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domingo, 3 de abril de 2022

sergio chejfec, historia de los ecos de un nombre

Entrevista realizada en 2004

Alrededor de 1990, luego de que apareciera su primera novela, Lenta biografía, el escritor porteño Sergio Chejfec (1956) se radicó en Venezuela y desde allí continuó su carrera con obras que, respondiendo a una larga tradición de la literatura argentina, remontaban una escena argentina con aire extranjero. Hace dos años, cuando se realizó en Rosario el III Congreso de Teoría y Crítica Literaria, Chejfec no pudo llegar, pero envió un texto llamado “Lengua simple, nombre” en el que ensayaba “algún tipo de ensayo o reflexión sobre el propio apellido”, ejercicio que propuso en su momento a escritores amigos y apreciados. Ese relato, que refiere la relación de su padre con su lengua y con el castellano del Río de la Plata y describe el tráfico generacional de “una moneda sin valor y sin rasgos, como gastada, que es la identidad provista por nuestro apellido”, esboza también el meollo centrífugo de la literatura de Chejfec. “Esa sensación de extranjería, percibir la propia escritura como una forma ajena y que se escribe sola, frente a la cual mi tarea consiste en asignar ideas, es para mí constante”.

En junio de 2004, cuando Chejfec llegó al IV Congreso de Teoría y Crítica Literaria que se realizó en el entonces Bernardino Rivadavia (hoy Centro Cultural Roberto Fontanarrosa), acababa de aparecer su última novela, Los incompletos (Alfaguara, 2004). En una mesa que compartió con Tununa Mercado, el escritor refirió una anécdota sobre Joaquín Giannuzzi que le dio pie para desarrollar el tema al que había sido convocado: “Literatura e intimidad”. Monocorde, sereno, la charla con Chejfec recorre también otros de sus libros, la novela El llamado de la especie, de 1997, Los planetas, de 1999, en la que los dos protagonistas recogen de un modo particular la memoria de un amigo desaparecido durante la última dictadura y está basada en un episodio real, y Boca de lobo, del 2001.

Los incompletos recoge las esquelas que Félix envía desde el extranjero a un amigo (el narrador), quien se pone a escribir anotaciones “como forma de atender una visita mental que oculta y fija la distancia”. La conversación de Chejfec, gobernada por su calva y sus lentes que parecen flotar sobre el puente de la nariz, también está hecha de esas “vistas mentales”, de un puñado de “despreocupadas intuiciones” (la cita pertenece también a las páginas de Los incompletos) que dibujan el mapa de su literatura digresiva y vertiginosa.

—En “Lengua simple, nombre”, mencionabas que cuando al escribir sobre tu padre en tu primera novela buscaste otros nombres y eso te lleva a pensar en los nombres que circulan por la literatura.

—La idea del nombre me resulta muy interesante literariamente porque fue siempre como una especie de condena. El apellido te marca y no sabés bien por qué, se puede saber cómo te marca, pero no por qué. Así como no elegís a tus padres, tampoco elegís tu nombre. Muchas veces detrás del nombre de un personaje se esconde su profundidad. En muchas ocasiones el nombre de un personaje, y por ende el personaje mismo, encarna toda una psicología, toda una época, puede encarnar toda una ideología, una historia, etcétera. En mi literatura los nombres tienen un lugar muy movedizo y muy débil, de muy escasa visibilidad.

—En tus libros hay nombres sin apellidos, pero también iniciales.

—Sí, hay un intercambio de los nombres de dos personajes, con lo cual es como que los personajes se invierten, siguen siendo ellos pero con el nombre cambiado. En El llamado de la especie hay personajes que se cambian los nombres en el medio del texto, de una forma inmotivada desde el punto de vista narrativo. Pero no es que yo tenga una tesis con respecto a los personajes de la literatura contemporánea y los nombres. Más bien me interesa ese tipo de cosas para mostrar en ese plano la naturaleza sumamente discutible, movediza y débil de toda la construcción literaria. Es un elemento que ayuda a poner en escena, a manifestar que la literatura es un artificio, que tiene que estar bien elaborado pero no deja de ser un artificio.

—En tu charla hablabas de la intimidad de la escritura, de ese ponerse al costado de lo que se dice que vendría a ser como la tarea del escritor. Este “ponerse al costado” suena a la operación que se lee en tus textos, donde hay menos una trama que una permanente digresión, por ejemplo en Los incompletos.

—Entiendo que mis libros no se construyen alrededor de categorías como la intriga, el avance argumental o la progresión en la psicología de los personajes. Para decirlo de manera quizás demasiado sintética, tal vez mis libros se organizan alrededor de situaciones, episodios, escenas, eso desde un punto de vista estructural. En el caso de Los incompletos es similar, tiene un aire de familia con los otros libros, porque tiene las mismas preocupaciones. Creo que los escritores no son tanto esclavos de sus obras como de sus preocupaciones, que son las que tienden a reiterarse o a profundizarse o estilizarse. En Los incompletos me parece que el título habla más que de una fragmentación de la trama, la historia o la estructura. Con el libro quise hablar, más bien, de otra forma de incompletud que no siempre se ve en la literatura. Uno está acostumbrado a hablar de incompletud cuando las cosas no terminan, o terminan a medias, o carecen de comienzo, como una línea secuencial que tiene huecos. A mí me interesó ver que la idea de incompletud se relaciona con que siempre tomamos los libros como si fueran algo completo. En cualquier novela, cualquier cuento, hay un contrato con el autor según el cual el lector asume que ese libro es completo, que todo lo que quiso decir el autor, ya sea secreto, explícito o no, está dentro del libro. Y que toda la organización refleja algún tipo de completud. Con Los incompletos quise poner en escena que eso era una cosa que podía estar en discusión, en el sentido de que se puede concebir una obra que sea incompleta, que los personajes estén hechos a medias y se propongan muchas empresas como artificiales, que las historias no cierren, que sean arbitrarias, pero que los mismos personajes las reconozcan como inventadas y arbitrarias.

—Un artificio dentro de otro...

—Exacto, me interesa trabajar en las novelas cómo los títulos pueden llegar a ser una clave o una metáfora del mismo texto. Así como la idea de Boca de lobo, esa metáfora espacial y urbana-territorial también podía ser relacionada con diferentes aspectos o motivos de la novela...

—¿Pensás primero en el título?

—No, pero ayuda mucho a hacer una suerte de organización heterogénea del texto, a establecer relaciones, muchas veces ambiguas, pero que la escritura va afianzándola. Porque, como decías, mi forma de escribir tiene que ver con recursos como la digresión, la reflexión, no avanzo por progresión sino más bien por acumulación, que tiene que ver con las reiteraciones, con las variaciones mínimas. Entonces, una vez adquirido un tono en el texto, son precisamente esas ideas generales, esas metáforas las que me permiten construir como una trama estructural que no tenga que ver con lo narrativo sino más bien con relaciones conceptuales.

—Sin embargo, en Los incompletos hay como una insistencia, una acumulación de pequeños hallazgos no terminan de formular conceptos, como si los conceptos también estuvieran incompletos.

