El 4 de diciembre en Fuera de Tiempo, Fernando Peirone le decía a Diego Genoud que unos cuatro mil años de historia de pensamiento crítico están llegando a su fin, que una civilización construída en torno a la verdad y a conceptos que nos llevarían de nuevo a la alegoría de la caverna —libro VII de la República, donde se discute el conocimiento sensible y el inteligible, y la importancia de la educación (paideia)— se disuelve al fin en supersticiones. “Yo creo y con eso basta”, como decía aquél episodio de mayo de 2021 de la adorada Mariana Moyano que trataba una vez más sobre lo que las redes hacen de nosotros.
Es curioso, hace poco más de 10 años escribí sobre las ficciones que daban cuenta de cierto estado de la imaginación entonces —es una forma ampulosa de decirlo, lo sé—. En las series de ciencia ficción, los temas recurrentes eran los universos paralelos (Lost, Fringe) y el viaje correctivo en el tiempo herencia de Terminator (de nuevo Lost; también, Mad Men). En otras palabras, algo así como la condición irredimible del presente requiere que se eche luz sobre los últimos días mediante el regreso a tiempos sobre los que habría, en principio, un orden: los 60 anteriores a Mayo del 68 y Woodstock, los virulentos 70 al filo del final de Vietnam. Pero también, descubrir en la actualidad las alternativas que devuelvan al presente un resplandor utópico: si del otro lado, si en el universo paralelo de Fringe o Lost las opciones que se tomaron no hicieron las cosas más felices, por lo menos desde allá nos llegan signos, pistas para evitar errores.
Así, las series de televisión que inauguraron el nuevo milenio podrían representarse según dos metáforas planteadas en dos sagas ejemplares: Lost o la Isla, y Mad Men o la Caída, el Abismo. El carácter insular de Lost, su cosa pequeña, doméstica y cerrada, que se despliega y busca lo abierto puede percibirse en la gran mayoría de las series, desde Fringe hasta Battlestar Galactica (2004). El carácter abisal (en el abismo está el demonio, William Blake dixit), de inminente caída, puede percibirse en Mad Men. En estas series sus personajes, al igual que el Scottie de Vertigo (Hitchcock, 1956), no sólo están al borde de una caída, sino que llevan el abismo en la mirada: algo han visto que no cabe en la superficie del mundo. Y, más terrible, ese algo, el futuro mismo, se construye en esa mirada abisal.
Pero este año 2024 nos descubrió una nueva genealogía de series (o ficciones), las sagas catecuménicas. Sí, sí, es un término irremediablemente católico, pero apartemos eso un momento. Catecúmeno proviene del griego katēkhoumenos, que significa “instruido oralmente, a viva voz” (ēkhein es eco). Pero el katē o “cata” significa abajo, de ahí que catecúmeno se emparenta con catacumba, lo que da a la catequesis no sólo un aire de cosa soterrada y secreta, también clandestina, subterránea.
El estreno este año de Fallout —la primera temporada de la serie basada en un juego fabuloso que imagina un futuro alternativo y distópico en el que la humanidad no descubrió el transistor pero sí el poder atómico y la robótica y eternizó hasta su destrucción la estética de los años 50—, donde la misma casta que destruyó el mundo perpetuó su deseo de aniquilación en refugios bajo tierra que reproducen su sistema de dominación, da un giro sobre la célebre frase que popularizó Mark Fisher: “Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. El capitalismo no es otra cosa que una serie de alternativas sobre nuestra propia aniquilación. Lo dice un personaje de la serie: “El fin del mundo es un producto”. La gran maquinaria que alguna vez vendió futuro, ahora vende apocalipsis y vida bajo tierra, donde los sobrevivientes de un holocausto nuclear son instruidos en las misma filosofía que los llevó a la guerra y el fin.
Y sobre el final del año se estrenó la segunda temporada de Silo, en la que la fabulosa Rebecca Ferguson persigue el conocimiento de qué es ese silo subterráneo en el que vivió toda su vida, cuya memoria e historia ha sido borrada y de la que sólo quedan unas reliquias prohibidas que tienen el poder de revelar la vida anterior al silo, ya que la atmósfera del mundo exterior parece envenenada para siempre.
Pero, last but not least, ya casi en el cierre del año, antes de las películas navideñas y estúpidamente polares, se estrena un film llamado Heretic (Hereje), protagonizada por un Hugh Grant villano y dos adorables jóvenes mormonas protagonizadas por Sophie Thatcher (actriz y cantante criada en una familia mormona) y Chloe West.
