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martes, 25 de febrero de 2025

el candidato del feudalismo vampírico

Publicado a principios de diciembre de 2023 en Rea.

El lunes 30 de octubre pasado, en una extensa entrevista con el periodista Alejandro Bercovich, el gobernador reelecto de Buenos Aires, Axel Kicillof –quien fue docente de Historia de las Ideas Económicas en la Facultad de Economía de la UBA– contó que se había puesto a averiguar en internet por qué Javier Milei –quien en un momento sostuvo las ideas del neoclasicismo económico– de repente viró hacia marginales de la economía como Murray Rothbard. Su conclusión es que debía justificar de algún modo una defensa de los monopolios, ya que entonces trabajaba para el grupo Eurnekian, que manejaba el monopolio de los aeropuertos argentinos. Los monopolios, según las ideas capitalistas de la modernidad decimonónica y de entrado el siglo XX, son una aberración del sistema, un residuo feudal que atenta contra el libre mercado.

La discusión en términos económicos no sólo se me escapa, sino que me resultó menos relevante que lo que la crítica cultural había expresado en la década de 1980 sobre los monstruos de la burguesía.

En un artículo ya clásico de Franco Moretti, “The Dialectic of Fear” (“La dialéctica del miedo”. La versión original en inglés puede leerse entera acá) –incluido en su colección de ensayos Signs Taken for Wonders (1983, Verso Books) que, hasta donde pude comprobar no tiene traducción al español–, el autor señala que hay dos monstruos que resumen los miedos de la burguesía: Frankenstein (1817) y Drácula (1895).

Moretti, que escribe su ensayo cuando ya daba clases en algunas de las principales universidades de la costa Este de EEUU, es estrictamente marxista en el desarrollo del texto. Se trata de un marxismo mucho más “cultural” que económico, más “político”, para quien prefiera el término. Escribe: “La literatura de terror nace precisamente del terror de una sociedad dividida y del deseo de sanarla. (Esta literatura) Debe restaurar el equilibrio roto –dando la ilusión de poder detener la historia– porque el monstruo expresa la ansiedad de que el futuro será monstruoso. Su antagonista –el enemigo del monstruo– siempre será, por el contrario, un representante del presente, una destilación de la complaciente mediocridad del siglo XIX: nacionalista, estúpido, supersticioso, filisteo, impotente, satisfecho de sí mismo. Pero esto no se muestra. Fascinado por el horror del monstruo, el público acepta sin murmurar los vicios de su destructor, del mismo modo que acepta su representación literaria, la tipología hastiada y repetitiva que recupera su fuerza y su virginidad al contacto con lo desconocido. El monstruo, entonces, sirve para desplazar los antagonismos y horrores evidenciados dentro de la sociedad hacia fuera de la sociedad misma.” 

Claro, estamos hablando de los monstruos que aparecen “cuando lo viejo no terminó de morir y lo nuevo no termina de nacer”. 

Entre Frankenstein y Drácula transcurre casi todo el siglo XIX, cuya inauguración acaso es la Revolución Francesa. 

Moretti compara a Frankenstein, que ni siquiera posee un nombre (“pertenece”, como creación, al doctor Frankenstein), con el proletariado. Y anota: Entre Frankenstein y el monstruo existe una relación dialéctica ambivalente, la misma que, según Marx, conecta el capital con el trabajo asalariado. Por un lado, el científico no puede dejar de crear el monstruo: ‘A menudo mi naturaleza humana se rebelaba contra mi tarea, mientras que, todavía impulsado por un afán en perpetuo incremento, llevaba mi trabajo cerca de su finalización’. Pero, por el contrario, inmediatamente le tiene miedo y quiere matarlo, porque se da cuenta de que ha dado vida a una criatura más fuerte que él y de la que ya no puede liberarse. Es la misma maldición que aflige a Jekyll: ‘Para tranquilizar tu buen corazón, te diré una cosa: en el momento que elija, puedo deshacerme del señor Hyde’. Y, sin embargo, es Hyde quien se convertirá en dueño de la vida del amo. En otras palabras, el miedo que suscita el monstruo es el miedo de quien teme haber ‘creado a su propio sepulturero’”.

En cambio, al referirse a Drácula, Moretti escribe: “Que el Conde Drácula sea un aristócrata es sólo una forma de decir. Jonathan Harker –el agente inmobiliario londinense que reside en su castillo y cuyo diario abre la novela de Stoker– observa con asombro que Drácula carece precisamente de lo que hace que un hombre sea ‘noble’: sirvientes. Drácula se rebaja a conducir el carruaje, cocinar la comida, tender las camas, limpiar el castillo. El Conde ha leído a Adam Smith: sabe que los sirvientes son trabajadores improductivos que disminuyen los ingresos de quien los mantiene”.  

Se trata, lo decimos de nuevo, de un texto de 1983, escrito en Nueva York, cuando lo que hoy llamamos “crítica cultural” o teoría crítica de la cultura no había tenido razón aún de desarrollarse, en principio porque no había caído el Muro de Berlín y el bloque occidental, es decir “el Mercado”, no podía expandirse más allá del bloque soviético.

Escribe Moretti: ““El capital es trabajo muerto que, como el vampiro, sólo vive succionando trabajo vivo, y vive cuanto más trabajo succiona”. La analogía de Marx desentraña la metáfora del vampiro. Como todos sabemos, el vampiro está muerto y, sin embargo, no está muerto: es un No-Muerto, una persona “muerta” que logra vivir gracias a la sangre que chupa de los vivos. La fuerza de aquellos se convierte en su fuerza. Cuanto más fuerte se vuelve el vampiro, más débiles se vuelven los vivos: ‘el capitalista se enriquece no, como el avaro, en proporción a su trabajo personal y a su consumo restringido, sino al mismo ritmo que exprime fuerza del trabajo de otros, y obliga al trabajador a renunciar a todos los goces de la vida.’ Como el capital, Drácula se ve impelido hacia un crecimiento continuo, una expansión ilimitada de su dominio: la acumulación es inherente a su naturaleza. ‘Éste’, exclama Harker, ‘era el ser que estaba ayudando a trasladar a Londres, donde, tal vez durante los siglos venideros, podría, entre sus hacinados millones, saciar su sed de sangre y crear un nuevo y cada vez más amplio. círculo de semidemonios para atacar a los indefensos.’ ‘Y así el círculo sigue ampliándose cada vez más’, dice Van Helsing más adelante; y Seward describe a Drácula como ‘el padre o promotor de un nuevo orden de seres’.

