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viernes, 7 de marzo de 2025

eichmann (aún) vive en jerusalén

El siguiente texto es parte del libro Palestina: Anatomía de un genocidio, cuyo prólogo puede consultarse en el sitio de Tinta Limón ediciones, que lo publica en Argentina, luego de que la editorial Lom lo diese a conocer este año en Chile.

Tras señalar las diferencias entre Chile y Argentina con respecto a la actual guerra en Gaza, el prólogo argentino a esta edición señala: “Israel (...) se presenta a sí mismo como un Estado judío (soslayando tanto a la población no judía que habita su territorio como la condición no israelí de millones de judíos). Al llamarse de ese modo –Estado «judío»–, Israel evoca al judío exterminado en el genocidio nazi. Sucede que es esta misma evocación la que hoy lleva a la identidad israelí a una profunda crisis. Pues, tal y como lo recordaba entre nosotrxs León Rozitchner, es la misma racionalidad técnica, económica y militar europea que sostuvo al genocidio nazi la que ahora sostiene el genocidio del pueblo palestino. Después de la Segunda Guerra Mundial, el judío adquirió, para la conciencia europea, el valor de víctima universal, y es esa universalidad la que se viene abajo para todo Occidente cuando se fusiona judaísmo con Israel e Israel con solución final al problema palestino. Es la conciencia occidental entera la que se viene abajo con el apoyo a la política genocida de Israel. En su derrumbe sale a la luz, tal como dijera Walter Benjamin, la barbarie como reverso de la civilización.”

Federico Donner, autor de este texto –consultado ya en este espacio–, no quita el cuerpo a su judaísmo y se expone de las muchas y valientes formas en que los judíos suelen exponerse al escribir sobre este tema. En el mismo libro dan cuenta de ello textos sabios y humildes como el de Judith Butler, el de Ariel Feldman o la precisa genealogía teológico-política de la también rosarina Silvana Rabinovich, “La dura cerviz de Israel”.

Palestina. Anatomía de un genocidio, editado en Chile por Faride Zerán, Rodrigo Karmy y Paulo Slachevsky, se presenta este viernes a las 18 en el SUM del tercer piso de la Facultad de Humanidades y Artes de Rosario (Entre Ríos 758), donde conversarán con el público el mismo Donner, Rubén Chababo, Marianela Scocco y Ariel Feldman.

P.M.

>>>*<<<

por Federico Donner

Dos meses antes que Hamás lanzara la Operación Inundación de Al-Aqsa, el 7 de octubre de 2023, más de 400 intelectuales y figuras públicas de Israel/Palestina y del Norte global escribieron una solicitada[1] dirigida fundamentalmente a los sectores progresistas de las comunidades judías estadounidenses. La misiva les reconoce a estos sectores que han estado durante mucho tiempo a la vanguardia de las causas de la justicia social, desde la igualdad racial hasta el derecho al aborto, «pero no han prestado suficiente atención al elefante en la habitación: la ocupación de larga data de Israel que, repetimos, ha dado lugar a un régimen de apartheid».

En esa carta se denunciaba que desde comienzos de 2023 hasta agosto de ese año más de 190 palestinos habían sido asesinados en la Franja de Gaza y en la Ribera Occidental por las fuerzas de ocupación israelí, que también llevaron adelante la demolición de 590 instalaciones de infraestructura y casas particulares de palestinos, según datos que aporta la OCHA3[2], la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de Naciones Unidas. En el informe también consta que las fuerzas de ocupación protegen y apoyan a los colonos que queman, saquean y matan con impunidad. Esta práctica se aceleró notoriamente en los últimos años. Si bien todos los gobiernos israelíes expandieron la política de asentamientos a diferentes ritmos, lo que cambió notoriamente y se afianzó en los últimos años es el apoyo explícito a toda la violencia paraestatal de los colonos por parte de todos los poderes del Estado y, por supuesto, de las fuerzas de ocupación. Al menos retóricamente esto no sucedió siempre así, ya que en la década de 1990, durante el malogrado Proceso de Paz, y mientras continuaba la construcción de asentamientos ilegales, el bloque político de «izquierda» desató una feroz campaña contra los colonos, a quienes acusaban de fanáticos extremistas que boicoteaban el Proceso de Paz y ponían en riesgo la seguridad de Israel. Es fundamental recordar que el ejecutivo israelí debe, por ley, disponer de siete soldados por cada colono asentado en los Territorios Ocupados.

La mayoría de esos colonos se identificaban entonces con el potente Mafdal, el Partido Religioso Nacional, aliado del Likud aunque otrora aliado del laborismo. El asesino de Rabin, Igal Amir, pertenecía al movimiento sionista Bnei Akiva (los hijos del Rabí Akiva), la rama juvenil del Partido Religioso Nacional y una de las organizaciones juveniles sionistas más grandes del mundo.

La metáfora del elefante en la habitación condensa el proceso de invisibilización de la ocupación israelí de Palestina, que se profundizó paradójicamente luego de los Acuerdos de Oslo, pero sobre todo a partir del asesinato del primer ministro israelí Itzjak Rabin. Oslo deterioró rápidamente la popularidad y la credibilidad política de los líderes de la OLP y de Fatah, particularmente la de Yaser Arafat, ante los ojos de los palestinos.

Rabin y Arafat protagonizaron el llamado Proceso de Paz encarnando a dos líderes político-militares que intentaron poner fin a años de derramamiento de sangre por parte de la ocupación y, en mucho menor medida, por la resistencia a ella, sentándose en una desigual mesa de negociaciones sin un tercer actor que equilibrara la balanza.

Rabin es hoy recordado como un héroe de la paz, al menos para la liturgia de la agonizante izquierda israelí (si es que existe algo así) que, actualmente, salvo contadas y honrosas excepciones, se encuentra alineada con el genocidio que está teniendo lugar en Gaza. Rabin encarnaba el arquetipo del líder laborista: un AJuSalnik (acrónimo hebreo de askenazí, laico e izquierdista), un israelí nativo que trabajó la tierra en un kibutz y que tuvo una destacada carrera militar. Fue comandante del Palmaj en 1947, organización que también estuvo involucrada en masacre de civiles palestinos, a pesar de que la mayoría se les atribuye al Irgún y al Leji, que eran de extrema derecha.

Ytzhak Rabin, Bill Clinton y Yaser Arafat en Washington, 1993.

En los papeles, el Palmaj se presentaba como una fuerza de defensa, sin afán expansionista, y se identificaba con el laborismo. Terminó siendo el núcleo que luego formó las Fuerzas de Defensa de Israel, el ahora poderoso ejército de ocupación.

Los moderados incitan el genocidio

Hace pocos meses, la presidente de la Corte Internacional de Justicia de La Haya, la estadounidense Joan Donoghue, citó como prueba de sospecha de incitación al genocidio en Israel, las declaraciones de tres miembros del gobierno actual de Netanyahu. Ninguno de los tres políticos citados pertenecen a los partidos de extrema derecha que componen la coalición, ninguno de ellos es tampoco un outsider de la política, sino que representan al statu quo moderado y centrista[3]  israelí de las últimas décadas. El actual presidente israelí Isaac Herzog pertenece al laborismo. El ministro de defensa Yoav Gallant, candidato en su momento a jefe del Estado Mayor por parte del ex primer ministro laborista Ehud Barak, fue luego miembro del Partido Centrista Kulanu, antes de desembocar en el Likud. Y, finalmente, el actual ministro de Relaciones Exteriores de Israel, Israel Katz, de larguísima trayectoria en diferentes ministerios, afiliado al Likud.

Las prácticas genocidas que está llevando a cabo Israel en Gaza y que comienza a replicar también cada vez con mayor asiduidad en Cisjordania, no tienen su origen en una reacción intempestiva de un gobierno de ultraderecha empujado por los sectores más extremistas de la coalición. Tampoco es una cuestión de seguridad nacional ni de amenaza existencial, el gran cliché de una potencia ocupante que le demanda garantías de seguridad a la población civil ocupada, sitiada y desplazada.

La centroizquierda laica, progresista y eurocentrada israelí pretende desembarazarse de su responsabilidad histórica en términos ético-políticos, culpando a los «extremistas» de ambos lados, y olvidando su rol central en la Nakba de 1947/1948 y en toda la política de limpieza étnica, colonización y despojo desplegada durante más de ochenta años.

En realidad, y tal como lo explica el sociólogo israelí Lev Grinberg[4], pertenecer a la izquierda sionista tiene menos que ver con la simpatía por los derechos de los palestinos oprimidos, sino que se trata más bien de una etnoclase. Ser de izquierda o del «frente por la paz» en Israel significa creer que el conflicto con los palestinos es una cuestión de seguridad, cuyo fin puede darse a través de una solución política. Sin embargo, nunca reconoce a un interlocutor válido que represente a los palestinos, calificando a sus líderes políticos de fanáticos, irracionales, extremistas, es decir, mostrando todo un repertorio de subalternización y desprecio por el otro en clave orientalista, incluso cuando los líderes palestinos cumplen el rol de carceleros de la ocupación. De hecho, en el discurso político israelí los otrora terroristas de Fatah son los nuevos interlocutores racionales, pero en realidad sólo le habilitan canales de comunicación para impartirles órdenes securitarias y represivas para controlar a la resistencia palestina en Cisjordania.

