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miércoles, 30 de julio de 2025

el tiempo pasa

El siguiente fragmento es parte del libro Far Country, Scenes from American Culture, que Franco Moretti publicó en 2019 y escribió ya de vuelta de Estados Unidos, donde fue docente universitario durante más de 30 años. Incluimos las notas al pie, aunque no las tradujimos, pero sí las imágenes señaladas, todo de acuerdo a la numeración del libro.

>>>*<<<

El tiempo pasa. Por qué «lo que llamamos ‘el alma’ se expresa con una claridad mayor» en el rostro humano, se preguntaba Georg Simmel en 1901, planteando lo que sin duda constituye la pregunta para cualquier teoría del retrato. Que el rostro suele estar desnudo y expuesto, mientras que el cuerpo está cubierto —y, por lo tanto, potencialmente «oculto»—, es sin duda parte de la respuesta. Pero Simmel va más allá:

Podemos considerar el acto de convertir la multiplicidad de elementos mundanos en una unidad como la actividad más típica del espíritu […] Cuanto más estrechamente interconectadas se interrelacionan las partes, más se transforma su desunión en una interacción viva, más impregnado de una unidad espiritual parece el conjunto […] Dentro del cuerpo humano, el rostro es la máxima expresión de dicha unidad.(5)

Ningún rasgo facial, por llamativo que sea —ojos, boca, nariz, mandíbula—, encierra el secreto de la expresión; es solo la capacidad de unificar lo que expresa «la actividad del espíritu», haciéndonos pensar en «el alma». Y el mayor ejemplo de esto, para Simmel, es la serie de ochenta y ocho autorretratos de Rembrandt, que duró cuarenta años y se extendió desde el comienzo de su vida adulta hasta el momento de su muerte. Al principio del ciclo, los rasgos individuales aún sobresalen como tales, casi separándose del resto del rostro: la boca, la nariz y el ojo derecho en “Autorretrato con gorguera” (c. 1629); el cabello en “Autorretrato joven“ (1629); la mejilla y los labios en “Autorretrato con gorguera y boina“ (c. 1629; Figura 16). Sin embargo, con el paso del tiempo, la prominencia de estos rasgos aislados disminuye lentamente: los labios que parecían a punto de pronunciar algunas palabras agudas pierden su tensión y se posan tranquilamente uno sobre el otro; los ojos ya no desafían al mundo, y de hecho, ya ni siquiera parecen mirar hacia él; absorben lo que les rodea con una actitud de paciente aceptación. El cuello se engrosa y se retrae entre los hombros; el rostro desciende hacia el cuerpo; se convierte en cuerpo. Los autorretratos presentan “la continuidad de la totalidad fluida de la vida“, escribió Simmel en su estudio de Rembrandt;(6) y el flujo es un proceso profundo e irreversible de amalgamación. Tomemos el color que domina los primeros retratos; el color de la juventud: blanco. Ojos, dientes, mejillas, cuello; un cuerpo (¿y un alma?) que aún no ha sido tocado por la vida.(7) Luego, a medida que Rembrandt envejece, el blanco se convierte gradualmente en un marrón grisáceo pastoso, mientras que la oposición entre luz y sombra, que había dividido el rostro en dos a lo largo del puente de la nariz en “Autorretrato con gorguera“, o creado un halo misterioso alrededor de la mejilla en “Autorretrato con gorguera y boina“, comienza a perder su claridad. Finalmente, en el “Autorretrato de Viena“ (c. 1657; Figura 17), o el “Autorretrato de Edimburgo con boina y cuello vuelto“ (1659), la luz y la oscuridad ya no muestran una antítesis entre sí. Amalgama, por todas partes y como sustrato, el más humilde de todos los rasgos faciales: la piel. Extendiéndose alrededor de la boca y los ojos, sobre la nariz, la frente y las mejillas, la piel del envejecido Rembrandt absorbe la extraordinaria mezcla de tonos —amarillo, verde, gris, púrpura, negro— del “Autorretrato de Washington con boina y cuello vuelto“ (1659; Figura 18). Si hay un color del tiempo, debe ser el que muestra las cicatrices y arrugas, las hinchazones, quemaduras y manchas que el mundo ha trazado sobre el cuerpo de Rembrandt, erosionando la separación entre el interior y el exterior. Entropía: esta es la gran ley detrás de los ochenta y ocho rostros. Pérdida lenta e irrevocable de distinción. “El tiempo pasa“: la sección central de Al faro, que describe el colapso en cámara lenta de una casa antaño elegante:

La larga noche parecía haber llegado; los aires ligeros, a dentelladas, los alientos húmedos, torpes, parecían haber triunfado. La cacerola se había oxidado y la estera se había podrido. Los sapos habían olisqueado la entrada. Abandonado, sin rumbo, el chal ondulante se mecía de un lado a otro […] el suelo estaba cubierto de paja; el yeso caía a paladas; las vigas estaban al descubierto… (8)

Con óxido y deterioro: la piel magullada y los ojos apagados de Rembrandt. Al acercarse al final de su vida, escribe Simmel,

es como si la muerte fuera el desarrollo constante de esta fluida totalidad de la vida, como la corriente con la que fluye hacia el mar, y no por la violación de algún otro factor, sino simplemente siguiendo su curso natural desde el principio.

La muerte como una corriente que mezcla sus aguas con las del mar. Recordemos esta imagen.

Figura 16

Figura 17
Figura 18

Cadena de montaje. Antes de convertirse en uno de los retratistas más famosos de finales del siglo XX, Andy Warhol parecía encaminarse hacia una dirección muy distinta. Su primera exposición individual consistió en treinta y dos pinturas idénticas de latas blancas, rojas, doradas y negras, cuya única diferencia reconocible residía en el tipo de sopa indicado en la etiqueta (“Campbell’s Soup Cans“, 1962; Figura 19). El MoMA, donde ahora se encuentran las pinturas, las ha dispuesto cuidadosamente en cuatro filas apretadas de ocho lienzos cada una, como si fueran una página gigante de sellos postales. Pero la idea inicial de Warhol había sido bastante diferente, o más precisamente, no había sido una idea en absoluto: cuando los envió a la Galería Ferus, en Los Ángeles, en el verano de 1962, los lienzos “no fueron concebidos como una sola obra de arte. Estaban destinados a ser exhibidos juntos, pero luego vendidos por separado“.(9) Fue el galerista Irving Blum quien lo cambió todo al tomar dos decisiones que moldearon la percepción pública de Warhol durante las décadas siguientes. Primero, colgó los lienzos en una sola fila larga, haciéndolos reposar sobre una repisa estrecha que evocaba un estante de supermercado: una elección que enmarcaba las pinturas como productos industriales y desencadenó una oleada de comentarios sobre la rendición del arte al mercado.(10) Pero luego, en lugar de dejar que el mercado del arte desmembrara las latas de sopa Campbell a su antojo, Blum recompró los cinco lienzos que ya se habían vendido por cien dólares cada uno, uno de ellos al actor Dennis Hopper, porque estaba convencido de que las treinta y dos pinturas debían permanecer juntas. (Warhol aceptó y le vendió el conjunto completo por mil dólares). Gracias a Blum, entonces, “Campbell’s Soup Cans“ se redefinió efectivamente como una obra única articulada en una serie de imágenes. Serie: esa es la clave. Es una noción que ya estaba germinando en los catálogos de Leaves of Grass, que había proyectado sobre el espacio estadounidense un equilibrio mágico entre el pluribus de contenidos semánticos (que cambiaban constantemente de un verso “libre“ al siguiente) y el unum de la gramática (que estampaba las mismas estructuras básicas en todas partes). La variedad y la igualdad estaban presentes entonces, y ambas eran igualmente fuertes; un siglo después, el equilibrio se ha perdido, y el punto de “Campbell’s Soup Cans“ radica en mostrar cuán increíblemente uniformes se han vuelto las cosas en la era de la reproducción mecánica. Y Warhol disfrutaba de la uniformidad:(11) por eso llamó a su estudio de Nueva York The Factory, y elogió la serigrafía, la técnica a la que recurrió después del cierre de la exposición Ferus, por su “efecto de cadena de montaje“. En otras palabras, todo parecía listo para una exploración a gran escala del universo de los productos básicos estadounidenses. Entonces…

