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jueves, 26 de diciembre de 2024

volver a las catacumbas

 El 4 de diciembre en Fuera de Tiempo, Fernando Peirone le decía a Diego Genoud que unos cuatro mil años de historia de pensamiento crítico están llegando a su fin, que una civilización construída en torno a la verdad y a conceptos que nos llevarían de nuevo a la alegoría de la caverna —libro VII de la República, donde se discute el conocimiento sensible y el inteligible, y la importancia de la educación (paideia)— se disuelve al fin en supersticiones. “Yo creo y con eso basta”, como decía aquél episodio de mayo de 2021 de la adorada Mariana Moyano que trataba una vez más sobre lo que las redes hacen de nosotros.

Es curioso, hace poco más de 10 años escribí sobre las ficciones que daban cuenta de cierto estado de la imaginación entonces —es una forma ampulosa de decirlo, lo sé—. En las series de ciencia ficción, los temas recurrentes eran los universos paralelos (Lost, Fringe) y el viaje correctivo en el tiempo herencia de Terminator (de nuevo Lost; también, Mad Men). En otras palabras, algo así como la condición irredimible del presente requiere que se eche luz sobre los últimos días mediante el regreso a tiempos sobre los que habría, en principio, un orden: los 60 anteriores a Mayo del 68 y Woodstock, los virulentos 70 al filo del final de Vietnam. Pero también, descubrir en la actualidad las alternativas que devuelvan al presente un resplandor utópico: si del otro lado, si en el universo paralelo de Fringe o Lost las opciones que se tomaron no hicieron las cosas más felices, por lo menos desde allá nos llegan signos, pistas para evitar errores.

Así, las series de televisión que inauguraron el nuevo milenio podrían representarse según dos metáforas planteadas en dos sagas ejemplares: Lost o la Isla, y Mad Men o la Caída, el Abismo. El carácter insular de Lost, su cosa pequeña, doméstica y cerrada, que se despliega y busca lo abierto puede percibirse en la gran mayoría de las series, desde Fringe hasta Battlestar Galactica (2004). El carácter abisal (en el abismo está el demonio, William Blake dixit), de inminente caída, puede percibirse en Mad Men. En estas series sus personajes, al igual que el Scottie de Vertigo (Hitchcock, 1956), no sólo están al borde de una caída, sino que llevan el abismo en la mirada: algo han visto que no cabe en la superficie del mundo. Y, más terrible, ese algo, el futuro mismo, se construye en esa mirada abisal.

Pero este año 2024 nos descubrió una nueva genealogía de series (o ficciones), las sagas catecuménicas. Sí, sí, es un término irremediablemente católico, pero apartemos eso un momento. Catecúmeno proviene del griego katēkhoumenos, que significa “instruido oralmente, a viva voz” (ēkhein es eco). Pero el katē o “cata” significa abajo, de ahí que catecúmeno se emparenta con catacumba, lo que da a la catequesis no sólo un aire de cosa soterrada y secreta, también clandestina, subterránea. 

El estreno este año de Fallout —la primera temporada de la serie basada en un juego fabuloso que imagina un futuro alternativo y distópico en el que la humanidad no descubrió el transistor pero sí el poder atómico y la robótica y eternizó hasta su destrucción la estética de los años 50—, donde la misma casta que destruyó el mundo perpetuó su deseo de aniquilación en refugios bajo tierra que reproducen su sistema de dominación, da un giro sobre la célebre frase que popularizó Mark Fisher: “Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. El capitalismo no es otra cosa que una serie de alternativas sobre nuestra propia aniquilación. Lo dice un personaje de la serie: “El fin del mundo es un producto”. La gran maquinaria que alguna vez vendió futuro, ahora vende apocalipsis y vida bajo tierra, donde los sobrevivientes de un holocausto nuclear son instruidos en las misma filosofía que los llevó a la guerra y el fin.

Ella Prnelle en “Fallout”.

Y sobre el final del año se estrenó la segunda temporada de Silo, en la que la fabulosa Rebecca Ferguson persigue el conocimiento de qué es ese silo subterráneo en el que vivió toda su vida, cuya memoria e historia ha sido borrada y de la que sólo quedan unas reliquias prohibidas que tienen el poder de revelar la vida anterior al silo, ya que la atmósfera del mundo exterior parece envenenada para siempre.

Pero, last but not least, ya casi en el cierre del año, antes de las películas navideñas y estúpidamente polares, se estrena un film llamado Heretic (Hereje), protagonizada por un Hugh Grant villano y dos adorables jóvenes mormonas protagonizadas por Sophie Thatcher (actriz y cantante criada en una familia mormona) y Chloe West

Si Silo es la alegoría de la caverna en tanto el conocimiento sensible de los que viven dentro del silo no posee la paideia (la educación) para hacer inteligible lo que ven por una pantalla que muestra el exterior del silo, Heretic es la pura inteligibilidad —cabría decir la “instrumentalidad”— aplicada a dos jóvenes de Fe. Las dos supuestas “víctimas” —término que, nos lo enseñó el triunfo de la ultraderecha argentina, deberíamos desterrar de nuestro paradigma— del hereje encarnado por Hugh Grant son echadas a las catacumbas de la discreta mansión que él gobierna y habita. Allá abajo deberán descifrar el acertijo de esa inteligibilidad, de esa instrumentalidad de la Fe que su antagonista les opone y ofrece. En cambio producen un milagro desgraciado que de algún modo no las “salva”, pero es capaz de salvarlas de convertirse en meras víctimas.