Durante las últimas décadas del siglo XX, y en lo que va del presente, el discurso político de la izquierda israelí nunca se basó en el reconocimiento del pueblo palestino como un sujeto político que consagra a sus líderes y representantes, y mucho menos en sus derechos, salvo en un momento excepcional: a comienzos de la década de 1990, durante un breve período de apertura política en el que los israelíes reconocieron como interlocutores a palestinos de ambos lados de las fronteras imaginarias de 1967. Este breve período fue clausurado por las tres balas que terminaron con el asesinato de Rabin en 1995. Desde entonces, las mismas y viejas consignas de la izquierda se reciclan[5] una y otra vez: «la paz se hace con los enemigos», «ser judío significa buscar la paz», «debemos separarnos de los árabes para preservar el carácter judío del Estado», «las negociaciones son el único camino hacia la paz».

Este credo orientalista pocas veces logra esconder sus sentimientos de superioridad moral y cultural en detrimento de los palestinos y en menor medida de los judíos orientales, a quienes siempre consideró bárbaros y propensos al extremismo religioso, sin someter a examen los monstruos de la razón modernos que configuran al sionismo secular. La crítica a la ocupación y al régimen de apartheid tienen un lugar muy marginal en el discurso político de la izquierda israelí. La irrupción de nuevas expresiones sociales de protesta en Israel, que coincidieron con la oleada de la primavera árabe y otros movimientos como el español o el de Occupy Wall Street, estuvieron lejos de transformarse en una oposición consistente a la ocupación, como sí había ocurrido durante la primera Intifada en la década de 1980, lo que llevó a la apertura de negociaciones y derivó en Oslo.

En ese entonces, la resistencia de los civiles palestinos luchando con piedras contra los tanques de la ocupación despertó muchos apoyos en los jóvenes judíos de Israel, que ya contaban con un movimiento de objetores de conciencia en rechazo a la invasión del Líbano y a toda acción militar fuera de las fronteras previas a la guerra de 1967.

Muchísimos académicos israelíes, palestinos y de todo el mundo venían advirtiendo sobre el recrudecimiento de la limpieza étnica de Palestina y sobre la inminencia de un genocidio israelí contra la población palestina de Gaza (gran parte de ellos son a su vez desplazados de la Nakba de 1947 y de 1967). Una gran cantidad de organizaciones no gubernamentales israelí-palestinas vienen realizando acciones de resistencia y de visibilización, pero todo esto tiene poca relevancia en la arena política israelí. La resistencia palestina es vista como terrorista, y la población civil palestina, en el mejor de los casos, es considerada por los israelíes progresistas como rehén de Hamás, que en su narrativa simplista de no considerarlo un interlocutor válido, ha sido reducido a un grupo terrorista que, luego del 7 de octubre, ya debe ser eliminado sin más de la faz de la tierra. Este reduccionismo ignora la incontable cantidad de crímenes de guerra cometidos por los israelíes desde hace más de 80 años, todos ellos empequeñecidos frente a la magnitud de la escala del exterminio y la crueldad desplegados en los últimos meses.

Netanyahu se niega a negociar con Hamás (al que en su momento apoyó para debilitar a la OLP) un cese de hostilidades para el intercambio de rehenes israelíes. La posición pública de este movimiento[6] es la de deponer la lucha armada a cambio del retiro de Israel a las fronteras previas a 1967 y a la liberación de todos los presos políticos palestinos, que en este momento ascienden a casi diez mil.

Hamás es un movimiento que cuenta con una rama militar, una política y una social, y proviene de Los hermanos musulmanes, que surgieron en Egipto hace ya casi un siglo. La comparación que hace Israel de Hamás con el Estado Islámico es totalmente falsa por varios motivos, principalmente porque el EI nunca atacó a Israel ni tampoco objetivos estadounidenses, que en este momento ocupa gran parte de Siria expoliando su petróleo. De hecho, es casi un secreto a voces que el EI es conducido por EEUU e Israel. Hamás nunca tuvo una política de conversión forzosa o de violencia hacia los palestinos cristianos, y sus voceros manifiestan públicamente que su enemigo es el Estado sionista y no el pueblo judío.

Uniformes SS

En las manifestaciones previas al asesinato de Rabin, encabezadas entre otros por Netanyahu, se veían numeorsas pancartas con las fotos de Rabin vistiendo la kufiya, el pañuelo palestino distintivo
de Arafat, y fotos de Rabin y Arafat vistiendo uniformes de las SS.

Como mencioné más arriba, los Acuerdos de Oslo fueron una gran derrota para los líderes de la OLP, y para los palestinos en general, básicamente porque transformó a un frente de resistencia popular en un instrumento al servicio de la represión de la potencia ocupante.

El apoyo actual a Hamás, aún en estas dolorosísimas circunstancias para los palestinos, se explica en parte por su coherencia política frente al asedio israelí.

En 1992 Rabin dio un giro radical hacia las negociaciones con la OLP y mostró disposición a formar un bloque político con Meretz, Hadash y el Partido Democrático Árabe. En ambos casos, el establecimiento de bloques políticos condujo a cambios importantes, que finalmente permitieron la firma de acuerdos de paz y transformaciones fundamentales en las políticas económicas de Israel.

El asesinato de Rabin acabó con la distinción entre los bloques políticos de «izquierda y derecha». Las tres balas[7] que disparó Igal Amir clausuraron inmediatamente el espacio político de los ciudadanos palestinos de Israel. Rabin los incluyó pero su asesinato los expulsó. No puede existir un verdadero frente de izquierda para terminar con la ocupación sin la inclusión de los palestinos con ciudadanía israelí. El linchamiento público de Rabin que precedió a su asesinato fue motivado no tanto por sus políticas de concesión, sino sobre todo porque se nutrió de los votos árabes para impulsarlas.

El gran consenso político israelí que borra toda distinción real entre derecha e izquierda es que sólo una mayoría exclusivamente judía otorga el mandato para ceder partes del Gran Israel. Ni los palestinoisraelíes pueden ser aliados en el Parlamento, ni los palestinos de los territorios pueden tener iguales derechos y designar interlocutores que sean tratados como pares. Incluso cuando Israel se retiró del Líbano o retiró a la colonias de Gaza, lo hizo bajo la figura de la desconexión unilateral, sin reconocer jamás a un otro.

Quien no acepta esto, atenta contra el carácter judío del Estado, es decir, contra su fundamento biopolítico y etnocéntrico, tornándose paradójicamente en un portador del uniforme de las SS, es decir, en un subhumano que debe ser eliminado.

Regímenes de visibilidad

El campo de concentración, por su cercanía física, por estar de hecho en medio de la sociedad, «del otro lado de la pared», sólo puede existir en medio de una sociedad que elige no ver, por su propia impotencia, una sociedad «desaparecida», tan anonadada como los secuestrados mismos. A su vez, la parálisis de la sociedad se desprende directamente de la existencia de los campos; una y otros alimentan el dispositivo concentracionario y son parte de él. (Calveiro, Poder y Desaparición, Buenos Aires, Colihue, pág. 91)

Para delinear la anatomía de este genocidio en Gaza, no alcanza con analizar a la extrema derecha israelí ni su caracterización racista de los palestinos. No resulta suficiente refutar una y otra vez la propaganda israelí[8] que inunda las redes sociales con falsa información.

Este genocidio no puede llevarse adelante sin un profundo consenso social, que incluye también personas con educación universitaria que abrazan los valores ilustrados de los Derechos Humanos y de las prácticas democráticas, pero que sin embargo por motivos diversos, no pueden o no quieren ver al elefante en la habitación. Y ahora que es imposible ignorar este elefante, que se ha vuelto dolorosamente visible, ahora que ya no es posible admitir que Gaza ha sido reducida a escombros mientras el ejército israelí continúa disparando contra civiles desarmados que ya se encuentran al borde la muerte por inanición masiva, actualizando las imágenes que conocemos del gueto de Varsovia, es en este momento que debemos preguntarnos por qué la izquierda y el centro israelíes apoyan casi sin fisuras estas prácticas que supuestamente los horrorizan. ¿Cómo es posible que su único reclamo sea el de la liberación de los rehenes israelíes en manos de Hamás sin mencionar siquiera la ocupación, la limpieza étnica o el genocidio? ¿Cómo es posible que una sociedad que se autoatribuye ser la única democracia de Medio Oriente no tenga investigaciones judiciales y condenas serias de los incontables y terribles crímenes de guerra y delitos de lesa humanidad, que cometen?