Figura 19 

4 de agosto de 1962. Entonces, en la última noche de la exposición de latas de sopa Campbell's, y no muy lejos de allí, Marilyn Monroe se suicidó. Apenas tres meses después, el “Díptico de Marilyn“ (Figura 20) se exhibió en Nueva York. Actualmente en la Tate Modern, la obra está compuesta por cincuenta imágenes de Marilyn Monroe dispuestas en dos paneles de veinticinco imágenes cada uno: a la izquierda, rosa, rojo, naranja brillante, amarillo y turquesa; a la derecha, blanco y negro. Un par de imágenes a la derecha están casi completamente ocultas por una gruesa mancha negra, mientras que la columna más alejada está tan descolorida que los rostros parecen estar a punto de desvanecerse para siempre; y es difícil no interpretar la mancha como el signo de una catástrofe repentina, y el desvanecimiento como la desaparición gradual de la memoria pública de un rostro antaño famoso (la brevedad de la fama moderna es, por supuesto, la ocurrencia más célebre de Warhol). Vida y muerte de una estrella de cine; algo simple, pero conmovedor. Resulta aún más sorprendente, entonces, que el lado “muerte“ del díptico esté tan radicalmente ausente de la futura producción de Warhol, donde el blanco y negro quedará eclipsado para siempre por los brillantes matices que la serigrafía superpondrá con descaro, e incluso vulgarmente, sobre el rostro subyacente. Piel, ojos, labios, cabello, dientes… un rasgo a la vez, Marilyn está literalmente cubierta por capas de pintura llamativa, al igual que Jackie, Mao, Elvis, Liz (son tan famosos, los sujetos de Warhol, que un solo nombre basta). Todos siempre cambiando, porque sus colores cambian; todos cambiando, nadie envejece. El proceso entrópico, tan central en la concepción del retrato de Rembrandt, es inimaginable en este mundo donde el tiempo no existe y la muerte solo puede ser la “estocada“ de los retratos del Cinquecento que Simmel había contrastado con la “corriente“ de Rembrandt, que fluye naturalmente hacia el océano de la muerte. Para Warhol, como para los niños, la muerte solo puede ser accidental o deliberada: un accidente de coche; un asesinato; un suicidio; la silla eléctrica. Es un mundo donde incluso los viejos mueren jóvenes.

Figura 20

Pseudoindividualidad. ¿El rostro de Marilyn como una lata de sopa humana, entonces? Sí y no. A pesar de su supuesta calidad de “cadena de montaje“, el peculiar uso de la serigrafía por parte de Warhol creó un desajuste entre la imagen y el color que generó toda una serie de “desviaciones mecánicas“ respecto al modelo dado. Basta con comparar las Latas de Sopa Campbell con el panel izquierdo del Díptico de Marilyn (por no hablar del derecho): para notar las diferencias entre las treinta y dos latas hay que centrarse en los detalles microscópicos. Con Marilyn, uno se da cuenta de inmediato: aquí la blancura de los dientes, allá el azul de los párpados, los rizos, los labios, las sombras, las cejas… Siempre ella, siempre un poco diferente: más delgada, más rubia, más triste, más sexy, más fea… Cada réplica de la fotografía, individualizada a su manera peculiar. O quizás: pseudoindividualizada. «En la industria cultural», escriben Horkheimer y Adorno,

El individuo [es] ilusorio […] Desde la improvisación estandarizada del jazz hasta la personalidad cinematográfica original que debe tener un mechón de pelo sobre los ojos para ser reconocida como tal, reina la pseudoindividualidad.(12)

La pseudoindividualidad es el resultado de dos procesos convergentes: primero, los productos culturales —ya sean historias o melodías, estilos o imágenes, o incluso celebridades— se simplifican y estandarizan implacablemente; luego, las instancias individuales se reelaboran para que parezcan algo “único“. A diferencia del prosaico mundo de las sopas, el mercado cultural quiere que sus productos sean “especiales“, de una forma u otra; el único problema es que, a mediados del siglo XX, la estandarización se ha vuelto tan omnipresente que solo minucias como párpados, labios o “mechones de pelo“ aún pueden individualizarse. De ahí el “pseudo“ de la Dialéctica: una forma de denunciar esta dependencia de rasgos accesorios como una parodia de la formación mucho más exigente, mucho más estructural, de la individualidad burguesa. Pero ese es precisamente el atractivo de Warhol: con él, nada es exigente. Uno mira a su Marilyn —o a su Mao, para el caso— y realmente parece que todo es cuestión de maquillaje.

Siempre y cuando sea negro. Pero ¿es el maquillaje, “solo“ el maquillaje en el mundo contemporáneo? A medida que el “estancamiento secular de los mercados de bienes estandarizados“ envolvía a las economías capitalistas avanzadas, escribe Wolfgang Streeck, la respuesta del capital al […] fin de la era fordista incluyó la desestandarización de los bienes, [yendo] mucho más allá de los cambios anuales de tapacubos y alerones traseros que los fabricantes de automóviles estadounidenses habían inventado para acelerar la obsolescencia de los productos […] en un esfuerzo por acercarse a las preferencias idiosincrásicas de grupos cada vez más reducidos de clientes potenciales […] En la década de 1980, no había dos coches fabricados el mismo día en la planta de Volkswagen en Wolfsburg que fueran completamente idénticos.(13)

No había dos coches idénticos. Quién sabe si Warhol había oído hablar alguna vez de las bromas de Henry Ford sobre el Modelo T (“Puedes tenerlo del color que quieras, siempre que sea negro“); sin duda, se pasó la vida haciendo exactamente lo contrario. Con él, se puede tener a cualquiera del color que desee, siempre que no sea negro. Sus productos están más estandarizados que las formas culturales —siempre el mismo rostro congelado, la misma imagen fija del Niágara, año tras año—, pero la inventiva de las variaciones de la superficie es tal que un prefijo como «pseudo» ya no suena bien. Con una extraordinaria intuición histórica, la obra de Warhol combinó modelos «fordistas» y «posfordistas», utilizando estos últimos para renovar los primeros: siempre la misma foto, como si sus pinturas fueran tantos Modelo T de los años 20, pero con los infinitos extras variados de Wolfsburg de los años 80. Dado que los accesorios no pueden tener vida propia, independientemente de las estructuras de las que forman parte, se podría decir que los productos de The Factory nunca han trascendido realmente el horizonte del fordismo cultural descrito en Dialéctica de la Ilustración.

