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"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).
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domingo, 26 de mayo de 2024

hugo

Debe haber sido el año 2018, acaso fines de ese año, cuando la temperatura no era del todo inhóspita. Un domingo al mediodía mi hija, que había ingresado a trabajar como extraccionista de sangre al Hospital Provincial de Rosario en los últimos días de 2016, contó en el almuerzo familiar que reunía a sus padres, sus tías y sus abuelos que Hugo, su compañero de trabajo, había sufrido un nuevo ataque al corazón y que posiblemente no volvería a verlo. Terminó llorando aquél relato en ese almuerzo imperturbable en el que toda señal de dolor es expulsada de ese rito que celebra algún tipo de ideal familiar.

Al día siguiente fui a ese hospital cuyos pasillos transité lleno de hipocondría los primeros años que estuve en Rosario para ver a mi hija y visitar a Hugo, que estaba internado en el primer piso junto con otros pacientes menos ilustres y tan proletarios como Hugo, que me recibió encantado y efusivo en una cama que debió haber transitado en sus rondas de extracción de sangre.

Yacía en esa cama de hierro pintado y tenía mi edad, y me dijo que era afortunado por haber criado a esa hija que vivía conmigo. Se recuperaba. Tenía muchas enfermedades, y de cada una se recuperaba a duras penas cada día.

En esa visita sentí que acompañaba a mi hija y, a la vez, que saludaba a un contemporáneo en ese camino de la enfermedad y la incertidumbre.

Este sábado patrio en el que volvió a reunirse la familia, mi hija trajo la novedad de la muerte de Hugo. Murió solo, en su casa, lo halló un vecino, como había temido que sucediera. El viernes, en el reloj del fichero del hospital –contó mi hija– se encontraron con un cartel impreso que decía: “Hoy falleció el compañero Hugo Cuello”.

Hugo no iba al trabajo hacía largos meses, su salud se había deteriorado al punto de no poder disfrutar de nada de lo que había enseñado en sus largos años de extraccionista en el hospital, donde montó choripaneadas y jolgorios en sectores debidamente aislados de ese lugar centenario. 

Querido Hugo, ignoro el rostro con el que te conocerá el Señor llegado a ese momento liminar entre el Cielo y el Infierno, pero haber conocido tu rostro me hace contemporáneo de tu breve vida y tu encanto, de las cosas que compartimos sin saberlo. Creo que tu muerte me acerca un cáliz del que bebo ausente porque no hay otra forma de beberlo. Requiescat in pace y que tu paz nos acerque un nuevo encuentro. 

Fotografía tomada en el laboratorio del Hospital Provincial a fines de abril de 2019.
 

 

sábado, 6 de abril de 2024

el orden criminal del mundo

Netflix estrenó este jueves Ripley, una miniserie de ocho episodios basada en las cinco novelas que Patricia Highsmith (Fort Worth, Texas, EEUU, 1921-Locarno, Suiza, 1995) dedicó a ese personaje entre 1955 y 1991. Pero antes de esta serie que es, por fin, una relectura de esas obras magistrales e inclasificables, estuvieron las obras de Highsmith, que incluso tuvieron a Tom Ripley en otras versiones.

En veintidós novelas y una larga colección de cuentos, los textos de Patricia Highsmith no parecen descubrir otra cosa que una cotidianeidad imperturbable y harto conocida, donde abundan las referencias a los precios de las cosas que ofrece la vidriera de un anticuario o las marcas de whisky, cigarrillos y pantalones de jean que usan sus personajes, quienes a la vez  suelen sorprenderse de lo fácil que resulta matar, cosa que por los general acometen con la ayuda de un objeto doméstico como un cenicero, un jarrón o un cuchillo de cocina. Su estilo es fluido, tan fluido como los hábitos de una casa, sin sobresaltos filosóficos; una fluidez capaz de sobreponerse al engaño, al crimen y a la muerte, porque cierta clase de domesticidad es, para Highsmith, eso: un pacto con el transcurso de las cosas, un pacto que se ha llevado el alma de las cosas. Highsmith trazó un retrato del Mal con los colores de su esencia: nada del otro mundo. El Mal es para Highsmith la fluidez de la vida burguesa que declara con sus precios, sus marcas y sus objetos capaces de dar muerte que no hay otra cosa.

Estas líneas versan menos sobre la serie –producida originalmente para Showtime, que no es Netflix–, realizada en un blanco y negro que despliega mejor ese claroscuro moral de todos sus personajes, que sobre la obra de Highsmith. La serie es una excusa, un McGuffin, como le gustaba decir a Alfred Hitchcock, quien adaptó la primera novela de Highsmith, Strangers in a train (Pacto siniestro, 1951).