“Todas las acciones de Drácula tienen realmente como objetivo final la creación de este ‘nuevo orden de seres’ que encuentra su suelo más fértil, lógicamente, en Inglaterra. Y finalmente, así como el capitalista es el ‘capital personificado’ y debe subordinar su existencia privada al movimiento abstracto e incesante de la acumulación, así Drácula no está impulsado por el deseo de poder sino por la maldición del poder, por una obligación de la que no puede escapar. ‘Cuando ellos (los No-Muertos) se vuelven tales’, explica Van Helsing, ‘viene con el cambio la maldición de la inmortalidad; no pueden morir, sino que deben seguir edad tras edad añadiendo nuevas víctimas y multiplicando los males del mundo’. Más adelante se comenta sobre el vampiro que ‘puede hacer todas estas cosas, pero no es libre’. Su maldición lo obliga a causar cada vez más víctimas, del mismo modo que el capitalista se ve obligado a acumular. Su naturaleza le obliga a luchar por ser ilimitado, por subyugar al conjunto de la sociedad. Por esta razón no se puede ‘coexistir’ con el vampiro. Uno debe sucumbir a él o matarlo, liberando así al mundo de su presencia y a él de su maldición.”

Y es así como llegamos al subtítulo “The Vampire as Monopolist” (“El vampiro como monopolista”).

El vampiro monopólico

“Si el vampiro –escribe Moretti– es una metáfora del capital, entonces el vampiro de Stoker, que es de 1897, trata sobre el capital de 1897. El capital que, después de permanecer ‘enterrado’ durante veinte largos años de recesión, resurge para emprender el camino irreversible de la concentración y el monopolio. Y Drácula es un verdadero monopolista: solitario y despótico, no tolera la competencia. Al igual que el capital monopolista, su ambición es subyugar los últimos vestigios de la era liberal y destruir todas las formas de independencia económica. Ya no se limita a incorporar (en sentido literal) la fuerza física y moral de sus víctimas. Tiene la intención de hacerlos suyos para siempre. De ahí el horror para la mente burguesa. Uno está atado a Drácula, como al diablo, de por vida; ya no ‘por un período determinado’, como estipulaba el clásico contrato burgués con la intención de mantener la libertad de las partes contratantes. El vampiro, como el monopolio, destruye la esperanza de que algún día se pueda recuperar la independencia. Amenaza la idea de libertad individual. Por esta razón, la burguesía del siglo XIX sólo es capaz de imaginar el monopolio bajo la apariencia del Conde Drácula, el aristócrata, la figura del pasado, la reliquia de tierras lejanas y edades oscuras.

“Porque el burgués del siglo XIX cree en el libre comercio y sabe que, para establecerse, la libre competencia tenía que destruir la tiranía del monopolio feudal. Para él, entonces, monopolio y libre competencia son conceptos irreconciliables. El monopolio es el pasado de la competencia, la Edad Media. No puede creer que ese pueda ser su futuro, que la competencia misma pueda generar monopolios en nuevas formas. Y, sin embargo, ‘el monopolio moderno es (...) la verdadera síntesis (...) la negación del monopolio feudal en la medida en que implica el sistema de competencia, y la negación de la competencia en la medida en que es monopolio’.

“Drácula es, pues, al mismo tiempo el producto final del siglo burgués y su negación. En la novela de Stoker sólo aparece este segundo aspecto –el negativo y destructivo. Hay muy buenas razones para ello. En Gran Bretaña, a finales del siglo XIX, la concentración monopólica estaba mucho menos desarrollada (por diversas razones económicas y políticas) que en otras sociedades capitalistas avanzadas. Por tanto, el monopolio podría percibirse como algo ajeno a la historia británica: como una amenaza foránea. Esta es la razón por la que Drácula no es británico, mientras que sus antagonistas (con una excepción, como veremos, y con la adición de Van Helsing, nacido en esa otra patria clásica del libre comercio, Holanda) son británicos de principio a fin. El nacionalismo –la defensa hasta la muerte de la civilización británica– tiene un papel central en Drácula. La idea de nación es central porque es colectiva: coordina las energías individuales y les permite resistir la amenaza. Porque mientras Drácula amenaza la libertad del individuo, éste es el único que carece del poder para resistirlo o derrotarlo.

“De hecho, los seguidores del individualismo económico puro, aquellos que sólo persiguen su propio beneficio, son, sin saberlo, los mejores aliados del vampiro.

“El individualismo no es el arma con la que se pueda derrotar a Drácula. Se necesitan otras cosas; en realidad, dos: dinero y religión. Estos son considerados como un todo único, que no debe separarse: es decir, el dinero al servicio de la religión y viceversa. El dinero de los enemigos de Drácula es dinero que se niega a convertirse en capital, que no quiere obedecer las leyes económicas profanas del capitalismo sino ser utilizado para hacer el bien.

“Hacia el final de la novela, Mina Harker piensa en el compromiso financiero de sus amigas: ‘¡Me hizo pensar en el maravilloso poder del dinero!. ¿Qué no puede hacer cuando se aplica correctamente? ¡Y qué podría hacer si se usara vilmente!’ Este es el punto: el dinero debe usarse de acuerdo con la justicia. El dinero no debe tener su fin en sí mismo, en su continua acumulación. Debe tener, más bien, un fin moral y antieconómico, hasta el punto de que se puedan aceptar con calma gastos y pérdidas colosales. Esta idea de que el dinero es, para el capitalista, algo inadmisible. Pero es también la gran mentira ideológica del capitalismo victoriano, un capitalismo que se avergüenza de sí mismo y que esconde fábricas y estaciones bajo engorrosas superestructuras góticas; que prolonga y ensalza los modelos de vida aristocráticos; que exalta la santidad de la familia cuando ésta comienza a desintegrarse en secreto.

“Los enemigos de Drácula son precisamente los exponentes de este capitalismo. Son la versión militante de los benefactores de Dickens. Encuentran su realización en la superstición religiosa, mientras que el vampiro queda paralizado por ella. Y, sin embargo, los crucifijos, las hostias sagradas, los ajos, las flores mágicas, etc., no son importantes por su significado religioso intrínseco sino por una razón más sutil.