Si Silo es la alegoría de la caverna en tanto el conocimiento sensible de los que viven dentro del silo no posee la paideia (la educación) para hacer inteligible lo que ven por una pantalla que muestra el exterior del silo, Heretic es la pura inteligibilidad —cabría decir la “instrumentalidad”— aplicada a dos jóvenes de Fe. Las dos supuestas “víctimas” —término que, nos lo enseñó el triunfo de la ultraderecha argentina, deberíamos desterrar de nuestro paradigma— del hereje encarnado por Hugh Grant son echadas a las catacumbas de la discreta mansión que él gobierna y habita. Allá abajo deberán descifrar el acertijo de esa inteligibilidad, de esa instrumentalidad de la Fe que su antagonista les opone y ofrece. En cambio producen un milagro desgraciado que de algún modo no las “salva”, pero es capaz de salvarlas de convertirse en meras víctimas.
Todas ficciones protagonizadas por mujeres a su modo heroicas que entendieron, como lo entendió Flora Tristán en el siglo XIX, que la liberación femenina es necesaria no sólo para las mujeres, sino para el hombre que se ha vuelto un esclavo del capital.
Estamos en el momento —no me animaría a llamarle “era”— de la imaginación catecuménica. El momento de la instrucción “a viva voz”, a través del “eco”: son otras voces las que hablan a través nuestro y, acaso, confundan su signo al revelarse.
Me lo dicen las “comunidades” por las que circulé este año, el streaming que conducen muchachas y muchachos que rozan los 30 años. Saben que algo de eso que iba a ser mientras se formaban les ha sido arrebatado, pero pueden sentarse frente a un micrófono e improvisar algo sobre estos tiempos en los que todo parece ser una improvisación sobre el fin. Conversaciones entre su generación y otras más antiguas incluso que la mía. Cerca de fin de año, Clacso sacó un podcast, Los monstruos andan sueltos, en el que los invitados son en su mayorìa los mismos que ya escuchamos en episodios de otros streamers, pero acá son guiados por la voz y el relato de Ana Cacopardo. Todo lo contrario a lo que sucede en los podcast y programas de YouTube que más nos convocaron. No hay una conversación que ensaye los temas de la época, sino una guiada. Justo las voces que mejor interpelan el momento en un formato que nos resulta ajeno y anticuado.
En este mismo espacio puede leerse una entrevista a la inmensa Wendy Brown en la que expresa lo que el papa Francisco reclamó a los progresismos recientes: “A medida que la autoridad religiosa se desvanece, los cimientos de todos los valores, incluido el valor de la verdad misma, se desmoronan. Cuando la ciencia y la razón empiezan a desplazar a la verdad religiosa, los valores pierden sus anclajes, porque estas nuevas formas de conocimiento creíble no reemplazan a la religión como fundamento de los valores y no pueden por sí mismas generar valores. Como nos recuerda Tolstoi, la ciencia nos dice cómo funcionan las cosas, pero no lo que significa nada ni cómo debemos juzgarlo o estimarlo. De manera similar, la razón nos permite calcular, deliberar, analizar o escrutar, pero no puede brindarnos un significado o valor últimos.” De nuevo, son dilemas catecuménicos.
Pero este 2024 no sólo nos dio la oportunidad de ver que los valores democráticos que creímos construir durante 40 años no eran otra cosa que “democracia a condición de que nada cambie” y así seguir acumulando capas de pobreza, sino que nos ofreció la chance de comprobar que esta democracia no lleva a ningún otro lugar que no sea exactamente el que habitamos, la democracia de la derrota, como lo conversamos en uno de los últimos programas radiales de REA con Alejandro Horowicz.
Me importan las ficciones, sus tendencias y las figuras que adoptan. Traen en eso una noticia del mundo que no está en ningún otro lugar. Veo en la derrota que trajo el gobierno actual una suerte de predominio de las ficciones pobres que se basan en la mitologización de un pasado que no es histórico y sirve hasta ahora para darle densidad a ese relato de origen libertario en el que el Imperio Romano, Julio Argentino Roca y el universo Marvel bailan reguetón (la genealogía de este fascismo residual ya la hizo Umberto Eco en un texto clásico de 1995 que tradujimos en Rea en 2020: “El fascismo eterno”).