—Sí, los conceptos son incompletos. Parto de la idea y la convicción de que un novelista no necesariamente tiene que tener las ideas claras y las posiciones tomadas con respecto a todo, más bien puedo tener muchas convicciones respecto de muchas cosas pero tengo también serias dudas. Nunca me gustó la literatura que se apoya en ciertas ideas definitivas sobre nada, ni sobre la realidad histórica ni sobre la realidad subjetiva de los personajes. Entonces diría que me gusta leer y escribir una literatura relacionada con la inseguridad, para decirlo con un término muy superficial, en el sentido de que un novelista debería ser un escritor que está sumamente inseguro de lo que escribe y poner en escena esa misma inseguridad. Pero esto nunca debe ser muy evidente, porque pierde convicción el texto, pierde capacidad persuasiva. Más bien, poner en escena la inseguridad es una manera de escribir con un registro elusivo, aproximativo, reflexivo, que piensa mucho y cuestiona los fundamentos o los protocolos ya sean narrativos o conceptuales sobre los que supuestamente esa misma narración se construye. Creo que la literatura, como todas las otras artes, la única manera que tiene de garantizar su sobrevivencia es poniendo en escena su propia seguridad, porque cuanto más taxativa sea, como discurso artístico, menos confianza estética va a suscitar, porque los discursos taxativos ahora pertenecen a otros dominios de lo público: la prensa o la televisión. Estamos llenos de discursos taxativos que nos dicen todo el tiempo que esto es así, blanco o negro. En cambio, el arte me parece que sigue siendo el único lugar, fuera de los espacios de la intimidad, los sentimientos, donde el discurso no es taxativo, sino que tiene que representarse como aproximativo, como inseguro, como si tanteara y estuviera constantemente dispuesto a replegrase, a avanzar, a contradecirse, pero que en ese movimiento, no en lo que dice, sino en cómo lo dice, me parece que se esconde una de sus grandes fortalezas...

—Cuando estuvo en Rosario, Alan Pauls manifestó estar muy interesado en tu literatura, en esos textos que no cierran, como una forma de reaccionar a toda esta demanda en torno a ciertos productos que pretenden cierta transparencia…

—Creo que lo que te decía está sintonizado con la idea de cómo el arte o la literatura es un lugar que tiende a enrarecer el ambiente, a provocar ruido, molestia. Ocurre también que la literatura no tiene como único interlocutor la realidad. También se escribe para la misma literatura. En muchas ocasiones los escritores escriben para los otros libros que han leído o para los otros escritores, que son sus principales interlocutores. Los lectores calificados de los escritores son los mismos escritores, porque es como que en ese mecanismo se asienta la reproducción de la literatura. Entonces, la literatura tiene una naturaleza complicada y simple a la vez, que por un lado tiende a opacar, traducir, enrarecer, confundir, interpretar, pero por otro lado tiene otra dimensión puesta en la propia reproducción.

—Declaraste en una entrevista que escribías para olvidar. Y la memoria, el olvido, está muy presente en tu obra.

—Sin duda que la memoria es un tema tanto político, filosófico y estético como pocos, que se entrelazan en diferentes sentidos y por diferentes vías. Está relacionado con lo que ocurrió en la Argentina durante la dictadura militar o, en un plano más global, con el Holocausto. También como que el arte, en algún punto, en relación a la memoria y el olvido, brindó posibilidades novedosas de hacer aparecer el tema de la memoria y el olvido.

—En el umbral de esto está la frase aquella de Adorno: “No se puede hacer poesía después de Auschwitz”.

—Claro, no negaba la posibilidad absoluta de hacer poesía, sino que se refería a un tipo de poesía particular. A mí los temas del pasado, el recuerdo, el olvido, me resultan seductores porque escucho mucha riqueza en ello. En primer lugar, hay una riqueza de términos relativos, que se necesitan para sostenerse, por eso comienzo diciendo (en Los incompletos) que prefiero decir “No olvido” en lugar de “Recuerdo”.

—En la novela misma se lee que el recuerdo es un llamado del olvido.

—Exacto, se recuerda de tantas maneras en la literatura, desde Proust: el recuerdo involuntario y el arbitrario, hasta ahora, con el recuerdo como una empresa de reconstrucción histórica y filológica, como lo propone W.G. Sebald en una novela como Austerlitz. Y la labor del recuerdo es una labor cultural de reconstrucción. Entonces, el recuerdo involuntario de Proust, que dispara todo un universo de sensaciones y de emociones hasta entonces subterráneo, que se dispara por beber un té, por comer una galletita, por aspirar un olor, y que eso te retrotrae a algo que estaba escondido... Desde eso hacia lo que uno se ve arrastrado y reconoce su propia entidad gracias a eso que se produjo casualmente, hasta el recuerdo planteado por Sebald: que es una labor del espíritu, voluntaria; estamos utilizando el recuerdo para una cantidad de cosas que requieren un arco muy amplio y contradictorio, entonces, no es que sea un militante de la no utilización de la palabra recuerdo, pero quiero decir, que en un punto recuerdo, como sustantivo del verbo, parece ser una palabra incompleta, ineficaz, porque puede querer decir tanto, que prefiero decir “No olvido cuando”, “No olvido que”. Decir “no olvido” te da como una sensación más inmediata de la acción mental que estás realizando.

—El nombre es también lo que uno trae escrito pero, a la vez, muy pocos conocemos el significado de nuestros nombres.

—Algo que llevamos como una chapa, una etiqueta, es algo con lo que uno se identifica pero de lo que podemos llegar a conocer muy poco y sobre el cual no tenemos ningún tipo de intervención posible.

Las cartas que no llegaron, de Mauricio Rosencof, plantea cómo la lectura del pasado, el recuerdo, en ciertas circunstancias, modifica el presente.

—Es una idea ambivalente de la memoria, un poco embozada, y que se muestra de manera espasmódica. Oscila entre una memoria pública y una individual, entre una arbitraria y una voluntaria, entonces más bien creo que la memoria es útil en la medida en que se constituye como escenario. Como un escenario donde se representan todas nuestras frustraciones, fracasos, sentimientos de víctimas y todo lo que somos. Pero no me interesa la memoria como una entidad positiva, que nos va a ayudar a recuperar el pasado, porque eso ya de por sí es bastante ambiguo. Porque uno muchas veces necesita recuperar una memoria para enterrarla.

—Para recordar es necesario también poder olvidar...

—Entonces la memoria para mí es como una pantalla donde escenificar determinados avatares, procedimientos o situaciones que me interesa plantear, pero para mi carece de valor testimonial. Quizá eso responda a lo que me planteabas sobre Los planetas. Quien quiera buscar una denuncia testimonial sobre lo ocurrido en la dictadura (en esa novela), o una representación inmediata, material, sobre la vida de dos muchachitos durante la represión, probablemente se va a sentir decepcionado. Me interesaba más bien utilizar esos elementos para representar la complejidad de la construcción de la memoria. Lo ocurrido durante la represión en el caso de Los planetas, con ese amigo, el narrador desaparecido de la novela, pese a que tenga un sustrato biográfico, es como que hubiera sido para ver de qué manera se puede hacer un tributo a ese pasado sin caer en la condescendencia de darle un carácter testimonial. Porque creo que cuando le damos un carácter testimonial, cuando recuperamos algo tal como pretendidamente fue, lo estamos adelgazando, creo que la realidad es mucho más compleja de lo que creemos y, de hecho, la vida cotidiana es de una complejidad y un desafío permanentes, entonces no creo que la literatura deba simplificar esa complejidad.

jueves, 24 de marzo de 2022

escribir es humano, publicar es divinsky

Entrevista realizada en junio de 2002:

En 1976 Ediciones de la Flor cumplía diez años desde que su fundador, Daniel Divinsky y un socio, juntaran 300 dólares con los que compraron los derechos para la publicación de un par de libros. Habían querido poner una librería, pero el dinero no alcanzó. Volvamos entonces a 1976: Divinsky y su esposa (Cuqui Miller) festeja el aniversario como prisionero de la dictadura más atroz y desfachatada que tuviera el país (cuyo modelo económico –hay que insistir en esto– perdura todavía). Por esa misma época la feria de Francfort, en la que Divinsky había adquirido hacía tres años los derechos de un libro infantil que prohibió el gobierno de Videla, Agosti y Massera, creaba el boom de la literatura latinoamericana en Europa y homenajeaba a un autor que denunciaba las atrocidades de los militares argentinos: Julio Cortázar. Divinsky había presentado ante la Justicia un recurso de reconsideración por la censura de la obra y la milicada contestó sin dilaciones con la encarcelación del editor y su esposa, a disposición del Poder Ejecutivo Nacional, que en esos días apenas daba abasto con sus operativos de torturas, violaciones, secuestros y demás ocupaciones terroristas. Los editores europeos, al tanto del asunto, se pusieron en campaña para sacar e su colega de las mazmorras del Proceso. Así se logró que el ex editor Marcel Jullien, en ese momento director de un canal de televisión de Francia que estaba en Argentina para acordar los contratos de televisación del Mundial 78, se negara a firmar papel alguno hasta que el matrimonio de editores saliera de la cárcel. “Se llevó los acuerdos sin firmar en la valija –contó una vez Divinsky– y los mandó desde Río, cuando se enteró que ya habíamos salido”. Cuatro meses más tarde, el matrimonio Divinsky y su hijo de tres años salían del país. No volvieron hasta 1983.

