socio

"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).

jueves, 30 de noviembre de 2023

no hay mal que dure cien años

El original en inglés de este artículo puede leerse en The Nation, la histórica revista abolicionista de izquierda estadounidense. A su vez, el autor de este artículo prologó un libro, Only the Good Die Young (Sólo los buenos mueren jóvenes) publicado por la más reciente Jacobin (revista de izquierda estadounidense que promovió la candidatura de Bernie Sanders a la presidencia) que tenía preparado antes de la muerte de Henry Kissinger e incluye varios artículos sobre la influencia de las políticas del ex secretario de Estado sobre la violencia, las masacres y la desestabilización en varios países del mundo, entre ellos Argentina. Allí hay un artículo del politólogo Leandro Margenfeld sobre el legado de Kissinger en Argentina. Traducción de P.M.

>>>*<<<


Henry Kissinger, nacido en la Alemania de Weimar en 1923, ha muerto. Alcanzó los 100 años y, en los últimos años de su vida, políticos, escritores y celebridades lo agasajaron como si fuera la encarnación del siglo estadounidense. Y en cierto modo lo era.

Antes, en tiempos más críticos, lo habían acusado de muchas cosas malas. Ahora que ya no está, sus críticos tendrán la oportunidad de volver a ensayar sus acusaciones. Christopher Hitchens, quien sostuvo que el ex secretario de Estado debería ser juzgado como criminal de guerra, también está muerto. Pero hay una larga lista de testigos de cargo: reporteros, historiadores y abogados ansiosos por proporcionar antecedentes sobre cualquiera de las acciones de Kissinger en Camboya, Laos, Vietnam, Timor Oriental, Bangladesh, contra los kurdos, en Chile, Argentina, Uruguay y Chipre, entre otros lugares.



Se han publicado decenas de libros sobre este hombre a lo largo de los años, pero sigue siendo The Price of Power (El precio del poder), de Seymour Hersh (1983), el que los futuros biógrafos tendrán que superar. Hersh nos dio el retrato definitorio de Kissinger como un paranoico atildado, que oscila entre la crueldad y la adulación para avanzar en su carrera. Pequeño en sus vanidades y mezquino en sus motivos, Kissinger, en manos de Hersh, es sin embargo shakesperiano porque la mezquindad se representa en un escenario mundial, con consecuencias épicas.

Kissinger tiene muchos devotos y muchos de sus obituarios sin duda instarán al equilibrio. Las transgresiones, dirán, deben sopesarse con los logros: la distensión y los subsiguientes tratados armamentistas con la Unión Soviética, la apertura de la China comunista y su diplomacia itinerante en el Medio Oriente. Es en este momento cuando las consecuencias de muchas de las políticas de Kissinger serán redefinidas como “controversias” y relegadas a opiniones más que a hechos. Tras la presidencia de Donald Trump, con el mundo convulsionado por nuevas guerras de conquista, la habilidad política “sobria” de Kissinger es, como varios comentaristas han afirmado recientemente, más necesaria que nunca.

Esperemos comentarios de color: colegas y conocidos que recordarán que tenía un irónico sentido del humor y una afición por la intriga, la buena comida y las mujeres de mejillas altas. Recordaremos que salió con Jill St. John y Marlo Thomas, era amigo de Shirley MacLaine y era conocido cariñosamente como Super K, Henry de Arabia y el Playboy del ala oeste [de la Casa Blanca]. Kissinger era brillante y tenía mal genio. Era vulnerable, lo que lo hacía cruel, y su relación con Richard Nixon era, como dijo el periodista Evan Thomas, “profundamente rara”. Ésos eran los enemigos originales, con Kissinger halagando a Nixon en la cara y quejándose de él a sus espaldas. “La mente de albóndiga”, llamó a su jefe tan pronto como volvió a colgar el teléfono, un “borracho”. Nixonger, llamó a ese dúo Isaiah Berlin.

Nacido en Fürth, Alemania, Kissinger llegó a los Estados Unidos en 1938. Su familia huía de los nazis y los resúmenes de su vida enfatizarán su carácter extranjero. “Chico judío”, lo llamó Nixon. Suele decirse que la visión del mundo de Kissinger, descrita de modo convencional como una valoración de la estabilidad y el avance de los intereses nacionales por encima de ideales abstractos como la democracia y los derechos humanos, choca con la idea que Estados Unidos tiene de sí mismo como bueno de manera innata, como una nación excepcional. “Intelectualmente”, escribe su biógrafo Walter Isaacson, su “mente conservaría su carácter europeo”. Kissinger, señala otro escritor, tenía una visión del mundo que “un estadounidense nativo no podría tener”. Y su acento bávaro se hizo más profundo a medida que envejecía.

Pero interpretar a Kissinger como un extraterrestre que no está en sintonía con los acordes del excepcionalismo estadounidense es no captar el significado del hombre. De hecho, era el estadounidense por excelencia, con su mentalidad moldeada según su lugar y su época.

Cuando era joven, Kissinger abrazó la más estadounidense de las presunciones: crearse a sí mismo, la noción de que el destino de uno no estaba determinado por la propia condición, que el peso de la historia podía imponer límites a la libertad, pero dentro de esos límites había espacio para maniobrar. Kissinger no expresó estas ideas en la jerga vernácula estadounidense. Más bien, tendía a expresar su filosofía en la pesada prosa de la metafísica alemana. Pero las ideas eran en gran medida las mismas: “La necesidad”, escribió en 1950, “describe el pasado, pero la libertad gobierna el futuro”.

Esa línea proviene de una tesis que Kissinger presentó cuando era estudiante de último año en Harvard, un viaje de casi 400 páginas a través de los escritos de varios filósofos europeos. El significado de la historia, como la tituló Kissinger, es denso, melancólico y sobrecargado, fácil de descartar como producto de la juventud. Pero Kissinger repitió muchas de sus premisas y argumentos, en diferentes formas, hasta el final de su vida. Además, cuando llegó a Harvard, el autor tenía una amplia experiencia en el mundo real, en tiempos de guerra, pensando en las cuestiones que planteaba su tesis, incluida la relación entre la información y la sabiduría, el mundo material y la conciencia, y la forma en que el pasado presiona sobre el presente. El propio Kissinger escapó del Holocausto, pero al menos 12 miembros de su familia no lo lograron. Reclutado en 1943, pasó el último año de la guerra en Alemania, donde se esmeró en el ascenso en las filas de la inteligencia del ejército. Como administrador militar de la ciudad ocupada de Krefeld, a orillas del Rin, interrogó a oficiales de la Gestapo, convirtiendo a algunos en informantes confidenciales y ganando una Estrella de Bronce.

Pensar el poder

En otras palabras, la relación entre hecho y verdad, preocupación central de su tesis, no era una cuestión abstracta para Kissinger. Era una cuestión de vida o muerte, y la diplomacia posterior de Kissinger fue, escribe uno de los compañeros de Kissinger en Harvard, un “transplante virtual del mundo del pensamiento al mundo del poder”.

Kissinger, en los próximos obituarios, será llaLa metafísica de Kissinger comprendía partes iguales de tristeza y alegría. La tristeza se reflejaba en su creencia de que la experiencia, la vida misma, en última instancia no tenía sentido y que la historia era trágica. “La experiencia es siempre única y solitaria”, escribió en 1950. “La vida es sufrimiento, el nacimiento implica la muerte”. En cuanto a la “historia”, dijo que creía en su “elemento trágico”. "La generación de Buchenwald y de los campos de trabajo siberianos no puede hablar con el mismo optimismo que sus padres." El júbilo surgió al aceptar esa falta de sentido y esa tragedia, al comprender que las acciones de uno no estaban predeterminadas por la inevitabilidad histórica ni gobernadas por una autoridad moral superior. Había “límites” a lo que un individuo podía hacer, “necesidades”, como dijo Kissinger, impuestas por el hecho de que vivimos en un mundo lleno de otros seres. Pero los individuos poseen voluntad, instinto e intuición, cualidades que pueden utilizarse para ampliar su campo de libertad.mado “realista”. Esto sería exacto si se define el realismo como una visión pesimista de la naturaleza humana y la creencia de que se necesita poder para imponer orden en las relaciones sociales anárquicas.