Lo que es cierto, pero pasa por alto la esencia de la contribución de Warhol a la hegemonía cultural estadounidense: aceptar sin reservas la situación existente (siempre la misma foto del mismo rostro), pero haciéndolo lo más interesante y agradable posible (siempre una nueva alteración de un tipo u otro). Al igual que los extras “personalizados“ de la era posfordista, las coloridas variaciones de una serie de retratos de Warhol encarnan un “pacto“ simbólico en el que la estética del detalle juega un papel desproporcionado en la percepción de los productos contemporáneos. Es la comprensión profunda —y el aprovechamiento— de esta lógica lo que ha situado a Andy Warhol en el centro estético de la Era del Accesorio en la que aún vivimos.

Notas

5. Georg Simmel, “Die ästhetische Bedeutung des Gesichts,” Der Lotse. Hamburgische Wochenschrift für deutsche Kultur, June 1901, p. 280.

6. Georg Simmel, Rembrandt: An Essay in the Philosophy of Art, 1916, Routledge, London, 2005, p. 11.

7. Vermeer’s whites are of course even more unsullied—one might say: virginal—than Rembrandt’s. Officer and Smiling Girl: the girl’s collar, headdress, forehead; the map and the wall behind her; and especially all those minute details that make her visage so incredibly luminous: the strokes of white on her incisors, lower lip, chin, nose … The same in Girl with the Pearl Earring (1665): the pearl, the collar, the whites of her eyes—even two tiny specks of white in her pupils!

8. Virginia Woolf, To the Lighthouse, 1927, HBJ, London, 1989, p. 137.

9. Kirk Varnedoe, “Campbell’s Soup Cans, 1962,” in Heiner Bastian, ed., Warhol: A Retrospective, Tate Publishing, London, 2001, p. 41.

10. Given that Campbell’s Soup Cans drew attention to the labels of the cans, which had (also) the function of attracting the gaze of potential buyers, the work bound together art, advertising, and the industrial production of commodities, as if suggesting that they may have something important in common. And indeed, just as modern art is placed by definition beyond truth and falsehood, advertising is (usually) neither exactly truthful nor exactly deceitful, and—to turn to the literal “content” of the cans themselves—canned soup is itself neither completely natural nor completely artificial. It is the overlap of these three “neither-nors” that makes Campbell’s Soup Cans so equivocally compelling.

11. On this point, the contrast with Hopper is striking. Hopper, too, had been aware of the uniformity of modern production (in his case, urban architecture): one need only think of the ten identical windows of Early Sunday Morning, let alone the hundred and fifty of Apartment Houses, East River (1930). But his paintings concentrate on the difference that continues to exist within the series: some windows of Early Sunday Morning are open and others are closed, curtains are unevenly raised, there are patches of white, or a shadow cutting diagonally across the façade … (and if one looks carefully, the same irreducible differences are visible, though the details are of course less distinct, in the rows of windows in Apartment Houses). Hopper is painting a world that is not yet dominated by abstract uniformity. For Warhol, abstract uniformity is the world.

12. Max Horkheimer and Theodor W. Adorno, Dialectics of Enlightenment, 1944, Stanford UP, 2002, pp. 124–25.

13. Wolfgang Streeck, How Will Capitalism End?, Verso, London and New York, 2016, pp. 98–99.


sábado, 6 de abril de 2024

el orden criminal del mundo

Netflix estrenó este jueves Ripley, una miniserie de ocho episodios basada en las cinco novelas que Patricia Highsmith (Fort Worth, Texas, EEUU, 1921-Locarno, Suiza, 1995) dedicó a ese personaje entre 1955 y 1991. Pero antes de esta serie que es, por fin, una relectura de esas obras magistrales e inclasificables, estuvieron las obras de Highsmith, que incluso tuvieron a Tom Ripley en otras versiones.

En veintidós novelas y una larga colección de cuentos, los textos de Patricia Highsmith no parecen descubrir otra cosa que una cotidianeidad imperturbable y harto conocida, donde abundan las referencias a los precios de las cosas que ofrece la vidriera de un anticuario o las marcas de whisky, cigarrillos y pantalones de jean que usan sus personajes, quienes a la vez  suelen sorprenderse de lo fácil que resulta matar, cosa que por los general acometen con la ayuda de un objeto doméstico como un cenicero, un jarrón o un cuchillo de cocina. Su estilo es fluido, tan fluido como los hábitos de una casa, sin sobresaltos filosóficos; una fluidez capaz de sobreponerse al engaño, al crimen y a la muerte, porque cierta clase de domesticidad es, para Highsmith, eso: un pacto con el transcurso de las cosas, un pacto que se ha llevado el alma de las cosas. Highsmith trazó un retrato del Mal con los colores de su esencia: nada del otro mundo. El Mal es para Highsmith la fluidez de la vida burguesa que declara con sus precios, sus marcas y sus objetos capaces de dar muerte que no hay otra cosa.

Estas líneas versan menos sobre la serie –producida originalmente para Showtime, que no es Netflix–, realizada en un blanco y negro que despliega mejor ese claroscuro moral de todos sus personajes, que sobre la obra de Highsmith. La serie es una excusa, un McGuffin, como le gustaba decir a Alfred Hitchcock, quien adaptó la primera novela de Highsmith, Strangers in a train (Pacto siniestro, 1951).

Sin embargo, de la miniserie –escrita y dirigida por Steven Zaillian, responsable de los guiones de The Irishman y de La lista de Schindler, entre otras grandes producciones de Hollywood–  hay que decir que es por lejos una de las mejores adaptaciones que pueden verse de estas novelas. Cerca del final del segundo episodio (“Siete obras de misericordia”, se titula, porque el impostor que es Ripley contempla a obras de Caravaggio bajo la guía de Dickie Greenleaf, que está más deslumbrado por los bajofondos de la vida del artista que de esa “misericordia” que representa su obra), Ripley aprovecha que su anfitrión salió y se queda a salas en la gran casona que habita sobre un peñasco en la costa amalfitana para probarse su ropa e imitar sus gestos refinados. En esa impostura está cuando es sorprendido a sus espaldas por Greenleaf, quien volvió antes de lo esperado. Ese hombre vestido con ropa ajena exhibe una desnudez que no necesariamente desnuda su cuerpo, sino algo más obsceno, la oscura naturaleza de sus ambiciones.

Pacto

Highsmith, quien tomó su apellido de su padrastro, el que la llevó a Nueva York a finales de los años 20, aborrece como escritora el pacto de clase sobre el que se sostiene el orden y la moral burguesa. La mayoría de los personajes que en su obra se dedican al arte, como Dickie Greenleaf (uno de los protagonistas y primera víctima de la saga de Ripley. Incluso su nombre es una declaración: “green leaf”, hoja verde, inmadura), lo hacen como una afición, un hobby que permite a sus adinerados practicantes enmascarar su condición de turistas ociosos por el mundo. Más allá de los reparos sobre el autor, Ernst Jünger lo escribía en éstos términos en El Trabajador: “El concepto de la libertad burguesa [es] un concepto destinado a transformar todos los vínculos en relaciones contractuales a plazo”.

Podríamos ingresar a la visión del mundo de Highsmith si modificamos la cita de Lèon Bloy con que Graham Greene –quien la había llamado “la poeta de la aprehensión”– abre El fin de la aventura: “El hombre tiene lugares en su corazón que todavía no existen, y para que puedan existir entra en ellos el dolor”, en estos términos: “el burgués tiene lugares en su corazón que todavía no existen, y para que puedan existir entra en ellos el crimen”. Mi amigo Juan Pablo Dabove lo escribió incluso mejor: “Cuando el crimen es tenido en cuenta, éste no ocurre en el mundo, sino que es el mundo”.