Entonces, vuelta la democracia, De la Flor retomó su catálogo, donde además de Quino, Fontanarrosa, Caloi, se encuentran Rodolfo Walsh, Germán Rozenmacher, Andrew Graham-Yooll o John Berger, entre otros.

—Ediciones de la Flor nace en 1966, la anécdota dice que usted y su socio tenían 300 dólares, que les alcanzaba para abrir una editorial, pero no una librería, como pretendían en un principio.

—Exactamente, los primeros libros salen en el 67, y va a hacer en este momento 35 años, fue en junio del 67, porque nos apresuramos para que salieran antes de las vacaciones de invierno.

—Usted ha dicho que en este negocio se depende mucho de los afectos.

—Es muy curioso, sucede. Hay autores del catálogo nuestro que han sido apetecidos por otros sellos y que rechazaron ofertas que parecían en lo inmediato muy suculentas. A partir, por un lado, de una ligazón afectiva, pero por otro, también por una lealtad recíproca que lleva a que sus intereses sean defendidos con tanta energía como los propios de la editorial, cosa que en los grandes sellos se pierde. El ejemplo que doy siempre es el de los herederos de Rodolfo Walsh, que en un momento se vieron tentados por un sello editorial de las transnacionales españolas. Teníamos contratos firmados por el propio Walsh que seguían vigentes porque no habían sido rescindidos, eran de la época en la que los contratos de edición no tenían plazo. Cuando vuelvo del exilio, la compañera última de Walsh había autorizado una edición en México de la obra completa. Nos dispusimos a reeditar sus libros en Argentina y en ese momento los herederos de Walsh nos piden que hagamos un nuevo contrato fijándole un plazo de diez años a cada libro. Se hicieron y cuando expiró este período se abalanzó este sello sobre los herederos de Walsh y dio un anticipo importante en cuanto a derechos de autor. Publicaron Operación Masacre y otros libros, y al cabo de unos años los herederos se dieron cuenta de que no había atención personal ni seguimiento de cada libro. 

—No es así como funcionan los grandes sellos.

—En los grandes sellos un libro dura los 28 primeros días del mes de su lanzamiento, porque después es sustituido por otro. O sea que la ilusión de que publicar con los grandes implica para el autor mayores posibilidades de ganancia es totalmente falsa. No es que lo pequeño sea hermoso, pero al haber una menor producción de novedades hay una mayor posibilidad de prestarles una atención que beneficia al autor.

Su política editorial se basa en los long sellers.

—Los libros que se siguen vendiendo durante mucho tiempo. Y De la Flor se mantiene con eso. Los libros de Walsh se publicaron por primera vez hace 32 años y siguen reeditándose y vendiendo. Ahora hemos autorizado una edición en España de Variaciones en rojo y hemos vendido los derechos de autor de Operación masacre, de Cuento para tahúres, o sea que seguimos defendiendo al autor después de muerto y para beneficio también de los herederos. 

—¿Cómo llegan a la editorial algunos de estos libros de la colección Narrativas, como el de Salvador Benesdra, El traductor?

—Lo de Benesdra es uno de esos casos trágicos. Yo no lo conocí nunca. Sé que era un periodista, un tipo sumamente culto e inteligente. Un amigo rosarino, Elvio Gandolfo, que había estado en el jurado de selección de premio Planeta, me dijo que todo lo que había leído en el año que se presentó Benesdra era bastante poco interesante, pero que había una novela bastante excepcional, a la que le sobraban unas cuantas páginas, pero que era lo único fuera de serie, era El Traductor. Retuve el nombre. Después vi que era uno de los finalistas del premio Planeta de ese año. Y un tiempo después un amigo de él, que era conocido mío, me trae el mamotreto, me pidió que lo lea, me dijo que estaban dispuestos a aportar algo para la edición, y lamentablemente lo dejé en el estante de los manuscritos para leer. Un día abro el diario y me entero de que el autor de ese manuscrito se había suicidado, entonces, con una curiosidad morbosa lo agarré y no lo pude dejar, porque efectivamente le sobraban algunas páginas pero era una novela alucinante, original, insólita. En ese momento me llama Américo Castilla, compañero mío de Derecho, también abogado, que estaba en la Fundación Antorchas, para decirme: «Che, ¿no conocés a un escritor que se llama Salvador Benesdra?, porque le dimos nuestro premio para la publicación y estamos llamando a la casa y no contesta». Le digo: «¿Vos no leés los diarios?». Y ahí se enteró. Al final apareció el libro con subsidio de la Fundación y con algún apoyo de los amigos, con una crítica estupenda, con muy poco éxito de venta. Es una obra en el que confío, se sigue guardando para que algún día la gente lo descubra.

—¿Cómo es el trabajo de selección de los libros de autores extranjeros, cómo le llegan? 

—El año pasado compré un solo libro, de (Jacques) Derrida, que se llama Fe y Saber, que tiene un texto de él sobre la religión y, después, una larga entrevista que es de aplicación en todos lados pero, especialmente en Argentina, que se llama “El siglo del perdón”, es de un periodista francés de origen polaco, y bueno, es un título que pagamos 800 dólares que, en noviembre no era una suma exorbitante. La traducción costó 2.000 dólares, porque se pagaron en diciembre (está traducido por una de las pocas “derridólogas” que hay en el país, realmente una experta, psicoanalista, que maneja muy bien el lenguaje de Derrida en francés), entonces, hacer un libro con esa inversión inicial, con el papel comprado al contado, con la imprenta pagada a los 30 días para que se venda a los 4 años es un negocio chino, que sólo lo puede hacer cuando lo solventa otro tipo de proyectos. Esto mismo pasa con el descubrimiento de nuevos autores. En los 70, cuando empezamos, era muy posible que uno descubriera un autor que le parecía valioso, que Primera Plana (la revista semanal) hiciera un artículo elogioso y lo convirtiera en un best seller sin que nadie tuviera idea de quién era el autor. Se nutría ese ascenso a la popularidad, por un lado por una apetencia cultural real y, por otro, snobismo y, después, disponibilidad económica. ¿Quién se compra hoy un libro para ver qué es?

—¿Tiene peso la crítica a la hora de difundir un libro?

—Creo que la crítica no lo tuvo nunca. Pero lo malo es el silencio, cuando se omite toda referencia a un libro, porque nadie se entera de que apareció. Claro, obviamente que la publicidad hace que se vendan libros que no dependen de la crítica, y la inversión publicitaria de los grandes sellos, que no se da sólo en los avisos en suplementos literarios, sino pagando lo que hace falta para que un autor o autora sea entrevistado en programas como los de Susana Giménez o Mirtha Legrand. Hace poco Rogelio García Lupo dijo que la televisión sirve para vender libros que nadie leerá, y es cierto, porque determinan la apetencia del que puede ir a comprar un libro del que se habla pero que después no volverá a abrir, porque su curiosidad ya está satisfecha con el rato que le dedicó al programa.

—¿Y cómo es su política con las traducciones?

—Creo que uno decide con el traductor el criterio a adoptar, sobre todo en este momento, en el cual es fundamental que los libros se puedan exportar. En narrativa hay que tratar de pedirles una traducción lo más neutra posible en el castellano, pero a veces esa neutralidad es una traición al autor. Una vez fui a una conferencia de Borges en la que hablaba de la traducción y decía que, por ejemplo, ante una lluvia ligera se podía decir, en rioplatense, garúa, o decir cellizca, en castizo, y que él aconsejaba usar llovizna, para que se entendiera en todas partes. Pienso que a veces hay que escribir llovizna y otras, garúa, si se traduce desde aquí, pero es un acto de voluntad y de inteligencia.