“Su verdadera función consiste en poner límites infranqueables a la actividad del vampiro. Le impiden entrar en tal o cual casa, conquistar a tal o cual persona, realizar tal o cual metamorfosis. Pero poner límites al capital vampírico significa atacar su propia razón de ser: por su naturaleza debe ser capaz de expandirse sin límite, de destruir toda restricción a su acción. La superstición religiosa impone a Drácula los mismos límites que el capitalismo victoriano declara aceptar espontáneamente.

“Pero Drácula –que es capital que no se avergüenza de sí mismo, fiel a su propia naturaleza, un fin en sí mismo– no puede sobrevivir en estas condiciones.

“Y así, este símbolo de un desarrollo histórico cruel cae víctima de un puñado de sepulcros blanqueados, de un grupo de fanáticos que quieren detener el curso de la historia. Son ellos quienes son las reliquias de la edad oscura.”

Monstruos

El texto de Moretti es mucho más extenso y su lectura completa condena este breve y apurado vínculo a una reducción ocasional y oportunista con este hallazgo que hiciera el gobernador bonaerense con respecto a la decisión que hiciera el candidato libertariano de volverse un apologista del monopolio y el anarcocapitalista.

Si algo queda por agregar, en esta sencilla y breve conclusión sobre comparaciones en torno a un texto ya clásico es que esos monstruos que surgen entre la muerte de lo viejo y el demorado nacimiento de lo nuevo –según la fórmula de Antonio Gramsci* en sus Cuadernos de la cárcel– es que ese monstruo que encarna en la figura de Milei ya tiene un nombre y una representación que fue interpretada en la misma época en que Margaret Thatcher –la admirada primera ministra británica de Javie Milei que logró instalar el neoliberalismo en Gran Bretaña tras derrocar a los mineros ingleses y luego de ganar la guerra de Malvinas– y Ronald Reagan daban comienzo a una etapa del capitalismo cuya versión más extrema ya conocíamos en América latina durante las dictaduras de Pinochet y Videla, un capitalismo que lograba al fin desvincular poder y política para que sólo la instrumentalidad económica fuese capaz de gobernar la deriva democrática. La coronación de este capitalismo 4.0 se daría con la caída de la Unión Soviética y la deslocalización de un capital desenfrenado.

La representación de ese capitalismo vampírico que la novela Drácula no llega a terminar de mostrarnos es la serie The Strain (“La cepa”, 2014), creada por Guillermo del Toro y basada en la trilogía de novelas del mismo Del Toro y Chuck Hogan), que nos muestra una Nueva York colonizada por un vampiro feudal en la contemporaneidad.



Si de algo no puede jactarse Argentina es de repeler los monopolios. Desde la exportación de su cereal a la producción de sus alimentos o la comunicación y la energía, un puñado de empresas monopolizan las principales actividades económicas y la exportación en el país. 

El parlamentarismo democrático sólo ha disimulado en 40 años de democracia ese vampirismo monopólico, según lo describió Franco Moretti. El monstruo monopólico ha tenido en estas décadas el decoro de esconder sus colmillos. El nuevo síntoma social es la aceptación de ese amo, así como Milei parece haber encontrado al fin el amo ante el cual arrodillarse, un ex mandatario al que aún llama –contraria a la prédica macrista que lo postulaba como “Mauricio”–: “presidente”.

Last, but not least. Acaso hay una trampa en el apresurado planteo de este texto. La trampa consistiría en “demonizar” a Milei. En otras palabras, convertirlo en un protagonista. Lo que hace Moretti en “Dialectic of Fear” no es juzgar o señalar algo en particular en las figuras de los monstruos que analiza, sino que en ellos explora los miedos de la burguesía moderna cuando ésta termina de constituirse durante el siglo XIX.

En ese mismo sentido, Milei no es más que un síntoma, un emergente de la política de una sociedad que vive la democracia como una derrota: nadie votó con grandes expectativas las elecciones de 2015, muchos fueron defraudados por lo que votaron en 2019 y las elecciones del 19 de noviembre próximo son una nueva manifestación de esa degradación del ejercicio de la política: 40 años de democracia y 40 por ciento de una pobreza cuya escalada comenzó y se sistematizó a partir de la última dictadura. Eso que Milei viene a encarnar –más allá de su pobre pensamiento y su miserable biografía– de algún modo ya “ganó”, no importa cuáles sean los resultados del balotaje.

* La traducción frecuente de ese párrafo de los Cuadernos de la cárcel, de Antonio Gramsci reza: “El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos”. Literalmente, ese fragmento, escrito en 1930, reza: “La crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer: en este interregno se verifican los fenómenos morbosos más variados”. Se refería a la crisis producida por el crack de la Bolsa neoyorkina de 1929 y, sobre todo, a la feroz crisis del capitalismo en esa época, que en Italia daría lugar al surgimiento del fascismo.

Nota bene: todas las traducciones del texto original de Franco Moretti son nuestras.

jueves, 26 de diciembre de 2024

volver a las catacumbas

 El 4 de diciembre en Fuera de Tiempo, Fernando Peirone le decía a Diego Genoud que unos cuatro mil años de historia de pensamiento crítico están llegando a su fin, que una civilización construída en torno a la verdad y a conceptos que nos llevarían de nuevo a la alegoría de la caverna —libro VII de la República, donde se discute el conocimiento sensible y el inteligible, y la importancia de la educación (paideia)— se disuelve al fin en supersticiones. “Yo creo y con eso basta”, como decía aquél episodio de mayo de 2021 de la adorada Mariana Moyano que trataba una vez más sobre lo que las redes hacen de nosotros.

Es curioso, hace poco más de 10 años escribí sobre las ficciones que daban cuenta de cierto estado de la imaginación entonces —es una forma ampulosa de decirlo, lo sé—. En las series de ciencia ficción, los temas recurrentes eran los universos paralelos (Lost, Fringe) y el viaje correctivo en el tiempo herencia de Terminator (de nuevo Lost; también, Mad Men). En otras palabras, algo así como la condición irredimible del presente requiere que se eche luz sobre los últimos días mediante el regreso a tiempos sobre los que habría, en principio, un orden: los 60 anteriores a Mayo del 68 y Woodstock, los virulentos 70 al filo del final de Vietnam. Pero también, descubrir en la actualidad las alternativas que devuelvan al presente un resplandor utópico: si del otro lado, si en el universo paralelo de Fringe o Lost las opciones que se tomaron no hicieron las cosas más felices, por lo menos desde allá nos llegan signos, pistas para evitar errores.