Sin embargo, de la miniserie –escrita y dirigida por Steven Zaillian, responsable de los guiones de The Irishman y de La lista de Schindler, entre otras grandes producciones de Hollywood–  hay que decir que es por lejos una de las mejores adaptaciones que pueden verse de estas novelas. Cerca del final del segundo episodio (“Siete obras de misericordia”, se titula, porque el impostor que es Ripley contempla a obras de Caravaggio bajo la guía de Dickie Greenleaf, que está más deslumbrado por los bajofondos de la vida del artista que de esa “misericordia” que representa su obra), Ripley aprovecha que su anfitrión salió y se queda a salas en la gran casona que habita sobre un peñasco en la costa amalfitana para probarse su ropa e imitar sus gestos refinados. En esa impostura está cuando es sorprendido a sus espaldas por Greenleaf, quien volvió antes de lo esperado. Ese hombre vestido con ropa ajena exhibe una desnudez que no necesariamente desnuda su cuerpo, sino algo más obsceno, la oscura naturaleza de sus ambiciones.

Pacto

Highsmith, quien tomó su apellido de su padrastro, el que la llevó a Nueva York a finales de los años 20, aborrece como escritora el pacto de clase sobre el que se sostiene el orden y la moral burguesa. La mayoría de los personajes que en su obra se dedican al arte, como Dickie Greenleaf (uno de los protagonistas y primera víctima de la saga de Ripley. Incluso su nombre es una declaración: “green leaf”, hoja verde, inmadura), lo hacen como una afición, un hobby que permite a sus adinerados practicantes enmascarar su condición de turistas ociosos por el mundo. Más allá de los reparos sobre el autor, Ernst Jünger lo escribía en éstos términos en El Trabajador: “El concepto de la libertad burguesa [es] un concepto destinado a transformar todos los vínculos en relaciones contractuales a plazo”.

Podríamos ingresar a la visión del mundo de Highsmith si modificamos la cita de Lèon Bloy con que Graham Greene –quien la había llamado “la poeta de la aprehensión”– abre El fin de la aventura: “El hombre tiene lugares en su corazón que todavía no existen, y para que puedan existir entra en ellos el dolor”, en estos términos: “el burgués tiene lugares en su corazón que todavía no existen, y para que puedan existir entra en ellos el crimen”. Mi amigo Juan Pablo Dabove lo escribió incluso mejor: “Cuando el crimen es tenido en cuenta, éste no ocurre en el mundo, sino que es el mundo”.

La falsificación 

Hubo un autor alemán que ya citamos, cuya obra posterior a la Segunda Guerra fue un largo proceso de desnazificación espiritual cuyos resultados aún sopesamos, quien esbozó el concepto de “cristalización demoníaca”: se refería a procesos que afectaban la cotidianidad y tenían como resultado una extrañeza horrible y a la larga aceptable. Ésa “cristalización demoníaca” es lo que la obra de Highsmith traduce como “la falsificación”. Los personajes de Highsmith suelen practicar algún tipo de falsificación, lo sepan o no. Edith, en El diario de Edith, falsifica su vida en un diario que relata sus pequeñas aspiraciones de clase media cuya vida real desdeña; el esposo infiel de El cuchillo, como el escritor en desgracia de Crímenes imaginarios, como el novio celoso de El grito de la lechuza, falsifica un crimen que los engranajes habituales de una investigación policial hacen real. Pero hay una diferencia capital entre los personajes de la obra de Highsmith: están los que pretenden que en ese juego de fantasías fraguadas pueden recuperar algo de sus anhelos deshechos por la vida y los que en ese mismo juego se deshacen de esos mismos anhelos y con ellos de la moral que los ha forjado, es decir, los que saben lo que hacen y quedan más allá de los preceptos morales, más allá del mundo; este es el caso de Vic Van Allen, el marido traicionado que se gana cierto respeto con la fábula del asesinato de un amante de su esposa en Mar de fondo, o el del falsificador que apadrina al protagonista de La celda de cristal en la cárcel, o del mismo Bruno, que falsifica las coartadas de un crimen que pacta con el arquitecto de Extraños en un tren; y, principalmente, Tom Ripley: en las novelas que lo tienen como héroe los falsificadores gobiernan el mundo. Salvo excepciones, hay un rasgo común entre estos personajes: todos están bastante chiflados y su mejor disfraz lo ofrecen las costumbres sociales de sus pares de clase. A Highsmith parece interesarle algo esencial en esa falsificación. Forgery es el término en inglés, cuya etimología busca Tom Ripley en un capítulo de La máscara de RipleyRipley Under Ground–, en uno de los pocos alardes de autoconciencia identificables en la literatura de Highsmith: “Falsificar, del francés antiguo forge, forja. Faber artífice, trabajador. Forge en francés decíase solamente del taller donde se trabajaba el metal”. La falsificación forja la realidad en los textos de Patricia Highsmith. El derrumbe que esta revelación acarrea es el motivo de la mayoría de sus tramas. 