—Usted contó que los derechos de autor del libro Los animales no se visten, publicado a principio de los 70, empezaron mandándolos a una pequeña editorial de Nueva York, luego absorbida por otra más grande, luego fusionada con un pulpo y así. Que ya ni saben quiénes reciben esos derechos.

—Es muy frecuente, la relación entre el autor y el editor casi no existe. Cuando acordamos una edición en España de Variaciones en rojo de Walsh, empezamos las tratativas con una persona del departamento editorial, hablamos de las condiciones, de la estricta prohibición de enviarlo a América, en fin, se firmó el contrato. Ahora, esa persona ya dejó de tener que ver. Otra persona, de otro sector, nos pidió hace poco fotografías del autor y datos para la portada, y estamos lidiando con otro para que manden el cheque del anticipo, o sea que obviamente no es una tarea unipersonal por definición, pero se pierde la concisión cuando es una gran empresa la que trabaja en este ramo.

—Una antología de cuentos que publicó De la Flor en el 67 tenía un cuento, La cólera de un particular, que Walsh decía que pertenecía a un vietnamita del siglo pasado y que siempre se sospechó que era de Walsh. 

—Se sonreía y nunca dijo nada. Dijo que lo había sacado de una edición francesa que nunca vimos, se suponía que era una traducción. Era una alegoría de la guerra de Vietnam. 

—Y ese tipo de juegos, de falsificaciones, de algún modo, ¿eran más frecuentes antes?

—Sí, eran más frecuentes incluso mucho antes de que empezáramos. Se hizo mucho en la década del 30, los grupos de Boedo y Florida, los apócrifos, la antología apócrifa de (Conrado) Nalé Roxlo. Creo que correspondía a una época más distendida y más lúdica en algún aspecto. Conozco el caso de alguien que se tomó el trabajo de mecanografiar (porque no había computadoras) una novela entera de (Jerzy) Kozinsky y la mandó a 38 editoriales y recolectó las notas de rechazo de las editotriales. Era un libro que estaba publicado. Eran ese tipo de chistes, que requerían mucho trabajo y mucho papel carbónico en ese momento.

—¿Y si usted hubiera recibido esa novela?

—Y, podría haber metido la pata igual, en eso no hay garantías.

—¿Qué es lo que evalúa al leer un libro?

—Que me guste a mí. Porque cuando las tiradas mínimas eran de tres mil ejemplares yo pensaba, «Y, otros dos mil tipos a los que les guste lo mismo debe haber».

—¿Recibe materiales por email?

—A la editorial llegan por email decenas de propuestas, en general con archivos adjuntos. Los autores piensan que con algunas frases ditirámbicas sobre su propia obra van a despertar la curiosidad de quien abre el correo. Un día, un tipo que se llama Alejo García y tiene un segundo apellido que ahora no recuerdo, me manda desde Barcelona un email diciendo que me adjunta su novela Conductores suicidas (es una canción de Sabina o de Aute), pero que como sabe que no voy a abrir el archivo me da unas frases sueltas. Y tenía una conversación de bar muy graciosa, muy estilo Fontanarrosa, en la que dos tipos hacen un cálculo de cuántas aceitunas comieron en su vida. Me pareció tan divertido esa idea totalmente idiota que me hizo abrir la novela, empecé a leerla, me pareció fascinante y comencé a corregirla en pantalla, porque tenía muchos defectos de edición, le contesté que me diera tiempo, porque lo iba a hacer yo, finalmente vino en diciembre a Buenos Aires, en medio del despelote, y le dije que tuviera paciencia, que le faltaba un final, que un capítulo era demasiado largo. Ayer me llegó la nueva versión, que imprimiré para leerla y algún día saldrá. Pero esto es casual, no es para alentar a nadie. Es como picar una carnada.

viernes, 21 de agosto de 2015

el niño en juego

El lunes 21 de junio de 2004, en la sección Cultura que editaba en un diario de Rosario, publiqué esta entrevista que Mariela Mangiaterra, Gabi Chaia y Elisa Domínguez le hicieron a Marisa y Ricardo Rodulfo, que entonces habían dado un seminario en Rosario.


 Imagen tomada de rodulfos.com. El archivo de imagen se llama "mami.jpg". 

El psicoanálisis siempre tuvo que ver con la infancia, o vérselas con ella. Pero ¿cuáles son las particularidades, la lógica de un tratamiento con un niño? Los psicólogos Marisa Punta Rodulfo y Ricardo Rodulfo no retroceden ante esa pregunta y reconocen la especificidad del trabajo con niños, abren nuevas sendas para la investigación y la creación mientras construyen otra mirada sobre el niño que juega, el niño que dibuja, el niño que sufre.
Ricardo Rodulfo elige definir su práctica en dos vertientes, la clínica con niños y adolescentes y la escritura “que debe mucho a la música y los juegos de los niños”. Marisa Punta Rodulfo habla de su gusto por el diálogo con distintas edades y dice que el trabajo con niños, además de divertirla, le aporta frescura y le sirve en el resto de la clínica y en la vida. Son psicoanalistas, profesores de la Universidad de Buenos Aires en las cátedras “Clínica de niños y adolescentes” y “Psicopatología infanto juvenil”, y en el posgrado sobre la misma materia. Los dos trabajan como peritos en causas de derechos humanos junto con Abuelas de Plaza de Mayo, así como en casos de abusos psíquicos, físicos y sexuales a menores.
Autor de El niño y el significante, Dibujos fuera del papel y El Psicoanálisis de nuevo, su libro más reciente, Ricardo Rodulfo es también director de la Fundación de Estudios Clínicos en Psicoanálisis. Marisa Punta Rodulfo es autora de El niño del dibujo e investiga las distintas producciones gráficas en la estructuración subjetiva y las problemáticas psicopatológicas.
—¿Cuál es la especificidad del trabajo con niños?
—Ricardo Rodulfo: En una primera instancia el sufrimiento que puede tener un niño y su familia. Sufrimientos concretos de mayor o menor gravedad. Pero más allá de eso la tradición de nuestra cultura de occidente encara la reflexión sobre lo humano teniendo como modelo el hombre, que en realidad es el hombre adulto, varón. Lo que a mi me interesa es una reflexión sobre lo humano teniendo en mente el niño que juega y no el hombre que piensa o el hombre que habla. No porque esto sea un modelo despreciable o arrojable sino porque modifica bastante el pensar lo humano desde el niño que juega, el niño en juego. Por lo cual el niño que sufre sería una problemática particular dentro de ese campo más amplio del niño que juega . Esto quiere decir para mí que la clínica va más allá de lo que se significa con curar. No porque esto no tenga importancia, sino porque si fuera eso lo único importante, se perdería por ejemplo lo que podríamos llamar la creatividad potencial en un ser humano.