Así, las series de televisión que inauguraron el nuevo milenio podrían representarse según dos metáforas planteadas en dos sagas ejemplares: Lost o la Isla, y Mad Men o la Caída, el Abismo. El carácter insular de Lost, su cosa pequeña, doméstica y cerrada, que se despliega y busca lo abierto puede percibirse en la gran mayoría de las series, desde Fringe hasta Battlestar Galactica (2004). El carácter abisal (en el abismo está el demonio, William Blake dixit), de inminente caída, puede percibirse en Mad Men. En estas series sus personajes, al igual que el Scottie de Vertigo (Hitchcock, 1956), no sólo están al borde de una caída, sino que llevan el abismo en la mirada: algo han visto que no cabe en la superficie del mundo. Y, más terrible, ese algo, el futuro mismo, se construye en esa mirada abisal.

Pero este año 2024 nos descubrió una nueva genealogía de series (o ficciones), las sagas catecuménicas. Sí, sí, es un término irremediablemente católico, pero apartemos eso un momento. Catecúmeno proviene del griego katēkhoumenos, que significa “instruido oralmente, a viva voz” (ēkhein es eco). Pero el katē o “cata” significa abajo, de ahí que catecúmeno se emparenta con catacumba, lo que da a la catequesis no sólo un aire de cosa soterrada y secreta, también clandestina, subterránea. 

El estreno este año de Fallout —la primera temporada de la serie basada en un juego fabuloso que imagina un futuro alternativo y distópico en el que la humanidad no descubrió el transistor pero sí el poder atómico y la robótica y eternizó hasta su destrucción la estética de los años 50—, donde la misma casta que destruyó el mundo perpetuó su deseo de aniquilación en refugios bajo tierra que reproducen su sistema de dominación, da un giro sobre la célebre frase que popularizó Mark Fisher: “Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. El capitalismo no es otra cosa que una serie de alternativas sobre nuestra propia aniquilación. Lo dice un personaje de la serie: “El fin del mundo es un producto”. La gran maquinaria que alguna vez vendió futuro, ahora vende apocalipsis y vida bajo tierra, donde los sobrevivientes de un holocausto nuclear son instruidos en las misma filosofía que los llevó a la guerra y el fin.

Ella Prnelle en “Fallout”.

Y sobre el final del año se estrenó la segunda temporada de Silo, en la que la fabulosa Rebecca Ferguson persigue el conocimiento de qué es ese silo subterráneo en el que vivió toda su vida, cuya memoria e historia ha sido borrada y de la que sólo quedan unas reliquias prohibidas que tienen el poder de revelar la vida anterior al silo, ya que la atmósfera del mundo exterior parece envenenada para siempre.

Pero, last but not least, ya casi en el cierre del año, antes de las películas navideñas y estúpidamente polares, se estrena un film llamado Heretic (Hereje), protagonizada por un Hugh Grant villano y dos adorables jóvenes mormonas protagonizadas por Sophie Thatcher (actriz y cantante criada en una familia mormona) y Chloe West

Si Silo es la alegoría de la caverna en tanto el conocimiento sensible de los que viven dentro del silo no posee la paideia (la educación) para hacer inteligible lo que ven por una pantalla que muestra el exterior del silo, Heretic es la pura inteligibilidad —cabría decir la “instrumentalidad”— aplicada a dos jóvenes de Fe. Las dos supuestas “víctimas” —término que, nos lo enseñó el triunfo de la ultraderecha argentina, deberíamos desterrar de nuestro paradigma— del hereje encarnado por Hugh Grant son echadas a las catacumbas de la discreta mansión que él gobierna y habita. Allá abajo deberán descifrar el acertijo de esa inteligibilidad, de esa instrumentalidad de la Fe que su antagonista les opone y ofrece. En cambio producen un milagro desgraciado que de algún modo no las “salva”, pero es capaz de salvarlas de convertirse en meras víctimas.

Rebecca Ferguson en “Silo”.

Todas ficciones protagonizadas por mujeres a su modo heroicas que entendieron, como lo entendió Flora Tristán en el siglo XIX, que la liberación femenina es necesaria no sólo para las mujeres, sino para el hombre que se ha vuelto un esclavo del capital.

Estamos en el momento —no me animaría a llamarle “era”— de la imaginación catecuménica. El momento de la instrucción “a viva voz”, a través del “eco”: son otras voces las que hablan a través nuestro y, acaso, confundan su signo al revelarse.

Me lo dicen las “comunidades” por las que circulé este año, el streaming que conducen muchachas y muchachos que rozan los 30 años. Saben que algo de eso que iba a ser mientras se formaban les ha sido arrebatado, pero pueden sentarse frente a un micrófono e improvisar algo sobre estos tiempos en los que todo parece ser una improvisación sobre el fin. Conversaciones entre su generación y otras más antiguas incluso que la mía. Cerca de fin de año, Clacso sacó un podcast, Los monstruos andan sueltos, en el que los invitados son en su mayorìa los mismos que ya escuchamos en episodios de otros streamers, pero acá son guiados por la voz y el relato de Ana Cacopardo. Todo lo contrario a lo que sucede en los podcast y programas de YouTube que más nos convocaron. No hay una conversación que ensaye los temas de la época, sino una guiada. Justo las voces que mejor interpelan el momento en un formato que nos resulta ajeno y anticuado.

En este mismo espacio puede leerse una entrevista a la inmensa Wendy Brown en la que expresa lo que el papa Francisco reclamó a los progresismos recientes: “A medida que la autoridad religiosa se desvanece, los cimientos de todos los valores, incluido el valor de la verdad misma, se desmoronan. Cuando la ciencia y la razón empiezan a desplazar a la verdad religiosa, los valores pierden sus anclajes, porque estas nuevas formas de conocimiento creíble no reemplazan a la religión como fundamento de los valores y no pueden por sí mismas generar valores. Como nos recuerda Tolstoi, la ciencia nos dice cómo funcionan las cosas, pero no lo que significa nada ni cómo debemos juzgarlo o estimarlo. De manera similar, la razón nos permite calcular, deliberar, analizar o escrutar, pero no puede brindarnos un significado o valor últimos.” De nuevo, son dilemas catecuménicos.

Pero este 2024 no sólo nos dio la oportunidad de ver que los valores democráticos que creímos construir durante 40 años no eran otra cosa que “democracia a condición de que nada cambie” y así seguir acumulando capas de pobreza, sino que nos ofreció la chance de comprobar que esta democracia no lleva a ningún otro lugar que no sea exactamente el que habitamos, la democracia de la derrota, como lo conversamos en uno de los últimos programas radiales de REA con Alejandro Horowicz.

