socio

"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).

sábado, 29 de diciembre de 2012

unplugged style


En Navidad, en Tapiales, habíamos experimentado el furor de este tema, pero hay que decir que hasta que Igor Presnyakov llevara a las seis cuerdas el top hit de PSY no habíamos podido apreciar cabalmente sus cualidades compositivas. 

viernes, 28 de diciembre de 2012

número diez

El número 10 de la revista MOR, que diseña y edita Juan Balaguer, ya puede leerse online. Ahí están, visualmente impecables, las notas sobre James Bond y Hugh Laurie que reprodujimos acá.

doctor blues

He aquí la crónica definitiva del recital y el paso de Hugh Laurie por Rosario que hice para MOR.
Foto de Gustavo Villordo

Cuando está a unos 20 metros, en sus pantalones negros que caen sobre las botas y una camisa de cowboy con firuletes sureños, me acuerdo de la foto que vi hace dos días en los medios: Hugh Laurie acompañado por una pequeña comitiva (en la que se destaca el pesado guardaespaldas negro) en uno de los pasillos del cementerio de Recoleta, en Buenos Aires. Bien, pero es el 10 de junio de 2012, apenas pasaron unos 15 minutos de las nueve de la noche y estoy sentado en una de las filas de “Metropolitano”, rodeado de mujeres que miran con devoción a Hugh Laurie frente al piano de la banda con la que vino a Rosario. Y hay hombres, en su gran mayoría ya bien crecidos como yo, que en el mejor de los casos esbozan una sonrisa sardónica: es lo mejor que ensayamos para mostrar –si así se puede decir– una ligera incomodidad por esa gigantesca masa de libido que nos ignora y, a la vez, un modesto placer, porque Laurie es también algo que hemos encontrado. Laurie nos trae su humor adulto, crítico, su inteligencia viril, la reverberación de ese personaje que seguimos en televisión a lo largo de ocho temporadas: alguien con quien nos conocemos.
¿Entonces por qué la foto en el cementerio porteño? Porque en esa imagen hay algo que es tanto de Laurie como del doctor Gregory House de la serie de televisión: una figura que en la cima de su popularidad y en su excepcional visita al país elige ese paseo “recoleto”, que no muestra otras marquesinas que las de un pasado esplendoroso.
Dice que detesta las entrevistas: “Te roban el alma, la privacidad, la identidad”. Se lo dice al periodista Nicci Gerrard, en una entrevista publicada en el diario londinense The Observer. A quien también le dice que no puede soportar el sonido de su propia voz.
El reportaje que quiero hacerle toca, precisamente, ese punto: ¿cómo alguien que odia escuchar su voz en una entrevista ha podido impostar de modo tan brillante un “acento americano” para su inglés (de hecho, figura en un top ten de los mejores “falsos acentos americanos” junto con Kate Winslett o Christian Bale, y otros actores ingleses y australianos, como el finado Heath Ledger). Además, que el árbol no tape el bosque: Laurie vino a Argentina a hacer unos blues del año de ñaupa que grabó en 2011 en el disco Let them Talk, canciones que van del jazz inicial al bluegrass o los spirituals al modo de Nueva Orleans, todo un orbe en el que la “americanidad” estaba aún en ciernes y se medía por los desvíos y los ruidos que metían las voces negras y el chisporroteo de las distintas lenguas que convivían en esa frontera múltiple del sur estadounidense a principios del siglo XX, cuando los demócratas eran todavía un partido racista.