Idith Zertal[9] ha descripto el rol de la memoria de la Shoá en la educación sentimental y política de los israelíes, y en cómo esa liturgia les otorga la certeza de que los judíos detentan un estatuto metafìsico de víctimas, cuyo carácter ahistórico resiste toda prueba fáctica, aún cuando estén cometiendo masacres y expoliaciones. La memoria de la Shoá, que se ha transformado en la religión civil de las democracias occidentales[10], es una memoria ahistórica y despolitizadora, es decir, mítica. Ahistórica, porque ignora las tradiciones no deseables de la modernidad europea, como sus prácticas genocidas en las colonias y sus saberes racistas, eugenésicos, normalizadores y evolucionistas. Al reducir la Shoá a la particularidad de la cultura alemana, su Sonderweg, su camino especial hacia la modernidad, la religión civil pretende conjurar el mal de las actuales democracias (neo)liberales. La memoria de la Shóa como religión civil, en lugar de converger con otras memorias de pueblos oprimidos e iluminarlas, las acalla y las reprime, puesto que todas ellas son incomparables con el carácter único y metafísico del sufrimiento de los judíos europeos.

Adolf Eichmann juzgado en Jerusalén en 1961.

La memoria de la Nakba es considerada como una ofensa a esta religión civil, y en estos días la portación de la bandera palestina fue considerada como un símbolo antisemita por muchas democracias del norte global. La boutade de los políticos alemanes que condenaron recientemente a Yuval Abraham[11] por «antisemita», un cineasta judío-israelí que denuncia los atropellos que sufren los palestinos, ha llevado a esta religión civil a su paroxismo.

La operación de Hamás fue rápidamente homologada por los israelíes educados como prácticas nazis. La certeza con la que se otorgaba crédito a noticias falsas sobre decapitación de bebés y violaciones masivas es el fruto de décadas de contornear el alma israelí a la sombra de la religión civil de la Shoá. Rabin era un nazi, Arafat era un nazi, y ahora los de Hamás son nazis. Antisemita es cualquiera que duda sobre estos hechos, así como quienes osan comparar el genocidio actual en Gaza con los guetos europeos o con el exterminio de Hitler es un antisemita.

De Núremberg a Núremberg

Idith Zertal y Enzo Traverso, entre otros, ubican la emergencia de esta religión civil en el momento en el que la cultura política israelí experimentó un giro respecto a su consideración del exterminio de los judíos europeos, a partir de la década de 1960, alrededor del juicio a Eichmann, que transformó radicalmente el status de los sobrevivientes que hasta el momento eran vistos con desconfianza, pues habían atravesado la zona gris de los campos de concentración, en la que se perdía toda el aura.

La historia es conocida: el juicio a Eichmann, narrado magistralmente por Hannah Arendt para la revista The Newyorker, sirvió para que los testigos expusieran a la sociedad israelí y a todo el mundo el horror que experimentaron durante las diferentes etapas de segregación, deportación, concentración y exterminio.

También mostró la furia que había en Israel hacia los miembros de los Judenräte, los Consejos Judíos que colaboraron con los nazis y luego ocuparon cargos en el gobierno israelí, como fue el caso de Rudolf Kastner, asesinado pocos años antes del juicio. Como indica Primo Levi en su Trilogía, nadie sale ileso de un campo, y los sobrevivientes portarán la culpa y el escarnio de haber sobrevivido a cualquier costo. En Israel, los sobrevivientes del exterminio eran mal vistos y se sospechaba que habían colaborado para sobrevivir: a los hombres se los acusaba de haber sido Kapos, y a las mujeres, particularmente a las jóvenes y bellas, prostitutas de los nazis. La dirigencia del Ishuv (el protoestado israelí antes de 1948) primero, y luego del naciente Estado tuvo un vínculo fluido con el gobierno nazi, particularmente con Eichmann, puesto que ambos tenían la intención de resolver el «problema judío». La actitud de la dirigencia sionista fue interesarse sólo por los judíos que deseaban emigrar a Palestina, desentendiéndose del resto.

Hasta el juicio a Eichmann, el silencio sobre el exterminio era atronador. Nadie quería en Israel escuchar las historias de los débiles judíos de la diáspora que habían ido como ovejas al matadero o, peor aún, que habían traicionado a los suyos para sobrevivir. Eso contrastaba con la nueva imagen que el sionismo había esculpido del israelí nativo, que labraba la tierra al estilo del romanticismo y que manejaba el fusil. Un hombre joven y fuerte que no se dejaba humillar por los gentiles.

El nazismo y la memoria de la Shoá en el discurso político israelí no funcionan solamente como un trauma horroroso que a su vez es instrumentalizado para legitimar políticas expansionistas, de limpieza étnica, de violencia y de exterminio. El exterminio nazi de los judíos europeos configura al alma israelí de un modo mucho más profundo, que incluso supera las identificaciones forzadas, pero de gran eficacia simbólica de los palestinos y del mundo árabe en general con los nazis, que describimos más arriba.

En Vencer a Hitler[12], Abraham Burg señala que el Estado de Israel define quién es judío del mismo modo que lo hacían las leyes segregacionista de Núremberg. Todo el dispositivo biopolítico de separación de los palestinos y de los judíos se basa en esta definición biopolítica de origen nazi: aquel que tenga uno de sus cuatro abuelos judíos es considerado judío.

Esta definición tiene una explicación de carácter pragmático, pues aquella condición de judío que implicaba una condena en el nazismo se transforma en un derecho en el Estado israelí. Esta Ley del Retorno es la otra cara de la moneda del Derecho al retorno que Israel se niega a reconocer a los palestinos expulsados de 1947, cuestión que en estos momentos está siendo reactualizada por los desplazamientos forzosos y el intento israelí de expulsar a los gazatíes hacia Egipto. Pero más allá de los cálculos de la Realpolitik, la adopción de la definición nuremburguesa de judío tiene consecuencias en la cultura israelí y en sus formas de identificación que no pueden ser conjuradas por ningún pragmatismo y que escapan a todo afán compensatorio.

Los modos de identificación con el nazismo no solamente se dan a través del miedo, el trauma, o el rechazo. También son positivos, en el sentido foucaultiano, esto es, productivos. El rechazo puede trastocarse en mímesis e incluso en admiración.

Para abordar esto, no quisiera establecer comparaciones entre las prácticas biopolíticas genocidas de Israel y otras anteriores que se dieron durante el siglo XX, pero también hacia finales del siglo XIX en Asia y en África. Voy a dejar de lado el análisis de las prácticas genocidas desplegadas hoy en Gaza, el asesinato masivo de niños y mujeres, la crueldad con la que se planifica la inanición y la deshumanización de los palestinos. Y voy a centrarme en un fenómeno cultural israelí breve pero significativo que tuvo lugar hacia finales de la década de 1950 y principios de la década de 1960, coincidente con el juicio a Eichmann.

La seducción de la barbarie

En esa época, en los quioscos de diarios y revistas de las ciudades israelíes comenzaron a venderse un nuevo género de publicaciones conocidos como Stalags. Stalag es la contracción de la palabra alemana Stammlager, que a su vez es una abreviatura de KriegsgefangenenMannschaftsstammlager («campo principal para prisioneros de guerra alistados»). Los Stalag eran unos folletines de  literatura popular, una suerte de cómics pornográficos, cuya estructura narrativa, se replicaba en las sucesivas entregas: durante la Segunda Guerra Mundial, un grupo de soldados o de pilotos, por lo general estadounidenses o británicos, son capturados por los nazis y recluidos en estos Stammlager. Allí son torturados y sometidos sexualmente por voluptuosas oficiales mujeres de las SS. Finalmente, los prisioneros logran liberarse y se vengan violando y asesinando a sus captoras.


Los Stalags eran un gran éxito comercial, fundamentalmente entre los adolescentes, muchos de ellos hijos de sobrevivientes de los campos de concentración y de exterminio. Los autores eran israelíes que firmaban con seudónimos y escribían de modo tal que los textos parecían traducciones del inglés. El boom editorial hizo que proliferaran diferentes líneas de publicación.

El escritor de Stalags Nahman Goldberg, tras la ejecución de Eichmann, creyó que sería bueno desplazar el eje de atención a la Alemania de la época e inició la serie Vengadores israelíes en Alemania, con títulos como El día más corto o El hombre que esquivó un misil. Ahora eran judíos los que viajaban a Alemania a buscar a antiguos criminales de guerra y copulaban con alemanas. Algunas eran novelas en las que se reconocía la existencia de mafias judías en Europa e incluso se aludía a gánsteres judíos que no habían estado en los campos de concentración pero que, habitualmente, hacían en gesto de arremangarse la manga de la camisa para mostrar el número tatuado en su antebrazo, número que nunca enseñaban, pues el gesto bastaba para generar respeto en otros judíos. En esa época, los diarios israelíes reflejaban la vida nocturna en Alemania, donde muchos eran dueños de discotecas y regenteaban prostitutas.