Me importan las ficciones, sus tendencias y las figuras que adoptan. Traen en eso una noticia del mundo que no está en ningún otro lugar. Veo en la derrota que trajo el gobierno actual una suerte de predominio de las ficciones pobres que se basan en la mitologización de un pasado que no es histórico y sirve hasta ahora para darle densidad a ese relato de origen libertario en el que el Imperio Romano, Julio Argentino Roca y el universo Marvel bailan reguetón (la genealogía de este fascismo residual ya la hizo Umberto Eco en un texto clásico de 1995 que tradujimos en Rea en 2020: “El fascismo eterno”).

Con el triunfo de Milei no sólo culmina el proceso iniciado en 2001, culmina también el que comenzó en 1983. Nos queda volover a las catacumbas, acompañar a una generación que se anime a soñar en serio un futuro, que no elija el campo de las víctimas —lo expresó Mario Santucho, editor de Crisis en ésta entrevista—, sino el de los que dan batalla.

Todos vamos a festejar el fin de este año de mierda el martes 31 a medianoche. Pero el 2024 terminó acaso el 4 de diciembre pasado cuando Luigi Mangione, contra la tradición de sus coterráneos de matar a diestra y siniestra y sin sentido, empuñó un arma con un silenciador hecho en una impresora 3D y disparó tres veces contra el CEO de la aseguradora de Salud más importante de Estados Unidos en el centro de Manhattan. Dejó tres casquillos vacíos que llevaban escritas las tres palbras con que las aseguradoras se atajan de pagar tratamientos de vida o muerte a sus asociados: “demorar, negar, deponer” (delay, deny, depose). Alguien habló en serio. Logró “manifestar el malestar del mundo” en una acción concreta, dice Santucho en el último episodio de “El mundo en Crisis”. “El arma es el mensaje”, dice la abogada Marcela Perelman en ese mismo episodio. Las balas grabadas con las palabras del enemigo, que recibe de vuelta esas pabalabras que también mataban (al negarle o demorarle tratamientos a pacientes que los requerían). También —dice Perelman— en el arma está el mensaje porque fue fabricada en una impresora 3D, cosa que puede leerse en diferentes planos, uno de ellos: esto cualquiera lo puede hacer. Él también es detenido con el arma en un McDonald’s, lo que no puede ser considerado un gesto inocente. El arma impresa en 3D, continúa Perelman, es el puente entre el código virtual —las redes y el cifrado cibernético en el que se movía Mangione– y la materialización de algo que viene del código y se transforma en arma para enviar un mensaje político.

Luigi Mangione es llevado ante un tribunal luego de ajsuticiar a un gerente de una aseguradora de salud.

Ni bien se conoció el ajusticiamiento del CEO de United Healthcare, cuando aún no se sabía la identidad del perpetrador ni el manifiesto que llevaba consigo al momento de su arresto, el enorme Chris Hedges publicó en ScheerPost una notita urgente que coincidió en mucho con ese manifiesto.  “Nada absuelve al asesino de Thompson —escribió Hedges, que además es pastor presbiterano—, pero nada absuelve tampoco a quienes dirigen corporaciones médicas cuyos fines de lucro adoptan un modelo de negocio que destruye y extermina vidas humanas en nombre de la ganancia”. Allí también resumía lo que esas aseguradoras de salud representan para los estadounidenses que en su mayoría volvieron a votar por Donald Trump este maldito año. “En términos morales, a estas corporaciones se les permite legalmente mantener como rehenes a niños enfermos mientras sus padres se arruinan para salvarlos. Es indiscutible que muchas personas mueren, al menos de forma prematura, a causa de estas políticas”, escribe Hedges refiriéndose a las quiebras familiares y económicas, atribuidas en un 40% del total de los estadounidenses al accionar de las aseguradoras como United Healthcare.

El mensaje político de Mangione es también un mensaje catecuménico, cifrado, con “varias capas”, como dijo Marcela Perelman. Un “mensaje” —para usar la vieja terminología instrumental— no-cerrado, que se multiplica no en su repetición —de hecho, al día siguiente volvió a haber un tiroteo masivo, esta vez en una iglesia, cuyo tirador era una chica de 15 años— sino en su generación de sentidos, en la manifestación de un malestar crónico, desahuciado, sin futuro que esta vez encontró a alguien que habló en serio.

A mediados de los 90, cuando ya había caído el Muro y la ya disuelta Unión Soviética recibía un último soplo de humillación con la figura de Boris Yeltsin, el filósofo marxista francés Alain Badiou —insospechado de cristianismo y menos de catolicismo— publicó un breve libro titulado San Pablo. Lo que el francés analiza allí no es la verdad que predica el ex sicario judío Saulo de Tarso —Jesús resucitó y vive en nosotros—, que Badiou no cree; sino el hecho de que haya logrado con su práctica catecuménica —epístolas, reuniones clandestinas, viajes y visitas— una prédica universal. Una prédica que, en el presente de Badiou, se hundía con el socialismo realmente existente de mediados de los 90.

Volver a las catacumbas para ensayar una prédica universal capaz de ofrecer un futuro no es algo que pueda reclamarle a mi generación vencida, pero es algo que sí creo escuchar en las generaciones más recientes, las que aún no se dan por vencidas aunque mastiquen la derrota.

 



domingo, 30 de junio de 2024

venganza

Dos días me llevó unir las 2 horas y 28 minutos de Furiosa, que conseguí en TorrentGalaxy vìa @utorrent. No digo que esté mal, al contrario. Sólo agrego algo ajeno, incluso, a su valor fílmico: se construye sobre una expectativa de venganza que coincide con mi expectativa política. Más avanza este cambalache democrático suicida y más se consume mi imaginación en elucubrar un castigo proporcional al daño que producen el Duende, la Zarina y sus colaboradores. Como en Furiosa, no pido futuro, sino venganza.