Acento americano
Todo el proceso de “impostación” que convierte a Hugh Laurie en Gregory House y, a su vez, cuando hace música, en una suerte de Dr. John, el enorme músico blanco de blues de Nueva Orleans cuya influencia se siente en el disco Let them Talk, tiene que ver, para nosotros al menos, con ese “falso acento americano”. Lo que Laurie hace en House y en las canciones es, como se dice en la academia, “leer” algo de América (es decir, de ese monstruo bicéfalo que es la cultura popular estadounidense) que sólo puede cristalizar en los relatos que nos traen la música y las películas. La respuesta acaso se desprende de un sencillísimo artículo de la web: “Los héroes americanos y los actores británicos que los encarnan”. En otras palabras, hace rato que eso que damos en llamar “lo americano” pertenece al mundo de los artistas, por eso estamos ahí el 10 de junio, y nos reímos y festejamos cuando Laurie se para al borde del escenario, delante de la banda, y sacude el trasero para delirio de las damas, entre las que están las jóvenes y las veteranas, la profesora que me deslumbró con sus detalles de Historia Argentina en el Centenario y la locutora que siempre nos ilustra sobre el cambio de calzones de alguna celebrity del prime time vernáculo.
Hugh Laurie nació en Oxford, Inglaterra, el 11 de junio de 1959. Cumplió 53 años en el escenario de Metropolitano, cosa que sus admiradoras no le perdonaron y, apenas pasado un flaco minuto de la medianoche de ese domingo, estallaron con un “Happy Birthday” que flageló al artista y distendió a la audiencia masculina, que halló en ese desliz un momento para relajarse, como si se dijera: allá ellas con sus asuntos.

Hechicero
Eso que llamamos blues, en el disco de Laurie es una mezcla increíble, muy refinada, de gospel, country, blues, jazz. En vivo tuvo unas bases sensibles, sutiles y precisas (ni siquiera el entusiasta acompañamiento de palmas de las fans en el antiguo country-blues “You Don't Know my Mind” logró desorientar a la banda), llenas del swing del folclore de Nueva Orleans y el estilo maduro del jazz de los 50, por decirlo de algún modo.
Laurie y su banda de sesionistas profesionales no jugaron ni al eclecticismo ni a la antropología musical: hicieron los temas con amor y diversión y, sobre todo, a conciencia de que el motivo por el cual estaban allí era en gran parte la fama de Dr. House. Y de nuevo hay que mencionar a otro doctor, Dr. John, un witchdoctor. Un hechicero capaz de devolver al blues de Nueva Orleans su carácter festivo y lúdico, su aire de carnaval, de corriente que fluye siempre a un costado no por marginal, sino porque es un margen, un umbral a partir del cual se establecen las corrientes principales. Y es que House es Dr. John por otros medios: también sus saberes, en la serie de televisión, son los de un brujo; sus prácticas tienen tanto que ver con la medicina –el padre de Laurie fue médico– como con el encantamiento, sus curas son a la vez un conjuro y, como en todo conjuro, el éxito depende siempre del lenguaje.
Así, en el recital, Laurie contó la historia de cada canción que ejecutó, dijo quién era su compositor y dejó en claro el modo en que se aprecia a un autor en Estados Unidos: ex convictos, alcohólicos que llegaban a una taberna infame del sur y cantaban por las copas de la noche. Gente, como dijo alguien, a la que no le interesaba hacer grandes negocios ni soñaba con perdurar en el bronce.