—¿ Jugar es espacio de poder para el niño?
—R.R.: Yo diría que sí, sobre todo en cuanto a capacidad de resistencia y la chance de tener un modo propio de relacionarse con las cosas. Y como un trabajo de distanciamiento, que luego se ve en el humor, que ya fue caracterizado como una cierta posibilidad de distanciamiento con respecto a lo que llamamos la realidad, en su sentido más abrumador.

lunes, 14 de enero de 2013

cien mil


Este lunes al mediodía el blog llegó a las cien mil visitas. Es sólo un número que uno quisiera ver como una cifra: allí se amontonan entradas y lecturas cuya realidad es más bien fantasmagórica, ¿no? 
Hace un tiempo, confiado en que el retorno a la red social más católica, la que promueve el despliegue iconofílico y tiene entre sus feligreses a una gigantesca banda de analfabetos –y ojo, es lo mejor de esa red que usé con mucho gusto durante mucho tiempo–; confiado, decía, en que retornar a esa red proveería más visitas –ya que no lectores– al blog, reabrí mi cuenta. El cambio fue del todo insustancial y caí en la cuenta de lo que ya sabía: difícilmente los usuarios de esa red abandonan la comodidad de su interface, menos para leer. Pero no estamos acá para hacer un panegírico de la lectura. ¿O sí?
Bien, en casi cuatro años, cuando empezamos a postear con regularidad, sumamos cien mil visitas que, de ningún modo, sabemos, son cien mil lectores, ni siquiera cine mil lecturas. Si confiamos en Google Analytics, la mayoría ingresó en busca de una imagen que, muchas veces y pese a la advertencia que pide citar la fuente, robó descaradamente –incluso en el caso de las fotos de Sergio Raimondi que hizo Héctor Rio, que hallamos reproducidas en sitios de Argentina y Chile. Y así. Pero cine mil visitas en ese lapso, para un blog que no se promociona por ningún otro medio, estimo que es una cifra, aunque no sé bien de qué.
Las fuente de tráfico más frecuente que arroja el mismo Analytics cita, sobre todo, a Google; de vez en cuando, otro blog, como Golosina Caníbal, incluso esa red social referida –se ve que cuando alguien cita allí y, sobre todo, cuando esa cita tiene que ver con alguna cuestión doméstica– y así. La interacción entre blogs, esta magnífica red que fue furor hasta entrado el 2008, cayó en intensidad a medida que crecieron las redes más bastardas, como Facebook y Twitter, en las que no sólo no hace falta saber escribir para postear, ni siquiera hace falta saber leer. Pero no es ese nuestro tema. Sin embargo, en septiembre de 2011, cuando hice un nuevo comentario sobre el blog de mi amiga Charlotte (nuestra relación arrancó mal, en 2008, cuando hice un artículo con mala espina –y encima mal informado– sobre su bitácora, que me había señalado Andrés Conti, para mi sección en Crítica de la Argentina, que editaba Osvaldo Bazán), ella lo citó en su sitio y el tráfico, desde Charlotte Papers Uncensored, fue descomunal, lo que prueba que los bloggers que llegaron a la cresta de la ola en los buenos viejos tiempos mantienen sus lectores y su tráfico.
La consulta más frecuente durante un buen tiempo fue a propósito del término "revolución" y el post más leído resultó el texto de Jean Luc Nancy "Deseo de revolución", que tomé de los Cuadernos del Inadi. Hace como un año, cuando apareció un nuevo libro de Claudio Martyniuk, la nota que le hizo Cecilia Vallina en 2006 y que volví a publicar acá como para recuperar el "archivo de cultura del desaparecido diario El Ciudadano", también fue muy frecuentada. A decir verdad, ese archivo, que incluye notas de Pablo Bilsky (sus notas sobre las aventuras del capitán Alatriste y sobre el libro De Orbe Novo también son un hit), Juan Manuel Alonso (otro hit: la entrevista a Plis Sterenberg), Diego Giordano, Ivana Romero, Luciano Couso, Mariela Mangiaterra, entre otros, reportó buena parte de todas esas visitas. De modo que el ego salpica en este caso.
En este momento, las "Palabras claves de búsqueda" que reporta Analytics incluyen: "tatuajes en memoria de alguien" (no sé a qué entrada dirige esa búsqueda pero veo que Google entiende que en este blog puede satisfacerse esa demanda), "batman 12 de enero de 1966", que indefectiblemente lleva a una nota que figura en ese archivo que mencionamos: "La gran bestia pop", y así. Otra fuente de visitas son las referidas a San Nicolás: ya sea a la ciudad misma como a Somisa. Las fotos de la iglesia del barrio Somisa siguen siendo un tesoro preciado para los cazadores de imágenes digitales. Y, claro está, las series, aunque no las que más nos gustaron. De hecho, una de las entradas más visitadas resulta la que reseña Terra Nova, una serie tan pero tan mala que sólo pude comparar con el peor de los dibujos animados jamás hecho: Los picapiedras.
A todos los que cedieron materiales o aprobaron las publicaciones, desde ya mi agradecimiento y mi afecto. Por supuesto, a los lectores e, incluso, a los cazadores de imágenes que engrosaron la cifra a la que llegamos hoy, también mi agradecimiento.

jueves, 13 de septiembre de 2012

el dolor como "esfumadura"

Dos entrevistas a Arturo Carrera
En mayo de 2003 Carrera estuvo en la facultad de Humanidades y Artes de Rosario y lo entrevisté para un desaparecido diario de Rosario. Ahora que vuelve al Festival de Poesía, casi diez años más tarde, me puse a revisar lo que charlamos entonces.
Actualización del 04-10-2012: Carrera en el XX Festival de Poesía de Rosario. Fotografía de Guillermo Turín.

Escribí:
Hace cinco años Arturo Carrera dictó una conferencia en General Roca en la que hablaba del fin de siglo y del dolor y concluía con estas palabras: “Un economicista escribió en el Nouvel Observateur que los principios del dolor son también los principios de la economía, porque lo que hace funcionar la sociedad es el dolor. ¿No es acaso esta pasión actual la que nos empuja más aún hacia la ilusión, la esperanza de la poesía?”. Carrera, nacido en Coronel Pringles, Buenos Aires, en 1948, estuvo en Rosario hace una semana. Por qué vino lo cuenta en esta entrevista cuyas respuestas el poeta, autor de una obra que hoy es considerada como una de las cimas de la poesía argentina, envió por correo electrónico. Sobre el dolor cuenta su obra y también estas líneas: “El dolor puede tener una función propedéutica y hasta pedagógica pero es ante todo una “esfumadura” (como la sonrisa de la Gioconda), algo que el misterio utiliza para despertar nuestra razón. Sostenerlo, soportarlo, parece un vestigio de la antigua esperanza, esa especie de campana de palo para el llamado de la belleza y de la verdad”, responde. Sí, Carrera suena platónico al conjurar belleza y verdad, dolor y misterio. Su poesía no es menos filosófica, en ese sentido en el que la poesía se hace cargo de los interrogantes esenciales de la lengua de la especie y dialoga, como en el poema de Hölderin, con esa ausencia en la que habitan los hombres.

sábado, 8 de septiembre de 2012

the critic



Un correo de Calanda Producciones (Calanda por “Los tambores de Calanda”, como escribió Luis Buñuel en su autobiografía) me informa que el “Dr.” (sic) David Oubiña dictará un curso en Rosario con el título “Los bordes de la literatura”, en el que vincula, claro, cine y literatura. Recuerdo que entrevisté al dottore en otra oportunidad, hace cinco años, y que esa nota se publicó –según me dice mi archivo– el lunes 6 de agosto de 2007. Escribía entonces, en ocasión de otro Bafici local:

Es al menos paradójico, dice el crítico, docente y realizador cinematográfico David Oubiña, que la intensa producción de cine de los últimos años no se haya visto acompañada de libros que le pongan palabras al nuevo paisaje que comenzaron a desplegar los realizadores independientes a partir de los años 90.
Oubiña, miembro de la primera redacción de la revista El Amante cine, presentó en el Bafici Rosario su Estudio crítico sobre La Ciénaga, libro que inaugura la colección Estudios de Cine, que la editorial Picnic dio a conocer en la última edición del Festival de Cine Independiente de Buenos Aires. El volumen es la punta de lanza de una serie de estudios que abordará films como Silvia Prieto, de Martín Rejtman; Mundo Grúa, de Pablo Trapero; Balnearios, de Mariano Llinás; El abrazo partido, Daniel Burman; Pizza, birra, faso, de Adrián Caetano, entre otros.

lunes, 18 de junio de 2012

tres días de furia (goodbye rodney king)


El domingo, en San Nicolás, un mensaje de la NPR por correo electrónico me anotició de la muerte de Rodney King, quien fue hallado muerto ese día en la pileta de su casa, en Rialto, California. Caramba, era un año más joven que yo. Recordé que en abril de 1992 2002, cuando se cumplían diez años de los disturbios de Los Ángeles, tras la liberación de los policías que apalearon a King un año antes, le mostré a Luciano Couso todo lo que había en internet sobre el tema y le pregunté si no quería escribir una nota para el suplemento de Cultura que editaba entonces.
En algo así como una semana Luciano me pasó esta nota que se publicó bajo el título Tres días de película el 29 de abril de 2002 y ahora vuelvo a leer con mucho placer.