La falsificación 

Hubo un autor alemán que ya citamos, cuya obra posterior a la Segunda Guerra fue un largo proceso de desnazificación espiritual cuyos resultados aún sopesamos, quien esbozó el concepto de “cristalización demoníaca”: se refería a procesos que afectaban la cotidianidad y tenían como resultado una extrañeza horrible y a la larga aceptable. Ésa “cristalización demoníaca” es lo que la obra de Highsmith traduce como “la falsificación”. Los personajes de Highsmith suelen practicar algún tipo de falsificación, lo sepan o no. Edith, en El diario de Edith, falsifica su vida en un diario que relata sus pequeñas aspiraciones de clase media cuya vida real desdeña; el esposo infiel de El cuchillo, como el escritor en desgracia de Crímenes imaginarios, como el novio celoso de El grito de la lechuza, falsifica un crimen que los engranajes habituales de una investigación policial hacen real. Pero hay una diferencia capital entre los personajes de la obra de Highsmith: están los que pretenden que en ese juego de fantasías fraguadas pueden recuperar algo de sus anhelos deshechos por la vida y los que en ese mismo juego se deshacen de esos mismos anhelos y con ellos de la moral que los ha forjado, es decir, los que saben lo que hacen y quedan más allá de los preceptos morales, más allá del mundo; este es el caso de Vic Van Allen, el marido traicionado que se gana cierto respeto con la fábula del asesinato de un amante de su esposa en Mar de fondo, o el del falsificador que apadrina al protagonista de La celda de cristal en la cárcel, o del mismo Bruno, que falsifica las coartadas de un crimen que pacta con el arquitecto de Extraños en un tren; y, principalmente, Tom Ripley: en las novelas que lo tienen como héroe los falsificadores gobiernan el mundo. Salvo excepciones, hay un rasgo común entre estos personajes: todos están bastante chiflados y su mejor disfraz lo ofrecen las costumbres sociales de sus pares de clase. A Highsmith parece interesarle algo esencial en esa falsificación. Forgery es el término en inglés, cuya etimología busca Tom Ripley en un capítulo de La máscara de RipleyRipley Under Ground–, en uno de los pocos alardes de autoconciencia identificables en la literatura de Highsmith: “Falsificar, del francés antiguo forge, forja. Faber artífice, trabajador. Forge en francés decíase solamente del taller donde se trabajaba el metal”. La falsificación forja la realidad en los textos de Patricia Highsmith. El derrumbe que esta revelación acarrea es el motivo de la mayoría de sus tramas. 

“Se produce un gran vacío si uno quiere escribir una historia fiel”, escribe en su diario el protagonista de El cuchillo. Entrampados en su propia red de falsificaciones, los protagonistas de Highsmith casi nunca cuentan la historia fielmente. Acaso eso que ocultan es lo único que los mantiene atados a esa otra vida, la que el protagonista de El grito de la lechuza se acerca a espiar por la ventana de la cocina de su amante.

El ángel exterminador 

Calificada a menudo, y con torpeza, como un divertimentti, la serie del personaje Tom Ripley (que se inicia con A pleno solThe Talented Mr. Ripley– y culmina con Tras los pasos de RipleyThe Boy Who Followed Ripley– a través de cinco libros) es un carnaval a la medida de Highsmith: ficciones que esconden la verdad en un bosque de verdades. Cierto roce con el género policial le dio a Patricia Highsmith la coartada perfecta para esbozar una imagen del mundo tan cierta que difícilmente puede ser creída.

Las novelas de Ripley son una clave porque allí, como en pocos lugares en la obra, encontramos una copia en positivo de los valores que la sustentan. “El artista hace las cosas de modo natural, sin esfuerzo. Alguna fuerza sobrenatural guía su mano. El falsificador tiene que forcejear, y si tiene éxito, su logro es auténtico”, Ripley reflexiona en esos términos mientras avanza hacia el asesinato del hombre que tiene enfrente, Murchison, un industrial norteamericano que ha ido a la casa de Ripley en Francia a discutir sobre la autenticidad de unos cuadros en los que invirtió y llevan la firma de un tal Derwatt. Pero Derwatt murió hace años, cosa que sus representantes mantuvieron en secreto, aunque continuaron explotando la firma haciéndole realizar las pinturas a Tufts, quien a su vez desarrolló su propio estilo y, en palabras de Ripley, “un auténtico Derwatt es un auténtico Tufts”. En otras palabras, Derwatt no es sino la máscara bajo la cual ejecuta su obra Tufts; máscara que el mismo Ripley –aliado en la estafa con los representantes– asume cuando se disfraza de Derwatt para comparecer ante Murchison que acusa de falsificación a la galería que le vendió los cuadros.

En A pleno sol (1960) –título con el que se difundió la primera novela de la serie tras el lacónico film de René Clement– Ripley marcha hacia Italia para rescatar de su bohemia a Dickie Greenleaf, para quien su padre tiene planes en la empresa familiar, en Norteamérica. En un poblado sobre el Mediterráneo Greenleaf vive de los dólares que llegan del otro lado del Atlántico y se dedica a las artes plásticas entre largos baños de sol y placenteras salidas al mar. Ripley se fascina con esa vida disipada, con esa inescrupulosa falta de ataduras con el mundo real, el de las miserias pequeñas, el de los estafadores a los que Ripley dejó atrás en Nueva York, el de los buscavidas y los tramposos que deambulan por las grietas que se abren en la sólida mole de la ley. Ripley mata a Greenleaf, usurpa su identidad, su dinero, recorre Europa, invierte el camino que había delineado el hijo del millonario: en la bohemia mediterránea, Greenleaf ocultaba un turista americano. Con las mismas armas, Ripley inicia un tour criminal.

Ripley es un ángel exterminador, un demonio –y los primeros episodios de la serie de Netflix se encargan de señalar esa condición de ángel caído–. Es un impostor y nada que acometa la impostura se sostiene ante sus ojos. Sólo para sus ojos la moral y la justicia no son sino imposturas y ésto sostiene sus crímenes. Como en toda la obra de Patricia Highsmith, el crimen es la única fuga y es, por esto mismo, el único camino hacia la trascendencia. Al observar la figura demoníaca de Ripley vemos, invertida, la imagen del Santo, el asceta, el único capaz de asumir sin escrúpulos el vacío que representa la falsificación de la vida. Habitar ese vacío, llenarlo de marcas, de precios y de hábitos que pertenecen a la ausencia total del espíritu. No hay allí empatía, ni comunidad, ni siquiera un sentido de la belleza que no pueda traducirse en valor de mercado.