En la película resultó difícil separar la simpatía por los personajes de aquella que naturalmente se deslizó hacia ciertos objetos, como el Valiant IV que conducen cerca del final. Un mundo que sobrevive a su desintegración por el amor hacia las herramientas. Una instrumentalidad vaciada de humanidad y modos de organización social que sólo remedan en su estructura de poder al de las sociedades que conocimos. Del mismo modo que la política simula hoy en día su relación con el poder.

sábado, 7 de octubre de 2023

medio

 Cuando le pregunté por qué decía que eran “medio boludos” me dijo:

—Porque no son del todo boludos.

armonía

Ésto le dice Daniel Santoro a Marina Mariasch y Fabián Casas en el podcast La inquietud. Sigue, y es hermoso: 

—Ese tema, el de la tensión entre la severidad y la misericordia es una forma de accionar del peronismo. El peronismo existe en esa tensión y nunca está en el medio. Por eso el tema de la armonía. El peronismo nunca es equilibrio, el peronismo es armonía. La armonía son partes distintas. ¿Cuánto de severidad y cuánto de misericordia? Éso es el arte. Cuando Perón dice: “El arte de la conducción”, cuando habla del arte sobre todo, es porque hay que buscar las armonías. Y es difícil, las armonías nunca están dadas, son dinámicas, siempre son distintas. La armonía es el momento, es la foto del momento, ésa es la armonía. El equilibrio pretende una permanencia, el equilibrio es una negociación: 50 cabezas nucleares vos, 50 cabezas nucleares yo, hay equilibrio. El equilibrio es muy severo, porque depende de los números. En cambio la armonía es más misericordiosa: yo quiero un poquito, necesito un poquito. Vos vas a ser parte aunque seas un poquito, eso es la armonía. En la música es fantástica, cuando hay armonía: algo se cuela ahí que solamente la misericordia lo puede permitir. Si no todo sería mitad y mitad, tendería a eso para que se estabilice. La armonía es lo que se puede romper. Si se rompe el equilibrio estás en la catástrofe. Si se rompe la armonía conseguís nuevas armonías.

Para escucharlo entero:





El cuadro de Massotta, María Moreno y Germán García citado en la conversación. Imágenes tomada de VaConFirma.


domingo, 16 de julio de 2023

tinta y cenizas

El fuego consumió las hojas, que reposan desde anoche en el piso de ladrillos de la parrilla. Una débil lámina carbonizada que aún retiene la tinta impresa.

Las palabras recortadas de oraciones que aún llegan a leerse exhiben en su negrura una claridad espectral.




 

martes, 24 de enero de 2023

40 años

El viernes 23 de diciembre pasado nos encontramos con las y los compañeros de Química de la promoción 1982 de la Escuela Nacional de Educación Técnica Nº 1, Gral. Ingeniero Manuel Nicolás Savio de San Nicolás –desde mediados del menemismo, con la reforma educativa, es ahora una escuela provincial con otro nombre– para celebrar un reencuentro a 40 años de nuestro egreso.

Abajo: Javier Albanessi, Enzo Sívori, Pablo Díaz y Carlos Torcello. Arriba: moi, Fabio Reyes, Gladys Gianini, Clarita Lamberti, Patricia Gómez, Fernando Cej.


Hubo un asado exquisito en la casa de
Fernando Cej, que hizo Fabio Reyes. Allí me enteré de que Cej, Reyes, Enzo Sívori, Carlos Torcello y Norberto Godoy siguieron viéndose –más tarde incluyeron a sus parejas– a lo largo de los 40 años en los estuve ausente por completo de ese pasado nicoleño que esa noche acaricié como un tesoro que había dejado deslizarse de mi mano.

Estaban Gladys Giannini, Patricia Gómez, Clarita Lamberti –quien en 1982 era novia del Tuerto Wirtz–, Javier Albanessi, Pablo Díaz, Rudy Svoboda.

Clarita Lamberti, Fernando Cej, Patricia Gómez.


En un momento, Pablo Díaz, quien hizo una carrera militar, alentó al grupo a expresarse sobre lo que significaba ese reencuentro. Trajo una palabra familiar en el Ejército: “camaradería”, así como en las películas de Howard Hawks suele hablarse de “camaradería masculina” para referirse a ese grupo heterogéneo de hombres que se asocian para vencer una amenaza a la comunidad. Remember Rio Bravo:



De pie: Javier Albanessi, moi, Fabio Reyes, Pablo Díaz, Gladys Gianini, Clarita Lamberti, Patricia Gómez, Fernando Cej. Sentados: Enzo Sívori, Carlos Torcello y Rudy Svoboda.

Bueno, la ronda giró de izquierda a derecha y cuando me tocó el turno me tentaba retomar, a propósito de “camaradería”, las cuatro formas del amor postuladas por C.S. Lewis: “«El amor empieza a ser un demonio desde el momento en que comienza a ser un dios». Este contrapunto –argüía Lewis– me parece a mí una indispensable salvaguarda; porque si no tenemos en cuenta esa verdad de que Dios es amor, esa verdad puede llegar a significar para nosotros lo contrario: todo amor es Dios.”

Pero elegí unas palabras estúpidas y ciertas a la vez.

Noté que, salvo un par de compañeros, el resto había hecho de ese don que nos entregó la ENET Nº1 (el título de Técnico Químico) una carrera que les permitía estar allí disfrutando de un “ágape” porque nuestro título mismo no es otra cosa que un “ágape” (caritas, es el nombre latino de ágape, que es a la vez una de las cuatro formas del amor).

La increíble Gladys hipnotiza a la audiencia con sus historias en los extremos del orbe. 

En 1985 compré un disco que seguiría escuchando a lo largo de los años para recordarme un origen que en ese entonces desconocía: Scarecrow (“Espantapájaros”), de John Cougar Mellencamp. En el vinilo que aún conservo, en la tercera pista del lado A, hay un tema que se llama “Small Town”, dedicado a Seymour, Indiana, la ciudad natal de Mellencamp.

La letra dice: “Pero lo vi todo en una pequeña ciudad/ Tuve mi propio gran baile en una pequeña ciudad/… /No, no puedo olvidar de dónde provengo/No puedo olvidar la gente que me ama/ Sí, puedo ser yo mismo acá, en esta pequeña ciudad/ Y la gente me deja ser lo que quiero ser…” (But I've seen it all in a small town/ Had myself a ball in a small town/… /No, I cannot forget from where it is that I come from/ I cannot forget the people who love me/ Yeah, I can be myself here in this small town/ And people let me be just what I want to be).