Preguntas y respuestas
Le pregunté a Hugh Laurie: ¿Cómo eligió las canciones para Let them Talk? Uno puede escuchar la genealogía y un vasto conocimiento del blues primerizo, el gospel y el country en la selección y la ejecución de los temas del disco. La respuesta dice: “Recorrí alrededor de mil canciones, es realmente extraño. Es una pregunta sobre cada canción individual, su significado particular y su lugar en mi corazón. Pero es también cómo cada canción se relaciona con las demás y tratan de encontrar formas en que se vinculan para que se sientan como una familia por sobre todas las cosas. Para empezar, tuvimos algunas canciones que armamos en el último minuto. Un par que grabamos que sentimos que tenían demasiada incidencia en el conjunto, que no encajaban del todo. Pero es un proceso lento, doloroso pero también bellísimo dedicarle un tiempo a escuchar todas las canciones que amás y meterte realmente dentro de ellas, hacerlo por hacerlo, con la guía de un hombre tan sabio y de tan buen gusto como Joe Henry; fue una gran colaboración. Quizás una de las partes que más disfrutamos fue justamente intercambiar canciones durante meses: ‘¿Escuchaste esto?’ y ‘No, nunca lo había escuchado, ¿pero vos escuchaste esto otro?’ y compartir las canciones que amamos durante todas nuestras vidas. Fue un proceso muy gradual, nada inmediato del estilo de ‘esto es lo que quiero hacer’.”
Le pregunté también por la música contemporánea (el tema más reciente de Let them Talk es del año 40). La respuesta dice: “Nunca tuve, nunca compré música pop. Nunca me gustaron las bandas que mis compañeros escuchaban en la escuela. Hice pastiches de varios géneros musicales en sketches de comedias, pero escondido detrás de ese velo cómico. Me escondía no sólo musicalmente: lo hacía de muchas maneras, creo. Con este disco levanté el velo. Creo que tuve algunos discos de los Stones, en parte porque creía que merecían ser seguidos, pero nunca compré un disco de David Bowie, por ejemplo. No recuerdo dónde estaba cuando escuché que John Lennon había sido asesinado, pero sí recuerdo dónde estaba cuando murió Muddy Waters. Estaba manejando por la autopista A1 hacia Lincolnshire y tuve una reacción horrible, egoísta. Pensé: nunca voy a verlo tocar.”

Barrotes de oro
Por último, le pregunté por sus poryectos después de House. “No hago planes ni pienso en el futuro. Está claro que tanto tiempo interpretando el mismo personaje marca. Pero la prisión tiene barrotes de oro”, dice la respuesta.
Y al fin y al cabo, ¿qué fue House? Gregory House miraba en sus ratos libres, en su oficina en la clínica, episodios sueltos de Hospital, aquella telenovela en la que los médicos, hombres y mujeres, buscaban síntomas auscultando con frecuencia debajo de su propia pelvis. House, sus primeras cuatro o cinco temporadas, al menos, vino a reinterpretar ese melodrama mitad de clase—las clases en ascenso o establecidas de los médicos estadounidenses expuestas para las clases más bajas que los veían enamorarse por televisión–, mitad kitsch. House, toda la serie, trata sobre la interpretación: el personaje de Laurie debe descifrar síntomas para diagnosticar, pero ese desciframiento implica también un trabajo en equipo, cuyos papeles a la vez deben ser interpretados. “Cada grupo tiene su propia dinámica, y si miramos alrededor y no descubrimos al pelotudo es porque es uno mismo”, le dijo Laurie a James Lipton en la conocida entrevista para Inside the Actor's Studio.
Interpretación dentro y fuera de la ficción: House fue –y lo seguirá siendo en sus repeticiones– un inmenso homenaje al público inteligente. Y Hugh Laurie fue nada más ni nada menos que su intérprete, quien dotó al personaje de su ciclotimia (“Si pensaba que era gracioso entonces no podía ser bueno”, le dijo a Lipton), de su humor, ironía y extranjería. Pero, como lo vimos en la foto del más célebre de los cementerios porteños, con un aire recoleto, casi secreto, que nos devuelve casi siempre a nuestra propia intimidad.