Ripley –el personaje–, así como Ripley, la serie de Netflix es, oportunamente en estos tiempos, la representación de una era cuyo vacío de deseo despliega su nada en los grises de un blanco y negro tiznado de ascensos y caídas que no nos enseñan el derrumbe de una civilización, sino su languidez fundamental.

jueves, 24 de marzo de 2022

escribir es humano, publicar es divinsky

Entrevista realizada en junio de 2002:

En 1976 Ediciones de la Flor cumplía diez años desde que su fundador, Daniel Divinsky y un socio, juntaran 300 dólares con los que compraron los derechos para la publicación de un par de libros. Habían querido poner una librería, pero el dinero no alcanzó. Volvamos entonces a 1976: Divinsky y su esposa (Cuqui Miller) festeja el aniversario como prisionero de la dictadura más atroz y desfachatada que tuviera el país (cuyo modelo económico –hay que insistir en esto– perdura todavía). Por esa misma época la feria de Francfort, en la que Divinsky había adquirido hacía tres años los derechos de un libro infantil que prohibió el gobierno de Videla, Agosti y Massera, creaba el boom de la literatura latinoamericana en Europa y homenajeaba a un autor que denunciaba las atrocidades de los militares argentinos: Julio Cortázar. Divinsky había presentado ante la Justicia un recurso de reconsideración por la censura de la obra y la milicada contestó sin dilaciones con la encarcelación del editor y su esposa, a disposición del Poder Ejecutivo Nacional, que en esos días apenas daba abasto con sus operativos de torturas, violaciones, secuestros y demás ocupaciones terroristas. Los editores europeos, al tanto del asunto, se pusieron en campaña para sacar e su colega de las mazmorras del Proceso. Así se logró que el ex editor Marcel Jullien, en ese momento director de un canal de televisión de Francia que estaba en Argentina para acordar los contratos de televisación del Mundial 78, se negara a firmar papel alguno hasta que el matrimonio de editores saliera de la cárcel. “Se llevó los acuerdos sin firmar en la valija –contó una vez Divinsky– y los mandó desde Río, cuando se enteró que ya habíamos salido”. Cuatro meses más tarde, el matrimonio Divinsky y su hijo de tres años salían del país. No volvieron hasta 1983.

Entonces, vuelta la democracia, De la Flor retomó su catálogo, donde además de Quino, Fontanarrosa, Caloi, se encuentran Rodolfo Walsh, Germán Rozenmacher, Andrew Graham-Yooll o John Berger, entre otros.

—Ediciones de la Flor nace en 1966, la anécdota dice que usted y su socio tenían 300 dólares, que les alcanzaba para abrir una editorial, pero no una librería, como pretendían en un principio.

—Exactamente, los primeros libros salen en el 67, y va a hacer en este momento 35 años, fue en junio del 67, porque nos apresuramos para que salieran antes de las vacaciones de invierno.

—Usted ha dicho que en este negocio se depende mucho de los afectos.

—Es muy curioso, sucede. Hay autores del catálogo nuestro que han sido apetecidos por otros sellos y que rechazaron ofertas que parecían en lo inmediato muy suculentas. A partir, por un lado, de una ligazón afectiva, pero por otro, también por una lealtad recíproca que lleva a que sus intereses sean defendidos con tanta energía como los propios de la editorial, cosa que en los grandes sellos se pierde. El ejemplo que doy siempre es el de los herederos de Rodolfo Walsh, que en un momento se vieron tentados por un sello editorial de las transnacionales españolas. Teníamos contratos firmados por el propio Walsh que seguían vigentes porque no habían sido rescindidos, eran de la época en la que los contratos de edición no tenían plazo. Cuando vuelvo del exilio, la compañera última de Walsh había autorizado una edición en México de la obra completa. Nos dispusimos a reeditar sus libros en Argentina y en ese momento los herederos de Walsh nos piden que hagamos un nuevo contrato fijándole un plazo de diez años a cada libro. Se hicieron y cuando expiró este período se abalanzó este sello sobre los herederos de Walsh y dio un anticipo importante en cuanto a derechos de autor. Publicaron Operación Masacre y otros libros, y al cabo de unos años los herederos se dieron cuenta de que no había atención personal ni seguimiento de cada libro. 

—No es así como funcionan los grandes sellos.

—En los grandes sellos un libro dura los 28 primeros días del mes de su lanzamiento, porque después es sustituido por otro. O sea que la ilusión de que publicar con los grandes implica para el autor mayores posibilidades de ganancia es totalmente falsa. No es que lo pequeño sea hermoso, pero al haber una menor producción de novedades hay una mayor posibilidad de prestarles una atención que beneficia al autor.

Su política editorial se basa en los long sellers.

—Los libros que se siguen vendiendo durante mucho tiempo. Y De la Flor se mantiene con eso. Los libros de Walsh se publicaron por primera vez hace 32 años y siguen reeditándose y vendiendo. Ahora hemos autorizado una edición en España de Variaciones en rojo y hemos vendido los derechos de autor de Operación masacre, de Cuento para tahúres, o sea que seguimos defendiendo al autor después de muerto y para beneficio también de los herederos. 

—¿Cómo llegan a la editorial algunos de estos libros de la colección Narrativas, como el de Salvador Benesdra, El traductor?

—Lo de Benesdra es uno de esos casos trágicos. Yo no lo conocí nunca. Sé que era un periodista, un tipo sumamente culto e inteligente. Un amigo rosarino, Elvio Gandolfo, que había estado en el jurado de selección de premio Planeta, me dijo que todo lo que había leído en el año que se presentó Benesdra era bastante poco interesante, pero que había una novela bastante excepcional, a la que le sobraban unas cuantas páginas, pero que era lo único fuera de serie, era El Traductor. Retuve el nombre. Después vi que era uno de los finalistas del premio Planeta de ese año. Y un tiempo después un amigo de él, que era conocido mío, me trae el mamotreto, me pidió que lo lea, me dijo que estaban dispuestos a aportar algo para la edición, y lamentablemente lo dejé en el estante de los manuscritos para leer. Un día abro el diario y me entero de que el autor de ese manuscrito se había suicidado, entonces, con una curiosidad morbosa lo agarré y no lo pude dejar, porque efectivamente le sobraban algunas páginas pero era una novela alucinante, original, insólita. En ese momento me llama Américo Castilla, compañero mío de Derecho, también abogado, que estaba en la Fundación Antorchas, para decirme: «Che, ¿no conocés a un escritor que se llama Salvador Benesdra?, porque le dimos nuestro premio para la publicación y estamos llamando a la casa y no contesta». Le digo: «¿Vos no leés los diarios?». Y ahí se enteró. Al final apareció el libro con subsidio de la Fundación y con algún apoyo de los amigos, con una crítica estupenda, con muy poco éxito de venta. Es una obra en el que confío, se sigue guardando para que algún día la gente lo descubra.

—¿Cómo es el trabajo de selección de los libros de autores extranjeros, cómo le llegan? 

—El año pasado compré un solo libro, de (Jacques) Derrida, que se llama Fe y Saber, que tiene un texto de él sobre la religión y, después, una larga entrevista que es de aplicación en todos lados pero, especialmente en Argentina, que se llama “El siglo del perdón”, es de un periodista francés de origen polaco, y bueno, es un título que pagamos 800 dólares que, en noviembre no era una suma exorbitante. La traducción costó 2.000 dólares, porque se pagaron en diciembre (está traducido por una de las pocas “derridólogas” que hay en el país, realmente una experta, psicoanalista, que maneja muy bien el lenguaje de Derrida en francés), entonces, hacer un libro con esa inversión inicial, con el papel comprado al contado, con la imprenta pagada a los 30 días para que se venda a los 4 años es un negocio chino, que sólo lo puede hacer cuando lo solventa otro tipo de proyectos. Esto mismo pasa con el descubrimiento de nuevos autores. En los 70, cuando empezamos, era muy posible que uno descubriera un autor que le parecía valioso, que Primera Plana (la revista semanal) hiciera un artículo elogioso y lo convirtiera en un best seller sin que nadie tuviera idea de quién era el autor. Se nutría ese ascenso a la popularidad, por un lado por una apetencia cultural real y, por otro, snobismo y, después, disponibilidad económica. ¿Quién se compra hoy un libro para ver qué es?

