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sábado, 1 de julio de 2017

burocracia: ritual neoliberal

Como el jubilado de 91 años que se quitó la vida en la sede de Anses de Mar del Plata el jueves último, Mark Fisher también se suicidó este año en Gran Bretaña, donde vivía y había nacido, sólo que no había cumplido los 50 y todos esperábamos aún de él otros grandes libros, además de Realismo capitalista.
El suicidio, claro, es algo difícil de atribuir al capitalismo. Fisher había escrito mucho sobre este asunto, por ejemplo, publicó en 2013 un texto sobre su depresión: “Escribir sobre la propia depresión es difícil. La depresión está en parte constituida por una voz ‘interior’ que te acusa de auto-indulgencia –no estás deprimido, solo sentís lástima por vos mismo, calmate– y esta voz es susceptible de ser activada cuando hacés pública tu condición. Por supuesto, esta voz no es una voz ‘interior’ en absoluto; es la expresión internalizada de fuerzas sociales reales, y tienen un interés particular en negar cualquier conexión entre la depresión y la política.”
Sin embargo, Fisher dedicó un capítulo entero de Realismo capitalista a la burocracia del neoliberalismo a la que llegó a asociar con un “stalinismo de mercado”. Sí, la burocracia es uno de los pilares del neoliberalismo, un pilar ideológico: cada ciudadano devenido consumidor debe probar, en los papeles, que es apto para el mercado. Se entiende así: “Mientras el neoliberalismo gusta presentarse como antiburocrático en oposición a los ‘socialismos reales’ así como a los remanentes del Estado de bienestar, en realidad lo que ha proliferado es una burocracia descentralizada que funciona como una forma de autovigilancia: por ejemplo, en el terreno educativo, la requisitoria de informes donde se autoevalúen los ‘símbolos del desempeño sobre el desempeño real’, una pseudo mercantilización de los servicios públicos que simula los estándares de eficiencia y control del gerencialismo capitalista pero a los que en realidad les importa poco el ‘producto’ evaluado”. En otras palabras: el procedimiento vacío de la burocracia –que alguien deba demostrar que es quien dice ser en la situación en que se encuentra– consiste en demostrarle a alguien la inutilidad de su vida. Y una vida inútil, como se puede deducir, es una vida que no genera divisas.
El estado gerencialista que impulsa la administración del gobierno actual necesita eso: que la vida de cada ciudadano pueda ser medida como una mercancía. La burocracia resulta así una herramienta pedagógica: un viejo de 90 años aprende en un día perdido y lleno de planillas que si dispone de todo ese día para perderlo en trámites, su tiempo, que es su mercancía, es insignificante.
Es cierto, como dicen los economistas: el dinero que la administración macrista perdió al condonarle impuestos a los sectores más ricos y concentrados de la economía (mineras, exportadores de granos), debe recuperarlo quitándole derechos a los pobres (medicamentos, cobertura de salud, fondos de pensión). Pero esa es una ecuación económica hasta ahora intrascendente: unos cientos o miles de millones de pesos que apenas cuentan frente a los miles de millones de dólares de la deuda que se fugan al exterior.
La burocracia es ejemplar. Como le decía un agente de la Gestapo estalinista a su víctima en el primer episodio de la tercera temporada de la serie Fargo: “Si usted dice que lo que digo es mentira, significa que el Estado se equivocó. Y, como usted sabe, el Estado nunca se equivoca”.
Y se trata de un Estado inequívoco porque es un Estado sin Historia. La base de sustentabilidad del neoliberalismo que encarna el gobierno de Mauricio Macri es, precisamente, la negación de la Historia: lo que sucedió siempre –el saqueo de un grupo de zátrapas que se enriquecen a costa de que los pobres paguen sus deudas (las de los privilegiados)– es presentado como una novedad. Eso debe reproducirse en cada individuo y el área encargada de esa pedagogía es la burocracia: cada individuo se enfrenta ante el Estado sin historia. Debe probar que cada año de aporte es el que ya declaró, que su esposo o esposa está muerto, que es quien es. Todo eso el Estado lo olvidó. Olvidó que es un discapacitado, olvidó que debe consumir medicamentos crónicos –desde insulina a remedios para la hipertensión–, olvidó quién es.
Volvamos a Fisher: según lo relata en una entrevista, es al analizar la burocracia –la de la educación, pero también la de los call centers que tramitan un reclamo– cuando comienza a definir el concepto de “realismo capitalista”. Dice: “Gradualmente me di cuenta que éste tipo de actividades (la burocracia) no eran solamente un gasto de tiempo –su aceptación cumplía una función ritualista. Hacer las cosas mecánicamente y sin interés, hablar con la retórica de los negocios incluso a pesar de que uno no crea en ella: todo esto era crucial para imponer un marco ideológico. Así que llamé a este marco ideológico realismo capitalista, en parte porque el argumento para hacer estas cosas desde el nivel de la administración era que resistirlas no tenía sentido; la única cosa ‘realista’ que se podía hacer, si uno quería mantener su trabajo, era seguirles la corriente. Pero luego comencé a ver los efectos del realismo capitalista en todos lados: no solamente en el trabajo o en la política, sino también en el clima afectivo de las sociedades neoliberales, a las cuales vi caracterizadas por una depresión hedónica: había muchas nuevas posibilidades de placer, pero, en vez de ser una alternativa a la melancolía, alimentaban una especie de abatimiento nuevo y completamente ubicuo”.
La burocracia es así el ritual por el cual una mujer, un hombre es bautizado como mercancía.

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