Con el triunfo de Milei no sólo culmina el proceso iniciado en 2001, culmina también el que comenzó en 1983. Nos queda volover a las catacumbas, acompañar a una generación que se anime a soñar en serio un futuro, que no elija el campo de las víctimas —lo expresó Mario Santucho, editor de Crisis en ésta entrevista—, sino el de los que dan batalla.
Todos vamos a festejar el fin de este año de mierda el martes 31 a medianoche. Pero el 2024 terminó acaso el 4 de diciembre pasado cuando Luigi Mangione, contra la tradición de sus coterráneos de matar a diestra y siniestra y sin sentido, empuñó un arma con un silenciador hecho en una impresora 3D y disparó tres veces contra el CEO de la aseguradora de Salud más importante de Estados Unidos en el centro de Manhattan. Dejó tres casquillos vacíos que llevaban escritas las tres palbras con que las aseguradoras se atajan de pagar tratamientos de vida o muerte a sus asociados: “demorar, negar, deponer” (delay, deny, depose). Alguien habló en serio. Logró “manifestar el malestar del mundo” en una acción concreta, dice Santucho en el último episodio de “El mundo en Crisis”. “El arma es el mensaje”, dice la abogada Marcela Perelman en ese mismo episodio. Las balas grabadas con las palabras del enemigo, que recibe de vuelta esas pabalabras que también mataban (al negarle o demorarle tratamientos a pacientes que los requerían). También —dice Perelman— en el arma está el mensaje porque fue fabricada en una impresora 3D, cosa que puede leerse en diferentes planos, uno de ellos: esto cualquiera lo puede hacer. Él también es detenido con el arma en un McDonald’s, lo que no puede ser considerado un gesto inocente. El arma impresa en 3D, continúa Perelman, es el puente entre el código virtual —las redes y el cifrado cibernético en el que se movía Mangione– y la materialización de algo que viene del código y se transforma en arma para enviar un mensaje político.
Ni bien se conoció el ajusticiamiento del CEO de United Healthcare, cuando aún no se sabía la identidad del perpetrador ni el manifiesto que llevaba consigo al momento de su arresto, el enorme Chris Hedges publicó en ScheerPost una notita urgente que coincidió en mucho con ese manifiesto. “Nada absuelve al asesino de Thompson —escribió Hedges, que además es pastor presbiterano—, pero nada absuelve tampoco a quienes dirigen corporaciones médicas cuyos fines de lucro adoptan un modelo de negocio que destruye y extermina vidas humanas en nombre de la ganancia”. Allí también resumía lo que esas aseguradoras de salud representan para los estadounidenses que en su mayoría volvieron a votar por Donald Trump este maldito año. “En términos morales, a estas corporaciones se les permite legalmente mantener como rehenes a niños enfermos mientras sus padres se arruinan para salvarlos. Es indiscutible que muchas personas mueren, al menos de forma prematura, a causa de estas políticas”, escribe Hedges refiriéndose a las quiebras familiares y económicas, atribuidas en un 40% del total de los estadounidenses al accionar de las aseguradoras como United Healthcare.
El mensaje político de Mangione es también un mensaje catecuménico, cifrado, con “varias capas”, como dijo Marcela Perelman. Un “mensaje” —para usar la vieja terminología instrumental— no-cerrado, que se multiplica no en su repetición —de hecho, al día siguiente volvió a haber un tiroteo masivo, esta vez en una iglesia, cuyo tirador era una chica de 15 años— sino en su generación de sentidos, en la manifestación de un malestar crónico, desahuciado, sin futuro que esta vez encontró a alguien que habló en serio.
A mediados de los 90, cuando ya había caído el Muro y la ya disuelta Unión Soviética recibía un último soplo de humillación con la figura de Boris Yeltsin, el filósofo marxista francés Alain Badiou —insospechado de cristianismo y menos de catolicismo— publicó un breve libro titulado San Pablo. Lo que el francés analiza allí no es la verdad que predica el ex sicario judío Saulo de Tarso —Jesús resucitó y vive en nosotros—, que Badiou no cree; sino el hecho de que haya logrado con su práctica catecuménica —epístolas, reuniones clandestinas, viajes y visitas— una prédica universal. Una prédica que, en el presente de Badiou, se hundía con el socialismo realmente existente de mediados de los 90.
Volver a las catacumbas para ensayar una prédica universal capaz de ofrecer un futuro no es algo que pueda reclamarle a mi generación vencida, pero es algo que sí creo escuchar en las generaciones más recientes, las que aún no se dan por vencidas aunque mastiquen la derrota.
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