—¿Tiene peso la crítica a la hora de difundir un libro?

—Creo que la crítica no lo tuvo nunca. Pero lo malo es el silencio, cuando se omite toda referencia a un libro, porque nadie se entera de que apareció. Claro, obviamente que la publicidad hace que se vendan libros que no dependen de la crítica, y la inversión publicitaria de los grandes sellos, que no se da sólo en los avisos en suplementos literarios, sino pagando lo que hace falta para que un autor o autora sea entrevistado en programas como los de Susana Giménez o Mirtha Legrand. Hace poco Rogelio García Lupo dijo que la televisión sirve para vender libros que nadie leerá, y es cierto, porque determinan la apetencia del que puede ir a comprar un libro del que se habla pero que después no volverá a abrir, porque su curiosidad ya está satisfecha con el rato que le dedicó al programa.

—¿Y cómo es su política con las traducciones?

—Creo que uno decide con el traductor el criterio a adoptar, sobre todo en este momento, en el cual es fundamental que los libros se puedan exportar. En narrativa hay que tratar de pedirles una traducción lo más neutra posible en el castellano, pero a veces esa neutralidad es una traición al autor. Una vez fui a una conferencia de Borges en la que hablaba de la traducción y decía que, por ejemplo, ante una lluvia ligera se podía decir, en rioplatense, garúa, o decir cellizca, en castizo, y que él aconsejaba usar llovizna, para que se entendiera en todas partes. Pienso que a veces hay que escribir llovizna y otras, garúa, si se traduce desde aquí, pero es un acto de voluntad y de inteligencia.

—Usted contó que los derechos de autor del libro Los animales no se visten, publicado a principio de los 70, empezaron mandándolos a una pequeña editorial de Nueva York, luego absorbida por otra más grande, luego fusionada con un pulpo y así. Que ya ni saben quiénes reciben esos derechos.

—Es muy frecuente, la relación entre el autor y el editor casi no existe. Cuando acordamos una edición en España de Variaciones en rojo de Walsh, empezamos las tratativas con una persona del departamento editorial, hablamos de las condiciones, de la estricta prohibición de enviarlo a América, en fin, se firmó el contrato. Ahora, esa persona ya dejó de tener que ver. Otra persona, de otro sector, nos pidió hace poco fotografías del autor y datos para la portada, y estamos lidiando con otro para que manden el cheque del anticipo, o sea que obviamente no es una tarea unipersonal por definición, pero se pierde la concisión cuando es una gran empresa la que trabaja en este ramo.

—Una antología de cuentos que publicó De la Flor en el 67 tenía un cuento, La cólera de un particular, que Walsh decía que pertenecía a un vietnamita del siglo pasado y que siempre se sospechó que era de Walsh. 

—Se sonreía y nunca dijo nada. Dijo que lo había sacado de una edición francesa que nunca vimos, se suponía que era una traducción. Era una alegoría de la guerra de Vietnam. 

—Y ese tipo de juegos, de falsificaciones, de algún modo, ¿eran más frecuentes antes?

—Sí, eran más frecuentes incluso mucho antes de que empezáramos. Se hizo mucho en la década del 30, los grupos de Boedo y Florida, los apócrifos, la antología apócrifa de (Conrado) Nalé Roxlo. Creo que correspondía a una época más distendida y más lúdica en algún aspecto. Conozco el caso de alguien que se tomó el trabajo de mecanografiar (porque no había computadoras) una novela entera de (Jerzy) Kozinsky y la mandó a 38 editoriales y recolectó las notas de rechazo de las editotriales. Era un libro que estaba publicado. Eran ese tipo de chistes, que requerían mucho trabajo y mucho papel carbónico en ese momento.

—¿Y si usted hubiera recibido esa novela?

—Y, podría haber metido la pata igual, en eso no hay garantías.

—¿Qué es lo que evalúa al leer un libro?

—Que me guste a mí. Porque cuando las tiradas mínimas eran de tres mil ejemplares yo pensaba, «Y, otros dos mil tipos a los que les guste lo mismo debe haber».

—¿Recibe materiales por email?

—A la editorial llegan por email decenas de propuestas, en general con archivos adjuntos. Los autores piensan que con algunas frases ditirámbicas sobre su propia obra van a despertar la curiosidad de quien abre el correo. Un día, un tipo que se llama Alejo García y tiene un segundo apellido que ahora no recuerdo, me manda desde Barcelona un email diciendo que me adjunta su novela Conductores suicidas (es una canción de Sabina o de Aute), pero que como sabe que no voy a abrir el archivo me da unas frases sueltas. Y tenía una conversación de bar muy graciosa, muy estilo Fontanarrosa, en la que dos tipos hacen un cálculo de cuántas aceitunas comieron en su vida. Me pareció tan divertido esa idea totalmente idiota que me hizo abrir la novela, empecé a leerla, me pareció fascinante y comencé a corregirla en pantalla, porque tenía muchos defectos de edición, le contesté que me diera tiempo, porque lo iba a hacer yo, finalmente vino en diciembre a Buenos Aires, en medio del despelote, y le dije que tuviera paciencia, que le faltaba un final, que un capítulo era demasiado largo. Ayer me llegó la nueva versión, que imprimiré para leerla y algún día saldrá. Pero esto es casual, no es para alentar a nadie. Es como picar una carnada.

lunes, 24 de mayo de 2021

el diablo cita las escrituras

¿La rebeldía se volvió de derecha?, pregunta Pablo Stefanoni en su libro –una cartografía de la nueva reacción frente a una izquierda que perdió su dimensión emancipatoria. Sí, claro. ¿Y entonces?



Si hay una novedad en la escena política argentina es que hoy existe un sector político que se reivindica de derechas, que aborrece la justicia social –a la que considera un saqueo que le quita dinero a los exitosos para repartirlo entre inútiles– y se burla de la corrección política del progresismo, los feminismos y muchos discursos que hasta hace muy poco estaban a la vanguardia de la movilización social.

Si bien esta derecha radicalizada es estridente, su impacto político está aún por verse. La encarnan figuras como Javier Milei o la presidente del partido gobernante hasta hace dos años, Patricia Bullrich, en cuyo nombre tiene incluso una agrupación de seguidores LGBT conocida en Twitter como La Put0 Bullrich.

Aunque la ultraderecha no ganó todavía elecciones en Europa, tiene ya representantes en la inmensa mayoría de los congresos nacionales y su presencia transforma la discusión pública sobre política. De hecho, la ganadora de las elecciones para alcalde de Madrid fue Isabel Díaz Ayuso, quien pertenece a un partido tradicional (el Partido Popular), pero consolidó su caudal electoral al adoptar el discurso de ultraderecha de la organización fascista Vox.