Pero si se toma el realismo como una visión del mundo en la que se puede llegar a la “verdad” de los hechos observando esos hechos, entonces Kissinger claramente no era realista. Más bien, Kissinger se declaró a menudo a favor de lo que hoy la derecha denuncia como relativismo radical: Sostuvo que no existe la verdad absoluta, ninguna verdad en absoluto más que la que se puede deducir desde una perspectiva propia y solitaria. “El significado representa la emanación de un contexto metafísico –escribió–. Cada hombre, en cierto sentido, crea su imagen del mundo". La verdad, dijo Kissinger, no se encuentra en los hechos sino en las preguntas que hacemos sobre esos hechos. El significado de la historia es "inherente a la naturaleza de nuestra consulta".

Este tipo de subjetivismo estaba en el aire de la posguerra, y Kissinger en sus primeros escritos no parecía diferente de Jean-Paul Sartre, cuya influyente conferencia sobre existencialismo se publicó en inglés en 1947 (y fue citada por Kissinger en The Meaning of HistoryEl sentido de la historia–). Cuando Kissinger insiste en que los individuos tienen la “elección” de actuar con “responsabilidad” hacia los demás, suena absolutamente sartreano, haciéndose eco de la creencia del filósofo radical francés de que, dado que la moralidad no es algo que se impone desde fuera sino que viene desde dentro, cada individuo “es responsable del mundo”. Kissinger, sin embargo, tomó un camino muy diferente al de Sartre y otros intelectuales disidentes, y esto es lo que hizo que su existencialismo fuera excepcional: no lo utilizó para protestar contra la guerra sino para justificar su ejecución.

Creación

Kissinger no fue el único entre los intelectuales políticos de posguerra que invocó la “tragedia” de la existencia humana y la creencia de que lo mejor que uno puede esperar es establecer un mundo de orden y reglas. George Kennan, un conservador, y Arthur Schlesinger, un liberal, pensaban que los “aspectos oscuros y enredados” de la naturaleza humana (en palabras de Schlesinger) justificaban un ejército fuerte. El mundo necesitaba vigilancia. Pero ambos hombres (y muchos otros que compartían su sensibilidad trágica, como Reinhold Niebuhr y Hans Morgenthau) acabaron por volverse críticos, algunos extremadamente críticos, del poder estadounidense. En 1957, Kennan defendía la “retirada” de la Guerra Fría y, en 1982, describía a la administración Reagan como “ignorante, poco inteligente, complaciente y arrogante”. La guerra de Vietnam provocó que Schlesinger abogara por un poder legislativo más fuerte para controlar lo que en 1973 llamaría la “presidencia imperial”. No fue el caso de Kissinger.

En cada uno de los puntos de inflexión de la posguerra en Estados Unidos, momentos de crisis en los que hombres de buena voluntad comenzaron a expresar dudas sobre el poder estadounidense, Kissinger tomó la dirección opuesta. Hizo las paces con Nixon, a quien tildó al principio de desquiciado; luego con Ronald Reagan, a quien inicialmente consideró hueco; y luego con los neoconservadores de George W. Bush, a pesar de que todos llegaron al poder atacando a Kissinger; y finalmente con Donald Trump, a quien Kissinger imaginó fantasiosamente como la realización de su creencia de que la grandeza de los grandes estadistas reside en su espontaneidad, su agilidad, su capacidad para prosperar en el caos sobre –como escribió Kissinger en la década de 1950– “la creación perpetua, en una constante redefinición de objetivos”.

“Hay dos tipos de realistas”, escribió Kissinger a principios de la década de 1960, “los que manipulan los hechos y los que los crean. Occidente no necesita nada más que hombres capaces de crear su propia realidad”. Trump, el presidente del reality show, ciertamente crea su propia realidad. Un “fenómeno”, llamó Kissinger a Trump, diciendo que “algo extraordinario y nuevo” podría surgir de su presidencia.

De Rockefeller a Nixon, de Nixon a Reagan, de Reagan a George W. Bush, de George W. Bush a Trump: fortalecido por su inusual mezcla de tristeza y alegría, Kissinger nunca vaciló. La tristeza lo llevó, como conservador, a privilegiar el orden sobre la justicia. El júbilo lo llevó a pensar que podría, con la fuerza de su voluntad y su intelecto, anticiparse a lo trágico y reclamar, aunque sólo fuera por un fugaz momento, la libertad. “Aquellos estadistas que alcanzaron la grandeza final no lo hicieron mediante la resignación, por bien fundada que fuera”, escribió Kissinger en su tesis doctoral de 1954; “Se les concedió no sólo mantener la perfección del orden, sino también tener la fuerza para contemplar el caos y encontrar allí material para una nueva creación”.

 El existencialismo de Kissinger sentó las bases sobre las que defendería sus políticas posteriores, políticas que trajeron muerte, destrucción y miseria a millones de personas. Si la historia ya es tragedia y la vida es sufrimiento, entonces la absolución llega con un cansado encogimiento de hombros del mundo. No hay mucho que un individuo pueda hacer para empeorar las cosas de lo que ya están.

Antes de ser un instrumento de autojustificación, el relativismo de Kissinger fue una herramienta de autocreación y, por tanto, de autoprogreso. Kissinger tenía la habilidad de ser todo para todas las personas, particularmente para las personas en una posición superior: "No te diré lo que soy", dijo en su famosa entrevista con Oriana Fallaci, "nunca se lo diré a nadie". El mito sobre sí mismo es que no le gustaba el desorden de la política moderna de los grupos de interés, que sus talentos se habrían realizado mejor si no hubieran estado obstaculizados por la supervisión de la democracia de masas. Aunque en realidad, fue sólo gracias a la democracia de masas, con sus casi infinitas oportunidades de reinvención, que Kissinger pudo escalar las alturas.

Producto de la nueva meritocracia de posguerra, Kissinger aprendió rápidamente a manipular a los periodistas y a cultivar a las élites, para quienes se hizo indispensable, y a aprovechar la opinión pública en su beneficio. En un período de tiempo notablemente corto, y a una edad sorprendentemente joven (tenía 45 años en 1968 cuando Nixon le pidió que fuera su asesor ["adviser", en el original, corresponde a un cargo de secretario de Estado en nuestra administración política] de seguridad nacional), había arrebatado el aparato de seguridad nacional a los "hombres del oriente" del establishment. Los blancos anglo-sajones protestantes (WASP) gentiles, con sus egos dirigidos hacia adentro, como el primer secretario de Estado de Nixon, William Rogers, a quien Kissinger finalmente expulsó, no tenían idea de a qué se enfrentaban.



Aún así, al considerar el mundo que Kissinger deja atrás, es importante centrarse no en su descomunal personalidad sino en el enorme papel que desempeñó en la historia de la posguerra. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial y el comienzo de la Guerra Fría, ha habido muchas versiones del Estado de seguridad nacional. Pero a finales de los años 60 y principios de los 70 se produjo un momento transformador en la evolución de ese Estado, cuando las políticas de Kissinger, especialmente su guerra de cuatro años lanzada en secreto en Camboya, aceleraron su desintegración, socavando los fundamentos tradicionales –planificación de una élite, consenso bipartidista y apoyo público– en las que se apoyaba. Kissinger, junto con Nixon, acogió con agrado esta desintegración: “Tenemos que romperle la espalda a esta generación de líderes demócratas”, le dijo Kissinger a Nixon, mientras los dos hombres conspiraban para utilizar la política exterior para obtener ventajas internas. Nixon respondió: "Tenemos que destruir la confianza del pueblo en el establishment estadounidense".

“Éso es”, respondió Kissinger.

Sin embargo, incluso cuando la desintegración del antiguo Estado de seguridad nacional avanzaba rápidamente, Kissinger ayudó a su reconstrucción en una nueva forma: una restaurada presidencia imperial basada en demostraciones de violencia cada vez más espectaculares, un secretismo más intenso y un uso cada vez mayor de la guerra y el militarismo para aprovechar el disenso doméstico y la polarización para obtener ventajas políticas.

Consecuencias

Las guerras de Estados Unidos en el sudeste asiático destruyeron la habilidad para que sean ignoradas las consecuencias de las acciones de Washington en el mundo. Se estaba descorriendo el telón y, al parecer, en todas partes la relación de causa y efecto estaba apareciendo a la vista: en los informes de Hersh y otros periodistas de investigación sobre los crímenes de guerra estadounidenses, en la erudición de una nueva generación de historiadores que cuestionan, en el trabajo de realizadores de documentales como En el año del cerdo, de Emile de Antonio, y Corazones y mentes, de Peter Davis; entre antiguos creyentes apóstatas y verdaderos, como Daniel Ellsberg; en la disidencia de intelectuales como Noam Chomsky. Peor aún, la sensación de que Estados Unidos era una fuente tanto de bien como de mal en el mundo comenzó a filtrarse en la cultura popular, en las novelas, las películas e incluso en los cómics, tomando la forma de un escepticismo y un antimilitarismo generalizados.