jueves, 27 de diciembre de 2012

puros


Y al final me vi los dos episodios de Labyrinth, la miniserie basada en el bestseller de Kate Mosse que no leí ni pienso leer. Es una suerte de Código Da Vinci, pero con cátaros y con más mujeres bonitas, cosa que se justifica porque el autor es una mujer.
Otra vez, como en el Código (y no vale la pena el enlace), la iglesia católica aparece como la mala de la película, con sus cruzados y sus conspiraciones pero, sobre todo, ajena a la cosa mágica que guardaban los cátaros (es decir, los gnósticos). En otras palabras, el catolicismo es siempre, en estas historias de conspiradores, la religión sin magia. Notable y certero hallazgo, incluso lo dice un personaje de la miniserie.
El catolicismo, según la descripción de Graham Green en El fin de la aventura, siempre será la religión del hombre que va a rezar en ese tiempo "muerto" entre la ida al almacén o el mercado y la vuelta a casa, y que lleva, como material "sacro", sólo una bolsa de los mandados y, en ella, unos vegetales envueltos en el diario de ayer. Ninguna otra magia que la de cumplir con la rutina: ni hombres que viven 800 años (como el del personaje de John Hurt), ni hallazgos arqueológicos que sacuden la Tierra. El catolicismo es siempre un religión de gente vulgar, la misma gente que Greene eligió para sus novelas y la única, en la literatura de mis escritores más queridos, digna del "milagro cotidiano": un sueño, unas palabras halladas en un libro que escribió de niña a mujer soñada, pueden señalar un destino, hacernos saber de las simetrías entre la escritura y la vida. O como las películas de James Cameron, en las que el fin de mundo acontece para que el hombre y la mujer renazcan y se maravillen en su unión.
No digo que Labyrinth –que producen los hermanos Ridley y Tony Scott– carezca por completo de "misterio", que es lo que se opone de algún modo a la "magia", pero hay que decir que su intriga es bastante miserable. Unos arqueólogos encuentran una cueva en la que murieron los últimos cátaros de Carcassone y allí descubren un anillo con el relieve de un laberinto. Alice, la chica que da con esos objetos, tiene una visión y siente una puñalada. Es, digámoslo así, el llamado de la sangre. Los dos episodios se desarrollan tanto en el presente (la novela es de 2005) como en el 1209, año de las cruzadas y el sitio de los cátaros que habían sido condenados por el papa Inocencio III por herejes.
En la actualidad nos encontramos que una sociedad secreta conserva el legado de los cátaros: tres libros que en toda la miniserie nadie lee ni parecen servir para otra cosa que la acumulación, más un anillo, una hebilla y, la joya, el Grial, que no sería un objeto, según el personaje de Hurt, sino otra cosa, con el poder de prolongar la vida, pero sólo una vida, si no entendí mal. De modo que la opción de Inocencio no parece tan desasertada: poner en movimiento todos los secretos de la creación para que alguien viva mil años semiescondido es un despropósito mayúsculo.
Pero la miniserie me recordó un libro de Jean Guitton que el padre Rogelio Vázquez (entonces director del Instituto 178, donde yo daba clases) me prestó hacia 1997, cuando Guitton aún vivía, y se llama Lo impuro. Allí, además de abordar uno de sus temas centrales, "la sublimación", dedica el primer capítulo y varias entradas en el libro a los cátaros. Escribía Guitton: "Los cátaros consideraban carnal el matrimonio, como un pecado mortal, y no veían ninguna diferencia entre el matrimonio, el adulterio y el incesto: matrimonium est lupanar. (...) Precipitaba así aqué movimiento de desesperación que impulsa hacia la extremidad del mal, cuando uno se siente incapaz de la extremidad del bien. No conocía más que los dos límites de lo puro absoluto y de lo impuro radical. Apuntaba a uno y absolutizaba al otro, para condenar solamente la fe media, que es la de la vida humana y la de las multitudes". 