“Se produce un gran vacío si uno quiere escribir una historia fiel”, escribe en su diario el protagonista de El cuchillo. Entrampados en su propia red de falsificaciones, los protagonistas de Highsmith casi nunca cuentan la historia fielmente. Acaso eso que ocultan es lo único que los mantiene atados a esa otra vida, la que el protagonista de El grito de la lechuza se acerca a espiar por la ventana de la cocina de su amante.

El ángel exterminador 

Calificada a menudo, y con torpeza, como un divertimentti, la serie del personaje Tom Ripley (que se inicia con A pleno solThe Talented Mr. Ripley– y culmina con Tras los pasos de RipleyThe Boy Who Followed Ripley– a través de cinco libros) es un carnaval a la medida de Highsmith: ficciones que esconden la verdad en un bosque de verdades. Cierto roce con el género policial le dio a Patricia Highsmith la coartada perfecta para esbozar una imagen del mundo tan cierta que difícilmente puede ser creída.

Las novelas de Ripley son una clave porque allí, como en pocos lugares en la obra, encontramos una copia en positivo de los valores que la sustentan. “El artista hace las cosas de modo natural, sin esfuerzo. Alguna fuerza sobrenatural guía su mano. El falsificador tiene que forcejear, y si tiene éxito, su logro es auténtico”, Ripley reflexiona en esos términos mientras avanza hacia el asesinato del hombre que tiene enfrente, Murchison, un industrial norteamericano que ha ido a la casa de Ripley en Francia a discutir sobre la autenticidad de unos cuadros en los que invirtió y llevan la firma de un tal Derwatt. Pero Derwatt murió hace años, cosa que sus representantes mantuvieron en secreto, aunque continuaron explotando la firma haciéndole realizar las pinturas a Tufts, quien a su vez desarrolló su propio estilo y, en palabras de Ripley, “un auténtico Derwatt es un auténtico Tufts”. En otras palabras, Derwatt no es sino la máscara bajo la cual ejecuta su obra Tufts; máscara que el mismo Ripley –aliado en la estafa con los representantes– asume cuando se disfraza de Derwatt para comparecer ante Murchison que acusa de falsificación a la galería que le vendió los cuadros.

En A pleno sol (1960) –título con el que se difundió la primera novela de la serie tras el lacónico film de René Clement– Ripley marcha hacia Italia para rescatar de su bohemia a Dickie Greenleaf, para quien su padre tiene planes en la empresa familiar, en Norteamérica. En un poblado sobre el Mediterráneo Greenleaf vive de los dólares que llegan del otro lado del Atlántico y se dedica a las artes plásticas entre largos baños de sol y placenteras salidas al mar. Ripley se fascina con esa vida disipada, con esa inescrupulosa falta de ataduras con el mundo real, el de las miserias pequeñas, el de los estafadores a los que Ripley dejó atrás en Nueva York, el de los buscavidas y los tramposos que deambulan por las grietas que se abren en la sólida mole de la ley. Ripley mata a Greenleaf, usurpa su identidad, su dinero, recorre Europa, invierte el camino que había delineado el hijo del millonario: en la bohemia mediterránea, Greenleaf ocultaba un turista americano. Con las mismas armas, Ripley inicia un tour criminal.

Ripley es un ángel exterminador, un demonio –y los primeros episodios de la serie de Netflix se encargan de señalar esa condición de ángel caído–. Es un impostor y nada que acometa la impostura se sostiene ante sus ojos. Sólo para sus ojos la moral y la justicia no son sino imposturas y ésto sostiene sus crímenes. Como en toda la obra de Patricia Highsmith, el crimen es la única fuga y es, por esto mismo, el único camino hacia la trascendencia. Al observar la figura demoníaca de Ripley vemos, invertida, la imagen del Santo, el asceta, el único capaz de asumir sin escrúpulos el vacío que representa la falsificación de la vida. Habitar ese vacío, llenarlo de marcas, de precios y de hábitos que pertenecen a la ausencia total del espíritu. No hay allí empatía, ni comunidad, ni siquiera un sentido de la belleza que no pueda traducirse en valor de mercado.