Kissinger ayudó a la presidencia imperial a adaptarse a este nuevo cinismo. Fue un maestro en promover la propuesta de que las políticas de Estados Unidos y la violencia y el desorden que existen fuera de sus fronteras no tienen ninguna relación, especialmente cuando se trataba de dar cuenta de las consecuencias de sus propias acciones. ¿Camboya? “Era Hanoi”, escribe Kissinger, señalando a los norvietnamitas para justificar su campaña de bombardeos de cuatro años contra esa nación neutral. ¿Chile? Ese país, dice en defensa de su golpe de Estado contra Salvador Allende, “fue 'desestabilizado' no por nuestras acciones sino por el Presidente constitucional de Chile”. ¿Los kurdos? “Una tragedia”, dice el hombre que se los entregó a Saddam Hussein, con la esperanza de alejar a Irak de los soviéticos. ¿Timor Oriental? "Creo que ya hemos oído suficiente sobre Timor".

Existencialismo imperial

También resultó útil para el blindaje de la presidencia imperial, lo que podríamos llamar el existencialismo imperial de Kissinger, que ayudó a restaurar un mecanismo de negación, una forma de neutralizar el torrente de información que lograba estar disponible al público sobre las acciones de Estados Unidos en el mundo y sus resultados, a menudo catastróficos de esas acciones. Los periodistas y académicos podrían desenterrar hechos difíciles de discutir que demostraran que el derrocamiento de cualquier gobierno democrático o la financiación de regímenes represivos generaban reacciones adversas. Pero Kissinger nunca vaciló en su insistencia en que el pasado no debería limitar el abanico de opciones de Estados Unidos en el futuro. Las grandes potencias, al igual que los grandes hombres, son absolutamente libres: libres no sólo de supervisión moral sino de lógica causal que podría vincular acciones pasadas con problemas actuales.

Los obituarios mencionarán cómo la hostilidad conservadora hacia las políticas de Kissinger (distensión con Rusia, apertura a China) ayudó a impulsar la primera candidatura real de Reagan a la presidencia en 1976. Y trazarán una distinción entre su tipo de política de poder supuestamente testaruda y el "idealismo" neoconservador que nos llevó a los fiascos de Afganistán e Irak.

 Pero probablemente extrañarán la forma en que Kissinger sirvió no sólo como contraste sino también como facilitador de la Nueva Derecha. A lo largo de su carrera, planteó una serie de premisas que serían adoptadas y ampliadas por los intelectuales y formuladores de políticas neoconservadoras: que las corazonadas, las conjeturas, la voluntad y la intuición son tan importantes como los hechos y la inteligencia concreta para guiar la política; que demasiado conocimiento puede debilitar la resolución; que hay que arrebatar la política exterior de las manos de expertos y burócratas y entregarla a hombres de acción; y que el principio de autodefensa (definido en sentido amplio para abarcar casi cualquier cosa) anula el ideal de soberanía. Al hacerlo, Kissinger desempeñó su papel en mantener la gran rueda del militarismo estadounidense girando siempre hacia adelante.

Ningún ex asesor de seguridad nacional o secretario de Estado ha ejercido tanta influencia después de dejar el cargo como Kissinger, y no sólo a través de su constante defensa de la guerra (incluso en Panamá y el Golfo Pérsico). Reagan nombró a Kissinger para su comité presidencial sobre Centroamérica, lo que justificó la línea dura de Reagan en la región; George H.W. Bush nombró a muchos de sus protegidos, entre ellos Lawrence Eagleburger y Brent Scowcroft, para altos cargos de política exterior; y Bill Clinton recurrió a la ayuda de Kissinger para impulsar el Tratado de Libre Comercio con América –el NAFTA– en el Congreso.

Kissinger Associates, una firma consultora privada, se benefició de las consecuencias de las políticas públicas de Kissinger. En 1975, por ejemplo, Kissinger, como secretario de Estado, ayudó a Union Carbide a establecer su planta química en Bhopal, India, trabajando con el gobierno indio y ayudando a conseguir un préstamo del Export-Import Bank de Estados Unidos para cubrir una importante parte de la construcción de la planta. Luego, después del desastre de la fuga de productos químicos en la planta en 1989, Kissinger Associates representó a Union Carbide y ayudó a negociar, en 1989, un acuerdo extrajudicial de 470 millones de dólares para las víctimas del derrame. El pago fue insignificante en relación con la magnitud del desastre, que causó casi 4.000 muertes inmediatas y expuso a otro medio millón de personas a gases tóxicos. En América Latina y Europa del Este, Kissinger Associates ayudó a negociar lo que uno de sus empleados llamó la “venta masiva” de industrias y servicios públicos, una liquidación que, en muchos países, fue iniciada por dictadores y regímenes militares apoyados por Kissinger.

Kissinger, por supuesto, no es el único responsable de la evolución del Estado de seguridad nacional estadounidense hasta convertirse en la máquina de demolición perpetua en que se ha convertido. Esa historia, que comienza con la Ley de Seguridad Nacional de 1947 y continúa hasta la Guerra Fría y ahora la Guerra contra el Terrorismo, comprende muchos episodios diferentes y está poblada por muchos individuos diferentes. Pero la carrera de Kissinger discurre a lo largo de las décadas como una línea roja brillante, arroja su luz espectral sobre el camino que nos ha llevado a donde nos encontramos ahora, desde las selvas de Vietnam y Camboya hasta las arenas del Golfo Pérsico, hasta el punto muerto en Ucrania y la bancarrota moral en Gaza.

Como mínimo, podemos aprender de Kissinger, que apoyó sin vacilar la Primera Guerra del Golfo y la Segunda Guerra del Golfo, y todas las guerras posteriores, que los dos conceptos que definen la política exterior de Estados Unidos (realismo e idealismo) no son necesariamente valores opuestos; más bien, se refuerzan mutuamente. El idealismo nos mete en el atolladero del momento, el realismo nos mantiene allí mientras promete sacarnos, y luego el idealismo regresa de nuevo para justificar el realismo y superarlo en la siguiente ronda. Y así va.




sábado, 28 de octubre de 2023

lavarropas

El olor a pasto recién cortado flota aún en el aire y el run-run del lavarropas le da sonido, lo vuelve la tarde misma cayendo sobre el patio.