domingo, 23 de diciembre de 2012

casi boyitas


Hace dos noches atrás quedamos en encontrarnos este sábado (22 de diciembre) a la tarde en el club editorial Río Paraná para la presentación del libro Casi boyitas, de Gilda Di Crosta y Daniel García. La cosa, según supe esa velada, es más o menos como sigue: hace dos años Daniel se embarcó en la expedición Paraná R'angá, mientras Gilda se quedaba en Rosario a esperarlo. En ese tiempo, él produjo los maravillosos dibujos que forman parte del libro de esa expedición y ella, mientras lo esperaba, anotó lo pesares de esa espera en los textos que acompañan este libro que, a su vez, editaron Lila Siegrist y Georgina Ricci, las dos editoras más encantadoras de la ciudad.
Razones ajenas a mi voluntad me impidieron permanecer durante la presentación, pero atento al axioma peronista por excelencia ("el que avisa no traiciona"). pasé por el local de calle Velez Sarsfield para saludar, acompañado por Vicente. Gilda, a la que veo a menudo acompañada por Daniel, no sólo me humilló con la espontaneidad y la elocuencia de siempre, sino que recordó lo que habíamos conversado la otra noche acerca de ciertos productos dietéticos que, por distintas razones, los dos buscamos, y me sorprendió extrayendo de su cartera dos alfajores Merengo sin azúcar cuya mención, unas 48 horas atrás, había quedado para mí en una suerte de firmamento platónico, señalado por una dama admirable. Y no sólo eso, encontrarme, en el libro, con esos dibujos de Daniel, capaces de encontrar un cuerpo en un manchón de grafito.
Hace como dos meses, en la sala de espera del Banco Francés, había anotado en la página 17 de Umbra, el segundo libro de poemas de Gilda: Mucho más que en Hueco reverso –el primer libro–, Gilda retoma acá su "sueño con palabras", con eso que las palabras tienen de sonido, de música, y con los sentidos aleatorios que trae la melodía. 
El párrafo a propósito del que hice la anotación dice: "negro de paso-noche/ de noche que no paso/ pasado que es/ mi noche, mi paso".
Entre pasar la noche, decía, y no pasarla sólo hay pasado. Así, hacer propia la noche es sumirse en su propio estado de tránsito.
Eso, para empezar.



martes, 18 de diciembre de 2012

libertad y seguridad




El 30 de octubre pasado leíamos en la sección de noticias nacionales del New York Times que Oklahoma –tanto el estado como su ciudad capital– se preparaban para la libre o abierta (“open”) portación de armas. Esto es, tal como lo describía la crónica de Manny Fernández, la gente podía encontrarse en un bar con un revólver o una pistola automática en la cintura y beber unos tragos como si se tratara de una película de vaqueros. Incluso recogía los testimonios de el señor Hull y algunos amigos, miembros de la Asociación de Portadores Abiertos de Oklahoma (Okoca, según sus siglas en inglés), quien observaba que nunca había sido robado, precisamente porque siempre había tenido un arma a mano. Asimismo, desde Okoca notaban que de todos los mortíferos asaltos a escuelas, centros comerciales, cines o universidades que se cobraron en los últimos quince años cientos de víctimas, ninguno fue protagonizado  por un tenedor de armas licenciado por la Segunda Enmienda constitucional del país. Incluso así lo declara Anthony Sykes,  senador republicano de ese estado: “Creo que está claro que los dueños de armas son las personas más responsables y han demostrado, no sólo en Oklahoma, sino en aquellos lugares en los que habilitamos la portación por cierto tiempo, que nunca hubo un incidente”.
Bien, Nancy Lanza, maestra de la escuela Sandy Hook de Newtown, Connecticut, cuyo hijo Adam el viernes pasado irrumpió en el establecimiento y asesinó a 20 niños de entre 5 y 10 años, además de otros siete adultos, era una entusiasta de las armas. De hecho, el rifle automático y las pistolas que hallaron junto al cadáver del tirador en el escenario de la masacre, pertenecían a la mujer. Nancy, de 52 años, era una de esas “chicas vaqueras” que se jactaba de su colección de armas en el bar donde podría haber recalado el viernes 14 si antes su hijo no la hubiese asesinado.
Antes de que enterraran a los 20 niños de Newtown, el presidente Barack Obama, dijo que revisará este asunto de la venta indiscriminada de armas, que algo hay que hacer y, como lo sostuvo sin demasiado aspaviento durante 2012, que interpreta que lo de la Segunda Enmienda –que habilita a los ciudadanos el uso de las armas– se refiere a la cacería (“hunting”).
Como en el caso del cine de Denver de julio de este año, en el que un joven universitario ejecutó a 12 personas que asistían al estreno del último film de la saga Batman, los asesinos son tratados como seres desviados, enfermos, anomalías dentro del sistema. Ningún medio ni personalidad, hasta donde leímos, parece unir a estos personajes con el calificativo terrorista, pese a que sus actos causan terror, a que hay cierto grado de fanatismo o convicción que lleva por lo general a la muerte del perpetrador y a que suelen usar armamento militar de primera línea. Comparten también con lo que comúnmente se entiende por terrorista que no hay una figura legal que los encuadre.
El folleto del sitio de la Okoca, además de ofrecer un mínimo asesoramiento legal, por ejemplo en caso de que un policía requiera la licencia de portación abierta de un arma (“Sólo es legítimo el pedido si se ha incurrido en alguna acción que justifique la requisitoria”) cita, entre otros párrafos, la célebre frase de Benjamin Franklin: “Quienes son capaces de ceder la libertad para obtener una seguridad temporaria no merecen ni la libertad ni la seguridad” (“They who can give up essential liberty to obtain a little temporary safety, deserve neither liberty nor safety”). ¿Se tratará de eso?