El semanario Ha’Olam Haze ofrecía artículos sobre el juicio a Eichmann al tiempo que traía publicidad de los Stalag. Incluso la portada de un número jugaba con la figura de Eichmann ilustrado con la estética de los Stalag, y su contratapa reproducía la portada de un Stalag de aparición reciente.

Uri Avneri, exeditor del semanario Ha’Olam Haze, entrevistado en el documental del año 2007 Stalag. Holocausto y pornografía en Israel, del realizador israelí Ari Libsker, sostiene que no era fácil establecer cuál era la actitud de los jóvenes israelíes hacia los nazis. Había una actitud ambivalente, situaciones en las que no era obvio con quién se identificaban los jóvenes.

El historiador Omer Bartov sostiene en el documental que la única forma de no identificarse con el abusado es volverse un abusador, y recuerda que en su juventud era seductor y viril lucir botas de SS, que se podían conseguir en la ciudad portuaria de Yafo, ya que «usarlas realzaba tu hombría».

Los primeros libros que se leyeron en Israel sobre el exterminio fueron precisamente este tipo de literatura. Diez años antes, Yehiel De-Nur, que sería testigo en el juicio a Eichmann, escribió Beit habubot, La casa de las muñecas, que narra las historias de mujeres judías confinadas en un burdel al servicio de los nazis. De-Nur publicó y testificó bajo el seudónimo de Ka-Tzetnik 135633, que es la forma abreviada del idish para los internos de los KZ, Konzentrationslager.

El nombre de esa novela inspiró a la banda británica de rock Joy Division, que es la traducción literal de los Freudenabteilung.

Las historias de mujeres judías sometidas por los nazis de Ka-Tzetnik alimentaron años después una suerte de inversión narrativa en los Stalag. De hecho, Bartov sostiene que en la memoria de su generación ambos géneros se confunden, y sus pares suelen recordar a los Stalag como literatura sado en la que se somete a mujeres judías, cuando en realidad las protagonistas son mujeres nazis.

A partir de la década de 1990, las novelas de Ka-Tzetnik fueron incorporadas a los programas de estudio de las secundarias israelíes y desde entonces son parte fundamental del sistema educativo. En Palestina en los textos escolares de Israel, Nurit Peled Elhanan señala que la escuela es la preparación para el servicio militar obligatorio, que acondiciona a los futuros soldados desde el punto de vista emocional e ideológico, deshumanizando e invisibilizando a los palestinos.

El otro gran pilar de esa preparación son los textos de Ka-Tzetnik, que describen el uso de la violencia sexual como forma de sometimiento de los cuerpos judíos feminizados. Esas lecturas se coronan con un viaje educativo a Polonia, que conmueve emocionalmente a los adolescentes cuando visitan los campos de exterminio y el edificio que según este novelista alojaba a una de las casas de muñecas. Dichos viajes reciben el nombre de Marcha por la vida, un espejo invertido de las Marchas de la muerte de finales de la Segunda Guerra Mundial.

Desde esta perspectiva, se comprende entonces por qué quienes difundieron las falsas noticias[13] sobre las violaciones masivas atribuidas a Hamás el 7 de octubre de 2023, tuvieron que esforzarse poco para lograr rápidamente su aceptación. Por su parte, el régimen de visibilidad de la ocupación sionista pendula entre la metáfora del elefante que nadie ve y la obscenidad de los videos de los soldados israelíes[14] que se mofan y jactan de perpetrar un genocidio, festejando la destrucción y la muerte. Al igual que las imágenes que circularon en su momento sobre los prisioneros de Guantánamo y de AbuGhraib, la invisibilización se torna rápidamente en una exhibición pornográfica del sufrimiento y la humillación infligidos a civiles indefensos. La compulsión de publicar en las redes sociales el goce sádico va de la mano con la certeza de que esas acciones no van a ser consideradas como un crimen dentro de Israel, tal como lo indica la inagotable historia de impunidad. Afuera de esas fronteras, la creencia en el excepcionalismo israelí, conlleva la certeza de su carácter de víctima ontológica, es decir, inmutable. Sin embargo, los Stalag cuestionaron de algún modo non sancto esa certeza, expresando un deseo e identificación con aquello que se presenta como monstruoso.

[1] «The Elephant in the Room», publicada el 6 de agosto en PortSide.

[2] Ver «Data on demolition and displacement in the West Bank», en Ochaopt. Los datos se actualizan periódicamente.

[3] Levy, Gideon, «Israel's Mainstream Brought Us to The Hague, Not Its Lunatic Fringes», Haaretz, 28 de enero de 2024.

[4] Política y violencia en Israel/Palestina. Democracia vs. régimen militar. Traducción de Federico Donner. Prometeo, Buenos Aires, 2011.

[5] Ver el artículo de Haggai Matar «Rabin memorial makes clear Israel’s peace camp stuck in the 90s», publicado el 2 de noviembre de 2014 en +972Magazine.

[6] «Hamás en el movimiento nacional palestino: una perspectiva histórica», entrevista realizada por Daniel Denvir a Tareq Baconi en Jacobin Radio como parte de la serie de podcasts The Dig y publicada el 12 de diciembre de 2023 en SinPermiso.

[7] Ver el artículo de Lev Grinberg «The three bullets that killed Israel’s left-wing bloc», publicado el 2 de noviembre de 2014 en +972Magazine.

[8] Ver el sitio Hasbara Tracker. Tracking Israeli propaganda.

[9] La nación y la muerte. La Shoá en el discurso y la política de Israel, Biblioteca de la nueva cultura. Serie pensamiento, Gredos, Madrid, 2010.

[10] Traverso, Enzo, El final de la modernidad judía. Historia de un giro conservador, Buenos Aires, FCE, 2014.

[11] Oltermann, Philip, «Israeli director receives death threats after officials call Berlin film festival ‘antisemitic’», The Guardian, edición electrónica del 27 de febrero de 2024.

[12] Lenatzeaj et Hitler [en hebreo], Yediot Sfarim Press, Tel Aviv, 2007. Hay traducción al inglés: The Holocaust Is Over. We Must Rise From its Ashes, Palgrave Macmillan, 2009.

[13] Ver «The Intercept: New York Times Exposé Lacks Evidence to Claim Hamas Weaponized Sexual Violence Oct. 7», entrevista realizada por Amy Goodman a Jeremy Scahill y Ryan Grim el 1 de marzo de 2024 en DemocracyNow.

[14] Pita, Antonio, «En TikTok, la guerra en Gaza es un juego», El País, 10 de diciembre de 2023.

jueves, 26 de diciembre de 2024

volver a las catacumbas

 El 4 de diciembre en Fuera de Tiempo, Fernando Peirone le decía a Diego Genoud que unos cuatro mil años de historia de pensamiento crítico están llegando a su fin, que una civilización construída en torno a la verdad y a conceptos que nos llevarían de nuevo a la alegoría de la caverna —libro VII de la República, donde se discute el conocimiento sensible y el inteligible, y la importancia de la educación (paideia)— se disuelve al fin en supersticiones. “Yo creo y con eso basta”, como decía aquél episodio de mayo de 2021 de la adorada Mariana Moyano que trataba una vez más sobre lo que las redes hacen de nosotros.

Es curioso, hace poco más de 10 años escribí sobre las ficciones que daban cuenta de cierto estado de la imaginación entonces —es una forma ampulosa de decirlo, lo sé—. En las series de ciencia ficción, los temas recurrentes eran los universos paralelos (Lost, Fringe) y el viaje correctivo en el tiempo herencia de Terminator (de nuevo Lost; también, Mad Men). En otras palabras, algo así como la condición irredimible del presente requiere que se eche luz sobre los últimos días mediante el regreso a tiempos sobre los que habría, en principio, un orden: los 60 anteriores a Mayo del 68 y Woodstock, los virulentos 70 al filo del final de Vietnam. Pero también, descubrir en la actualidad las alternativas que devuelvan al presente un resplandor utópico: si del otro lado, si en el universo paralelo de Fringe o Lost las opciones que se tomaron no hicieron las cosas más felices, por lo menos desde allá nos llegan signos, pistas para evitar errores.

Así, las series de televisión que inauguraron el nuevo milenio podrían representarse según dos metáforas planteadas en dos sagas ejemplares: Lost o la Isla, y Mad Men o la Caída, el Abismo. El carácter insular de Lost, su cosa pequeña, doméstica y cerrada, que se despliega y busca lo abierto puede percibirse en la gran mayoría de las series, desde Fringe hasta Battlestar Galactica (2004). El carácter abisal (en el abismo está el demonio, William Blake dixit), de inminente caída, puede percibirse en Mad Men. En estas series sus personajes, al igual que el Scottie de Vertigo (Hitchcock, 1956), no sólo están al borde de una caída, sino que llevan el abismo en la mirada: algo han visto que no cabe en la superficie del mundo. Y, más terrible, ese algo, el futuro mismo, se construye en esa mirada abisal.