Rodney King cuando presentó el libro The Riot Within, escrito con Lawrence J. Spagnola. Imagen de la NPR.

por Luciano Couso

Tiene algo de Policía corrupto y nada de Arma Mortal (en cualquiera de sus numerosas versiones). Tiene huellas de Sérpico, un poco de Haz lo correcto de Spike Lee y hasta circunvala colateralmente a la más abyecta de las pornos holandesas. La historia de la televisada golpiza al afroamericano Rodney King a manos de la fílmica policía de Los Ángeles, y el levantamiento aderezado de feroces saqueos que protagonizó la comunidad argelina en LA cuando la Justicia liberó a los robocops, un año después, bien puede ser contada como un gran film condimentado con los mejores ingredientes. A saber: coreanos armados hasta los dientes disparando a ciegas para salvar sus negocios; una turba de argelinos descontrolados chamuscando y lacerando cuanto comercio y propiedad privada encuentra a su paso; muertos por decenas, golpizas policíacas, incendios masivos, un jurado cómplice de oficiales corruptos, motines y agentes que se quiebran y delatan a sus compañeros. A 10 años del levantamiento multiétnico en Los Ángeles por “el caso” Rodney King, que en tres días dejó 54 muertos, 2 mil heridos, 13 mil detenidos y unos mil millones de dólares de pérdidas, no se pierda esta historia de película.

Los policías robocops
Desde hacía ya algunos años asolaban las calles de LA. Se habían convertido en los dueños de la situación, del terreno, de la vida. Patrullaban bajo el método luego extendido en New York por el alcalde Giuliani, montado sobre la idea de la “mano dura” para combatir al crimen y, a su manera, no les iba mal. Gozaban de una vasta impunidad para ello. He aquí su foja de servicios: tráfico de drogas, palizas, arrestos ilegales, matanzas a tiros, intimidación de testigos, pruebas falsificadas, acusaciones fraudulentas y perjurio (Policía Corrupto). Una lista de antecedentes que más vale excluir del currículum vitae a la hora de buscar empleo, y que los policías se empecinan en llamar “frondoso prontuario”. Esos eran los buenos muchachos que el Departamento de Policía de Los Ángeles anidaba entre sus filas.
De entrada, el nombre de la brigada era, a fuer de carente de metáfora, directamente tremendo: C.R.A.S.H. (que en inglés significa quebrar, partir). Así se denominaba la unidad del distrito de Rampart que en teoría era un “programa antipandillero”. La sigla correspondía al nombre Community Resources Against Street Hoodlums, lo que podría traducirse como Comunidad Contra Rufianes Callejeros. Evidentemente, y a pesar del escándalo que se desató tras la paliza a Rodney King en medio de la calle, los policías no se guardaban nada. No porque su fuerte fuera la obviedad, sino porque gozaban de la legitimidad que los ciudadanos de LA otorgaban a sus métodos, que habían hecho del racismo una política de seguridad. Al fin y al cabo, quién iba a oponerse al brazo duro de la ley aplicado contra grupos de pandilleros que, en casi todos los casos, estaban integrados, encima, por negros.
Rodney King no lo sabía pero estaba en la mira. Estaba condenado a ser el protagonista de su película. Su existencia no discurría al margen de la ley pero sin embargo llevaba todas las de perder: era negro, africano y vivía en un barrio obrero. Aunque en un primer momento los mismos habitantes de LA juraron que el caso King había cambiado para siempre la historia de brutalidad policial contra los inmigrantes, Abner Louima, un negro haitiano, puede testificar lo contrario. En agosto de 1997 fue sodomizado en una comisaría. “Se le introdujo un bate de baseball en el ano –dice un informe posterior del Senado de EE.UU– hasta destruirle la vejiga y los intestinos”.

La escenografía
La LA de aquellos días, marzo de 1991, yacía “castigada” por la falta de empleo, según detallaban las crónicas de la época. Sin embargo, esos índices no asustarían a nadie acá. Menos del 10 por ciento de la población estaba desocupada, aunque la pobreza se había extendido entre la juventud hasta rondar el 35 por ciento. Para las tomas del 3 de marzo no hicieron falta los recursos de Hollywood: se filmó en “teatros naturales”.
LA recibió un gran flujo inmigratorio de africanos, latinos (muchísimos mexicanos) y coreanos que fueron los primeros en recibir el pasaporte de marginados del mercado laboral. Mientras tanto, funcionarios del Servicio de Inmigración y Naturalización (INS) junto a agentes del FBI y de la unidad CRASH cargaban con paciencia una base de datos sobre 15 mil personas que, según ellos, tenían cierta relación con la pandilla de la “Calle 18” de Rampart. Esa cifra tan ridícula equivalía a tratar a la gran mayoría de la población adolescente masculina como criminales.

Los hechos
Holliday, George Holliday, jugueteaba con su cámara de video desde el balcón de su departamento, en la zona noreste de Los Ángeles. Ese mismo 3 de marzo del 91, cerca de allí, Rodney manejaba su coche en compañía de Bryant Allen, que viajaba en el asiento trasero. Una patrulla de CRASH lo interceptó en Sunland Bulevar haciéndole señas para que detuviera la marcha. Rodney, según las crónicas de aquellos días, aceleró y, tras una breve persecución que culminó en Foothill Bulevar, detuvo el automóvil. Esa decisión haría viajar, unos días después, la cinta de video de Holliday por todo el mundo y lanzaría a la fama –muy a pesar suyo– a King, quien pagó su celebridad con una feroz paliza.
Rodney había cometido graves errores, irreconciliables con la ideología del grupo CRASH. No sólo desobedeció durante un rato una orden policial sino que cuando bajó del coche le mostró a los cuatro agentes que, además de irreverente, era negro y afroamericano. Apenas dos minutos les bastaron a los capacitados oficiales Stacey Koon, Laurence Powell (Larry Powell), Theodore Briseno y Timothy Wind para propinarle 56 bastonazos seguidos de seis duros golpes, que le causarían al protagonista de la primera parte de esta historia 11 fracturas, conmoción cerebral y daños renales. Todo quedó registrado en la cinta de Holliday.


El juicio
También el proceso judicial siguió los cánones de ese género cinematográfico que cruza el policial con los tribunales de Justicia. El 15 de marzo Koon, Powell, Briseno y Wind, los cuatro policías blancos, fueron arrestados bajo diferentes cargos. Once días después consiguieron la libertad provisoria y al poco tiempo fueron reubicados con destinos disímiles en la misma fuerza, mientras aguardaban el proceso judicial. Los policías corruptos triunfaban. Más de un año después de la golpiza que el mundo entero vio en la TV, el 29 de abril de 1992, el jurado que instruía el proceso penal contra los robocops californianos –conformado también por carapálidas– entendió que los agentes de CRASH eran inocentes, que no habían hecho nada tan malo como para quedar alojados en una mazmorra. Los jueces cómplices no podían faltar ni fallar. Su determinación aceleró la segunda parte de la película.