lunes, 9 de octubre de 2023

la hoguera de las libertades

La libertad de ser idiota 

Idiota es una palabra que proviene del griego y era el adjetivo con el que se denominaba a aquellos que no se interesaban en la participación política dentro de la polis (que, vale aclararlo, no era un paraíso inclusivo, sino un espacio reservado a cierta ciudadanía privilegiada –si les da fiaca leer les recomiendo éste episodio de HistoriAr sobre la democracia en la Grecia antigua). El término es a esta altura incierto porque alcanza otros como idios (que tanto significa interior como idioma), de modo que el idiota de entonces era de alguna manera un privado de la lengua que no podía compartir su “interior” con el colectivo político. 
La época que vivimos es oscura, pero siempre puede ser mucho más oscura.
El siguiente texto fue traducido de la revista digital TruthDig, que originalmente fundara el gran periodista de izquierda Robert Scheer (quien ahora dirige el boletín digital ScheerPost, donde escribe semanalmente nuestro adorado Chris Hedges).
Se ofrecen cifras sobre los alarmantes niveles de censura de libros en estados republicanos postrumpismo como Florida (donde su gobernador Ron DeSantis es un enemigo de Donald Trump y, a la vez, un cruzado que promete una ultraderecha mucho más coherente y devastadora), Texas, Arizona, Iowa, Missouri y Oklahoma, del mismo signo político.
Acaso la nota, dirigida a un público de izquierda y estadounidense no es lo suficientemente clara con respecto a lo que significa esta tendencia: dice que cierto pensamiento crítico que puede encontrarse en una literatura accesible a cualquier lector, incluidos clásicos que formaron no sólo a escritores, sino a humoristas y comediantes de Hollywood, como Huckleberry Finn, de Mark Twain, se prohíben por la acción de minorías intensas como consejos de padres y otras agrupaciones de pequeños seres cargados de odio como los que vimos en la pandemia y los que posiblemente proliferarán en Argentina si las elecciones de octubre próximo llegan a dar rienda suelta a un ostentoso analfabetismo, es decir, a la idiotez.
Prohibir libros es algo espantoso no sólo por lo que significa la censura sobre ciertas obras, sino porque es la más fehaciente comprobación de que algunas ideologías fundadas en la ignorancia y el odio sólo pueden sobrevivir si eliminan todo aquello que las cuestiona o introduce dudas sobre sus dogmas. Es aceptar que sólo la ignorancia es garantía de libertad, que es lo mismo que el lema que leían los condenados que ingresaban a campos de exterminio como el de Auschwitz: “Arbeit macht frei”, es decir: “el trabajo nos hará libres”. 
A su vez, la nota cita libros y autores que pueden resultar ignotos para nuestros lectores. Obviando el Huckleberry Finn, exponemos de qué tratan esos libros.
Proyecto 1619, fue un trabajo colaborativo entre autores del New York Times que se lanzó como libro en 2021 y ganó los más importantes premios de EEUU. Se promocionó como “una nueva historia de los orígenes de la esclavitud” y lleva ese año en el título porque es el año en el que arribó el primer barco con esclavos africanos al puerto de Boston. Reúne, entre poemas, narraciones y dieciocho ensayos, el legado actual de la esclavitud en EEUU. Es decir, el pasado de hace más de 400 años está en disputa en el presente. ¿Cómo no pensar que el legado del Rodrigazo en 1975 y la dictadura burguesa genocida de 1976 no están en disputa en el más crudo presente?
Gender Queer: A Memoir es una memoria gráfica publicada en 2019, escrita e ilustrada por Maia Kobabe, que resume el camino de iniciación, desde la adolescencia a la adultez de la autora, su exploración en la identidad de género y su sexualidad por la que se define por fuera del binarismo de género.
Lawn Boy, es una novela de autoconocimiento de un escritor blanco estadounidense, Jonathan Evison, que cuenta la historia de un joven mexicano-americano que ha enfrentado dificultades desde su infancia y ahora está atravesando una fase de autodescubrimiento. Se publicó en 2018.
The Hate U Give. es la primera novela de la escritora afroestadounidense Angie Thomas publicada en 2017. Narra un ataque policial en el que un policía blaco mata a tiros a un adolescente negro. El libro está narrado por Starr Carter, una chica afroamericana de 16 años de un barrio pobre que asiste a una escuela privada de élite en una zona predominantemente blanca y próspera de la ciudad. El libro fue adaptado al cine en 2018.
Looking for Alaska es una novela del escritor blanco John Green publicada en 2005 y de la que la plataforma Hulu hizo una miniserie que se estrenó en 2019. Narra, en tono autobiográfico, la vida de un adolescente escritor que no se adapta a las escuelas secundarias por las que transita y está obsesionado con las frases que pronuncian al final de su vida personajes históricos que van desde François Rabelais hasta Simón Bolívar.
Beloved es una novela –a esta altura un clásico– de la escritora negra Toni Morrison (1931-2019, Nóbel de literatura en 1993). Novela histórica –transcurre después de la guerra de secesión estadounidense, en 1865– al mismo tiempo que política, sociológica y afectiva –o los adjetivos que prefieran para esa rara mezcla de subjetivación que ofrecen los opresores–, la trama de Beloved, protagonizada por esclavos libertos y en fuga es indescriptible. Hubo una película de 1998 basada en el libro y protagonizada por Oprah Winfrey y dirigida por el gran Jonathan Demme que, como suele suceder, apenas si reproduce la anécdota del libro.  
Pablo Makovsky

>>>*<<<

La prohibición de libros alcanza niveles ominosos e históricos en Estados Unidos


El lomo de Das Unbehagen in der Kultur (1929, El malestar en la cultura, de Sigmund Freud), en el sitio donde fue quemado entre otros libros en la Alemania nazi en 1933.

por Stephen Rohde

Un 10 de mayo de 1933, la Unión de Estudiantes Alemanes organizó un día nacional de quema de libros para incinerar todos las obras consideradas incompatibles con la ideología nazi, incluidos títulos de autores judíos, medio judíos, comunistas, socialistas, anarquistas, liberales, pacifistas y sexólogos. Esta historia vuelve a cobrar una candente relevancia durante la actual Semana del Libro Prohibido, un evento anual patrocinado por decenas de organizaciones comprometidas con el libre acceso a la información, desde la Asociación Estadounidense de Bibliotecas hasta el Consejo Nacional de Profesores de Lengua Inglesa.

Esta no es una Semana del Libro Prohibido cualquiera. En el pasado, los estadounidenses por lo general lamentaban los escasos ejemplos de bibliotecas de pueblos pequeños y juntas escolares mojigatas que prohibían libros como Las aventuras de Huckleberry Finn. Aquellos números ahora parecen algo pintoresco. Entre julio de 2022 y julio de 2023, según un nuevo y sorprendente informe de PEN America –la organización internacional que reúne a escritores de EEUU–, se produjeron 3.362 casos de prohibición de libros en las aulas y bibliotecas de las escuelas públicas del país, negando a los estudiantes el acceso a 1.557 títulos de libros únicos creados por 1.480 autores, ilustradores y traductores. Esto representó un notable aumento del 33 % con respecto al año lectivo 2021-22. Los autores a los que se dirige la prohibición suelen ser mujeres, personas de color y/o personas LGBTQ+. “En medio de un creciente clima de censura”, concluye el informe, “la prohibición de libros escolares continúa propagándose a través de campañas coordinadas por parte de una minoría chillona de grupos y actores individuales y, cada vez más, como resultado de la presión de la legislación estatal”.

Más del 40 por ciento de todas las prohibiciones de libros ocurrieron en los distritos escolares de Florida, una cantidad mayor que la de cualquier estado. PEN America registró 1.406 casos de prohibición de libros en Florida, seguidos por 625 prohibiciones en Texas, 333 prohibiciones en Missouri, 281 prohibiciones en Utah y 186 prohibiciones en Pensilvania. PEN descubrió que, de manera abrumadora, “las prohibiciones de libros se dirigen a libros sobre raza o racismo o que presentan personajes de color, así como a libros con personajes LGBTQ+”. Además,

los libros prohibidos también incluyen libros sobre abuso físico, salud y bienestar, y temáticas que incluyen el duelo y la muerte. En particular, la mayoría de los casos de prohibiciones de libros afectan a libros para adultos jóvenes, libros de grado medio, capítulos de libros o libros ilustrados (libros específicamente escritos y seleccionados para audiencias más jóvenes... [son más del 60 por ciento de las prohibiciones de libros] ocurrieron en ocho estados con una legislación que facilita directamente la prohibición de libros o que creó las condiciones para que grupos locales presionaran e intimidaran a educadores y bibliotecarios para que retiraran libros.

PEN no es el único grupo que sigue estas tendencias perturbadoras. En un informe publicado en marzo de 2023, la Asociación Estadounidense de Bibliotecas (American Library Association, ALA) reveló que el número de impugnaciones de libros en 2022 fue casi el doble del total récord de 2021 y, por lejos, el mayor desde que la ALA comenzó a almacenar datos hace 20 años. “Nunca había visto algo así”, dijo Deborah Caldwell-Stone, directora de la Oficina para la Libertad Intelectual de la ALA. "Los últimos dos años han sido agotadores, aterradores y provocan indignación".

Además de la favorita de los censores, Las aventuras de Huckleberry Finn, la gran mayoría de las quejas se dirigen a obras con temas LGBTIQA+ o raciales, incluidas Gender Queer de Maia Kobabe, Lawn Boy de Jonathan Evison, The Hate U Give de Angie Thomas, y una edición completa del Proyecto 1619, el informe ganador del Premio Pulitzer de The New York Times sobre el legado de la esclavitud.

El informe de la ALA indica que se han propuesto o aprobado proyectos de ley que facilitan la restricción de libros en Arizona, Iowa, Texas, Missouri y Oklahoma, entre otros estados. En Florida, donde el gobernador Ron DeSantis aprobó leyes para revisar los materiales de lectura y limitar las discusiones en el aula sobre identidad de género y raza, los libros retirados de forma indefinida o temporal incluyen Looking for Alaska de John Green, Hopeless de Colleen Hoover y la novela distópica de Margaret Atwood El cuento de la criada y el cuento ilustrado de Grace Lin “Dim Sum for Everyone!” Hace muy poco, el distrito escolar del condado de Martin en Florida eliminó docenas de libros de sus escuelas intermedias y secundarias, incluidas numerosas obras de la novelista Jodi Picoult, Beloved de Toni Morrison, ganadora del premio Pulitzer, y el policial Maximum Ride de James Patterson.