Pero este año 2024 nos descubrió una nueva genealogía de series (o ficciones), las sagas catecuménicas. Sí, sí, es un término irremediablemente católico, pero apartemos eso un momento. Catecúmeno proviene del griego katēkhoumenos, que significa “instruido oralmente, a viva voz” (ēkhein es eco). Pero el katē o “cata” significa abajo, de ahí que catecúmeno se emparenta con catacumba, lo que da a la catequesis no sólo un aire de cosa soterrada y secreta, también clandestina, subterránea. 

El estreno este año de Fallout —la primera temporada de la serie basada en un juego fabuloso que imagina un futuro alternativo y distópico en el que la humanidad no descubrió el transistor pero sí el poder atómico y la robótica y eternizó hasta su destrucción la estética de los años 50—, donde la misma casta que destruyó el mundo perpetuó su deseo de aniquilación en refugios bajo tierra que reproducen su sistema de dominación, da un giro sobre la célebre frase que popularizó Mark Fisher: “Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. El capitalismo no es otra cosa que una serie de alternativas sobre nuestra propia aniquilación. Lo dice un personaje de la serie: “El fin del mundo es un producto”. La gran maquinaria que alguna vez vendió futuro, ahora vende apocalipsis y vida bajo tierra, donde los sobrevivientes de un holocausto nuclear son instruidos en las misma filosofía que los llevó a la guerra y el fin.

Ella Prnelle en “Fallout”.

Y sobre el final del año se estrenó la segunda temporada de Silo, en la que la fabulosa Rebecca Ferguson persigue el conocimiento de qué es ese silo subterráneo en el que vivió toda su vida, cuya memoria e historia ha sido borrada y de la que sólo quedan unas reliquias prohibidas que tienen el poder de revelar la vida anterior al silo, ya que la atmósfera del mundo exterior parece envenenada para siempre.

Pero, last but not least, ya casi en el cierre del año, antes de las películas navideñas y estúpidamente polares, se estrena un film llamado Heretic (Hereje), protagonizada por un Hugh Grant villano y dos adorables jóvenes mormonas protagonizadas por Sophie Thatcher (actriz y cantante criada en una familia mormona) y Chloe West

Si Silo es la alegoría de la caverna en tanto el conocimiento sensible de los que viven dentro del silo no posee la paideia (la educación) para hacer inteligible lo que ven por una pantalla que muestra el exterior del silo, Heretic es la pura inteligibilidad —cabría decir la “instrumentalidad”— aplicada a dos jóvenes de Fe. Las dos supuestas “víctimas” —término que, nos lo enseñó el triunfo de la ultraderecha argentina, deberíamos desterrar de nuestro paradigma— del hereje encarnado por Hugh Grant son echadas a las catacumbas de la discreta mansión que él gobierna y habita. Allá abajo deberán descifrar el acertijo de esa inteligibilidad, de esa instrumentalidad de la Fe que su antagonista les opone y ofrece. En cambio producen un milagro desgraciado que de algún modo no las “salva”, pero es capaz de salvarlas de convertirse en meras víctimas.

Rebecca Ferguson en “Silo”.

Todas ficciones protagonizadas por mujeres a su modo heroicas que entendieron, como lo entendió Flora Tristán en el siglo XIX, que la liberación femenina es necesaria no sólo para las mujeres, sino para el hombre que se ha vuelto un esclavo del capital.

Estamos en el momento —no me animaría a llamarle “era”— de la imaginación catecuménica. El momento de la instrucción “a viva voz”, a través del “eco”: son otras voces las que hablan a través nuestro y, acaso, confundan su signo al revelarse.

Me lo dicen las “comunidades” por las que circulé este año, el streaming que conducen muchachas y muchachos que rozan los 30 años. Saben que algo de eso que iba a ser mientras se formaban les ha sido arrebatado, pero pueden sentarse frente a un micrófono e improvisar algo sobre estos tiempos en los que todo parece ser una improvisación sobre el fin. Conversaciones entre su generación y otras más antiguas incluso que la mía. Cerca de fin de año, Clacso sacó un podcast, Los monstruos andan sueltos, en el que los invitados son en su mayorìa los mismos que ya escuchamos en episodios de otros streamers, pero acá son guiados por la voz y el relato de Ana Cacopardo. Todo lo contrario a lo que sucede en los podcast y programas de YouTube que más nos convocaron. No hay una conversación que ensaye los temas de la época, sino una guiada. Justo las voces que mejor interpelan el momento en un formato que nos resulta ajeno y anticuado.

En este mismo espacio puede leerse una entrevista a la inmensa Wendy Brown en la que expresa lo que el papa Francisco reclamó a los progresismos recientes: “A medida que la autoridad religiosa se desvanece, los cimientos de todos los valores, incluido el valor de la verdad misma, se desmoronan. Cuando la ciencia y la razón empiezan a desplazar a la verdad religiosa, los valores pierden sus anclajes, porque estas nuevas formas de conocimiento creíble no reemplazan a la religión como fundamento de los valores y no pueden por sí mismas generar valores. Como nos recuerda Tolstoi, la ciencia nos dice cómo funcionan las cosas, pero no lo que significa nada ni cómo debemos juzgarlo o estimarlo. De manera similar, la razón nos permite calcular, deliberar, analizar o escrutar, pero no puede brindarnos un significado o valor últimos.” De nuevo, son dilemas catecuménicos.

Pero este 2024 no sólo nos dio la oportunidad de ver que los valores democráticos que creímos construir durante 40 años no eran otra cosa que “democracia a condición de que nada cambie” y así seguir acumulando capas de pobreza, sino que nos ofreció la chance de comprobar que esta democracia no lleva a ningún otro lugar que no sea exactamente el que habitamos, la democracia de la derrota, como lo conversamos en uno de los últimos programas radiales de REA con Alejandro Horowicz.

Me importan las ficciones, sus tendencias y las figuras que adoptan. Traen en eso una noticia del mundo que no está en ningún otro lugar. Veo en la derrota que trajo el gobierno actual una suerte de predominio de las ficciones pobres que se basan en la mitologización de un pasado que no es histórico y sirve hasta ahora para darle densidad a ese relato de origen libertario en el que el Imperio Romano, Julio Argentino Roca y el universo Marvel bailan reguetón (la genealogía de este fascismo residual ya la hizo Umberto Eco en un texto clásico de 1995 que tradujimos en Rea en 2020: “El fascismo eterno”).

Con el triunfo de Milei no sólo culmina el proceso iniciado en 2001, culmina también el que comenzó en 1983. Nos queda volover a las catacumbas, acompañar a una generación que se anime a soñar en serio un futuro, que no elija el campo de las víctimas —lo expresó Mario Santucho, editor de Crisis en ésta entrevista—, sino el de los que dan batalla.

Todos vamos a festejar el fin de este año de mierda el martes 31 a medianoche. Pero el 2024 terminó acaso el 4 de diciembre pasado cuando Luigi Mangione, contra la tradición de sus coterráneos de matar a diestra y siniestra y sin sentido, empuñó un arma con un silenciador hecho en una impresora 3D y disparó tres veces contra el CEO de la aseguradora de Salud más importante de Estados Unidos en el centro de Manhattan. Dejó tres casquillos vacíos que llevaban escritas las tres palbras con que las aseguradoras se atajan de pagar tratamientos de vida o muerte a sus asociados: “demorar, negar, deponer” (delay, deny, depose). Alguien habló en serio. Logró “manifestar el malestar del mundo” en una acción concreta, dice Santucho en el último episodio de “El mundo en Crisis”. “El arma es el mensaje”, dice la abogada Marcela Perelman en ese mismo episodio. Las balas grabadas con las palabras del enemigo, que recibe de vuelta esas pabalabras que también mataban (al negarle o demorarle tratamientos a pacientes que los requerían). También —dice Perelman— en el arma está el mensaje porque fue fabricada en una impresora 3D, cosa que puede leerse en diferentes planos, uno de ellos: esto cualquiera lo puede hacer. Él también es detenido con el arma en un McDonald’s, lo que no puede ser considerado un gesto inocente. El arma impresa en 3D, continúa Perelman, es el puente entre el código virtual —las redes y el cifrado cibernético en el que se movía Mangione– y la materialización de algo que viene del código y se transforma en arma para enviar un mensaje político.

Luigi Mangione es llevado ante un tribunal luego de ajsuticiar a un gerente de una aseguradora de salud.

