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"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).

lunes, 31 de mayo de 2021

qué es la teología política

Bajo el título: “…which begs the question: ‘What is political theology’”, Adam Kotsko escribió este resumen sobre su objeto de estudio, que podría ser también el nuestro:  

por Adam Kotsko | An und für sich

 

A veces siento que estoy del lado equivocado de una disputa terminológica. El término en cuestión es uno que se ha vuelto totalmente central en mi investigación académica: teología política. Hay que admitir que es un terreno embarrado y, por eso, su definición está embarrada. La yuxtaposición de los dos términos y la conexión entre el sustantivo y el adjetivo hace pensar inicialmente en una teología comprometida políticamente (es decir, “política” es la clase de diferencia que distingue a la “teología política” como especie dentro del género “teología”). Si tuviéramos que aventurar una conjetura adicional, podríamos dar con la idea de que se refiere a tratar la política como si fuera teológica: la teología política opuesta a la política teológica. Aunque seguramente ningún lector ingenuo de la frase acertaría con la definición que prefiero: o sea, el estudio de la relación misma entre política y teología, centrado en homologías estructurales e intercambios conceptuales entre los dos campos. En cambio, mientras nos mantenemos en el espacio de “mi” versión, el campo parece converger en significado más obvio, el primero, como hilo conductor.

¿Por qué insisto en la definición menos intuitiva? No es porque refleje mejor los orígenes del campo, aunque lo hace. La Teología Política de Schmitt mezcla hasta cierto punto las tres versiones, pero la tercera versión, contraria a la intuición, es la verdadera innovación y contribución. Sin embargo, y obviamente, Schmitt no se gana nuestra lealtad. Tampoco es simplemente porque he escrito libros usando ese paradigma y no quiero tener que desechar todo ese trabajo, cosa que no tengo que hacer, ya que “mi” enfoque, por cierto, todavía se ve como parte válida de la gran cobertura de la teología política.

Mi insistencia proviene, en cambio, de la creencia de que la tercera definición, contraria a la intuición, brinda la mayor posibilidad de aportar algo distintivo. Esta convicción proviene de dos observaciones. La primera es que la “teología política” no es una especie distintiva del género teológico. Toda la teología es intrínsecamente política. Toda la teología tiene que ver con nuestra vida en común: establece normas de conducta, define a las comunidades en términos de internos y externos, y presenta ciertos reclamos de legitimidad y autoridad. Son solo las idiosincrasias culturales del secularismo europeo post-Westfalia las que nos impiden ver eso al establecer la “religión” como algo separado que debe mantenerse lo más lejos posible de la “política”. Esto no quiere decir que defienda o apoye cualquier forma de política declarada “teológica” en particular; la gran mayoría me parece enormemente destructiva. Pero me opongo a ellos no por la razón formalista de que son “teológicos” y, por lo tanto, no pertenecen a la política, sino por la razón de que son destructivos.

Al final, no existe una posible distinción consistente entre formas religiosas y no religiosas de comunidad y vida política. Dadas las normas culturales que oscurecen este hecho obvio, ciertamente hay un beneficio pedagógico en resaltar el elemento político de la teología. Pero sustancialmente, toda la teología es política y siempre lo ha sido. La “teología política” en ese sentido está aportando solo un nuevo énfasis o un nuevo nivel de transparencia, sin que establezca un campo nuevo o distintivo.

Por el contrario, “mi” versión, que explora los paralelos sincrónicos entre los sistemas políticos y teológicos y el proceso diacrónico por el cual los conceptos “migran” entre los dos, fue una innovación genuina en el momento de su formulación. No surgió de la nada, ya que Schmitt se basó en el enfoque de Weber, pero fue un paso adelante genuino. Y en este rincón del campo los académicos continúan haciendo avances metodológicos y arrojando nueva luz sobre los fenómenos históricos de formas que probablemente proporcionen mojones intelectuales más duraderos que cualquier intento dado de, por ejemplo, imaginar cómo entre los Padres de la Iglesia habrían respondido a un debate político contemporáneo.