Cómo nació este fenómeno, cómo se multiplicó en las redes y cristalizó en figuras presidenciales como Donald Trump en Estados Unidos, Jair Bolsonaro en Brasil o Boris Johnson en Gran Bretaña, es lo que cuenta, a groso modo, ¿La rebeldía se volvió de derecha?, que lleva como subtítulo: “Cómo el antiprogresismo y la anticorrección política están construyendo un nuevo sentido común (y por qué la izquierda debería tomarlos en serio)”, de Pablo Stefanoni, que tiene en tapa una curiosa ilustración con la sigla LGBT resignificada: Liberty (libertad), Guns (armas), Beer (cerveza), Trump que acaso se explica en el capítulo 4, bajo el título: “El discreto encanto del homonacionalismo”.

Si bien todos coinciden en que ése tipo de militancia que exacerba el odio y expresa a boca de jarro las ideas despreciadas por el progresismo más rampante es algo que prolifera en internet, la duda es qué fenómeno no es siempre y también algo que sucede en internet. Claro que el estallido chileno de 2019 no hubiera desembocado en la paliza electoral de la derecha en 2021 si todo ese descontento hubiese sido sólo virtual. Pero también es cierto que el desmadre de violencia racial, política y social que se desencadenó en Estados Unidos antes, durante y sobre el final de la presidencia de Donald Trump nació de internet y, sobre todo, de sitios recónditos de la web, desde espacios de interacción entre gamers, las redes más reducidas como 4chan e, incluso, las más públicas como Twitter, Reddit, YouTube o el mismo WhatsApp, como bien lo cuenta Stefanoni en su libro.

¿La rebeldía se volvió de derecha?, claro está, es un gran y necesario mapa de estas cuestiones, además de un diagnóstico de una batalla que se juega en el terreno cultural o el soft power, ese territorio simbólico que le permite decir hoy a figuras políticas como Javier Milei o toda suerte de militantes de Juntos por el Cambio que aquellas opciones que los enfrentan son “soviéticas” o “comunistas” –incluso un edil rosarino que fue vocero de un ex gobernador que inundó su ciudad adujo que estatizar el deteriorado sistema de transporte de la ciudad era “soviético”.

Las democracias liberales que conocemos están lejos de haber superado los devastadores problemas de la desigualdad, mientras la prensa comercial discute los ingresos de los trabajadores y aquellos asistidos por planes sociales –como escribía Lenin en los años 20–, nunca se cuestionan las ganancias exorbitantes y depredadoras de los grandes capitales. Asimismo, un progresismo hipercrítico señala la falta de progresividad en los impuestos, el deterioro de los salarios y el mal infligido por el “neoliberlismo” sin hacer estridente ninguna propuesta emancipadora. En cambio, la idea de futuro que sobreviene es la que fulgura como la realización de la pesadilla de la ciencia ficción –y ni siquiera ese género que tiene entre sus visiones más sublimes a Stanislav Lem, Philip K. Dick, J.G. Ballard o Cordwainer Smith, sino las películas más o menos de taquilla de los últimos años– y ofrece en sus distopías más cercanas el reemplazo del hombre por la máquina, el mundo occidental convertido en un desierto con ciudades doradas para la élite o la guerra permanente de todos contra todos, como en el apocalipsis zombie que actualizó la pandemia.

Cuando Stefanoni escribe en su libro poshumano –“la neorreacción puede funcionar como un sistema de alerta temprana de cómo podría ser una futura derecha antidemocrática y un capitalismo autoritario e incluso ‘poshumano’”– acaso debamos leer posoccidental, ese sistema de valores que observa en el derrumbe de la democracia –como sistema de vida que permitía, ni más ni menos, lo que Raúl Alfonsín vino a prometer con su arenga: con la democracia se come, se educa, se cura, etcétera– el desierto de lo político, la disolución de lo común y la transformación de la ciudad –la polis– en un campo minado.

Escribe el autor: “Parte de este sustrato etnocivilizatorio de la noción de ciudadanía declinará en una serie de teorías conspirativas –obsesionadas con la demografía– que sostienen que hay en curso un ‘gran reemplazo’ de la población europea y de ‘su’ civilización por diferentes grupos no blancos, especialmente arabo-musulmanes. Muchas de estas ideas –de forma asumida o no– están detrás de los ‘sentidos comunes’ creados por los nacional-populistas a lo largo y ancho de Europa… y más allá”.

Entre las razones de este descrédito de la democracia y sus valores, Stefanoni cita al historiador Enzo Traverso: “ha mostrado cómo el auge de la ‘memoria’ de los últimos años, con incidencia en el mundo académico y político, ha ido en paralelo con otro fenómeno: la construcción de los oprimidos como meras víctimas del colonialismo, de la esclavitud, del nazismo, etc. De esta forma, la ‘memoria de las víctimas’ fue reemplazando a la ‘memoria de las luchas’ y modificando la forma en que percibimos a los sujetos sociales, que aparecen ahora como víctimas pasivas, inocentes, que merecen ser recordadas y al mismo tiempo escindidas de sus compromisos políticos y de su subjetividad. Como señala Traverso, ‘el siglo XX no se compone exclusivamente de las guerras, el genocidio y el totalitarismo. También fue el siglo de las revoluciones, la descolonización, la conquista de la democracia y de grandes luchas colectivas’. Adolph L. Reed Jr., que enseña y escribe sobre temas políticos y raciales, lanzó una provocación al decir que los progresistas ya no creen en la política de verdad sino que se dedican a ‘ser testigos del sufrimiento’”.

Efectivamente, “la rebeldía se volvió de derecha”. Me basta con pensar en los amigos con los que mi hijo atraviesa el confinamiento, adolescentes vitales y generosos, de 13, 14 y 15 años que venden software y sobrantes de su infancia en redes sociales, en sitios de compra y venta, que usan Ualá y organizan torneos gamers para hacer esa diferencia de dinero que no pueden proveerles sus padres. Niños que se hicieron grandes en la pandemia y aprendieron que no quieren ser víctimas ni testigos del derrumbe de sus familias. Que no saben de historia ni les interesa porque el futuro que les ofrece Milei y sus secuaces está lleno de promesas y, sobre todo, la promesa de deshacerse de ese mundo que nunca llega que mamaron desde niños. Capaces de señalar mi “homofobia” –¡o my, a su edad ni siquiera podía concebir esa palabra!– en un chiste pero incapaces de distinguir entre justicia social y derechos civiles.

Según reconstruye Stefanoni en ¿La rebeldía se volvió de derecha?, esa “derecha desacomplejada” con la que Milei y Agustín Laje seducen a la generación de mi hijo se nutre de las doctrinas de Murray Rothbard. En el glosario que el autor de ¿La rebeldía se volvió de derecha? deja al final del libro, Rothbard aparece en la entrada “Paleolibertarismo: Corriente creada por Murray Rothbard que combina valores culturales conservadores y la búsqueda de la abolición del Estado y la privatización completa de la vida social, incluso de la justicia y las fuerzas de seguridad. A menudo comparte espacios con las extremas derechas. Promueve un fortalecimiento de instituciones sociales como la familia, las iglesias y las empresas como contrapeso y alternativa al poder estatal (verdadero enemigo de la libertad).”

Por supuesto que el libro de Stefanoni es una genealogía de todo este mare tenebrarum, que los zurdos surcaremos en una odisea desquiciada, pero es también, en sus puntos suspensivos, como el glosario final, que incluye expresiones como SJW (social justice warrior, es decir, quien enfrenta a la justicia social), alt-right (la derecha alternativa), Incel (involuntarily celibate: célibe involuntario) o “marxismo cultural”; es también, decíamos, una puerta de entrada a una lucha que va a darse, en principio, en el lenguaje, que es el hogar de todas las peleas.