viernes, 14 de diciembre de 2012

este sábado



Este sábado a las 10 presentamos en El buen libro, Mitre 280 de San Niccolás, Oratorio Morante, de Osvaldo Aguirre, y San Nicolás de la Frontera, de Pablo Makovsky. Se trata de dos títulos de la colección de crónicas de la Editorial Municipal de Rosario, que exploran la historia y la intimidad de distintos espacios de una misma zona, entre el sur de Santa Fe y el norte de Buenos Aires. La presentación contará con la participación del periodista Walter Mingo Alvarez, quien conversará con nosotros y nos convidará con el vino de la viña.
El libro de Makovsky propone “una crónica personal de San Nicolás de los Arroyos”, tramada en torno a personajes y sucesos de la historia pública, redescubiertos a la luz del recuerdo y de aportes inesperados de la investigación periodística, y a los avatares de una saga familiar. A su vez, Aguirre recorre en Oratorio Morante el pequeño pueblo fundado en tiempos de la colonia y que permanece ligado a sucesos determinantes de la historia nacional, como la batalla de Pavón.

martes, 11 de diciembre de 2012

retornados





Hay una nueva serie, o miniserie, y es francesa –para esa gente sensible que se orina encima cuando le hablan en el idioma del general Pétain–: Les revenants –“los regresados”: es imposible hallar enlaces a sitios decentes en francés porque son pocos y, según entendemos, la mayoría son pagos, como los diarios: ¡vaya política de la información pública!

El creador se llama Fabrice Gobert, tiene una carrera cinematográfica breve y la serie se basa en el film del mismo nombre que hiciera en 2004 Robin Campillo, colaborador nada menos que de Laurent Cantet. Aunque las relaciones entre estos 8 episodios de una hora de la primera temporada y la película son, según vemos, más bien argumentales.

Es así, a un pueblito francés de la Alta Saboya comienzan a retornar los muertos, es decir, vuelven sin saber que murieron, tal como eran cuando partieron, sin que hayan envejecido. No vienen a comerse a los vivos, sino que simplemente regresan a su lugar y esperan hallarlo tal como lo encontraban antes de morir. El primer episodio (emitido por Canal+ en Francia y Bélgica el 26 de noviembre pasado de acuerdo a la paupérrima entrada de Wikipedia en francés, aunque disponible desde el domingo 9 pasado en sitios de descargas torrent) se llama Camille y trata del regreso de una adolescente a la casa en la que vivía con su hermana gemela Lèna (ahora unos 4 ó 5 años mayor), aunque durante el capítulo también veremos otros regresos e, incluso, un inquietante asesinato en un túnel –perdón, no encontramos adjetivo mejor: un asesinato inquieta, pero en este caso, y ya que se trata de una representación, el crimen inquieta porque infiere un pasado acaso más terrible que ese mismo acto.

Algunas reseñas, esperemos que erradamente, vinculan a Les Revenants con Twin Peaks –el monstruoso antecedente de todo este mundo serial; acaso por su atmósfera de montaña. Salvo una mariposa que vuelve a la vida en una de las primeras escenas del episodio 1, no encontramos esa relación con la serie de David Lynch. Es más, hay una puesta en escena muy “económica”, es decir, la dirección economizó y distribuyó muy bien los espacios y puso en ciertos momentos los sitios de anclaje de lo que podría ser el “tema” de la serie: un dique gigantesco, un edificio de departamentos moderno como esos que se planificaron en los 60-70, y son el escenario principal, por ejemplo, de Let the right one in, esa película sobre una niña vampiro que llega a un sitio sin pasado; o los vidrios y espejos empañados donde se dibuja un reflejo y señala dos lados que vuelven a tocarse y son una suerte de metáfora de algo que retorna y agita deseos: el muerto que aparece para derrumbar la frágil vida que alguien erigió sobre su ausencia.