Rebecca Ferguson en “Silo”.

Todas ficciones protagonizadas por mujeres a su modo heroicas que entendieron, como lo entendió Flora Tristán en el siglo XIX, que la liberación femenina es necesaria no sólo para las mujeres, sino para el hombre que se ha vuelto un esclavo del capital.

Estamos en el momento —no me animaría a llamarle “era”— de la imaginación catecuménica. El momento de la instrucción “a viva voz”, a través del “eco”: son otras voces las que hablan a través nuestro y, acaso, confundan su signo al revelarse.

Me lo dicen las “comunidades” por las que circulé este año, el streaming que conducen muchachas y muchachos que rozan los 30 años. Saben que algo de eso que iba a ser mientras se formaban les ha sido arrebatado, pero pueden sentarse frente a un micrófono e improvisar algo sobre estos tiempos en los que todo parece ser una improvisación sobre el fin. Conversaciones entre su generación y otras más antiguas incluso que la mía. Cerca de fin de año, Clacso sacó un podcast, Los monstruos andan sueltos, en el que los invitados son en su mayorìa los mismos que ya escuchamos en episodios de otros streamers, pero acá son guiados por la voz y el relato de Ana Cacopardo. Todo lo contrario a lo que sucede en los podcast y programas de YouTube que más nos convocaron. No hay una conversación que ensaye los temas de la época, sino una guiada. Justo las voces que mejor interpelan el momento en un formato que nos resulta ajeno y anticuado.

En este mismo espacio puede leerse una entrevista a la inmensa Wendy Brown en la que expresa lo que el papa Francisco reclamó a los progresismos recientes: “A medida que la autoridad religiosa se desvanece, los cimientos de todos los valores, incluido el valor de la verdad misma, se desmoronan. Cuando la ciencia y la razón empiezan a desplazar a la verdad religiosa, los valores pierden sus anclajes, porque estas nuevas formas de conocimiento creíble no reemplazan a la religión como fundamento de los valores y no pueden por sí mismas generar valores. Como nos recuerda Tolstoi, la ciencia nos dice cómo funcionan las cosas, pero no lo que significa nada ni cómo debemos juzgarlo o estimarlo. De manera similar, la razón nos permite calcular, deliberar, analizar o escrutar, pero no puede brindarnos un significado o valor últimos.” De nuevo, son dilemas catecuménicos.

Pero este 2024 no sólo nos dio la oportunidad de ver que los valores democráticos que creímos construir durante 40 años no eran otra cosa que “democracia a condición de que nada cambie” y así seguir acumulando capas de pobreza, sino que nos ofreció la chance de comprobar que esta democracia no lleva a ningún otro lugar que no sea exactamente el que habitamos, la democracia de la derrota, como lo conversamos en uno de los últimos programas radiales de REA con Alejandro Horowicz.

Me importan las ficciones, sus tendencias y las figuras que adoptan. Traen en eso una noticia del mundo que no está en ningún otro lugar. Veo en la derrota que trajo el gobierno actual una suerte de predominio de las ficciones pobres que se basan en la mitologización de un pasado que no es histórico y sirve hasta ahora para darle densidad a ese relato de origen libertario en el que el Imperio Romano, Julio Argentino Roca y el universo Marvel bailan reguetón (la genealogía de este fascismo residual ya la hizo Umberto Eco en un texto clásico de 1995 que tradujimos en Rea en 2020: “El fascismo eterno”).

Con el triunfo de Milei no sólo culmina el proceso iniciado en 2001, culmina también el que comenzó en 1983. Nos queda volover a las catacumbas, acompañar a una generación que se anime a soñar en serio un futuro, que no elija el campo de las víctimas —lo expresó Mario Santucho, editor de Crisis en ésta entrevista—, sino el de los que dan batalla.

Todos vamos a festejar el fin de este año de mierda el martes 31 a medianoche. Pero el 2024 terminó acaso el 4 de diciembre pasado cuando Luigi Mangione, contra la tradición de sus coterráneos de matar a diestra y siniestra y sin sentido, empuñó un arma con un silenciador hecho en una impresora 3D y disparó tres veces contra el CEO de la aseguradora de Salud más importante de Estados Unidos en el centro de Manhattan. Dejó tres casquillos vacíos que llevaban escritas las tres palbras con que las aseguradoras se atajan de pagar tratamientos de vida o muerte a sus asociados: “demorar, negar, deponer” (delay, deny, depose). Alguien habló en serio. Logró “manifestar el malestar del mundo” en una acción concreta, dice Santucho en el último episodio de “El mundo en Crisis”. “El arma es el mensaje”, dice la abogada Marcela Perelman en ese mismo episodio. Las balas grabadas con las palabras del enemigo, que recibe de vuelta esas pabalabras que también mataban (al negarle o demorarle tratamientos a pacientes que los requerían). También —dice Perelman— en el arma está el mensaje porque fue fabricada en una impresora 3D, cosa que puede leerse en diferentes planos, uno de ellos: esto cualquiera lo puede hacer. Él también es detenido con el arma en un McDonald’s, lo que no puede ser considerado un gesto inocente. El arma impresa en 3D, continúa Perelman, es el puente entre el código virtual —las redes y el cifrado cibernético en el que se movía Mangione– y la materialización de algo que viene del código y se transforma en arma para enviar un mensaje político.