Ni bien se conoció el ajusticiamiento del CEO de United Healthcare, cuando aún no se sabía la identidad del perpetrador ni el manifiesto que llevaba consigo al momento de su arresto, el enorme Chris Hedges publicó en ScheerPost una notita urgente que coincidió en mucho con ese manifiesto.  “Nada absuelve al asesino de Thompson —escribió Hedges, que además es pastor presbiterano—, pero nada absuelve tampoco a quienes dirigen corporaciones médicas cuyos fines de lucro adoptan un modelo de negocio que destruye y extermina vidas humanas en nombre de la ganancia”. Allí también resumía lo que esas aseguradoras de salud representan para los estadounidenses que en su mayoría volvieron a votar por Donald Trump este maldito año. “En términos morales, a estas corporaciones se les permite legalmente mantener como rehenes a niños enfermos mientras sus padres se arruinan para salvarlos. Es indiscutible que muchas personas mueren, al menos de forma prematura, a causa de estas políticas”, escribe Hedges refiriéndose a las quiebras familiares y económicas, atribuidas en un 40% del total de los estadounidenses al accionar de las aseguradoras como United Healthcare.

El mensaje político de Mangione es también un mensaje catecuménico, cifrado, con “varias capas”, como dijo Marcela Perelman. Un “mensaje” —para usar la vieja terminología instrumental— no-cerrado, que se multiplica no en su repetición —de hecho, al día siguiente volvió a haber un tiroteo masivo, esta vez en una iglesia, cuyo tirador era una chica de 15 años— sino en su generación de sentidos, en la manifestación de un malestar crónico, desahuciado, sin futuro que esta vez encontró a alguien que habló en serio.

A mediados de los 90, cuando ya había caído el Muro y la ya disuelta Unión Soviética recibía un último soplo de humillación con la figura de Boris Yeltsin, el filósofo marxista francés Alain Badiou —insospechado de cristianismo y menos de catolicismo— publicó un breve libro titulado San Pablo. Lo que el francés analiza allí no es la verdad que predica el ex sicario judío Saulo de Tarso —Jesús resucitó y vive en nosotros—, que Badiou no cree; sino el hecho de que haya logrado con su práctica catecuménica —epístolas, reuniones clandestinas, viajes y visitas— una prédica universal. Una prédica que, en el presente de Badiou, se hundía con el socialismo realmente existente de mediados de los 90.

Volver a las catacumbas para ensayar una prédica universal capaz de ofrecer un futuro no es algo que pueda reclamarle a mi generación vencida, pero es algo que sí creo escuchar en las generaciones más recientes, las que aún no se dan por vencidas aunque mastiquen la derrota.

 



sábado, 6 de abril de 2024

el orden criminal del mundo

Netflix estrenó este jueves Ripley, una miniserie de ocho episodios basada en las cinco novelas que Patricia Highsmith (Fort Worth, Texas, EEUU, 1921-Locarno, Suiza, 1995) dedicó a ese personaje entre 1955 y 1991. Pero antes de esta serie que es, por fin, una relectura de esas obras magistrales e inclasificables, estuvieron las obras de Highsmith, que incluso tuvieron a Tom Ripley en otras versiones.

En veintidós novelas y una larga colección de cuentos, los textos de Patricia Highsmith no parecen descubrir otra cosa que una cotidianeidad imperturbable y harto conocida, donde abundan las referencias a los precios de las cosas que ofrece la vidriera de un anticuario o las marcas de whisky, cigarrillos y pantalones de jean que usan sus personajes, quienes a la vez  suelen sorprenderse de lo fácil que resulta matar, cosa que por los general acometen con la ayuda de un objeto doméstico como un cenicero, un jarrón o un cuchillo de cocina. Su estilo es fluido, tan fluido como los hábitos de una casa, sin sobresaltos filosóficos; una fluidez capaz de sobreponerse al engaño, al crimen y a la muerte, porque cierta clase de domesticidad es, para Highsmith, eso: un pacto con el transcurso de las cosas, un pacto que se ha llevado el alma de las cosas. Highsmith trazó un retrato del Mal con los colores de su esencia: nada del otro mundo. El Mal es para Highsmith la fluidez de la vida burguesa que declara con sus precios, sus marcas y sus objetos capaces de dar muerte que no hay otra cosa.

Estas líneas versan menos sobre la serie –producida originalmente para Showtime, que no es Netflix–, realizada en un blanco y negro que despliega mejor ese claroscuro moral de todos sus personajes, que sobre la obra de Highsmith. La serie es una excusa, un McGuffin, como le gustaba decir a Alfred Hitchcock, quien adaptó la primera novela de Highsmith, Strangers in a train (Pacto siniestro, 1951).

Sin embargo, de la miniserie –escrita y dirigida por Steven Zaillian, responsable de los guiones de The Irishman y de La lista de Schindler, entre otras grandes producciones de Hollywood–  hay que decir que es por lejos una de las mejores adaptaciones que pueden verse de estas novelas. Cerca del final del segundo episodio (“Siete obras de misericordia”, se titula, porque el impostor que es Ripley contempla a obras de Caravaggio bajo la guía de Dickie Greenleaf, que está más deslumbrado por los bajofondos de la vida del artista que de esa “misericordia” que representa su obra), Ripley aprovecha que su anfitrión salió y se queda a salas en la gran casona que habita sobre un peñasco en la costa amalfitana para probarse su ropa e imitar sus gestos refinados. En esa impostura está cuando es sorprendido a sus espaldas por Greenleaf, quien volvió antes de lo esperado. Ese hombre vestido con ropa ajena exhibe una desnudez que no necesariamente desnuda su cuerpo, sino algo más obsceno, la oscura naturaleza de sus ambiciones.

Pacto

Highsmith, quien tomó su apellido de su padrastro, el que la llevó a Nueva York a finales de los años 20, aborrece como escritora el pacto de clase sobre el que se sostiene el orden y la moral burguesa. La mayoría de los personajes que en su obra se dedican al arte, como Dickie Greenleaf (uno de los protagonistas y primera víctima de la saga de Ripley. Incluso su nombre es una declaración: “green leaf”, hoja verde, inmadura), lo hacen como una afición, un hobby que permite a sus adinerados practicantes enmascarar su condición de turistas ociosos por el mundo. Más allá de los reparos sobre el autor, Ernst Jünger lo escribía en éstos términos en El Trabajador: “El concepto de la libertad burguesa [es] un concepto destinado a transformar todos los vínculos en relaciones contractuales a plazo”.

Podríamos ingresar a la visión del mundo de Highsmith si modificamos la cita de Lèon Bloy con que Graham Greene –quien la había llamado “la poeta de la aprehensión”– abre El fin de la aventura: “El hombre tiene lugares en su corazón que todavía no existen, y para que puedan existir entra en ellos el dolor”, en estos términos: “el burgués tiene lugares en su corazón que todavía no existen, y para que puedan existir entra en ellos el crimen”. Mi amigo Juan Pablo Dabove lo escribió incluso mejor: “Cuando el crimen es tenido en cuenta, éste no ocurre en el mundo, sino que es el mundo”.

La falsificación 

Hubo un autor alemán que ya citamos, cuya obra posterior a la Segunda Guerra fue un largo proceso de desnazificación espiritual cuyos resultados aún sopesamos, quien esbozó el concepto de “cristalización demoníaca”: se refería a procesos que afectaban la cotidianidad y tenían como resultado una extrañeza horrible y a la larga aceptable. Ésa “cristalización demoníaca” es lo que la obra de Highsmith traduce como “la falsificación”. Los personajes de Highsmith suelen practicar algún tipo de falsificación, lo sepan o no. Edith, en El diario de Edith, falsifica su vida en un diario que relata sus pequeñas aspiraciones de clase media cuya vida real desdeña; el esposo infiel de El cuchillo, como el escritor en desgracia de Crímenes imaginarios, como el novio celoso de El grito de la lechuza, falsifica un crimen que los engranajes habituales de una investigación policial hacen real. Pero hay una diferencia capital entre los personajes de la obra de Highsmith: están los que pretenden que en ese juego de fantasías fraguadas pueden recuperar algo de sus anhelos deshechos por la vida y los que en ese mismo juego se deshacen de esos mismos anhelos y con ellos de la moral que los ha forjado, es decir, los que saben lo que hacen y quedan más allá de los preceptos morales, más allá del mundo; este es el caso de Vic Van Allen, el marido traicionado que se gana cierto respeto con la fábula del asesinato de un amante de su esposa en Mar de fondo, o el del falsificador que apadrina al protagonista de La celda de cristal en la cárcel, o del mismo Bruno, que falsifica las coartadas de un crimen que pacta con el arquitecto de Extraños en un tren; y, principalmente, Tom Ripley: en las novelas que lo tienen como héroe los falsificadores gobiernan el mundo. Salvo excepciones, hay un rasgo común entre estos personajes: todos están bastante chiflados y su mejor disfraz lo ofrecen las costumbres sociales de sus pares de clase. A Highsmith parece interesarle algo esencial en esa falsificación. Forgery es el término en inglés, cuya etimología busca Tom Ripley en un capítulo de La máscara de RipleyRipley Under Ground–, en uno de los pocos alardes de autoconciencia identificables en la literatura de Highsmith: “Falsificar, del francés antiguo forge, forja. Faber artífice, trabajador. Forge en francés decíase solamente del taller donde se trabajaba el metal”. La falsificación forja la realidad en los textos de Patricia Highsmith. El derrumbe que esta revelación acarrea es el motivo de la mayoría de sus tramas. 