Así como los ediles rosarinos más insignificantes de la derecha vernácula recogen y resignifican términos como “soviético” y “libertad”, es de esperar una neolengua (Newspeak, era el término con el que describía George Orwell ese nuevo vocabulario en un totalitarismo futuro–, o una Nadsat, que era en La naranja mecánica –la novela de Anthony Burgess, olvidemos la película–) el antilenguaje que permitía a los violentos protagonistas convertir en eufemismos sus crímenes y violaciones.

Llegados a este punto, me temo, es tan o más importante la tarea de un traductor o un lingüista que la de un ideólogo.

viernes, 24 de abril de 2020

pandemia y ciudad

De creer a los principales epidemiólogos, la pandemia del nuevo coronavirus va durar y, muy probablemente, cambiará los hábitos sociales que tanto extrañamos en estos días de aislamiento.
Si bien las particularidades del covid-19 –la enfermedad causada por el coronavirus– está aún en estudio, se teme una segunda ola y, con ello, la prolongación de las medidas de distanciamiento social que vuelven al mundo anterior a la pandemia una fantasmagoría.
Sin embargo, la convivencia de la sociedad –y, en este caso, la sociedad argentina– con una epidemia, no es nueva. Durante décadas y, sobre todo a principios del siglo XX, cuando se celebró el Centenario de la revolución de Mayo, la presencia endémica de la tuberculosis marcó transformaciones urbanas en las principales ciudades de la Argentina de entonces –nuestro Parque Independencia y otros “pulmones” verdes rosarinos son un testimonio palpable de ello– e incluso convirtió a Córdoba en la provincia con más muertos por la enfermedad, estadística alcanzada luego de que el clima serrano se promoviera como turismo sanitario ante la falta de una cura que llegaría recién en la década de 1950, con el descubrimiento de los antibióticos.
A fines de los 90 el historiador Diego Armus publicó La ciudad impura (reeditado en 2011 pero sin versión electrónica hasta ahora), donde reconstruye y analiza la historia de la tuberculosis en Buenos Aires; una narrativa en la que se cruza la literatura, el tango, el dato histórico, la medicina y la arquitectura: la tuberculosis era omnipresente en los hábitos y costumbres porteños, al punto que llevó a transformaciones de la ciudad que configuraron la urbe –en su doble dimensión, topográfica y cultural o, mejor, “espiritual”– que hoy conocemos.
Antonio Berni, "Primeros pasos" (1936), en el Museo Nacional de Bellas Artes. Una imagen de la costurera que ve en los sueños de su hija los de su juventud.

martes, 25 de febrero de 2020

el gótico latinoamericano



Sobre: Latin American Gothic in Literature and Culture. Routledge, 2017. 269 pp. Sandra Casanova-Vizcaíno e Inés Ordiz, editores

Este oportuno volumen es testimonio de la innegable ascendencia del gótico como objeto de investigación en los estudios latinoamericanos. Esta ascendencia es en sí misma un eco del creciente prestigio y dominio del gótico en América Latina y la más extensa arena cultural global. Consideremos un ejemplo revelador: dos de las escritoras latinoamericanas más visibles —y talentosas— de la actualidad, las argentinas Samanta Schweblin y Mariana Enríquez, saltaron a la fama mundial por la potencia de dos libros góticos, la nouvelle Distancia de rescate (traducida al inglés como Fever Dream) –preseleccionada para el premio Man Booker–, y la colección de cuentos Las cosas que perdimos en el fuego (traducido, hasta ahora, a más de veinte idiomas).

En América Latina, como aciertan a señalar los editores de este libro, la etiqueta gótico coexiste con otras: horror, terror, fantástico (más cercano al francés “fantastique” que al inglés “fantasy”). Esta pluralidad plantea en sí una pregunta interesante: alude al prestigio tradicionalmente dudoso del gótico, y de cómo se concibió la literatura –como institución en América Latina– hasta hace muy poco. Esta borradura formula una serie de tareas para los académicos:

1) explicar por qué el gótico no asumió hasta hace poco su nombre como tal y por qué lo hace ahora;

2) reconstruir un linaje del gótico en América Latina;

3) definir las preocupaciones, los temas y los rasgos formales del gótico; y

4) evaluar su especificidad, tanto a nivel regional (por ejemplo, ¿qué tiene en común el gótico en toda América Latina y qué lo diferencia de las instancias metropolitanas del gótico o el gótico global más desterritorializado?) y dentro de áreas particulares o naciones (por ejemplo, ¿en qué se diferencia el gótico argentino del, digamos, gótico mexicano o caribeño?). Estas no son tareas fáciles: el objeto de investigación está conceptualmente –y acaso de modo inherente– mal definido. ¿Es el gótico un género definido por temas específicos, temas y giros narrativos, es un modo, o es solo una constelación de tropos –como el pasado que regresa, la contaminación, la criatura intermedia, y así– que refleja múltiples prácticas discursivas, tanto ficticias como no ficticias?

jueves, 28 de noviembre de 2019

the dialectic of fear

“The Dialectic of Fear”
From Signs Taken for Wonders, NLB/verso books, 1983. Part of the Radical Thinkers series.



The fear of bourgeois civilization is summed up in two names: Frankenstein and Dracula. The monster and the vampire are born together one night in 1816 in the drawing room of the Villa Chapuis near Geneva, out of a society game among friends to while away a rainy summer. Born in the full spate of the industrial revolution, they rise again together in the critical years at the end of the nineteenth century under the names of Hyde and Dracula. In the twentieth century they conquer the cinema: after the First World War, in German Expressionism; after the 1929 crisis, with the big RKO productions in America; then in 1956–57, Peter Cushing and Christopher Lee, directed by Terence Fisher, again, triumphantly, incarnate this twin-faced nightmare. Frankenstein and Dracula lead parallel lives. They are indivisible, because complementary, figures; the two horrible faces of a single society, its extremes: the disfigured wretch and the ruthless proprietor. The worker and capital: ‘the whole of society must split into the two classes of property owners and propertyless workers.’ That ‘must’, which for Marx is a scientific prediction of the future (and the guarantee of a future reordering of society), is a forewarning of the end for nineteenth-century bourgeois culture.

I. Towards a Sociology of the Modern Monster

The literature of terror is born precisely out of the terror of a split society and out of the desire to heal it. It is for just this reason that Dracula and Frankenstein, with rare exceptions, do not appear together. The threat would be too great, and this literature, having produced terror, must also erase it and restore peace. It must restore the broken equilibrium—giving the illusion of being able to stop history—because the monster expresses the anxiety that the future will be monstrous. His antagonist—the enemy of the monster—will always be, by contrast, a representative of the present, a distillation of complacent nineteenth-century mediocrity: nationalistic, stupid, superstitious, philistine, impotent, self-satisfied. But this does not show through. Fascinated by the horror of the monster, the public accepts the vices of its destroyer without a murmur, just as it accepts his literary depiction, the jaded and repetitive typology which regains its strength and its virginity on contact with the unknown. The monster, then, serves to displace the antagonisms and horrors evidenced within society to outside society itself. In Frankenstein the struggle will be between a ‘race of devils’ and the ‘species of man’. Whoever dares to fight the monster automatically becomes the representative of the species, of the whole of society. The monster, the utterly unknown, serves to reconstruct a universality, a social cohesion which in itself would no longer carry conviction.