Para 1981, 1982, cuando egresamos, de algún modo lo había visto todo en esa pequeña ciudad y en ese pequeño grupo en el que nos juntó la escuela pública: los misterios de la presencia en el mundo, que descifraba entonces junto con Rudy, Pablo y Javier; las mujeres que eran nuestras compañeras, de las que percibía una mayéutica ácida y también amable. El primer recital al que fui en el Círculo Italiano, donde tocaba Vox Dei o un concierto del Cabezón Gil en el viejo teatro del Colegio Don Bosco, al que me llevó Pablo Díaz, en el que escuché maravillado una versión de "Pato trabaja en una carnicería". Las películas en doble función del cine Gran Rex, los libros comprados en El Buen Libro, hasta la pasarela política del año 1983, cuando fui a un acto de Carlos Saúl en un prolífico baldío de calle De la Nación y avenida Moreno. Verlo todo significa haber accedido a conversaciones y experiencias que serían luego mis herramientas, no sólo sociales, también de conocimiento.

Cuando nos recibimos había unas pocas cosas que estaban claras. La primera –aunque no lo sabía o no me interesaba entonces– era que teníamos trabajo. Creo que fue ya entrado el año 1987, cuando nos sorprendió la muerte de mi tío Pucho Rivero en Montevideo, que mi madre me dijo que había escondido y destruido una carta proveniente de la fábrica de municiones de Azul, Buenos Aires, fechada en diciembre de 1982, en la que me invitaban a ingresar a la planta. La noche del 23 de diciembre de 2022, cuando nos reunimos en el patio de Fernando Cej a celebrar el reencuentro, después de 40 años, Fabio Reyes me dijo que él también había recibido esa carta y que fue hasta allá, a ese polvorín de Azul, a explorar las posibilidades del trabajo. Me contó que vio una suerte de iglúes semienterrados que almacenaban pólvora, TNT y otros explosivos, lo suficientemente alejados unos de otros como para evitar una explosión en cadena. Y que también supo que los últimos supervisores habían volado por el aire, que no le garantizaban vivienda ni viáticos, y que desistió.

Acaso una historia del Industrial es también la historia de un sueño de la política argentina, pero de cuando la política podía darse el lujo de tener proyectos. Planificar su industria y su trabajo; planificar su educación a partir de allí. 

Ése 23 de diciembre una de las compañeras me pidió disculpas por una agresiva respuesta que me dio en el cine –40 años atrás, acaso poco más–, después de que viéramos una película de ciencia ficción que, a principios de los 80 –salvo por Alien y Blade Runner– sólo podía un manifiesto trasnochado de los 70, que seguro yo apreciaba por ese humanismo mal entendido de las lecturas de entonces. No recordaba el episodio y me pareció que en ese olvido también se deslizaba un tesoro de la palma de mi mano.  

Este lunes de fines de enero, Clarita me envió tres fotos de una suerte de postal que le escribí un día de octubre de 1982, para su cumpleaños. My o my! No me atreví a leer éso que puse por escrito hace 40 años porque me horroriza lo mal que entendía entonces esa “materia” que es la escritura. Sólo alcancé a leer esta cacofonía: “ambiciones que apacigüen esa sed anhelante de felicidad” (para un Víktor Shklovski, la única virtud de ese amontonamiento de palabras sería convertir en extraño el término “felicidad”). ¡Suficiente! Imagino que el día que publique algo digno de ser leído ella podrá proceder a mi humillación publicando ese texto y declarando: “¡Sí, pero miren cómo escribía ya grandecito, a los 19 años!” Y no podré culparla por ello. Rescato de ese texto que leí como miraba películas de terror hasta los 20, cubriéndome los ojos para evitar las escenas escabrosas, esa sensación muy común de pensar un momento presente con la perspectiva de los años por venir.

El mismo lunes Pablo Díaz se hizo en Buenos Aires un transplante de válvula mitral, que recibe su nombre de la forma de la mitra, el sombrero ceremonial que usan los obispos. Lo de mitra fue adoptado en el mundo romano de una antigua divinidad persa que ese radiante cristianismo que salía de las catacumbas interpretó como la depositaria de la luz, la justicia y la alianza. No lo recordaría si no lo hubiese explorado nuevamente en el Tratado de historia de las religiones, de Mircea Eliade, cuando analicé la serie Raised by Wolves.

Esta historia, la del reencuentro, es también una historia de luz, justicia y alianza. La historia de cómo la deriva política de mis padres me depositó en una ciudad que adopté como a la patria de las tribus salvajes europeas anteriores al Medioevo. De algún modo todo estaba allí, como quien vuelve a la casa paterna para desenterrar un tesoro, como en el cuento persa que dice Borges que sacó de Las mil y una noches:

«Cuentan los hombres dignos de fe (pero sólo Alá es omnisciente y poderoso y misericordioso y no duerme), que hubo en El Cairo un hombre poseedor de riquezas, pero tan magnánimo y liberal que todas las perdió menos la casa de su padre, y que se vio forzado a trabajar para ganarse el pan. Trabajó tanto que el sueño lo rindió una noche debajo de una higuera de su jardín y vio en el sueño un hombre empapado que se sacó de la boca una moneda de oro y le dijo: “Tu fortuna está en Persia, en Isfaján; vete a buscarla”. A la madrugada siguiente se despertó y emprendió el largo viaje y afrontó los peligros de los desiertos, de las naves, de los piratas, de los idólatras, de los ríos, de las fieras y de los hombres. Llegó al fin a Isfaján, pero en el recinto de esa ciudad lo sorprendió la noche y se tendió a dormir en el patio de una mezquita. Había, junto a la mezquita, una casa y por el decreto de Dios Todopoderoso, una pandilla de ladrones atravesó la mezquita y se metió en la casa, y las personas que dormían se despertaron con el estruendo de los ladrones y pidieron socorro. Los vecinos también gritaron, hasta que el capitán de los serenos de aquel distrito acudió con sus hombres y los bandoleros huyeron por la azotea. El capitán hizo registrar la mezquita y en ella dieron con el hombre de El Cairo, y le menudearon tales azotes con varas de bambú que estuvo cerca de la muerte. A los dos días recobró el sentido en la cárcel. El capitán lo mandó buscar y le dijo: “¿Quién eres y cuál es tu patria?” El otro declaró: “Soy de la ciudad famosa de El Cairo y mi nombre es Mohamed El Magrebí”. El capitán le preguntó: “¿Qué te trajo a Persia?” El otro optó por la verdad y le dijo: “Un hombre me ordenó en un sueño que viniera a Isfaján, porque ahí estaba mi fortuna. Ya estoy en Isfaján y veo que esa fortuna que prometió deben ser los azotes que tan generosamente me diste.” »Ante semejantes palabras, el capitán se rió hasta descubrir las muelas del juicio y acabó por decirle: “Hombre desatinado y crédulo, tres veces he soñado con una casa en la ciudad de El Cairo en cuyo fondo hay un jardín, y en el jardín un reloj de sol y después del reloj de sol una higuera y luego de la higuera una fuente, y bajo la fuente un tesoro. No he dado el menor crédito a esa mentira. Tú, sin embargo, engendro de una mula con un demonio, has ido errando de ciudad en ciudad, bajo la sola fe de tu sueño. Que no te vuelva a ver en Isfaján. Toma estas monedas y vete.” »El hombre las tomó y regresó a la patria. Debajo de la fuente de su jardín (que era la del sueño del capitán) desenterró el tesoro. Así Dios le dio bendición y lo recompensó y exaltó. Dios es el Generoso, el Oculto.»