Recientemente regresé de un viaje a Europa que incluyó una parada en Bonn, Alemania. Nuestro guía local se detuvo frente al antiguo ayuntamiento y nos llamó la atención sobre los adoquines bajo nuestros pies. Vimos muchas placas en el suelo que conmemoraban los lomos de los libros que habían sido quemados en ese mismo lugar el 10 de mayo de 1933. Llevaban los nombres de autores como Jack London, Karl Marx, André Gide, Ernest Hemingway y Sigmund Freud, entre muchos más. No fueron sólo los camisas pardas quienes participaron en la quema de estos libros. Los estudiantes y profesores de la universidad cercana recorrieron con entusiasmo sus estantes y obedientemente trajeron títulos ofensivos para agregarlos a la pila. En un viaje anterior a Alemania, estuve en la Operplatz de Berlín y miré a través de una pequeña plataforma transparente hacia un espacio subterráneo lleno de estanterías blancas vacías, acompañado por una placa con las palabras proféticas escritas por Heinrich Heine, un poeta y escritor alemán cuyas opiniones políticas radicales llevaron a que las autoridades alemanas prohibieran muchas de sus obras.

“Eso no fue más que un preludio”, escribió en 1821. “Donde queman libros, al final queman personas”.

Nota bene: se respetó el único hipervínculo de la nota original en TruthDig (“La prohibición de libros alcanza niveles históricos y ominosos en Estados Unidos”) y se agregaron otros que podrían ayudar al lector a extender su lectura. Traducción de P.M.

sábado, 7 de octubre de 2023

medio

 Cuando le pregunté por qué decía que eran “medio boludos” me dijo:

—Porque no son del todo boludos.

armonía

Ésto le dice Daniel Santoro a Marina Mariasch y Fabián Casas en el podcast La inquietud. Sigue, y es hermoso: 

—Ese tema, el de la tensión entre la severidad y la misericordia es una forma de accionar del peronismo. El peronismo existe en esa tensión y nunca está en el medio. Por eso el tema de la armonía. El peronismo nunca es equilibrio, el peronismo es armonía. La armonía son partes distintas. ¿Cuánto de severidad y cuánto de misericordia? Éso es el arte. Cuando Perón dice: “El arte de la conducción”, cuando habla del arte sobre todo, es porque hay que buscar las armonías. Y es difícil, las armonías nunca están dadas, son dinámicas, siempre son distintas. La armonía es el momento, es la foto del momento, ésa es la armonía. El equilibrio pretende una permanencia, el equilibrio es una negociación: 50 cabezas nucleares vos, 50 cabezas nucleares yo, hay equilibrio. El equilibrio es muy severo, porque depende de los números. En cambio la armonía es más misericordiosa: yo quiero un poquito, necesito un poquito. Vos vas a ser parte aunque seas un poquito, eso es la armonía. En la música es fantástica, cuando hay armonía: algo se cuela ahí que solamente la misericordia lo puede permitir. Si no todo sería mitad y mitad, tendería a eso para que se estabilice. La armonía es lo que se puede romper. Si se rompe el equilibrio estás en la catástrofe. Si se rompe la armonía conseguís nuevas armonías.

Para escucharlo entero:





El cuadro de Massotta, María Moreno y Germán García citado en la conversación. Imágenes tomada de VaConFirma.


domingo, 24 de septiembre de 2023

cuadernos

Para escribir más tarde:

Me conmueven los cuadernos que compra mi esposa.

Hacer algo en la casa. 

domingo, 16 de julio de 2023

tinta y cenizas

El fuego consumió las hojas, que reposan desde anoche en el piso de ladrillos de la parrilla. Una débil lámina carbonizada que aún retiene la tinta impresa.

Las palabras recortadas de oraciones que aún llegan a leerse exhiben en su negrura una claridad espectral.




 

miércoles, 12 de julio de 2023

el juego generacional

Este artículo fue escrito para un dossier de la revista The Raving Age que explora historias y figuras de la juventud bajo el título The Generation Game. Llegamos a él a través del blog –en realidad un hub de blogs– de Reynolds: Blissblog

por Simon Reynolds*

Entre las bromas que hace en el escenario de un concierto de los Doors y que aparecen en el álbum póstumo de Jim Morrison An American Prayer (1978) está ésta: “¡Escuchen!”, grita el vocalista en trance. “No sé cuántos de ustedes creen en la astrología”. Se elevan gritos de asentimiento de la audiencia y una mujer grita el signo zodiacal de Morrison. “Así es, bebé, soy Sagitario”, responde Morrison, y agrega, con aparente orgullo: “El más filosófico de todos los signos”. Alguien en la multitud, posiblemente la misma mujer, grita “¡yo también!”. Hay una pausa y luego, con una sincronización cómica perfecta, Morrison cambia el guión: “Pero de todos modos, no creo en eso, creo que es pura mierda, eso creo yo”.

Recordé este interludio entre canciones mientras reflexionaba sobre el concepto de generaciones: la creencia de que las cohortes demográficas están unidas por una perspectiva o mentalidad compartida. Ya saben la partitura: baby boomers de la posguerra, generación X, millennials, generación Z. De repente me di cuenta de que la teoría generacional y la astrología tienen mucho en común: se basan en unidades de tiempo de calendario y postulan fuerzas misteriosas que alinean a las poblaciones entre sí en formas que atraviesan las múltiples otras formas en que esos grupos de edad se dividen y diferencian.

Comencemos con mis propias actitudes hacia estas dos formas de conocimiento. Estoy totalmente de acuerdo con el Rey Lagarto al considerar que la astrología es “pura mierda”. Pero así como Morrison parecía capaz de combinar el escepticismo desdeñoso y el disfrute de la idea de que los Sagitario como él tenían características particulares, del mismo modo en mi vida he mirado distraídamente los horóscopos en los periódicos. Una vez incluso hice una lectura adecuada, cortesía de un amigo de la universidad que realmente creía en los poderes adivinatorios de la astrología. Al igual que con el Tarot, siempre se encontrarán correspondencias con las experiencias de vida o la personalidad de uno: el descubrimiento de que mi condición de geminiano se vio contrarrestada por una fuerte influencia de Cáncer parecía explicar por qué las características tradicionales de Géminis estaban silenciadas en mi carácter. Mi agnosticismo sobre la astrología era perfectamente capaz de coexistir con su disfrute como juego.



Mucho de lo mismo se aplica a la generacionlogía. Recientemente, para mi sorpresa, supe que, en lugar de pertenecer a la Generación X, como supuse durante mucho tiempo, en realidad soy uno de los últimos baby boomers. Haber nacido en 1963, al final de la cola del boom, en realidad parecía explicar algo sobre mi perspectiva: profundamente atraído por las ideas y el idealismo de los años sesenta, mientras tenía esa característica sensación X de haber nacido demasiado tarde. (También nací un poco tarde para involucrarme en el punk; en muchos sentidos, un estallido renovado de esa creencia de los sesenta en el poder del rock, el último estallido del boomerismo). Al igual que con el efecto amortiguador de Cáncer sobre Géminis, mi mentalidad de baby boomer se vio muy afectada por la ironía paralizante de la Generación X, sus sentimientos de inutilidad y agotamiento.

Hablar de generaciones como si realmente existieran y tuvieran una influencia sobre las personas está mucho más extendido y bien visto que la creencia de que los eventos y las personalidades están gobernados por el movimiento de los planetas. Pero, ¿hay realmente mucha más sustancia y realidad en esto de las “generaciones”? Si bien podría no ser “un manojo de tonterías”, este discurso de las generaciones genera tonterías: visiones generales y artículos de opinión débilmente fundamentados, análisis engañosos y analogías, tópicos y trivialidades. Y, sin embargo, como la astrología, es un juego con el que nos divertimos. Y mucho más que la astrología, es un modo de hablar que constituye parcialmente su objeto: generalizar sobre una generación en realidad la lleva a una semiexistencia, le da forma a cómo las personas se perciben a sí mismas y cómo son percibidas por generaciones anteriores o posteriores. Lo que puede ser sólo una ilusión, un tambaleante conjunto de supuestas afinidades, se convierte en un hecho social.