Luigi Mangione es llevado ante un tribunal luego de ajsuticiar a un gerente de una aseguradora de salud.

Ni bien se conoció el ajusticiamiento del CEO de United Healthcare, cuando aún no se sabía la identidad del perpetrador ni el manifiesto que llevaba consigo al momento de su arresto, el enorme Chris Hedges publicó en ScheerPost una notita urgente que coincidió en mucho con ese manifiesto.  “Nada absuelve al asesino de Thompson —escribió Hedges, que además es pastor presbiterano—, pero nada absuelve tampoco a quienes dirigen corporaciones médicas cuyos fines de lucro adoptan un modelo de negocio que destruye y extermina vidas humanas en nombre de la ganancia”. Allí también resumía lo que esas aseguradoras de salud representan para los estadounidenses que en su mayoría volvieron a votar por Donald Trump este maldito año. “En términos morales, a estas corporaciones se les permite legalmente mantener como rehenes a niños enfermos mientras sus padres se arruinan para salvarlos. Es indiscutible que muchas personas mueren, al menos de forma prematura, a causa de estas políticas”, escribe Hedges refiriéndose a las quiebras familiares y económicas, atribuidas en un 40% del total de los estadounidenses al accionar de las aseguradoras como United Healthcare.

El mensaje político de Mangione es también un mensaje catecuménico, cifrado, con “varias capas”, como dijo Marcela Perelman. Un “mensaje” —para usar la vieja terminología instrumental— no-cerrado, que se multiplica no en su repetición —de hecho, al día siguiente volvió a haber un tiroteo masivo, esta vez en una iglesia, cuyo tirador era una chica de 15 años— sino en su generación de sentidos, en la manifestación de un malestar crónico, desahuciado, sin futuro que esta vez encontró a alguien que habló en serio.

A mediados de los 90, cuando ya había caído el Muro y la ya disuelta Unión Soviética recibía un último soplo de humillación con la figura de Boris Yeltsin, el filósofo marxista francés Alain Badiou —insospechado de cristianismo y menos de catolicismo— publicó un breve libro titulado San Pablo. Lo que el francés analiza allí no es la verdad que predica el ex sicario judío Saulo de Tarso —Jesús resucitó y vive en nosotros—, que Badiou no cree; sino el hecho de que haya logrado con su práctica catecuménica —epístolas, reuniones clandestinas, viajes y visitas— una prédica universal. Una prédica que, en el presente de Badiou, se hundía con el socialismo realmente existente de mediados de los 90.

Volver a las catacumbas para ensayar una prédica universal capaz de ofrecer un futuro no es algo que pueda reclamarle a mi generación vencida, pero es algo que sí creo escuchar en las generaciones más recientes, las que aún no se dan por vencidas aunque mastiquen la derrota.

 



miércoles, 27 de enero de 2021

en casa del enemigo

Este análisis de Mark Fisher sobre la serie The Americans, se publicó en la revista New Humanist el 1 de Octubre de 2014, de donde lo tradujimos. También se puede leer en la más que recomendable traducción de k-punk, de Caja Negra Editora.

Los pocos hipervínculos del texto fueron agregados por nosotros, ya que no existían en el original. Entradas sobre la serie pueden encontrarse en este blog acá, acá y acá.

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Mark Fisher

La primera temporada de The Americans (emitida recientemente en el Reino Unido por ITV) terminó con una secuencia cuya banda sonora es “Games WithoutFrontiers” (“Juegos sin fronteras”) de Peter Gabriel. La serie ha sido elogiada con razón por su inteligente uso de la música, y “Games Without Frontiers”, que se estrenó en 1980, año en el que comienza la serie, fue una perfecta elección que resume el clímax de la primera temporada. Atmosféricamente, la canción es de alguna manera ansiosa y fatalista: sin inflexión emocional, la voz de Gabriel suena catatónica; la producción es fría e imponente. “Games Without Frontiers” no se siente postraumático, sino pretraumático: como si Gabriel estuviera registrando el impacto de una catástrofe que está por venir.

Escuchado ahora, especialmente en el contexto de The Americans, un thriller de la Guerra Fría, nos recuerda una época en la que ese terror era ambiental, cuando el espectro de un apocalipsis aparentemente inevitable tejía la vida cotidiana. Sin embargo, si “Games Without Frontiers” invoca el amplio momento histórico en el que se desarrolla The Americans, también comenta las intrigas específicas de la serie. Porque The Americans trata de espías soviéticos que se hacen pasar por una familia estadounidense corriente. El espionaje de la Guerra Fría no respetó las fronteras entre lo privado y lo público, entre la vida doméstica y el deber hacia la causa: de veras un juego sin fronteras.



Creado por el ex agente de la CIA Joe Weisberg, The Americans se centra en Elizabeth (Keri Russell) y Philip Jennings (Matthew Rhys), dos agentes de la KGB que viven encubiertos como americanos en Washington. Al parecer, Weisberg había ideado el escenario de la serie en la década de 1970, pero optar por 1980 tiene un gran sentido dramático. En 1980, la Guerra Fría se intensificó inmediatamente después de la invasión soviética de Afganistán y la elección de Ronald Reagan, quien estaba ansioso por llevar a cabo una lucha maniquea contra el “Imperio del Mal”.