Ripley –el personaje–, así como Ripley, la serie de Netflix es, oportunamente en estos tiempos, la representación de una era cuyo vacío de deseo despliega su nada en los grises de un blanco y negro tiznado de ascensos y caídas que no nos enseñan el derrumbe de una civilización, sino su languidez fundamental.

domingo, 21 de junio de 2020

"me trucharon un audio"

Todo lo que necesitás saber sobre la hostilidad de ciertos habitantes de pueblo está en estos tres audios que son una nouvelle acerca de la pertenencia. La señora está indignada porque Carreras, Santa Fe (1972 habitantes según censo de 2010) fue aislada en cuarentena estricta debido a un caso de coronavirus que una persona llevó a la localidad. La situación le da a nuestra narradora la oportunidad de discurrir sobre la esposa del contagiado, que no es de ahí, sino de Hughes, y a la que nunca pudo "pasar". Y no es que ella sea de discriminar ni tiene nada contra los "negros" porque, como dice, Ricardo, quien fuera su marido "era morocho", pero esa mujer, a la que le hicieron el testeo y a la tarde ya andaba haciendo compras, bueno, es otra cosa... Y la vecina jueza, a la que la cuarentena sorprendió en Elortondo. Y "Silvio", quien según nuestra narradora, "se está perdiendo los viajes de llevar lo huevos".
Y ese final en el que reclama "¡¿qué audio?!" y luego arguye: "Me trucharon un audio. Borralo, hacelo desaparecer porque con los celulares hacen cualquier cosa".


lunes, 26 de diciembre de 2016

boliviana

Escribe: «Es sábado a la mañana y estamos por bañarnos. Aunque no hay agua desde hace unos días en los baños, hay unas duchas portátiles justo afuera del domo que pueden usarse.
«Me baño. Me seco. Me cambio. Me siento un minuto en el piso y miro las duchas.
Me doy cuenta que en Bolivia todo puede pasar por un mismo plano:  la discusión sobre la revolución, el discurso de mujeres y hombres que nos empoderan, la cena, los plátanos que nos da la senadora, el minuto de silencio por Fidel Castro, bañarse, las lágrimas de emoción, el grito de "viva la patria grande" .
En Rosario, aprendí de los integrantes de la comunidad QOM que lo sagrado puede suceder en el mismo lugar que lo cotidiano, que lo humano. La olla de la cocina para ellos: es sagrada, en cambio la cuchara, la mesa, el arroz... son simplemente una cosa mas de este mundo tan mundo; pero se mezclan, ahí, en la cocina.
Me doy cuenta que el gran Evo Morales podría haberme cruzado en toalla, con el "shampoo" en la mano.
Bolivia, me fascina una vez mas.»
Fotos tomadas de la red social.

Ese milagro cotidiano a mí me recuerda al de Graham Greene en The End of the Affair: el hombre que se detiene a rezar en la Iglesia con su bolsa de mandados; las verduras envueltas en un diario viejo. La pregunta es ¿cómo ser contemporáneo de esa revelación?


miércoles, 27 de noviembre de 2013

rusia

Elena la trajo a principios de 2012. Hubo un par de días en los que se discutió su nombre. Pero un día volví del trabajo y se llamaba Rusia.












Ahora se ha tomado la costumbre de espiar la calle a través de la rendija del buzón de la puerta.

sábado, 18 de mayo de 2013

vestales

Una pequeña, muy pequeña teoría acerca de las heroínas en las series (Homeland, Fringe, Once Upon a Time, ahora The Fall, Rectify, The Americans, etcétera). Tomo los argumentos de JG Ballard en 1982: "Todo el mundo será capaz de hacerlo, todo el mundo vivirá adentro de un estudio de televisión. Eso es a lo que aspira el ámbito doméstico en estos días: la casa va a transformarse en un estudio de televisión. Todos vamos a ser protagonistas de nuestras propias series, y serán series muy extrañas, como el interior de nuestras cabezas". Ballard, como muchos otros, hablaba de la domesticación del mundo, no sólo porque los grandes espacios y la "aventura" (entendida como relato épico de la experiencia) se redujo a su relato mediatizado, sino porque no hay, casi, otro espacio que lo doméstico; lo demás es territorio "zombie": los seres analógicos cuyo único objetivo es saciar necesidades básicas.

Carrie Mathison (Claire Danes), Olivia Dunham (Anna Torv) y Elizabeth Jennings (Keri Russell).
 