En este ensayo juego con la idea de generación y con conceptos relacionados como la década y la era (cuyos casi sinónimos incluyen la época, la edad, el período y la noción de Zeitgeist). Los tomo en serio y al mismo tiempo retengo toda la credibilidad (un rasgo muy de la Generación X, claro: el equívoco, la habilidad –o la maldición– de poner todo entre comillas). Sin embargo, no descarto estas formas de ver la historia y dividir a las poblaciones como completamente infundadas. Incluso el escéptico más obstinado debería ser capaz de aceptar que los estados de ánimo o las perspectivas parecen marcar fases particulares del tiempo, o ser un sentimiento común entre muchas personas de cierta edad. (Parece notable la proximidad entre “grupo etario” y “edad”, como en era, época, etc.). ¿Hay algún medio por el cual estos conceptos nebulosos puedan precisarse, de modo de convertirlos en herramientas con un asidero menos tenue y más tenaz de las realidades históricas? En algún lugar entre la credulidad de las mentes esquemáticas sobre el determinismo del calendario y un racionalismo austero que rechaza todo discurso sobre el “espíritu de una época” como tonterías místicas, podría haber un camino que reconozca el poder de la fantasía y la especulación como prismas analíticos y como fuerzas que impulsan y dan forma a la historia misma?

La estructura del sentimiento

Si se está dando vueltas en torno a un concepto menos místico, aparentemente más fundamentado en lo material y riguroso que funcione en el mismo sentido que Zeitgeist, hay varios candidatos dentro de la teoría crítica y la erudición académica durante el último medio siglo más o menos: entre ellos la episteme[i] de Michel Foucault y la “estructura del sentimiento” de Raymond Williams[ii]. Más recientemente, ha surgido la teoría del afecto, un arsenal de formas de captar y articular los estados de ánimo y las vibraciones semi-intangibles que atraviesan una población durante un período particular: una forma de rastrear lo que se ha llamado “el clima emocional” –en otras palabras, sentimientos que se sienten individualmente pero que no se originan en la vida privada de un individuo, sino en emociones públicas experimentadas en común por sectores de la población.

Episteme es un concepto menos sensiblero. Utilizado por primera vez en Las palabras y las cosas de Foucault (1966), se refiere a las condiciones de conocimiento que prevalecen en una cultura y durante una era en particular. Foucault postula “reglas de formación” subyacentes: “un régimen de verdad” que gobierna lo que se considera conocimiento legítimo. Con sus estudios sobre prisiones, asilos psiquiátricos y hospitales, la preocupación particular de Foucault son las formas en que disciplinas como la penología, la psiquiatría y la sexología generan un conocimiento que está indisolublemente ligado a la práctica (formas en que los cuerpos y las poblaciones son tratados, castigados, acordonados; cómo se “curan”, canalizan, provocan y fomentan los comportamientos). Pero con un poco de amplitud, la episteme podría verse como un marco de suposiciones más grande y flexible (una estructura de percepción, tal vez, en lugar de un sentimiento) que constituye la forma en que una sociedad se comprende y se explica a sí misma. El pensamiento de Foucault, tal como se desarrolla en los trabajos posteriores sobre la sexualidad, también admite la posibilidad del disenso y la discrepancia: está la episteme oficial, pero también están los “saberes populares prohibidos”.

La astrología, de hecho, sería un buen ejemplo de uno de ellos, al igual que cualquiera de las supersticiones, creencias místicas o mágicas, pseudociencias como el pensamiento positivo y la terapia motivacional, etc. Aunque “prohibido” realmente no funciona: estas formas de conocimiento no oficial pueden ser desdeñadas y desaprobadas por profesionales sensatos y educados, pero en sociedades pluralistas del conocimiento, se les permite existir y reclamar su derecho a la conciencia popular. Como resultado, la esfera político-discursiva contemporánea está plagada de contraconocimientos: las teorías conspirativas y los hechos alternativos abundan, la credulidad de sus adherentes se combina paradójicamente con una profunda desconfianza hacia los responsables políticos, los principales medios de comunicación y la experiencia tecnocrática.

Aunque gran parte de su trabajo fue histórico, e involucró una exploración profunda de archivos en busca de rastros de los discursos de épocas anteriores, Foucault también caracterizó su proyecto como una historia del presente: un intento de tratar los horizontes contemporáneos del pensamiento y el conocimiento no como una etapa cumbre en el ascenso de la Ilustración a la verdad claramente percibida, sino tan limitados por estructuras y anteojeras ocultas como cualquier etapa histórica anterior.

“Estructura del sentimiento”, la formulación deliberadamente oximorónica de Raymond Williams, se traslada a una zona más húmeda y difusa que abarca la sensibilidad, las actitudes, los valores y las creencias. Éstos impregnan todo el campo social y le dan coherencia (de ahí “estructura”), manifestándose en convenciones, hábitos y modismos en los ámbitos del comportamiento, el habla y el ocio tanto como en el trabajo, la religión organizada y la política oficial. Difundido por primera vez en un libro de 1954 sobre cine, la “estructura del sentimiento” a medida que se desarrollaba se convirtió en una alternativa dinámica y flexible a las nociones de hegemonía y “sentido común” de Antonio Gramsci, que enfatizaban la imposición de arriba hacia abajo de la ideología a través de instituciones y discursos dominantes. Los conceptos adicionales de Williams, “residual” versus “emergente”, permiten de manera útil la posibilidad de cambio y conflicto, la fusión gradual de una nueva estructura de sentimiento desde dentro de la matriz existente y mayoritaria. “Residual” se refiere a las ideas y costumbres tradicionales que persisten en el presente, mientras que “emergente” se refiere a las opiniones y actitudes marginales y minoritarias que son el heraldo, en el ahora, de cómo pensarán y sentirán las cosas una mayor proporción de la población en algún momento del futuro. La trama y la urdimbre de las tendencias residuales y emergentes constituye el tapiz que es el momento actual. Además, cualquier fenómeno cultural o social que logre no solo una popularidad masiva sino un significado real tenderá a contener ambos elementos dentro de su tejido.

Más que la episteme, la estructura del sentimiento parece un concepto útil para abordar la idea de “generación”. Cuando se combina con la noción de residual y emergente de Williams, se puede ver cómo se producen las brechas generacionales: una nueva formación de sensibilidad que emerge de la formación anterior, simultáneamente en oposición a ella o alejándose de ella, al mismo tiempo que hereda y adapta rasgos de su precursora. La erupción del punk a mediados de la década de 1970 es un caso de estudio de este tipo de cambio de fase y transición entre generaciones. Lo que inicialmente llama la atención –y es disruptivo– es la forma en que los rockeros punk apuntaron al consenso anterior de la década de 1960: invirtieron de manera escandalosa y provocativa el esquema de valores anterior (amor y paz reemplazados por odio y caos). Sin embargo, a un nivel más hondo, hay una continuidad dentro de una formación transgeneracional más grande en la que ciertas suposiciones sobre el poder y el propósito de la música no solo se mantienen sino que se reavivan: la identificación de la cultura juvenil con la rebelión y el radicalismo. Es solo que con el punk, la rebelión es tanto contra la cultura conservadora de los padres como contra la cultura del “hermano mayor” del progresismo estancado y comprometido de la década de 1960. Además, en la práctica, muchas personas de la década de 1960 que estaban a finales de sus veinte y principios de sus treinta se involucraron en el punk, como gerentes o fundadores de sellos discográficos –en algunos casos tocando en bandas– y modificaron su ropa, la longitud y el estilo de sus peinados, su habla y su jerga e incluso sus acentos para ajustarse a la nueva estructura de sentimiento.

Aunque el hecho de que la fecha de nacimiento de uno no sea necesariamente algo que lo encadene a una estructura de sentimiento y le impida adaptarse al nuevo régimen de sensibilidad plantea algunas preguntas sobre el concepto de generación. ¿Cómo se transmite e instala la conciencia generacional? ¿En qué sentido está realmente indexado a la edad? No solo hay ejemplos de personas mayores que hacen una transición relativamente fácil al modo emergente de pensar y sentir, hay quienes en términos de calendario deberían pertenecer a la nueva formación pero de hecho tienen una perspectiva “mayor” (pienso aquí en los hippies de 18, 19 y 20 años que conocí en mi primer año de universidad, en una época –1981– cuando la música juvenil del momento era la New Wave y el postpunk). O simplemente pueden estar completamente fuera del juego de las generaciones, teniendo poco interés en la música o la ropa (las cosas que típicamente tienen los marcadores más fuertes de la conciencia generacional) y, en cambio, están más involucrados en actividades o pasiones que no están indexadas a grupos etarios del mismo modo (ciencia, actividades al aire libre, política electoral, etc).