La furia
(Escenas ideales para filmar con cámara en mano.) El mismo 29 se desató lo que, para algunos analistas, fue la mayor tragedia americana entre la guerra civil y el derrumbe de las Torres Gemelas. Los periódicos de entonces relataban que “extraños jaloneaban a extraños de sus coches. Los negros atacaban a los blancos”, los latinos cargaban electrodomésticos extraídos de comercios derruidos por la ira irrefrenable y los negros, cientos de miles de negros, quemaban todo.
En un comienzo, para algunos era una película ya vista, otro Detroit, otro Harlem, otro Watts, una historia cuyo hilo narrativo conocían de memoria. Lo que nadie alcanzó a captar en aquellas primeras horas fue el problema de tener un motín de negros en una ciudad de negros. Desde el sur de LA –zona liberada de blancos– comenzaron a subir las hordas morenas alumbrando su paso con fuego, saqueándolo todo, todo lo de los blancos. Y los coreanos (comerciantes) se plantaron en las azoteas con pistolas y escopetas en mano. Y tiraron. Y el tumulto de negros confundía a los vietnamitas con los coreanos. Y jóvenes salvadoreños andaban por el centro vociferando consignas revolucionarias en español.
Las calles, además de albergar hogueras, se revistieron de policías de todas las fuerzas mientras llegaban refuerzos de otros puntos del estado. El caos fue designado rey. Durante tres jornadas seguidas Los Ángeles echó humo y no provenía justamente de las chimeneas de sus fábricas. El gigantesco motín encabezado principalmente por argelinos marginados sumado a los incendios masivos hicieron pensar a muchos habitantes de LA que era hora de buscar reparo en una ciudad vecina. Así fue como se congestionó la autopista a San Diego y el pánico se cotizó aún más en medio del embotellamiento. 54 muertos, 2 mil heridos, 13 mil detenidos. La furia se había aplacado.


El fin
Para Rodney King el final de su papel protagónico no fue feliz. Los bravos policías de CRASH le contaron las costillas a cachiporrazos, su cabeza emuló a un globo durante días y los malos quedaron impunes. Pero como en tantas películas americanas, cuando todo parecía perdido y el Mal se imponía sobre el Bien, apareció en escena un salvador –no necesariamente un galán–, un Sérpico tardío que para reafirmación de los prejuicios raciales instalados en los robocops californianos, era latino. Rafael Pérez se quebró. El agente del Departamento de Policía de Los Ángeles habló de todo y de todos, y lo que el cop tenía para contar no era poco. Rompió el pacto de silencio y habló. No fue el único, una larga lista de agentes lo siguió, lo cual permitió conocer en detalle el intestino de una fuerza brutal que operaba bajo el ala protectora del Estado.

Sinopsis
Lo prometido. Una historia digna de Hollywood, y por allí anduvo. Muertos, tiros, coreanos francotiradores, argelinos piromaníacos, policías muy malos, jueces cómplices. Todos los ingredientes. Lo triste de esta película es lo mismo que descubre el villano de la película que se ve dentro de El último gran héroe (un film en el que los personajes saltan el límite de la pantalla e ingresan al mundo real) cuando le dice a un secuaz: “En la ficción siempre estamos condenados a perder, pero allá afuera podemos triunfar”.

lunes, 16 de abril de 2012

titanes


Imagen tomada de un post de Taringa.

Hace poco más de un mes se cumplieron 50 años de la primera emisión de Titanes en el Ring, lo que dio lugar a homenajes y conmemoraciones, con dos gruesos libros incluso que recordaban a Karadajian. Sin embargo, en ninguna parte encontré desarrollada la historia de la militancia de algunos de los titanes en el Ejército Revolucionario del Pueblo, tal como nos lo contara Gustavo Plis-Sterenberg a Juan Manuel Alonso y a mí en mayo de 2008.
El recuadro de aquella entrevista:
“Nosotros teníamos una serie de contactos en una villa de La Plata que nos seguía mucho a nosotros”, afirma J., un ex militante del ERP que combatió en Monte Chingolo, en el libro de Gustavo Plis-Sterenberg sobre esa batalla entre guerrilleros y militares en 1975. “Habíamos hecho mucho accionar propagandístico ahí, como repartos de leche o cuelgues de banderas. Ahí hicimos, en el 75, un desfile militar. Íbamos vestidos con los uniformes, con armamento y con la bandera del ERP. Fue impresionante. Estuvo muy bien preparado todo. La gente salía de las casitas para ver.
“Muchos de los Titanes en el Ring de la época vivían allá y eran colaboradores nuestros. Uno de ellos, (mientras) comíamos con él y otros en su casa, me dijo: «Estamos con ustedes. Aunque no vamos a salir con las armas, en todo lo que podamos vamos a colaborar».
“Nosotros le decíamos: «Vamos a hacer un reparto de leche y ustedes sin destaparse (porque allá no sabían que eran colaboradores nuestros) vayan preparando todo». Ellos nos daban los datos que precisábamos, incluso de la policía, y nos hacían de campana. Nosotros tomábamos varios camiones de Sancor o de los pollos de Gelbard, que tenía unos frigoríficos grandes, y hacíamos los repartos. (…) Los «Titanes» organizaban a la gente, formando una fila para que se fueran llevando los pollos y la leche. Esto muy poca gente lo sabe, que muchos de los «Titanes» eran gente nuestra. A lo mejor alguno se entera de lo que digo y me mata, pero yo sé que fue así. La gente de la villa nos apoyaba muchísimo”.
El párrafo anterior puede leerse en Monte Chingolo, de Plis-Sterenberg. Le digo a Plis, ahora que ya pasó más tiempo: “¿No tenés precisiones, cuáles titanes?
“Estoy en condiciones de darles una primicia —dice Plis-Sterenberg risueño—, el responsable máximo era el Superpibe. El superpibe era el máximo colaborador, pero también andaban el payaso “Pepino”, Ararat. Ellos se arriesgaban porque sabían muy bien a lo que se sumaban”.

jueves, 29 de diciembre de 2011

manual de estilo bonaerense

Vuelvo a El tilo. No sé cuándo César Aira escribió esa nouvelle porque es el único libro de Aira, de todos los que tengo, que no está fechado. La editorial Beatriz Viterbo lo fecha en el año 2003, aunque la edición que tengo es de 2005. Ergo: es posible que Aira haya escrito esa novelita después de que Esteban Pastorino presentara en la fotogalería del Teatro San Martín su serie de fotos de Francisco Salamone, el arquitecto que erigió el palacio municipal y la plaza central de Pringles, donde transcurre la novela de Aira. Es decir, acaso Aira haya emprendido la redacción de la nouvelle tras la exhibición de Pastorino.



Imágenes tomadas del sitio de Pastorino.