La serie se caracteriza por una oscilación bipolar entre un naturalismo contundente y la intensidad de los gritos adrenalínicos del thriller. No son escasas las persecuciones de autos y los tiroteos en The Americans (probablemente no haya un programa más emocionante que éste en la televisión hoy en día), pero estos están intercalados con escenas de la vida doméstica, donde las tensiones son de otro tipo.

Lejos de ser el respiro de esa Guerra Fría, la vida hogareña de los Jennings es la zona donde llevan a cabo sus engaños más cargados de emoción. El matrimonio es en sí mismo una farsa: inicialmente al menos, Elizabeth y Philip son agentes en una misión, no amantes, y la serie trata en parte de sus intentos de navegar este tenso terreno emocional y reconciliar sus diferentes expectativas sobre lo que implican sus roles. Pero Elizabeth y Philip al menos saben lo que están haciendo; no necesariamente sus hijos, Paige y Henry. No saben que sus padres son agentes de la KGB (la ignorancia de los niños es una de las mejores formas de cobertura que los Jenning tienen a mano).

Esto no solo eleva la amenaza de que los descubran, también plantea un dilema moral: ¿se debe informar a los niños? Este dilema llega a un punto crítico en la segunda temporada, cuando el arco de la historia alcanza al asesinato de una pareja de compañeros de la KGB y uno de sus hijos. Cuando se revela que el niño sobreviviente, Jared, había sido reclutado por la KGB, inevitablemente surge la cuestión del reclutamiento de Paige. “Paige es tu hija”, dice Claudia, la controladora de la KGB de los Jennings, “pero no es solo tuya. Ella pertenece a la causa. Y al mundo. Todos lo somos.”

Esto nos lleva a un contraste entre The Americans e incluso algunas de las ficciones de espías más sofisticadas, como las de John Le Carre. En el trabajo de Le Carre, el adversario de George Smiley es Karla, la espía superiora de la KGB –y pese a todo lo que hizo Le Carre para complicar el trazo a grandes rasgos de la propaganda de la Guerra Fría entre el eje binario del bien y el mal, Karla siguió siendo una figura casi demoníaca cuyo compromiso era incomprensible para Smiley y su pragmatismo liberal y personal. En The Americans, los soviéticos se transforman en nuestros semejantes. Esto sucede en primer lugar al poner en primer plano a Elizabet y Philip. Pero los respalda bien el rico elenco de personajes de la rezidentura (la estación de la KGB en Washington): Nina Krylova, una agente doble, luego triple, frágil pero resistente e ingeniosa; el estratega pragmático Arkady Ivanovich; el ambicioso y enigmático Oleg Burov. La decisión de que los personajes de la embajada hablen ruso es importante; se mantiene su diferencia con los occidentales, y se evita la absurda convención de que se les escuche hablar un mal inglés con la pantomima del acento ruso.

En una inversión del estereotipo, los soviéticos en The Americans parecen mucho más glamorosos que sus contrapartes americanos. El principal antagonista de los Jennings, el agente del FBI Stan Beeman (Noah Emmerich), quien en un giro de telenovela termina siendo un vecino cercano, se muestra severo en comparación con los dinámicos y glamorosos Elizabeth y Philip, tal como luce la oficina del FBI: monótona y mezquina cuando se la contrapone con las intrigas de la rezidentura.

Esto sin duda contribuye al desarrollo subversivo de la serie, que consiste en que el público no solo simpatiza con los Jennings, sino que los apoya positivamente, tememos su descubrimiento, esperamos que todos sus planes se realicen. El mensaje de The Americans no es que los Jennings comparten una humanidad común con sus enemigos y vecinos americanos, sino que simplemente están del otro lado. Dada la situación extrema de su condición, nos es imposible pensar que Philip y Elizabeth son “como nosotros”; al mismo tiempo, sin embargo, la serie nos obliga a identificarnos con ellos, aun cuando se conserva su alteridad.

En los momentos críticos, se enfatizan sus diferencias con los americanos “reales”. Si bien a veces se ve que Philip vacila y contempla al menos algunos aspectos del estilo de vida estadounidense, Elizabeth nunca duda en su compromiso con la destrucción del capitalismo estadounidense. En un momento, durante la segunda temporada, Paige comienza a ir a un grupo parroquial. Nada lleva a su casa la extranjería de Elizabeth por la vida estadounidense –y a muchos de los protocolos del drama televisivo estadounidense– como la ferocidad de su hostilidad hacia este desenlace. La escena en la que una Elizabeth furiosa confronta a Paige por todo esto es extrañamente hilarante: no hay muchos espacios en otros dramas de la televisión estadounidense donde podamos ver que el cristianismo es atacado con tanto fervor.