Probablemente la mayoría de nosotros podemos pensar en personas con las que nos hemos encontrado que no parecen pertenecer a la misma época. En mi segundo año en la universidad, mis amigos y yo “adoptamos” a un joven con modales y puntos de vista de caballero mayor. Disfrutamos de la vestimenta y las opiniones anómalas de William (que lo habrían ubicado en la década de 1930 o, con un empujoncito, a principios de la década de 1950 anterior al rock and roll). Sin duda, es igualmente cierto decir que William nos adoptó, disfrutando de cierta fricción en nuestra socialización y de sus propias reacciones de reprobación a las ideas de moda sobre el feminismo y el postestructuralismo que soltábamos. Hasta cierto punto, reflejó un arquetipo de la década de 1980, el joven fogie: una reversión contrahegemónica de cómo eran las cosas antes de la cultura juvenil y la era del rock (cuando los hombres jóvenes aspiraban a verse y comportarse como de mediana edad, fumando en pipa y usando traje y corbata) que en cierto sentido fue paralelo al empuje del thatcherismo para hacer retroceder todo lo ganado en la década de 1960. Pero la cualidad fuera de tiempo de William parecía más arraigada en su psique: simplemente no pertenecía a la actualidad.

Del mismo modo, uno se encuentra con personas que se niegan a quedarse donde pertenecen generacionalmente: el hippie envejecido de los sesenta que se sumergió en la escena rave de los 90, por ejemplo (lo suficientemente raro como para ser notable pero al mismo tiempo casi una figura arquetípica en la escena). Algunas personas parecen tener una facilidad innata para deslizarse de una escena juvenil a otra incluso a medida que su edad acumula los años. Al igual que los anacronismos humanos y los retrocesos caracterológicos como William, estos tipos más jóvenes por dentro de lo que parecen por fuera debilitan la noción de la generación como una especie de derecho de nacimiento casi biológico que es propiedad común de las personas nacidas dentro de cierto manojo de fechas.

Sin embargo, aquellos de nosotros que ya no somos jóvenes nos encontramos con esta sensación todo el tiempo: la fricción y el escalofrío de una diferencia generacional palpable. En especial si el trabajo de uno requiere que esté en presencia de personas de la mitad de su edad o menos (como un docente universitario), pero también cuando se está en compañía de hijos y sus amigos, nota este abismo, que se manifiesta de manera más aguda a través del humor y el lenguaje. Parte de esto proviene de tener un conjunto diferente de recuerdos culturales y experiencias formativas con el arte y el entretenimiento. Pero también es una vibración (y aquí vuelven a aparecer la “estructura del sentimiento” y la teoría del afecto) que va más allá del gusto y que tiene un sabor casi biológico: como el olor emitido por una especie diferente.

¿Qué fuerzas generan y condicionan las diferencias generacionales? Un factor causal subyacente podría ser el cambio en los patrones de crianza. Mi generación fue moldeada por la adopción de ideas progresistas sobre la crianza de los niños (recoger a un bebé cuando lloraba, en lugar de dejarlo “llorar a gritos”, una gran cantidad de caricias y afecto táctil, la eliminación gradual del castigo corporal). Las generaciones subsiguientes se han visto afectadas por estilos de crianza y educación aún más permisivos: tratar a los niños como mini-adultos en lo que respecta a la elección del consumidor, la moda de evitar el lenguaje prohibitivo y utilizar la negociación para obtener los resultados de comportamiento deseados, la paternidad sobreprotectora, que no le permite a los niños el tipo de autonomía y circulación libre que era la norma para los niños preadolescentes como lo fui yo, padres que permiten que los niños pequeños duerman en la cama conyugal por mucho más tiempo de lo que se consideraba apropiado en el pasado. Sin duda, estas tendencias moldean la psique en crecimiento y afectan la postura del joven hacia el mundo. Estos enfoques cambiantes del cuidado y la educación contribuirían de hecho a la formación de una nueva “estructura de sentimiento”.

Otros factores pueden ser históricos: lo que realmente sucede, política y económicamente, durante los años de formación de una generación. Crecer durante la Segunda Guerra Mundial y el racionamiento que continuó durante una década incluso después de la victoria moldeó las expectativas y actitudes (y sin duda también tuvo efectos fisiológicos) de la generación de jóvenes británicos que precedió a la mía; otro factor sería la terminación del servicio militar obligatorio para los jóvenes a principios de la década de 1960. Del mismo modo, es probable que los grupos demográficos que a una edad temprana vivieron desestabilizaciones como el 11 de septiembre o el covid y el encierro también dejen una huella particular. Otro conjunto de factores involucra la tecnología: una generación que creció con teléfonos inteligentes y redes sociales estará conectada de manera diferente a una generación anterior que adoptó esas herramientas pero tiene grabado el recuerdo de cómo funcionaban las cosas en la era anterior. Luego están los diferentes impactos causados por la secuencia histórica del pop y la cronología cultural: las personas que presenciaron en tiempo real el surgimiento del rock’n’roll aparentemente de la nada tienen un sentimiento diferente sobre la música que aquellos que crecieron 20 o 40 años después, cuando el rock parece haber estado siempre ahí.

Las generaciones también están constituidas por el ciclo de retroalimentación de la investigación de mercado y los informes periodísticos. Los sondeos y encuestas de opinión, los estadísticos y los observadores de tendencias extraen datos de la población o de estratos específicos de la misma; esto alimenta los artículos de los medios sobre cambios de actitudes, aspiraciones y ansiedades. Como un espejo con el poder no solo de reflejar sino de precisar la imagen, el análisis mediatizado de los supuestos atributos generacionales se convierte en una profecía autocumplida, dando forma a cómo un grupo etario o grupo demográfico en particular se entiende a sí mismo.

Los columnistas de moda y los investigadores de mercado trabajan directamente para empresas que quieren controlar los deseos fluctuantes de los consumidores. Luego están los psicólogos y sociólogos que escriben no ficción para el mercado masivo: libros de investigación pero no académicos que son accesibles al lego y, en algunos casos, se convierten en éxitos de ventas o reciben mucha atención en los medios (un ejemplo sería Dr. Jean Twenge, un profesor de psicología que es autor de diagnósticos extensos de libros sobre la mentalidad millennial como Generation Me (2006), The Narcissism Epidemic (2009) e iGen (2017)). En un sentido indirecto, también podría decirse que estos académicos trabajan en nombre de las grandes empresas y el gobierno, ya que sus perspectivas y tipologías de personajes influyen en las campañas y políticas publicitarias. Pero a nivel periodístico, los artículos de opinión sobre generaciones tienden a elaborar sus conclusiones a partir de una mezcolanza de estadísticas, observaciones anecdóticas, lecturas semióticas de productos culturales (canciones, estrellas, películas, series de televisión, juegos, tendencias, memes) y especulación. La forma de arte de este tipo de piezas, y el negocio de la misma (clics) premia la conclusión generalizadora y llamativa, en lugar de la afirmación matizada y tentativa.

(Estoy pensando aquí en mis propios escritos anteriores sobre la Generación X; no es un término que use mucho, pero hablé bastante a principios de los 90 sobre Slacker. A partir de fines de los 80, el rock alternativo y la música indie giraba en torno a un conjunto de actitudes y afectos superpuestos que incluían la resignación, la retirada, la mente nublada y la desconexión de la política. Este (des)espíritu nacido para perder irrumpió en el mainstream con Nirvana y el movimiento grunge, al mismo tiempo que cristalizó en Slacker (1991), la película de culto de Richard Linklater, ambientada en una Austin, Texas, de vagos postuniversitarios que formaban bandas a medias con nombres como The Ultimate Losers. (La próxima película de Linklater, Dazed and ConfusedRebeldes y confundidos, 1993– encontró un pre-eco para este estado de ánimo de agotamiento dichoso de los años 90 en el pre-punk de 1970). El arquetipo slacker (vago, en inglés) era sociológicamente real y había muchas pruebas subculturales y sónicas para apoyar la idea de que se trataba de un arquetipo Zeitgeistiano. Sin embargo, mientras escribía enérgicamente sobre la película y las bandas del tipo “rock slacker”, adivinando todo tipo de significado en sus voces apagadas y guitarras desafinadas y los temas de “apatía zen” en canciones como “Everything Flows”, de alguna manera desvió mi atención que yo fui cualquier cosa menos un vago: de hecho era un adicto al trabajo virtual, prolífico, motivado y ambicioso. Como de hecho lo fueron muchas de las bandas que encarnaron más poderosamente la impotencia generacional en su música e imagen: realizaron muchas giras, grabaron a menudo y, en la mayoría de los casos, firmaron con los principales sellos cuando se presentó la oportunidad. Hicieron una carrera a partir de una estética de la anticarrera.)