Otro detalle: casi no hay tecnología (al menos en el primer episodio), lo que esparce un tinte ochentoso al relato, cosa que quizás no esté mal: que los seres queridos vuelvan de la muerte ya es en sí algo tan “titánico” como la tecnología.

En fin. Si el zombie es el monstruo político por excelencia (el paria sin derechos que redujo su vida a la mera subsistencia), Les Ravenants vendría a dar vuelta ese modelo, poniendo a la vista las políticas de los vivos ante la muerte.
Por último, y esto ya en tono de reflexión ramplona: parece que este presente continuo en el que nos sume la tecnología ha disuelto, trastrocado de algún modo, esa relación con la pérdida; la ha convertido, si se quiere, en una relación con la “accesibilidad”: las cosas son más o menos accesibles. Nos preguntamos si no es eso lo que lleva a que los muertos, literalmente, regresen en las ficciones; de modo que se agiganta un vacío: la pérdida de la pérdida.














mono liso

Fotos de Elena Makovsky.

El miércoles pasado fue la fiesta de egresados de preescolar del Jardín Esteban Maradona, de la que Vicente participó metido en un hermoso disfraz de Mono Liso en el escenario del patio de la escuela Pedro Goyena. Para la apertura del acto, según pude reconstruir el relato, la directora aceptó la oferta de Analía, madre de un compañerito de Vicente, quien propuso que se presentara la murga en la que canta. Así arrancó la cosa. Los murgueros subieron pintados al escenario y se lucieron con sus coros. Hicieron los chistes de rigor acerca de los niños y sus padres (ella dándole al bebé la leche y él empinando el codo en el boliche, cosas así).
Al promediar el acto, uno de los murgueros mencionó unas cacerolas y, a continuación, largaron con unas coplas que hablaban del mosquito, incluso uno de los muchachos de la troupe apareció vestido de mosquito para aclarar que no eran ellos (los mosquitos, se entiende) los grandes bichos chupadores de sangre. Y de inmediato las cuerdas arrancaron con una canción murguera que hablaba del gobierno y la oposición.
Lo que al principio habían sido unos ademanes desesperados que agitaron el menudo cuerpo de la directora del jardín contra el escenario, a la vista de todos los presentes, se convirtió de repente en un arrebato mediante el cual la directora cazó el micrófono y dijo: "Agradecemos a la murga y la despedimos con un aplauso".
De mala gana, los murgueros dejaron el escenario, despacio y batiendo voces todavía.


Luego me contaría Analía que la mujer, mientras aún estaban cantando en el escenario, se había acercado para espetarles: "Cuidado con lo que dicen y, más adelante, cuando la mención a cacerolas y gobiernos ya era un hecho: "Decile que la corte".
Claro, después del episodio de Los Amores, al que los diarios porteños atribuyen la renuncia de la ex ministra de Educación, la directora del jardín debe haber estado sensible. Sólo que a diferencia de lo que sucedió en Los Amores (alumnos de 2° grado actuaron un libreto escrito por mayores que desplegaba toda la ponzoña antipolítica y antikirchnerista), los niños del jardín Maradona no estaban involucrados, salvo como público. Además, según me contaría Analía más tarde, la directora había sido invitada a ver la murga, a escuchar sus canciones y a evaluar lo apropiado o no de su incursión en la fiestita de egreso.
En fin, que hay escándalos también privados.
"La naranja se pasea de la sala al comedor. No me tires con cuchillo, tírame con tenedor".

Twist del Mono Liso by M.E. Walsh on Grooveshark