Pero ese mismo ejemplo muestra uno de los inconvenientes percibidos de “mi” versión: su calidad puramente crítica o diagnóstica, que no parece tener ningún beneficio político real. Admito que esta crítica, en la medida en que insistimos en tomarla como una crítica, se aplica a mi propio trabajo en teología política, que ha sido casi enteramente de carácter crítico hasta ahora. Sin embargo, creo que haríamos bien en mantener cierta distancia de su aplicación o de las soluciones hasta que comprendamos el alcance total del problema, y ​​eso es algo para lo que se nos plantean muchos problemas si insistimos en encontrar soluciones “teológicas” a los problemas “políticas”. La razón de esto es que tales actividades –ya sea que las lleven a cabo tradicionalistas o liberacionistas– están destinadas a buscar la “buena versión” del cristianismo (o cualquier tradición religiosa en la que estén trabajando, aunque el cristianismo sigue predominando). De hecho, existe una persistente tentación de ver las “malas versiones” del cristianismo como algo diferente al cristianismo “real” y, por lo tanto, irrelevantes.

Al contrario, insisto en que las “malas versiones” del cristianismo son realmente versiones del cristianismo. Que realmente responden a temas y tensiones dentro de la tradición. A veces, muy a menudo, lo hacen de manera oportunista y de mala fe, pero no están simplemente inventando cosas. Son parte de la tradición cristiana y los teólogos cristianos deben responsabilizarse por ello. Pero en su mayoría se niegan a hacerlo, por lo que necesitamos teólogos políticos como yo para tomar el relevo.

El hecho abrumador de la era moderna es que la Europa cristiana conquistó y explotó sin piedad casi todos los rincones del mundo, cometiendo crímenes históricos sin precedentes y casi inimaginables en el camino. Los cristianos establecieron la trata transantlántica de esclavos, secuestrando seres humanos, enviándolos a grandes distancias y trabajándolos hasta la muerte a escala industrial durante siglos. No solo creían que esta actividad era compatible con su fe cristiana, sino que a menudo desarrollaban justificaciones teológicas explícitas para ello. Se podrían presentar historias similares en ámbitos como el colonialismo, el establecimiento del capitalismo industrial, la devastación del medio ambiente y, para ser franco, casi todos los demás problemas sociales, políticos y económicos graves que enfrentamos.

Esto no puede ser simplemente un error o un malentendido. No dudo que hay elementos redentores, subversivos e incluso revolucionarios en el cristianismo, ni creo que podamos simplemente deshacernos de una parte tan importante de nuestra tradición cultural y “empezar de cero”. Sin embargo, hasta que no tomemos cabal medida de la contribución cristiana al desastre rodante que llamamos con ironía el mundo moderno, los intentos de reapropiación de la herencia cristiana serán increíblemente arriesgados. Ese riesgo es sin dudas mucho menor entre las comunidades cristianas no blancas y no occidentales –y destacar tales enfoques de la teología es el mayor beneficio particular de la hegemonía del modelo de una “teología comprometida políticamente” dentro del campo–, pero incluso en tales casos sigue siendo real.

Al final, tal vez nos decidamos de una vez por todas por la versión “buena” del cristianismo, así como podríamos descubrir cómo desechar todo el “bagaje teológico” para llegar a un mundo verdaderamente secular. Pero me parece más probable que encontremos que el gesto de separar la buena versión del cristianismo de la mala es parte integral de la supremacía cristiana que suscribió el colonialismo y la esclavitud o que el deseo de purificar la secularidad de la escoria teológica es algo profundamente religioso. En otras palabras, asumo que, si somos verdaderamente honestos acerca de nuestros sistemas políticos y teológicos, nuestro alboroto será erradicado, así la teología política, en el sentido puramente diagnóstico y crítico, está en su mejor momento cuando se apronta para matar a todos los alborotos sin piedad.

 

Nota bene:  se respetaron todas las itálicas del original.

lunes, 24 de mayo de 2021

el diablo cita las escrituras

¿La rebeldía se volvió de derecha?, pregunta Pablo Stefanoni en su libro –una cartografía de la nueva reacción frente a una izquierda que perdió su dimensión emancipatoria. Sí, claro. ¿Y entonces?



Si hay una novedad en la escena política argentina es que hoy existe un sector político que se reivindica de derechas, que aborrece la justicia social –a la que considera un saqueo que le quita dinero a los exitosos para repartirlo entre inútiles– y se burla de la corrección política del progresismo, los feminismos y muchos discursos que hasta hace muy poco estaban a la vanguardia de la movilización social.

Si bien esta derecha radicalizada es estridente, su impacto político está aún por verse. La encarnan figuras como Javier Milei o la presidente del partido gobernante hasta hace dos años, Patricia Bullrich, en cuyo nombre tiene incluso una agrupación de seguidores LGBT conocida en Twitter como La Put0 Bullrich.