El arte de las décadas

Pero con el juego de las generaciones, a pesar de todas las ironías, afirmaciones exageradas y pruebas contradictorias barridas debajo de la alfombra, por lo general hay algo allí. El análisis basado en las décadas es, en comparación, la forma más pura de misticismo de calendario. Aunque el fervor por este tipo de cosas se ha desvanecido un poco, la gente sigue apegada a la idea de que la década (una división arbitraria del tiempo histórico) debería tener algún tipo de esencia o “sensación” unificadora. Pero dado que cualquier estudio sensato de los siglos pasados indica que las eras no comienzan precisamente en el punto de cambio entre décadas numéricas, la gente comenzó a trabajar con conceptos como Los largos Sesenta: la idea de que la década de 1960 realmente no terminó hasta 1973, cuando la crisis del petróleo y la contracción económica resultante provocaron que se marchite el sentido de posibilidad que había reinado durante la década anterior. Pero si una década en realidad dura más de diez años y llega a su punto de cesación varios años después de su fin numérico, ¡la demarcación de la historia en porciones de una década no tiene sentido!

(Menos ligada al punto de cambio de década, pero aún caprichosa, era la teoría cíclica de la historia del pop: por ejemplo, la proposición de que las revoluciones siempre suceden en un año que termina en 7 (como la psicodelia de 1967, el punk de 1977... se cayó un poco cuando pasó 1987, ¡uno de los años más intrascendentes del pop de todos los tiempos!).

Al igual que con las generaciones, la conciencia de la década se convierte en una profecía autocumplida: si suficientes personas creen que han entrado en una nueva era designada por la llegada de un año que termina en cero, esto se convierte en un hecho social, o al menos, en un discurso. Las personas, en su mayoría jóvenes, anhelan ser parte de un momento que les pertenece; los medios esperan ansiosos la llegada de una nueva década; siempre hay candidatos compitiendo por ser los heraldos del Next Vibe. El glam rock se puede atribuir en parte al deseo de los adolescentes por una música diferente al sonido de sus hermanos mayores; Bowie se veía a sí mismo como un artista de veletas, alguien que sería para los 70 lo que Dylan o los Rolling Stones habían sido para los 60. El anhelo juvenil incipiente combinado con el avance profesional por parte de artistas individuales como Bowie y Marc Bolan para llevar el nuevo Geist a la cima. Un término de moda en ese momento, iniciado por Alice Cooper y ampliamente adoptado, era “rock de tercera generación”: la primera generación eran aquellos que habían presenciado el rock and roll de los años 50 en tiempo real; el segundo había visto evolucionar a la ola de bandas que va de los Beatles a los Stones desde el ritmo y el blues duro hasta la psicodelia y el rock hippie; pero ahora, en 1971, una tercera ola de deseo juvenil buscaba representaciones y representantes que les pertenecían solo a ellos.

La falla en esta teoría, por supuesto, es que muchos de los miembros de la “tercera generación” en términos de su edad en realidad no fueron tomados con glamour y estaban felices de continuar alineados con los valores de finales de los 60, escuchando esas bandas u otras que eran sónicamente una continuación del rock ácido y la música pesada, vistiéndose y drogándose en consecuencia, y continuando con el pelo largo y la cara con barba. Del mismo modo, algunas de las bandas de la tercera generación, como Mott the Hoople, que grabó un himno para la Ola Demográfica Siguiente con “All the Young Dudes” (la letra se burla de los grupos de los años sesenta que creen en toda esa palabrería de la revolución), eran en realidad, en términos de edad, miembros de la segunda o incluso de la primera generación (el cantante Ian Hunter tenía la edad suficiente para recordar la llegada del rock’n’roll al Reino Unido). En Black Sabbath, que continuó y extendió la estética “pesada” iniciada por Cream, eran en realidad más jóvenes que Mott the Hoople. Sabbath y Led Zeppelin definieron la nueva década del rock tanto como lo hicieron Bowie, Mott o Roxy, si no más.

Las décadas –cuándo comienzan, quién las representa– son discutibles. Al igual que con la conversación generacional, ese es su punto: ser motivo de contención, sitios de argumentación. Lo que dijo William Gibson sobre el futuro –ya está aquí pero está distribuido de manera desigual– podría aplicarse a cualquiera del grupo de generalizaciones que se acumulan en la postulación de un espíritu generacional o un sentimiento de década. En otras partes del mundo o diferentes regiones de un país, dentro de una población o en un grupo de edad, existen diversos grados de participación y sintonía con el Zeitgeist. ¿Las nociones sobre generaciones o décadas se aplican con la misma fuerza en Noruega que en el Reino Unido? ¿En Mississippi, como lo hacen en California? Durante mucho tiempo fue una broma que si podés recordar los años sesenta, no estuviste allí. Pero muchas personas recuerdan perfectamente bien la década porque vivían en unos años sesenta totalmente diferentes, una década sin swing ni drogas. Asimismo, las caracterizaciones derrotistas de la Generación X son desmentidas por la gran cantidad de jóvenes involucrados en el activismo durante los años 90.

Al igual que con el juego de la generación, hablar de décadas es muy divertido. Una vez participé en un grupo de blogs colectivos, cada uno de los cuales estaba dedicado a una década diferente: los 70, los 80, los 90. El blog fue uno de los más interesantes y entretenidos que he leído. Sin embargo, funcionó mejor cuando los colaboradores se centraron en productos culturales discretos de una época: un grupo de rock o un disco, una determinada película o serie de televisión, un político o una campaña publicitaria. De hecho, no recuerdo que nadie haya hecho declaraciones radicales sobre los supuestos principios que definen la década. El blog funcionó para sus escritores y lectores como una zambullida en la especificidad del pasado, como una versión más analítica de esos agradables programas de televisión I Love the 70s/80s/90s con su galería de modas, celebridades, éxitos y escándalos. Estos fragmentos, como los de un holograma hecho añicos, parecen capturar la quintaesencia de toda la era, pero solo como un indicio brillante, casi como un aroma.

Las décadas, como las generaciones, y como las épocas y los períodos, son fábulas: ficciones con una pizca de verdad. El juego de tomarlos de verdad tiene efectos reales. Quien crea que se está balanceando, o balanceándose de nuevo (como con el replay del Britpop de los 60 a mediados de los 90), y los medios de comunicación propagan y amplifican ese sentimiento hasta que suficientes personas creen que está sucediendo y se apresuran a unirse; muy pronto y muy certeramente, ha convertido la historia en algo más cercano a una realidad compartida. La hiperstición es un término acuñado por pensadores aceleracionistas en los años 90 para describir este proceso. Pero, en realidad, si se abandona la “rstición” y nos quedamos en “híper”, estamos hablando de una de las maniobras más antiguas del mundo: el truco de la confianza, la “verdadera ilusión” llevada a cabo por chamanes, saltimbanquis, empresarios, mercachifles y directores de escena a lo largo de la historia.

 

* Simon Reynolds es autor de ocho libros, incluidos Rip It Up and Start Again: Postpunk 1978-84, Retromania: Pop Culture's Addiction to Its Own Past (Retromanía: la adicción del pop a su propio pasado, Caja Negra, Buenos Aires, 2012), Energy Flash: A Journey Through Rave Music and Dance Culture, y Shock and Awe: Glam Rock and its Legacy. Es colaborador independiente de Pitchfork, New York Times, London Review of Books y The Wire. Tiene un blog: Blissblog. Nacido en Londres, Reynolds pasó gran parte de las décadas de 1990 y 2000 en Nueva York y actualmente vive en Los Ángeles, donde da clases en el programa Experimental Pop del California Institute of the Arts.

Nota bene: el texto no tiene hipervínculos porque no los tenía el original. Los enlaces que fueron incluidos llevan a los sitios originales de las publicaciones.

[i] Cf. Michel Foucault, Les mots et les choses (Gallimard, 1966), En español: Las palabras y las cosas.

[ii] Cf. Raymond Williams, Michael Orrom, Preface to Film (Michigan University Press, 1954).