Así, nuestras heroínas emergen en el mundo contemporáneo como una suerte de vestales: activas, hermosas y locas, como Carrie Mathison (Claire Danes) en Homeland, mantienen encendido el fuego de un hogar que los hombres hace rato abandonaron. Mientras los hombres, como Nicholas Brody (Damien Lewis), dudan, se retuercen moral y psíquicamente, y abandonan una y otra vez el hogar (Brody es el paradigma: no sólo traiciona y destroza la seguridad de la patria interior –la Homeland–, también la de su casa), la mujer, como Carrie pero también la Elizabeth Jennings (Keri Russell) de The Americans son las únicas que saben cómo mantener el fuego encendido, saben a dónde pertenecen y ese saber, como en la metáfora del editor que halló Ballard, es un saber que permite contar la historia.
La diminuta teoría nos permitiría también juzgar aquellas series que no "entendieron" de qué va hacer ficción en estos días: a The Following hay que cancelarla porque nos cuenta la epopeya de un héroe que no merece ser salvado (lo que es lo mismo: un héroe que no puede salvar a su comunidad); Falling Skies, cuya tercera temporada arranca el 9 de junio próximo (y, qué paradoja, Joe Weisberg es el guionista de Falling Skies y creador de The Americans, lo que prueba que en la industria de las series cuentan más las singularidades de desarrolladores como Graham Yost que las de sus creadores) debería ser borrada porque en ese mundo invadido por extraterrestres no hay un "otro" que no sea una faz más o menos oscura de la masculinidad.
Eso por ahora. 



domingo, 6 de enero de 2013

estamos fritos


Imagen tomada de pelicula-trailer.com.

Por una cuestión aleatoria de las subidas en TPB terminé viendo casi a un mismo tiempo la última de James Bond y Dredd (cuyo primer film ya había visto en cine en el 95). Claro, en Skyfall, dirigida por Sam Mendes, es mucho más fácil ver ese “salto cualitativo”, ese guiño inteligente que señala en la mujer el ser superior que teje –sí, como en la Odisea– el hilo del destino. Como si el cine, aunque malo, se hubiese vuelto “cameroniano“ (por James Cameron, ¿se entiende?): ahí adelante sólo hay ruinas, no importa quiénes dejaron esas ruinas, lo seguro es que no saldremos de allí sin una mujer que nos guíe. Las mujeres de Skyfall y Dredd son a su modo malas, a su modo madres. De hecho, la villana que encarna la gloriosa Lena Headey es llamada “Mama” en Dredd. Y “M“, el personaje que Judi Dench encarna en la saga Bond desde Casino Royale, es muchas veces llamada “Ma”. A su vez, Rory Kinnear, quien encarna a Bill Tanner en varios de los films de Bond, es el primer ministro en el episodio The National Anthem, de la serie Black Mirror: una vidriosa conjunción de representaciones distorsionan la representación de Inglaterra en la pantalla. Bueno, y además tenemos el Bond de Daniel Craig, que parece haber dejado el humor –es decir, la parte sublimada de toda esa acción que consiste en asesinar personas–, al menos en este tercer episodio de la saga, en manos de Judi Dench: él vuelve casi literalmente de la muerte a la casa de M y ella le dice que como lo creían finado se deshicieron de todas sus propiedades. “Dormiré en un hotel”, dice él. “Certainly you're not sleeping here”, le responde ella. Lo que nos lleva al episodio inicial de Black Mirror: el primer ministro (Kinnear) obligado a tener sexo con un cerdo. Ya no se trata de con quién se tiene sexo, sino de dónde dormir o, para usar el dicho popular, dónde caer muerto.
Hace unas horas, al recuperar unos viejos cedés, volví a escuchar la versión de Nancy Sinatra de “You only live twice“: “You only live twice or so it seems. One life for yourself and one for your dreams”. En cambio en “Skyfall“ Adele, o la letra que canta Adele, aplana esa metáfora de la doble vida con el final que anuncia en la primera línea (“This is the end”): no hay una segunda vez, sino el pasado, donde todo comenzó y todo termina. M es la madre de todos los pecados, pero también de ese tiempo que se agota: en M somos hijos y huérfanos, lo mismo que en la Mama de Lena Headey. El Bond de Skyfall es varias veces puesto en el lugar de víctima de una mujer (al principio su compañera le dispara; al final, salvar a M lo debilita). Y, además, la “chica Bond”, que el espía conoce en su ascenso hacia el sacrificio, Bérénice Marlohe –quien, intuimos, tuvo un pasado como el de Mama: prostituta, abusada, vengativa–, muere en una confrontación de pericia masculina: muchachos, no merecemos el mundo, ni siquiera el que soñamos.
Salvo, claro, que pretendamos salvarlo y que en esa acción estemos dispuestos a perderlo todo.

Imagen tomada de SciFiNow.