Aunque la ultraderecha no ganó todavía elecciones en Europa, tiene ya representantes en la inmensa mayoría de los congresos nacionales y su presencia transforma la discusión pública sobre política. De hecho, la ganadora de las elecciones para alcalde de Madrid fue Isabel Díaz Ayuso, quien pertenece a un partido tradicional (el Partido Popular), pero consolidó su caudal electoral al adoptar el discurso de ultraderecha de la organización fascista Vox.

Cómo nació este fenómeno, cómo se multiplicó en las redes y cristalizó en figuras presidenciales como Donald Trump en Estados Unidos, Jair Bolsonaro en Brasil o Boris Johnson en Gran Bretaña, es lo que cuenta, a groso modo, ¿La rebeldía se volvió de derecha?, que lleva como subtítulo: “Cómo el antiprogresismo y la anticorrección política están construyendo un nuevo sentido común (y por qué la izquierda debería tomarlos en serio)”, de Pablo Stefanoni, que tiene en tapa una curiosa ilustración con la sigla LGBT resignificada: Liberty (libertad), Guns (armas), Beer (cerveza), Trump que acaso se explica en el capítulo 4, bajo el título: “El discreto encanto del homonacionalismo”.

Si bien todos coinciden en que ése tipo de militancia que exacerba el odio y expresa a boca de jarro las ideas despreciadas por el progresismo más rampante es algo que prolifera en internet, la duda es qué fenómeno no es siempre y también algo que sucede en internet. Claro que el estallido chileno de 2019 no hubiera desembocado en la paliza electoral de la derecha en 2021 si todo ese descontento hubiese sido sólo virtual. Pero también es cierto que el desmadre de violencia racial, política y social que se desencadenó en Estados Unidos antes, durante y sobre el final de la presidencia de Donald Trump nació de internet y, sobre todo, de sitios recónditos de la web, desde espacios de interacción entre gamers, las redes más reducidas como 4chan e, incluso, las más públicas como Twitter, Reddit, YouTube o el mismo WhatsApp, como bien lo cuenta Stefanoni en su libro.

¿La rebeldía se volvió de derecha?, claro está, es un gran y necesario mapa de estas cuestiones, además de un diagnóstico de una batalla que se juega en el terreno cultural o el soft power, ese territorio simbólico que le permite decir hoy a figuras políticas como Javier Milei o toda suerte de militantes de Juntos por el Cambio que aquellas opciones que los enfrentan son “soviéticas” o “comunistas” –incluso un edil rosarino que fue vocero de un ex gobernador que inundó su ciudad adujo que estatizar el deteriorado sistema de transporte de la ciudad era “soviético”.

Las democracias liberales que conocemos están lejos de haber superado los devastadores problemas de la desigualdad, mientras la prensa comercial discute los ingresos de los trabajadores y aquellos asistidos por planes sociales –como escribía Lenin en los años 20–, nunca se cuestionan las ganancias exorbitantes y depredadoras de los grandes capitales. Asimismo, un progresismo hipercrítico señala la falta de progresividad en los impuestos, el deterioro de los salarios y el mal infligido por el “neoliberlismo” sin hacer estridente ninguna propuesta emancipadora. En cambio, la idea de futuro que sobreviene es la que fulgura como la realización de la pesadilla de la ciencia ficción –y ni siquiera ese género que tiene entre sus visiones más sublimes a Stanislav Lem, Philip K. Dick, J.G. Ballard o Cordwainer Smith, sino las películas más o menos de taquilla de los últimos años– y ofrece en sus distopías más cercanas el reemplazo del hombre por la máquina, el mundo occidental convertido en un desierto con ciudades doradas para la élite o la guerra permanente de todos contra todos, como en el apocalipsis zombie que actualizó la pandemia.

Cuando Stefanoni escribe en su libro poshumano –“la neorreacción puede funcionar como un sistema de alerta temprana de cómo podría ser una futura derecha antidemocrática y un capitalismo autoritario e incluso ‘poshumano’”– acaso debamos leer posoccidental, ese sistema de valores que observa en el derrumbe de la democracia –como sistema de vida que permitía, ni más ni menos, lo que Raúl Alfonsín vino a prometer con su arenga: con la democracia se come, se educa, se cura, etcétera– el desierto de lo político, la disolución de lo común y la transformación de la ciudad –la polis– en un campo minado.

