todo, la etapa Serú Girán ha sido la columna vertebral de sus gustos musicales –me refiero a esta etapa en la que él elije su música porque esa música lo interpela y a su vez es él el que interpela su cotidiano con esa música. Porque la música lo rodeó siempre.

Pero ayer nos mostró una playlist en particular a la que agregó unas 250 canciones de rock nacional, desde Sui Generis, Pescado Rabioso, Charly solista, Fito Páez, Cerati, La Máquina de Hacer Pájaro o Viejas Locas. Y mientras nos contaba su criterio de selección y cómo ordenó cada tema según el disco, se detuvo para destacar: “Este tipo me encanta”, y nos hizo escuchar:

Apenas si podía repetir el nombre del intérprete, lo que a mi esposa y a mí nos hizo reír, no sólo porque era un tema de nuestra temprana juventud, sino porque nos resultó muy curioso que un adolescente de 15 años se encantara con “El loco en la calesita”, por Juan Carlos Baglietto, sobre todo porque la música contemporánea que escucha no se parece en nada. 

Evidentemente hay algo que transmiten esas canciones (las de Baglietto, las del rock nacional de los 70) que interpelan al adolescente de un modo anacrónico, que es también el modo con que la adolescencia lidia con la vida.

Coda

No quise insistir con recomendaciones, pero en un rápido ping pong musical, le hice escuchar a Coki Debernardi, a quien conoce de la radio. "¿Es el viejo que se viste con calzas y botas?", dijo fascinado por lo que estaba escuchando, atormentado por esa distancia entre el trato con Coki y la música que sonaba en los parlantes. “Parece... —dijo, sin encontrar con qué compararlo. Y cerró:– No parece de acá.”   

Octubre de 2016 en Radio Sí.


sábado, 6 de junio de 2020

indio

Escribo por wasap en el pequeño grupo de trabajo: "Cuando el dentista me torturaba ayer para reponer ese diente que se me partió y por el que desembolsé un dineral, pensaba que si me llevan a entubarme a un hospital y me faltaba un diente me iban a dejar morir por desdentado o atendían antes a alguien con el comedor completo".
Al mes de iniciada la cuarentena se me partió un diente. No es que haya resultado una sorpresa absoluta, era una pieza sobre la que ya había trabajado mi anterior dentista, pero se extendieron tanto las consultas, los moldes, los ajustes, que un día me fui con el diente provisorio y cuatro años más tarde, en medio de la cuarentena, mientras comía una delicada pera disecada, sentí un débil crac y la horrible sensación del diente caído sobre la lengua. 
Días más tarde, con un perno y una prótesis de plástico –y con más de 30 mil pesos menos en mi cuenta–, decido si deshacerme o no de esta camisa de trabajo marca Indio que me regaló un amigo hace por lo menos 28 años. 
La confección de la camisa –de algodón puro pre-encogido antes de su armado– está muy lejos de cualquier camisa de trabajo Ombú o Pampero, que se deforman después de un lavado y, con el uso, adquieren ese forma de bolsa irregular. 
Indio se fabricaba en Grafa (Grandes Fábricas Argentinas, fundada en 1930 y cerrada alrededor de 1980: acá hay una hermosa nota que recuerda a esa fábrica textil que destruyó la desindustrialización de la última dictadura).
Ya veré si me deshago o no de este trapo histórico.