La complejidad del personaje de Elizabeth, y su sofisticada interpretación de Keri Russell, puede ser lo más destacado de la serie. Tanto ella como Philip tienen que ser despiadados (cuando es necesario, matan sin remordimientos), pero Elizabeth tiene una frialdad y un aplomo poco sentimentales de los que carece el más equívoco Philip. Es un mérito de la serie que no se codifique esta frialdad como un defecto moral, sino que mantenga en tensión dos visiones del mundo en conflicto, que valoran la fuerza de propósito de Elizabeth y las incertidumbres de Philip de manera muy diferente. Por cierto, no hay duda, por ejemplo, de que Elizabeth ama a sus hijos (si no lo hiciera, fácilmente caería en el estereotipo del monstruo soviético), pero la pregunta es qué lugar debería tener este amor en su jerarquía de deberes. Para Elizabeth, está claro, la Causa siempre está primero.

En estas condiciones, en las que el capitalismo domina sin oposición, la idea misma de una Causa ha desaparecido. ¿Quién lucha y muere por el capitalismo? ¿La vida de quién adquiere sentido gracias a la lucha por una sociedad capitalista? (Quizás sea esta devoción a la Causa lo que le da a los personajes soviéticos en The Americans su glamour.) No fue otro que Francis Fukuyama quien advirtió que un capitalismo triunfal estaría embrujado por los anhelos de propósitos existenciales que los bienes de consumo y la democracia parlamentaria no podrían satisfacer. Gran parte del atractivo de The Americans depende del hecho de que se sitúa antes de este período. Nuestro conocimiento de que el colapso del experimento soviético estuvo a menos de una década del período en el que se desarrolla la serie da a todo el discurso sobre la Causa comunista en The Americans una cualidad melancólica. En 1980, la Guerra Fría se sentía como si fuera a durar para siempre. En realidad, en tan solo nueve años, todo lo que Elizabeth y Philip representaban colapsaría, y el fin de la historia caería sobre nosotros.

miércoles, 10 de abril de 2019

melancolía del futuro

Prólogo de Pablo Schanton a Los fantasmas de mi vida (Caja Negra), de Mark Fisher, en el que el autor retoma las ideas de su libro anterior y ahonda en la idea de reactivar la memoria histórica para escapar de la temporalidad detenida de la posmodernidad.

Existence, well, what does it matter?/ I exist on the best terms I can/
The past is now part of my future/ The present is well out of hand.
[La existencia, bueno, qué importa/ Existo en los mejores términos que puedo/
El pasado es ahora parte de mi futuro/ El presente está fuera de mi alcance.]
Joy Division, “Heart and Soul”, 1980
“Alguien, usted o yo, se adelanta y dice:
quisiera aprender a vivir por fin.”
Jacques Derrida, “Exordio”, en Espectros de Marx, 1995

Este libro sí es una nota suicida.
Empecemos por invertir el no de la advertencia con que el filósofo inglés Simon Critchley abre su Apuntes sobre el suicidio, de 2015. Ahora demos las explicaciones del caso. 
He leído muchos de los ensayos de Los fantasmas de mi vida siguiendo el ritmo con que Mark Fisher los iba publicando como entradas en su blog k-punk, durante la primera década de este siglo. Luego, corroboré su trascendencia reflexiva cuando se convirtieron en libro allá por 2014.
Ahora bien, pasaron cuatro años y el autor de aquellos raptos de lucidez desesperada está muerto. Se suicidó el 13 de enero de 2017, a los 48 años. Un acto extremo como el suicidio –justamente el “pasaje al acto”– impone otra lectura, más aún tratándose de estas páginas en primera persona. Por eso, cuando Caja Negra decidió traducir Ghosts of my Life, nos planteamos completar la edición con artículos que originalmente no incluía, y extraer los que habían quedado demasiado datados, ya que retrospectivamente el libro había cobrado otro sentido.
Quizá quienes conozcan a Fisher como el autor de Realismo capitalista. ¿No hay alternativa? se sorprendan ahora, no solo porque ha decidido ofrecer su propia versión de la crítica cultural que lo acerca al Simon Reynolds de Retromanía, sino también por no habernos ofrecido la “coherente alternativa” al capitalismo que esperábamos llegara en un programa. A fin de satisfacer esa expectativa, bastaría con descargar gratuitamente de Internet el panfleto Reclaim Modernity: Beyond Markets Beyond Machines, que escribió junto con Jeremy Gilbert en 2014; conseguir Inventar el futuro: postcapitalismo y un mundo sin trabajo (2015) de Nick Srnicek y Alex Williams (un libro que él auspició como “clara y apremiante visión de una sociedad postcapitalista”), además de esperar la publicación póstuma de su manifiesto inédito, el cual estaría relacionado con una formación social que había bautizado enigmáticamente “comunismo ácido”. Por ahora, aclaremos que, comparado con su libro previo, en Los fantasmas de mi vida prefirió ser inductivo antes que deductivo. Digamos que mientras el anterior mapeaba el diagnóstico sobre el realismo capitalista apoyándose en libros, películas y músicas que funcionan como ejemplos o ilustraciones sintomáticas (acomodándose entre el Žižek que lee a Lacan desde Hitchcock y el Jameson que lee geopolíticamente el cine), esta vez son sus fetiches culturales los que delinean el rumbo de la interpretación política. La diferencia es notoria: en esta oportunidad parece homenajear el formato de crítica musical y cinematográfica que tanto lo influyó en su adolescencia a comienzos de los años ochenta, cuando leía artículos y reseñas en el semanario New Musical Express, firmadas por Ian Penman o Mark Sinker, periodistas ingleses que lo instaron a investigar a Derrida o Barthes, simplemente porque los citaban en sus notas sobre bandas de rock. Será por eso que a la hora del análisis cultural, aquí se emparenta más con Greil Marcus que con Stuart Hall, aunque no faltan la argumentación y la elocuencia contundentes que convirtieron a Realismo capitalista en un nuevo clásico viral del neomarxismo.