Escribe el autor: “Parte de este sustrato etnocivilizatorio de la noción de ciudadanía declinará en una serie de teorías conspirativas –obsesionadas con la demografía– que sostienen que hay en curso un ‘gran reemplazo’ de la población europea y de ‘su’ civilización por diferentes grupos no blancos, especialmente arabo-musulmanes. Muchas de estas ideas –de forma asumida o no– están detrás de los ‘sentidos comunes’ creados por los nacional-populistas a lo largo y ancho de Europa… y más allá”.

Entre las razones de este descrédito de la democracia y sus valores, Stefanoni cita al historiador Enzo Traverso: “ha mostrado cómo el auge de la ‘memoria’ de los últimos años, con incidencia en el mundo académico y político, ha ido en paralelo con otro fenómeno: la construcción de los oprimidos como meras víctimas del colonialismo, de la esclavitud, del nazismo, etc. De esta forma, la ‘memoria de las víctimas’ fue reemplazando a la ‘memoria de las luchas’ y modificando la forma en que percibimos a los sujetos sociales, que aparecen ahora como víctimas pasivas, inocentes, que merecen ser recordadas y al mismo tiempo escindidas de sus compromisos políticos y de su subjetividad. Como señala Traverso, ‘el siglo XX no se compone exclusivamente de las guerras, el genocidio y el totalitarismo. También fue el siglo de las revoluciones, la descolonización, la conquista de la democracia y de grandes luchas colectivas’. Adolph L. Reed Jr., que enseña y escribe sobre temas políticos y raciales, lanzó una provocación al decir que los progresistas ya no creen en la política de verdad sino que se dedican a ‘ser testigos del sufrimiento’”.

Efectivamente, “la rebeldía se volvió de derecha”. Me basta con pensar en los amigos con los que mi hijo atraviesa el confinamiento, adolescentes vitales y generosos, de 13, 14 y 15 años que venden software y sobrantes de su infancia en redes sociales, en sitios de compra y venta, que usan Ualá y organizan torneos gamers para hacer esa diferencia de dinero que no pueden proveerles sus padres. Niños que se hicieron grandes en la pandemia y aprendieron que no quieren ser víctimas ni testigos del derrumbe de sus familias. Que no saben de historia ni les interesa porque el futuro que les ofrece Milei y sus secuaces está lleno de promesas y, sobre todo, la promesa de deshacerse de ese mundo que nunca llega que mamaron desde niños. Capaces de señalar mi “homofobia” –¡o my, a su edad ni siquiera podía concebir esa palabra!– en un chiste pero incapaces de distinguir entre justicia social y derechos civiles.

Según reconstruye Stefanoni en ¿La rebeldía se volvió de derecha?, esa “derecha desacomplejada” con la que Milei y Agustín Laje seducen a la generación de mi hijo se nutre de las doctrinas de Murray Rothbard. En el glosario que el autor de ¿La rebeldía se volvió de derecha? deja al final del libro, Rothbard aparece en la entrada “Paleolibertarismo: Corriente creada por Murray Rothbard que combina valores culturales conservadores y la búsqueda de la abolición del Estado y la privatización completa de la vida social, incluso de la justicia y las fuerzas de seguridad. A menudo comparte espacios con las extremas derechas. Promueve un fortalecimiento de instituciones sociales como la familia, las iglesias y las empresas como contrapeso y alternativa al poder estatal (verdadero enemigo de la libertad).”

Por supuesto que el libro de Stefanoni es una genealogía de todo este mare tenebrarum, que los zurdos surcaremos en una odisea desquiciada, pero es también, en sus puntos suspensivos, como el glosario final, que incluye expresiones como SJW (social justice warrior, es decir, quien enfrenta a la justicia social), alt-right (la derecha alternativa), Incel (involuntarily celibate: célibe involuntario) o “marxismo cultural”; es también, decíamos, una puerta de entrada a una lucha que va a darse, en principio, en el lenguaje, que es el hogar de todas las peleas.

Así como los ediles rosarinos más insignificantes de la derecha vernácula recogen y resignifican términos como “soviético” y “libertad”, es de esperar una neolengua (Newspeak, era el término con el que describía George Orwell ese nuevo vocabulario en un totalitarismo futuro–, o una Nadsat, que era en La naranja mecánica –la novela de Anthony Burgess, olvidemos la película–) el antilenguaje que permitía a los violentos protagonistas convertir en eufemismos sus crímenes y violaciones.

Llegados a este punto, me temo, es tan o más importante la tarea de un traductor o un lingüista que la de un ideólogo.