miércoles, 4 de enero de 2023

una expresión de la época y otra de la real academia

El 29 de diciembre pasado la Real Academia Española, a través de Fundéu, eligió como palabra del año “inteligencia artificial”. 

La elección de “la palabra del año” que hace la RAE cumple en 2023 diez años. El propósito de este concurso, que habían planteado décadas antes algunas instituciones –ninguna de carácter “real” como la Española– vinculadas con el inglés, el alemán, el ruso, el danés o el japonés apunta a destacar “cualquiera de las diversas evaluaciones en cuanto a la(s) palabra(s) o expresión(es) más importante(s) en la esfera pública durante un año específico.”

Los fundamentos de la RAE para esta elección pueden leerse en su sitio: «Este concepto se incorporó al diccionario de la Academia en su edición de 1992, y este año la FundéuRAE lo ha seleccionado por su importante presencia en los medios de comunicación durante estos últimos doce meses, así como en el debate social, debido a los diversos avances desarrollados en este ámbito y las consecuencias éticas derivadas.

«El análisis de datos, la ciberseguridad, las finanzas o la lingüística son algunas de las áreas que se benefician de la inteligencia artificial. Este concepto ha pasado de ser una tecnología reservada a los especialistas a acompañar a la ciudadanía en su vida cotidiana: en forma de asistente virtual (como los que incorporan los teléfonos inteligentes), de aplicaciones que pueden crear ilustraciones a partir de otras previas o de chats que son capaces de mantener una conversación casi al mismo nivel que una persona.»

Ahora bien. Ya dijimos que otros idiomas, en los que no hay una “Real Academia” de la lengua, llevan al menos diez años más en este ejercicio. La RAE comenzó en 2013 con la elección de escrache, selfi en 2014, refugiado en 2015, populismo en 2016 (las negritas son nuestras), aporofobia en 2017, microplástico en 2018, los emojis en 2019, confinamiento en 2020 y vacuna en 2021.


Mientras tanto, el Diccionario Oxford de la lengua inglesa (que es una más entre otras instituciones dedicadas a la actualización, la historia y el análisis del idioma), eligió como “Word of the Year” (palabra del año) la expresión goblin mode, de la que establece: «En la jerga, el término se usa a menudo en expresiones como ‘en modo goblin’ o 'ponerse en modo goblin’ y es “un tipo de comportamiento autocomplaciente que no se disculpa, perezoso, descuidado o codicioso, de una manera que rechaza las normas o las expectativas sociales”» («The slang term is often used in the expressions ‘in goblin mode’ or ‘to go goblin mode’ and is “a type of behaviour which is unapologetically self-indulgent, lazy, slovenly, or greedy, typically in a way that rejects social norms or expectations»). Solemos traducir goblin por “duende” y es acertado, aunque ese duende que evoca el término goblin tiene en inglés ecos menos amables que su acepción española, por eso no lo vamos a traducir. Es una suerte de ser encantado que puede tener rasgos endemoniados mucho más frecuentes que los de nuestros “duendes”.

Vemos que en inglés lo que se evalúa es menos la prosperidad mediática de la palabra del año, su despliegue en la esfera de la comunidad científica o la envergadura noticiosa que posee, que su repercusión en la conversación diaria, su despliegue en la lengua, su capacidad de interpelar la época: ese ser autoindulgente que nos trae el “modo goblin”, esa persona que eligió “ponerse en modo goblin”, ajeno a lo que se espera socialmente de él, es también una persona que descree de las instituciones democráticas, que vio desatarse una guerra territorial en Ucrania (un tipo de conflagración que la globalización había supuesto caduca), una persona que atravesó la pandemia y halló en una expresión el modo en el que todo eso, el modo en que la época circula en la lengua.

Claro, hablamos del inglés, que es a esta altura la lengua imperial, el idioma universal de las finanzas y la tecnología. Si algo le cabe es esa interpelación de la época.

Podríamos suponer que la RAE es la encargada de ese tipo de evaluaciones del español.

Pero no, como ya lo advirtió “nuestro José Luis Borges” (la frase es del rey de España), en “El idioma de los argentinos” (1928): el diccionario de la RAE está lleno de “defunciones”: un “sinfín de voces que están en él y que no están en ninguna boca.”

La elección de “inteligencia artificial” expresa una pobre lectura de la época, del modo en que el español (que también fue un idioma imperial) interpreta cómo sus palabras corren por el mundo que deben encarnar. 

El español es la cuarta lengua más hablada del mundo, su expansión (casi 550 millones de hablantes globales) continúa en ascenso, sin embargo, su uso en internet sigue siendo bajo y pobre. Lo prueba, entre otras cosas, la cantidad de entradas de Wikipedia en español: 1.823.000 artículos contra casi la misma cifra del ruso (1.875.000 artículos), que es la octava lengua más hablada, o el italiano (1.785.000 artículos), que ocupa el puesto 28 entre los idiomas más hablados a nivel global. No hacemos la comparación con el inglés, porque la inmensa mayoría de los artículos de la enciclopedia que se lee navegándola, están escritos originalmente en inglés, incluso aquellos que incumben temas ajenos a ese idioma y su historia.

En la elección de “inteligencia artificial” se lee también esa carencia del idioma, la falta de flexibilidad para circular como vehículo del conocimiento del mundo y, sobre todo, del intercambio de ese conocimiento, su incapacidad para compartir y seducir en ese intercambio. 

“Inteligencia artificial” –como palabra del año– es la expresión de un miedo ajeno a la lengua pero próximo a la Real Academia Española: el miedo a ser reemplazada por una máquina, acaso más eficiente y creativa que esa organización que, entre otras cosas, se encarga de corregir presidentes.