jueves, 20 de diciembre de 2018

el marxismo-pop de mark fisher


Pocos críticos vieron la leyenda en la pared como Mark Fisher. El escritor, el profesor y el teórico siempre supieron que el arte y la política no podían separarse. A partir de una colección diversa de discos de artistas como David Bowie, Joy Division y Drake, Fisher vio la música como una ventana a los efectos del capitalismo en la identidad, la economía y la política, y tenía la habilidad de convertir las ideas académicas en formas accesibles para entender el lugar del arte en la sociedad.

Como consecuencia de su trágica muerte el año pasado, la noticia de su pérdida se propagó rápidamente a través de las redes sociales, donde sus seguidores se esmeraron en poner palabras al poder de su trabajo; desde los humildes comienzos su querido blog, k-punk, hasta la influencia generalizada de sus libros, los escritos de Fisher se convirtieron en la zona cero de un tipo diferente de crítica cultural, uno de un entusiasmo tan insaciable para la cultura pop como indiscutiblemente cortante, urgente y radical.

A lo largo de tres libros, numerosas piezas de revistas y cientos de ensayos breves, Fisher estableció una visión del mundo vasta y totalizadora definida por sus pensamientos sobre el capitalismo, los medios y la posvida. En el nacimiento de la crisis financiera de 2008, Fisher acuñó el término “realismo capitalista” para describir una creencia específica cada vez más común entre los políticos tanto en el Reino Unido como en América del Norte: no importa cuán mal estaban las cosas bajo el capitalismo, los crudos 300 años del viejo sistema político y económico se habían convertido en la única opción viable, y resulta casi imposible imaginar una alternativa realista al mercado global actual.

sábado, 1 de julio de 2017

burocracia: ritual neoliberal

Como el jubilado de 91 años que se quitó la vida en la sede de Anses de Mar del Plata el jueves último, Mark Fisher también se suicidó este año en Gran Bretaña, donde vivía y había nacido, sólo que no había cumplido los 50 y todos esperábamos aún de él otros grandes libros, además de Realismo capitalista.
El suicidio, claro, es algo difícil de atribuir al capitalismo. Fisher había escrito mucho sobre este asunto, por ejemplo, publicó en 2013 un texto sobre su depresión: “Escribir sobre la propia depresión es difícil. La depresión está en parte constituida por una voz ‘interior’ que te acusa de auto-indulgencia –no estás deprimido, solo sentís lástima por vos mismo, calmate– y esta voz es susceptible de ser activada cuando hacés pública tu condición. Por supuesto, esta voz no es una voz ‘interior’ en absoluto; es la expresión internalizada de fuerzas sociales reales, y tienen un interés particular en negar cualquier conexión entre la depresión y la política.”

martes, 17 de enero de 2017

bueno para nada

Llegué a este texto de Mark Fisher que traduzco a través del blog de Guy Mankowski.



Sufrí la depresión de manera intermitente desde que era un adolescente. Algunos de esos episodios fueron en extremo debilitantes –terminaron en autolesiones, abstinencia (pasaba meses en mi habitación, aventurándome apenas a conectarme o a comprar la cantidad mínima de comida que consumía) y horas desperdiciadas en guardias psiquiátricas. No diría que me recuperé de la enfermedad, pero puedo complacerme al decir que tanto la incidencia como la gravedad de los episodios depresivos se redujeron mucho en los últimos años. En parte, es una consecuencia de los cambios en la situación de mi vida, pero también tiene que ver con haber llegado a una comprensión diferente de mi depresión y sus causas. Ofrezco mis propias experiencias de angustia mental no porque piense que hay algo especial o único en ellas, sino para sostener que muchas formas de depresión se comprenden y combaten mejor a través de estructuras impersonales y políticas que individuales y “psicológicas”.

Escribir sobre la propia depresión es difícil. La depresión está en parte constituida por una voz “interior” que te acusa de auto-indulgencia –no estás deprimido, solo sentís lástima por vos mismo, calmate– y esta voz es susceptible de ser activada cuando hacés pública tu condición. Por supuesto, esta voz no es una voz "interior" en absoluto; es la expresión internalizada de fuerzas sociales reales, y tienen un interés particular en negar cualquier conexión entre la depresión y la política.

viernes, 3 de junio de 2016

la historia del fin

En 2013, cuatro años después de publicar su libro Realismo capitalista, Mark Fischer escribía en un artículo para la revista Strike: “El realismo capitalista podría verse como una creencia, la de que no hay alternativa al capitalismo, de que, como lo señaló Fredric Jameson: es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Hay otros sistemas que pueden preferirse al capitalismo, pero éste es el único que resulta realista. O puede verse como una actitud resignada y fatalista de cara a la sensación de que todo lo que podemos hacer es hacernos a la idea de que el capitalismo lo domina todo y limitar nuestras esperanzas a la contención de sus peores excesos. Sería, antes que nada, una patología de la izquierda, nunca mejor ejemplificado que en el caso de los nuevos laboristas. Al fin y al cabo, lo que nos aporta el realismo capitalista es la eliminación de la política de izquierda y la naturalización del neoliberalismo.” (La traducción al español puede leerse acá.)
Celebrado por Slavok Zizek y otros intelectuales, el libro de Fisher es acaso el más inteligible y el más cruel de los diagnósticos sobre eso que llamamos neoliberalismo, no sólo como sistema económico, sino como representación del mundo o, mejor, representación de un mundo que ya no nos pertenece. Del mismo modo que se repite a coro –la imagen es de Hernán Ronsino– que era inevitable la actual fabricación de una crisis argentina que sólo pagarán los trabajadores y sectores medios, que no hay alternativa, lo que da al millonario Mauricio Macri y su gavilla vía libre para seguir acumulando capitales en paraísos fiscales.