“Se produce un gran vacío si uno quiere escribir una historia fiel”, escribe en su diario el protagonista de El cuchillo. Entrampados en su propia red de falsificaciones, los protagonistas de Highsmith casi nunca cuentan la historia fielmente. Acaso eso que ocultan es lo único que los mantiene atados a esa otra vida, la que el protagonista de El grito de la lechuza se acerca a espiar por la ventana de la cocina de su amante.

El ángel exterminador 

Calificada a menudo, y con torpeza, como un divertimentti, la serie del personaje Tom Ripley (que se inicia con A pleno solThe Talented Mr. Ripley– y culmina con Tras los pasos de RipleyThe Boy Who Followed Ripley– a través de cinco libros) es un carnaval a la medida de Highsmith: ficciones que esconden la verdad en un bosque de verdades. Cierto roce con el género policial le dio a Patricia Highsmith la coartada perfecta para esbozar una imagen del mundo tan cierta que difícilmente puede ser creída.

Las novelas de Ripley son una clave porque allí, como en pocos lugares en la obra, encontramos una copia en positivo de los valores que la sustentan. “El artista hace las cosas de modo natural, sin esfuerzo. Alguna fuerza sobrenatural guía su mano. El falsificador tiene que forcejear, y si tiene éxito, su logro es auténtico”, Ripley reflexiona en esos términos mientras avanza hacia el asesinato del hombre que tiene enfrente, Murchison, un industrial norteamericano que ha ido a la casa de Ripley en Francia a discutir sobre la autenticidad de unos cuadros en los que invirtió y llevan la firma de un tal Derwatt. Pero Derwatt murió hace años, cosa que sus representantes mantuvieron en secreto, aunque continuaron explotando la firma haciéndole realizar las pinturas a Tufts, quien a su vez desarrolló su propio estilo y, en palabras de Ripley, “un auténtico Derwatt es un auténtico Tufts”. En otras palabras, Derwatt no es sino la máscara bajo la cual ejecuta su obra Tufts; máscara que el mismo Ripley –aliado en la estafa con los representantes– asume cuando se disfraza de Derwatt para comparecer ante Murchison que acusa de falsificación a la galería que le vendió los cuadros.

En A pleno sol (1960) –título con el que se difundió la primera novela de la serie tras el lacónico film de René Clement– Ripley marcha hacia Italia para rescatar de su bohemia a Dickie Greenleaf, para quien su padre tiene planes en la empresa familiar, en Norteamérica. En un poblado sobre el Mediterráneo Greenleaf vive de los dólares que llegan del otro lado del Atlántico y se dedica a las artes plásticas entre largos baños de sol y placenteras salidas al mar. Ripley se fascina con esa vida disipada, con esa inescrupulosa falta de ataduras con el mundo real, el de las miserias pequeñas, el de los estafadores a los que Ripley dejó atrás en Nueva York, el de los buscavidas y los tramposos que deambulan por las grietas que se abren en la sólida mole de la ley. Ripley mata a Greenleaf, usurpa su identidad, su dinero, recorre Europa, invierte el camino que había delineado el hijo del millonario: en la bohemia mediterránea, Greenleaf ocultaba un turista americano. Con las mismas armas, Ripley inicia un tour criminal.

Ripley es un ángel exterminador, un demonio –y los primeros episodios de la serie de Netflix se encargan de señalar esa condición de ángel caído–. Es un impostor y nada que acometa la impostura se sostiene ante sus ojos. Sólo para sus ojos la moral y la justicia no son sino imposturas y ésto sostiene sus crímenes. Como en toda la obra de Patricia Highsmith, el crimen es la única fuga y es, por esto mismo, el único camino hacia la trascendencia. Al observar la figura demoníaca de Ripley vemos, invertida, la imagen del Santo, el asceta, el único capaz de asumir sin escrúpulos el vacío que representa la falsificación de la vida. Habitar ese vacío, llenarlo de marcas, de precios y de hábitos que pertenecen a la ausencia total del espíritu. No hay allí empatía, ni comunidad, ni siquiera un sentido de la belleza que no pueda traducirse en valor de mercado.

Ripley –el personaje–, así como Ripley, la serie de Netflix es, oportunamente en estos tiempos, la representación de una era cuyo vacío de deseo despliega su nada en los grises de un blanco y negro tiznado de ascensos y caídas que no nos enseñan el derrumbe de una civilización, sino su languidez fundamental.

miércoles, 22 de marzo de 2023

20 años de la guerra de irak

Chris Hedges | publicado en ScheerPost: “The Lords of Chaos”

Esta traducción respeta todos los hipervínculos del original. En especial recomiendo entrar a éste, donde se detalla un conteo de víctimas en 2016 que releva 30 veces más muertos que estimaciones oficiales.

Ilustración de Mr. Fish en ScheerPost.

Hace dos décadas, saboteé mi carrera en The New York Times. Fue una decisión consciente. Pasé siete años en Medio Oriente, cuatro de ellos como Jefe de la Oficina de Medio Oriente. Yo era hablaba árabe. Creía, como casi todos los arabistas, incluidos la mayoría de los del Departamento de Estado y la CIA, que una guerra “preventiva” contra Irak sería el error estratégico más costoso en la historia de Estados Unidos. También constituiría lo que el Tribunal Militar Internacional de Nuremberg llamó el “crimen internacional supremo”. Mientras que los arabistas en los círculos oficiales estaban amordazados, yo no. Fui invitado por ellos a hablar en el Departamento de Estado, la Academia Militar de los Estados Unidos en West Point y ante los oficiales superiores del Cuerpo de Marines que tenían en su agenda ser enviados a Kuwait para prepararse para la invasión.

La mía no era una opinión popular ni una que un reportero, más que un columnista de opinión, pudiera expresar públicamente de acuerdo con las reglas establecidas por el periódico. Pero tuve experiencia que me dio credibilidad y una plataforma. Había informado extensamente desde Irak. Había cubierto numerosos conflictos armados, incluida la primera Guerra del Golfo y el levantamiento chiíta en el sur de Irak, donde fui hecho prisionero por la Guardia Republicana Iraquí. Desmantelé fácilmente la locura y las mentiras utilizadas para promover la guerra, especialmente porque había informado sobre la destrucción de los arsenales e instalaciones de armas químicas de Irak por parte de los equipos de inspección de la Comisión Especial de las Naciones Unidas (UNSCOM). Tenía un conocimiento detallado de cuán degradado se había vuelto el ejército iraquí bajo las sanciones de Estados Unidos. Además, incluso si Irak poseyera “armas de destrucción masiva”, eso no habría sido una justificación legal para la guerra.

Las amenazas de muerte hacia mí estallaron cuando mi postura se hizo pública en numerosas entrevistas y charlas que di por todo el país. Fueron enviadas por correo por escritores anónimos o expresadas por personas airadas que llenaban diariamente la casilla de mensajes en mi teléfono con diatribas llenas de ira. Los programas de entrevistas de derecha, incluido Fox News, me ridiculizaron, especialmente después de que me interrumpieran y me abuchearan en el escenario de una graduación en Rockford College por denunciar la guerra. El Wall Street Journal escribió un editorial atacándome. Hubo llamados sobre amenazas de bomba en los lugares donde había programado una charla. Me convertí en el paria de la redacción. Los reporteros y editores que había conocido durante años bajaban la cabeza cuando pasaba, temerosos de cualquier contagio que asesinara su carrera. El New York Times me reprendió por escrito para que dejara de hablar públicamente contra la guerra. Lo rechacé. Mi cargo había terminado.

Lo que resulta perturbador no es el costo que pagué personalmente. Yo era consciente de las posibles consecuencias. Lo inquietante es que los arquitectos de estas debacles nunca han tenido que rendir cuentas y siguen instalados en el poder. Continúan promoviendo la guerra permanente, incluida la guerra de poder, de representación, en curso en Ucrania contra Rusia, así como una futura guerra contra China.

Los políticos que nos mintieron (George W. Bush, Dick Cheney, Condoleezza Rice, Hillary Clinton y Joe Biden, por nombrar solo algunos) extinguieron millones de vidas, incluidas miles de estadounidenses, y abandonaron Irak junto con Afganistán, Siria y Somalia, Libia y Yemen en un caos. Exageraron o fabricaron conclusiones a partir de informes de inteligencia para engañar al público. La gran mentira está tomada de un manual de regímenes totalitarios.