Porque dice Aira de Salamone: “Francisco Salamone (1897-1959) fue un arquitecto de formación modernista. Estudió en Córdoba, y fue ingeniero además de arquitecto. En 1936 el gobernador Fresco, caudillo conservador de iniciativas monárquicas y vastos recursos económicos, comisionó a Salamone para el diseño y construcción de edificios públicos en la provincia de Buenos Aires, y al parecer le dio carta blanca para la realización de sus proyectos. En unos pocos años (menos de cinco) de actividad febril, se levantaron palacios municipales, mataderos y cementerios en Pellegrini, Guaminí, Tornquista, Laprida, Rauch, Carhué, Vedia, Azul, Balcarce, Laprida, Saliqueló, Tres Lomas, Saldungaray, Urdampilleta, Puán, Navarro, Cacharí, Chillar, Pirovano, y Pringles. Domina en ellos una mezcla de art decó y monumentalidad mussoliniana, sin desdeñar los toques asirios, egipcios, futuristas y oníricos. En algunos pocos casos el diseño no se limitó al edificio sino que abarcó complejos paisajísticos, y de éstos el más acabado es el de Pringles. La Plaza ocupa dos manzanas, con un amplio óvalo en el medio donde se alza el Palacio, que es el más grande y hermoso de los firmados por Salamone. Los módulos estilísticos de su masa colosal  se repiten en los faroles, bancos, pérgolas y fuentes de la Plaza, así como en el embaldosado de sus veredas. También la plantación fue dirigida por el artista, y se utilizaron rarísimas especies hiperbóreas, que según la leyenda del pueblo se extinguieron o degeneraron en sus lugares de origen y quedaron como especímenes único en Pringles. La excepción a este exotismo fueron los elegantes tilos que en dobles filas flanquearon las veredas perimetrales.”
Cuando unos jóvenes a cargo de una galería de arte trajeron a Rosario las imágenes de Pastorino, le escribí al fotógrafo (entonces en Holanda) y escribí esto:
A mediados de los 30 se disolvía trágicamente en España la epopeya republicana y el país recibía a editores e intelectuales que emigraban, Benito Mussolini tenía una columna en el diario porteño La Nación, el pintor mexicano David Alfaro Siqueiros (un cerdo estalinista) espantaba a las recoletas damas de Buenos Aires con imágenes cargadas de puños proletarios y desde Europa llegaba el tétrico aliento del fascismo, que cargaba sus tintas con los ecos del futurismo y el art decó, estilos que le permitieron al Tercer Reich desplegar su iconografía monumental. En esa época el conservador Manuel Fresco gobernaba la provincia de Buenos Aires y encargó entre 1936 y 1940 al arquitecto Francisco Salamone, que ya había presentado proyectos para levantar la Bolsa de Comercio de Rosario, la construcción de mataderos, cementerios y palacios municipales en la franja sur de la provincia, en poblados que muchas veces no eran sino un caserío que salpicaba la inmensa llanura de la pampa. Sesenta años después de que Salamone alzara sus inquietantes moles contra el desierto, el fotógrafo Esteban Pastorino (Buenos Aires, 1972) relevó la obra y realizó una serie de fotografías que se expusieron en el 2002 en la fotogalería del Teatro San Martín, Capital Federal. Las mismas fotos, pero con un tratamiento de impresión distinto (más preciso y nítido) al de la goma bicromatada que usara hace dos años, se mostraron en Rosario en 2004 en el desaparecido espacio Josefina Merienda (Mendoza 6304).
En la inagotable nota que precedió a la exposición del 2002 en el San Martín, el escritor y periodista Juan Forn arguye: “No es casualidad que las obras de Salamone se centraran en tres instituciones-eje en la vida de los pueblos pampeanos, como cementerios, mataderos y municipios. En el proyecto de Fresco, era imperativo que el municipio se convirtiera en el corazón urbano de cada pueblo (así como el matadero y el cementerio debían «anunciar» la entrada y la salida del centro urbano, uno en cada extremo). En cuanto a los municipios, la elección que hace Salamone del monumentalismo (en lugar de alguna variante aggiornada del cabildo con recovas o el palacete neoclásico) apunta a transmitir el paternalismo estatal con su nuevo signo de eficiencia administrativa («la máquina de tramitar»). A tal punto el municipio debe regir simbólicamente las vidas del pueblo que el arquitecto remata la construcción con una torre que supera en altura hasta el campanario de la iglesia, a la que corona con un inmenso reloj (ya no es la evolución del sol sino el municipio el que da la hora «oficial»). En cuanto a los mataderos, debían ser símbolo orgulloso de la nueva industria, con la creciente mecanización del faenado y la imposición de mayores medidas sanitarias, desde las salas azulejadas hasta las bombas eléctricas y los laboratorios (en este caso, a falta de signos visibles exteriores fuera de los corrales, Salamone optó por convertir la fachada del matadero en verdaderas ornamentaciones simbólicas, a las que imprimió forma de enormes cuchillas verticales). En cuanto a los cementerios, tener familia enterrada consolidaba el sentido de pertenencia a ese asentamiento urbano de parte de los sobrevivientes. Para consolidar ese vínculo, Salamone opta por enfatizar casi operísticamente la frontera entre la ciudad de los muertos y la ciudad de los vivos, edificando enormes portales de acceso (...).”
El mismo Pastorino dice en el texto con el que acompaña la muestra que su interés por las obras de Salamone nació en 1997, cuando el crítico Edward Shaw presentó en el Centro Cultural Borges una exposición documental que relevaba buena parte de la producción del arquitecto. “Fascinado por las implicancias simbólicas de ese programa edilicio –símbolos que penetran en el terreno político, histórico, literario y, en general, ideológico–, me decidí a explorar fotográficamente”, acota el fotógrafo y agrega: “La obra de Salamone es una expresión monumental y de fabulosa creatividad de un estilo en el que se funden el art decó y el racionalismo. Desde mi perspectiva, su labor como arquitecto oficial manifiesta, visto desde la actualidad, el fracaso del proyecto de país. Si bien la gestión de Fresco fue muy exitosa, detrás de su ambicioso programa urbanístico se puso en evidencia, una vez más, el fracaso de la utopía de la Argentina agroganadera rica y poderosa. Y el fracaso abre la grieta entre la ficción en la que todavía creemos y la realidad que no nos decidimos a aceptar.”
Sin embargo, al considerar el estilo y el procedimiento de Pastorino, acaso la afirmación en la que contrapone la "ficción en la que creemos" y la "realidad que no nos decidimos a aceptar”, comporta una contradicción. Tanto en esta muestra (bautizada en su primera presentación Música ficta), como en sus trabajos siguientes, en los que Pastorino tomó imágenes aéreas atando la cámara a un barrilete (KAP) o siguió sujetos en movimiento a través de un dispositivo perfeccionado por él mismo (Panorámicas), el fotógrafo parece más preocupado por el proceso a través del cual capta la imagen y, por lo tanto, interesado en la representación de eso que fotografía, que por el sujeto que aparece en la foto. Esta operación que enmascara aquello que se quiere mostrar para espiar tras un velo algo así como el motivo último que nos llevó hasta un paisaje se parece mucho a la de la ficción, según la ya clásica comparación de Ricardo Piglia con el póker: fingir que se miente cuando se dice la verdad, fingir que se dice la verdad cuando se miente.
Para lograr las tomas que se vieron en Rosario, Pastorino realizó largas exposiciones nocturnas con luz natural y, en el encuadre, aisló las construcciones, devolviéndoles su fisonomía granítica e hipertrofiada, como si se tratara de monumentos de una civilización desaparecida. Al respecto, resulta contundente ingresar a la página del municipio de Coronel Pringles, en la que hay fotos diurnas del palacio municipal que permiten ver el contexto: canteros, objetos que denotan el uso del espacio y, por lo tanto, su integración al paisaje humano, lo que disuelve la monumentalidad original del proyecto de Salamone.
Con un eco hasta romántico, el escritor Michel Tournier escribía en uno de los “Paisajes” de su libro El árbol y el camino: “Un faro plantado en medio de los arrecifes azotados por las olas, una fortaleza encaramada sobre una roca inaccesible, una choza de leñador escondida en el seno de un bosque sin camino de acceso visible, se impregnan fatalmente de una atmósfera inhumana en la que se acumulan la soledad, el miedo, e incluso el crimen quizá. Pues hay en todo ello demasiada fijeza, una inmovilidad casi carceral que oprime el corazón. El narrador que quiera hacer temblar de angustia no tiene más que saber sacar provecho de estos paisajes cerrados, que no riegan ni un sendero, ni un camino.” Podría decirse que Pastorino supo llevar a un extremo este procedimiento e incluso en su trabajo posterior, como el que produjo atando una cámara a un barrilete, las imágenes aéreas enseñan una ciudad como de juguete y todo ese paisaje que sabemos vivo allí abajo se revela como la maqueta que al fin y al cabo todos hacemos de nuestro paso por el mundo.
Pastorino me escribió desde Holanda los párrafos con los que hice esta nota. La instalación de las fotos en Josefina Merienda, sobre una de las paredes de la sala, mostraban las imágenes alineadas en la línea de un horizonte nocturno, lejano y pretérito, como un abismo. En su post data, Pastorino, al que había saludado en mi correo electrónico con un abrazo, me decía: “Por favor entienda que la distancia en que aleja de la pampa me hacen ver las cosas de otra manera –más fría, como el clima que me azota– y valorar la calidez de la gente que envía un abrazo como saludo final después de la primer presentación”.