El realismo capitalista, a diferencia del socialista (al que alude el título), no necesita ser propaganda. Se trata, como advierte temprano Fisher, de “un giro de la Fe a la estética y del compromiso al espectáculo”. El autor recorre varias escenas de la contemporaneidad para señalar esta fantasía organizada según la cual no hay alternativa al modelo de exclusión y páramo que trae el neoliberalismo: desde los jóvenes de los terciarios y secundarios ingleses –de los que Fisher fue docente–, donde observa una “hedonía depresiva” (incapacidad de sentir placer y a la vez, incapacidad de hacer otra cosa que buscar placer) hasta los tratamientos de enfermedades mentales, reducidos a la química de las farmacéuticas, que aíslan al paciente.

jueves, 11 de septiembre de 2014

el progresismo como gesto moralizante



Traduje este artículo (publicado a mediados de 2013 en Strikemag) en el que Mark Fisher repasa lo que sucedió luego de que apareciera su célebre libro Realismo capitalista. Un agudo análisis acerca del actual rol de los espacios políticos progresistas adecuados a la “realidad” neoliberal que parecen haber aceptado que “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. El subrayado, pasada la mitad del texto, es nuestro y señala una observación que le cabe al progresismo vernáculo.

por Mark Fisher
Mi libro Realismo capitalista se publicó a fines de 2009. Mientras terminaba el libro se desató la crisis financiera de 2008 y bromeaba con que el capitalismo acaso terminaba antes de que yo lo hiciera con mi libro. Como ya sabemos, el capitalismo no se derrumbó, pero sería un error pensar cualquier posibilidad de volver a la normalidad. 
El realismo capitalista podría verse como una creencia, la de que no hay alternativa al capitalismo, de que, como lo señaló Fredric Jameson: es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Hay otros sistemas que puden preferirse al capitalismo, pero éste es el único que resulta realista. O puede verse como una actitud resignada y fatalista de cara a la sensación de que todo lo que podemos hacer es hacernos a la idea de que el capitalismo lo domina todo y limitar nuestras esperanzas a la contención de sus peores excesos. Sería, antes que nada, una patología de la izquierda, nunca mejor ejemplificado que en el caso de los nuevos laboristas. Al fin y al cabo, lo que nos aporta el realismo capitalista es la eliminación de la política de izquierda y la naturalización del neoliberalismo.
Luego de la ola de militancia que se esparció en el mundo en 2011, el editor de Economía de la BBC, Paul Mason, llegó a declarar que se llegaba al fin del realismo capitalista. Los eventos truncos de 2012 demuestran que ese juicio fue al menos apresurado. 2012 fue el año de la restauración y la reacción. El último libro de Slavoj Zizek, El año que soñamos en peligro, comienza con el concepto persa war nam nihadan: “asesinar a alguien, enterrar el cuerpo y hacer crecer flores sobre él para esconderlo”. El argumento de Zizek es que la ideología dominante aplicó un war nam nihadan sobre la floreciente militancia de 2011 (Occupy Wall Street, la Primavera Árabe, los disturbios en Inglaterra, etcétera). “Los medios ultimaron la radical dimensión emancipatoria de los eventos y entonces arrojaron flores sobre el cadáver enterrado”, escribe. En 2013 se reafirmó el realismo capitalista. En lugar de terminar en 2008 (ó 2011), podría argüirse que las medidas de austeridad que se implementaron constituyen una intensificación de ese realismo capitalista. Esas medidas no podrían haberse introducido a menos que subsistiera aún la expandida sensación de que no hay alternativa al capitalismo liberal. Las diferentes luchas que estallaron a partir de la crisis financiera muestran un creciente descontento con el capitalismo del pánico que se puso en marcha desde 2008, pero no logaron todavía proponer una alternativa concreta al modelo económico dominante. El realismo capitalista trata así de una corrosión de la imaginación social y, de algún modo, ese sigue siendo el problema: luego de treinta años de dominio neoliberal, recién comenzamos a ser capaces de imaginar alternativas al capitalismo. ¿Por qué resulta así?
En parte, porque la descomposición de la solidaridad, de la que depende la victoria del neoliberalismo, aún no fue revertida. Los distintos movimientos anticapitalistas (incluyendo Occupy) aún no se constituyeron en un movimiento capaz de desafiar la súper hegemonía del capital. Nos acostumbramos a un mundo en el que los trabajadores le temen al capital, nunca al revés. El realismo capitalista nunca fue la persuasión ideológica directa; no se trata de que la población del Reino Unido se convenciera de los méritos de las ideas neoliberales. Sino que aquello de lo que la gente está convencida es que el neoliberalismo es la fuerza dominante en el mundo y a eso, por lo tanto, hay poca resistencia que ofrecerle. (No estoy deslizando que la mayoría de las personas reconocen el neoliberalismo por su nombre, sino que reconocen las políticas y la narrativa ideológica con las que se desparramó con éxito.) Se esparció esta percepción porque el capital derrotó a las fuerzas que actuaban en su contra –en lo que resulta más obvio: arrasó con los sindicatos o los forzó a ser instituciones de consumo o servicio dentro del capitalismo. La situación cambió desde el apogeo de la democracia social, y una de las principales maneras de ese cambio es la globalización del capital. Claro, ese es uno de los caminos por los que los sindicatos fueron hábilmente aventajados: si tus afiliados no van a trabajar por este rendimiento, nos mudamos a un lugar donde otros lo hagan. 