Los animadores de los medios a favor de la guerra: Thomas Friedman, David Remnick, Richard Cohen, George Packer, William Kristol, Peter Beinart, Bill Keller, Robert Kaplan, Anne Applebaum, Nicholas Kristof, Jonathan Chait, Fareed Zakaria, David Frum, Jeffrey Goldberg, David Brooks y Michael Ignatieff— fueron utilizados para amplificar las mentiras y desacreditar a un puñado de nosotros, incluidos Michael Moore, Robert Scheer y Phil Donahue, que nos opusimos a la guerra. Estos cortesanos a menudo estaban motivados más por el arribismo que por el idealismo. No perdieron sus megáfonos ni sus lucrativos honorarios por conferencias y contratos de libros una vez que se expusieron las mentiras, como si sus diatribas enloquecidas no importaran. Sirvieron a los centros de poder y fueron recompensados por ello.

Muchos de estos mismos expertos están impulsando una mayor escalada de la guerra en Ucrania, aunque la mayoría sabe tan poco sobre Ucrania o la expansión provocativa e innecesaria de la OTAN hasta las fronteras de Rusia como sobre Irak.

“Me dije a mí mismo y a otros que Ucrania es la historia más importante de nuestro tiempo, que todo lo que debería importarnos está en juego allí”, escribe George Packer en la revista The Atlantic. “Lo creí entonces, y lo creo ahora, pero toda esta charla le dio un brillo agradable al deseo simple e injustificable de estar allí y ver”.

Packer ve la guerra como una purga, una fuerza que empujará a un país, incluido EEUU, a los valores morales centrales que supuestamente encontró entre los voluntarios estadounidenses en Ucrania.

“No sabía qué pensaban estos hombres sobre la política estadounidense, y no quería saberlo”, escribe sobre dos voluntarios estadounidenses. “En casa podríamos haber discutido; podríamos habernos detestado unos a otros. Aquí, nos unió una creencia común en lo que los ucranianos estaban tratando de hacer y la admiración por cómo lo estaban haciendo. Aquí, todas las luchas internas complejas y las decepciones crónicas y el puro letargo de cualquier sociedad democrática, pero especialmente la nuestra, se disolvieron, y las cosas esenciales: ser libres y vivir con dignidad, se hicieron evidentes. Casi como si EEUU tuviera que ser atacado o sufrir alguna otra catástrofe para que los estadounidenses recordaran lo que los ucranianos sabían desde el principio”.

La guerra de Irak costó al menos $3 billones y los 20 años de guerra en el Medio Oriente costaron un total de $8 billones. La ocupación creó escuadrones de la muerte chiítas y sunitas, alimentó una terrible violencia sectaria, bandas de secuestradores, matanzas masivas y torturas. Dio lugar a células de al-Qaeda y engendró a ISIS, que en un momento controló un tercio de Irak y Siria. ISIS llevó a cabo violaciones, esclavizaciones y ejecuciones masivas de minorías étnicas y religiosas iraquíes como los yazidíes. Persiguió a los católicos caldeos ya otros cristianos. Este caos estuvo acompañado de una orgía de asesinatos por parte de las fuerzas de ocupación de EEUU, como la violación en grupo y el asesinato de Abeer al-Janabi, una niña de 14 años y su familia por parte de miembros de la 101ª División Aerotransportada del Ejército de estadounidense. Estados Unidos participó de manera rutinaria en la tortura y ejecución de civiles detenidos, incluso en Abu Ghraib y Camp Bucca.

No existe un recuento preciso de las vidas perdidas, las estimaciones solo en Irak oscilan entre cientos de miles y más de un millón. Unos 7.000 miembros del servicio estadounidense murieron en nuestras guerras posteriores al 11 de septiembre, y más de 30.000 se suicidaron más tarde, según el proyecto Costs of War de la Universidad de Brown.

Sí, Saddam Hussein fue brutal y asesino, pero en términos de recuento de cadáveres, superamos con creces sus asesinatos, incluidas sus campañas genocidas contra los kurdos. Destruimos Irak como un país unificado, devastamos su infraestructura moderna, acabamos con su próspera y educada clase media, creamos milicias rebeldes e instalamos una cleptocracia que usa los ingresos del petróleo del país para enriquecerse. Los iraquíes comunes están empobrecidos. Cientos de iraquíes que protestaban en las calles contra la cleptocracia han sido asesinados a tiros por la policía. Hay frecuentes cortes de energía. La mayoría chiíta, estrechamente aliada con Irán, domina el país.

La ocupación de Irak, que comenzó hoy hace 20 años, puso al mundo musulmán y al Sur Global en nuestra contra. Las imágenes perdurables que dejamos luego de dos décadas de guerra incluyen al presidente Bush de pie bajo una pancarta que dice “Misión cumplida“ a bordo del portaaviones USS Abraham Lincoln apenas un mes después de que invadiera Irak, los cuerpos de los iraquíes en Faluya que fueron quemados con fósforo blanco y las fotos de los soldados estadounidenses aplicando torturas.

Estados Unidos está intentando desesperadamente utilizar a Ucrania para reparar su imagen. Pero la flagrante hipocresía de pedir “un orden internacional basado en reglas” para justificar los 113.000 millones de dólares en armas y otra ayuda que Estados Unidos se ha comprometido a enviar a Ucrania no funcionará. Ignora lo que hicimos. Podemos olvidar, pero las víctimas no. El único camino redentor es acusar a Bush, Cheney y los otros arquitectos de las guerras en el Medio Oriente, incluido Joe Biden, como criminales de guerra en la Corte Penal Internacional. Llevar al presidente ruso, Vladimir Putin, a La Haya, pero solo si Bush está en la celda de al lado.

Muchos de los apologistas de la guerra en Irak buscan justificar su apoyo argumentando que se cometieron “errores”, que si, por ejemplo, el servicio civil y el ejército iraquíes no se hubieran disuelto después de la invasión de Estados Unidos, la ocupación habría funcionado. Insisten en que nuestras intenciones eran honorables. Ignoran la arrogancia y las mentiras que llevaron a la guerra, la creencia equivocada de que Estados Unidos podría ser la única potencia importante en un mundo unipolar. Ignoran los enormes gastos militares que se despilfarran anualmente para lograr esta fantasía. Ignoran que la guerra de Irak fue sólo un episodio de esta búsqueda demente.

Un ajuste de cuentas nacional con los fiascos militares en el Medio Oriente expondría el autoengaño de la clase dominante. Pero este ajuste de cuentas no se está llevando a cabo. Estamos tratando de desear que desaparezcan las pesadillas que perpetuamos en el Medio Oriente, enterrándolas en una amnesia colectiva. “La Tercera Guerra Mundial comienza con el olvido”, advierte Stephen Wertheim.

La celebración de nuestra “virtud” nacional mediante el envío de armas a Ucrania, el mantenimiento de al menos 750 bases militares en más de 70 países y la expansión de nuestra presencia naval en el Mar de China Meridional, pretende alimentar este sueño de dominio global.

Lo que los mandamases en Washington no logran comprender es que la mayor parte del mundo no cree en la mentira de la benevolencia estadounidense ni apoya sus justificaciones para sus intervenciones. China y Rusia, en lugar de aceptar pasivamente la hegemonía estadounidense, están fortaleciendo sus ejércitos y alianzas estratégicas. China, la semana pasada, negoció un acuerdo entre Irán y Arabia Saudita para restablecer las relaciones después de siete años de hostilidad, algo que alguna vez se esperaba de los diplomáticos estadounidenses. La creciente influencia de China crea una profecía autocumplida para aquellos que llaman a la guerra con Rusia y China, una que tendrá consecuencias mucho más catastróficas que las de Medio Oriente.

Existe un cansancio nacional con la guerra permanente, especialmente con la inflación que devasta los ingresos familiares y el 57 por ciento de los estadounidenses que no pueden pagar un gasto de emergencia de $1,000. El Partido Demócrata y el ala del establishment del Partido Republicano, que vendieron mentiras sobre Irak, son partidos de guerra. El llamado de Donald Trump para poner fin a la guerra en Ucrania, al igual que su crítica de la guerra en Irak como la “peor decisión” en la historia de Estados Unidos, son posturas políticas atractivas para los estadounidenses que luchan por mantenerse a flote. Los trabajadores pobres, incluso aquellos cuyas opciones de educación y empleo son limitadas, ya no están tan inclinados a llenar las filas. Tienen preocupaciones mucho más apremiantes que un mundo unipolar o una guerra con Rusia o China. El aislacionismo de la extrema derecha es un arma política potente.

Los proxenetas de la guerra, saltando de fiasco en fiasco, se aferran a la quimera de la supremacía global estadounidense. La danza macabra no se detendrá hasta que los responsabilicemos públicamente por sus crímenes, pidamos perdón a aquellos a quienes hemos agraviado y renunciemos a nuestra sed de poder global indiscutible. El día del juicio final, vital si queremos proteger lo que queda de nuestra anémica democracia y frenar los apetitos de la máquina de guerra, solo llegará cuando construyamos organizaciones masivas contra la guerra que exijan el fin de la locura imperial que amenaza con extinguir la vida sobre el planeta.