La decadencia de la política parlamentaria en Reino Unido –con los tres partidos que representan desenmascaradamente los intereses del capital– es una de las consecuencias de la descomposición de la solidaridad proletaria. El error fundamental del nuevo laborismo –como el partido ejemplar del realismo capitalista– fue que concibió su proyecto apenas como una adaptación a la “realidad” que el capitalismo ya había construido. El triste resultado de todas sus maniobras fue la perspectiva melancólica de un “poder” sin hegemonía. Bajo Ed Miliband (líder del Laborismo inglés desde 2010 e hijo de un intelectual marxista), está claro que el laborismo no aprendió aún la lección según la cual el punto no es ocupar un centro ya existente, sino luchar para redefinir qué es ese centro. La derecha de Thatcher gozó de la suficiente confianza como para planear un cambio del centro en los 80 y desde entonces los laboristas estuvieron a la retaguardia. Como Stuart Hall auguró en The Hard Road to Renewal –publicado en 1988–, fueron los thatcheristas quienes se animaron a pensar y hablar en términos revolucionarios. Para conmoción de James Callaghan (político laborista inglés, primer ministro hasta 1979), Hall escribió que Thatcher “significaba hacer pedazos la sociedad desde sus raíces”. “Semejante ataque radical al status quo”, observaba Hall, era impensable para quienes estaban inmersos en el compromiso de la democracia social. Pero las incisivas observaciones de Hall sobre el conservadurismo inherente al partido Laborista en su época, se aplican con una dolorosa comezón al actual partido Laborista, con su desesperado reclamo de ser el partido de “una sola nación” y sus deslices reaccionarios e impotentes sobre familia, bandera y fe. Hall señaló entonces: “La verdad es que las ideas tradicionalistas, las ideas de respetabilidad social y moral, penetraron tan profundo en la conciencia socialista que resulta habitual encontrarse con gente comprometida con programas sociales radicales respaldada por valores y sentimientos del todo tradicionales”. Lo que queda, ahora que la conciencia socialista sucumbió al realismo capitalista y que el programa social radical cedió paso a la adaptación pragmática a un mundo gobernado por el neoliberalismo, son los gestos moralizantes y un tradicionalismo solitario.     
Alain Badiou arguyó que con el colapso de los experimentos de izquierda en el siglo XX fuimos retrotraídos a una situación similar a la del siglo XIX, antes de la irrupción de los movimientos laboristas. Creo que está en lo cierto, y que deberíamos desarrollar la misma consistencia de pensamiento, ambición y coraje que poseyeron los fundadores del movimiento de los trabajadores. Pero elevarnos a ese desafío significa que no deberíamos permanecer atados a los métodos e ideas que esos grupos desplegaron para su época. En lugar de reclinarnos deprimidos sobre el fin de la historia, mirando conmovidos todas las revueltas y revoluciones que fracasaron en el pasado, necesitamos resituarnos en la historia y reclamar un futuro en manos de la izquierda. Porque lo que es cierto es que la derecha ya no tiene monopolio sobre el futuro: de hecho, se quedó sin ideas. 
Mayo del 68 dejó un influyente legado de anti-institucionalismo en las corrientes teóricas de la izquierda –un legado que incluso se acopla con muchos de los supuestos del neoliberalismo. Pero, como bien lo entiende la derecha, la política no trata de cuán bien se sienten los partidos en la calle, sino de controlar y perfeccionar instituciones. La pregunta es: si las viejas instituciones progresistas decayeron porque estaban demasiado asociadas a la producción en cadena, ¿qué instituciones funcionarán en las actuales condiciones?
Como argumentaba Fredric Jameson, el capitalismo es la sociedad más colectiva que jamás existió sobre la tierra, en el sentido de que incluso el objeto más banal es el producto de una red masiva de interdependencia. Hasta ahora la red global es estúpida y banal, pero en lugar de abandonarla a favor de alguna forma de regreso al mundo agrario que sólo sería posible en base a una catástrofe, necesitamos hacer de la red planetaria un sistema inteligente que pueda actuar según los intereses de la mayoría, en lugar de la minúscula minoría que lucra con el sistema en curso. No es imposible, de hecho, tenemos una oportunidad sin precedentes de que hacer que suceda.
Performance de Gerald Shield: "Realismo capitalista" (en oposición al stalino "realismo socialista"). Tomado de Wikimedia.
Acá el original en inglés: tiene un par de cortos párrafos más.