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martes, 12 de agosto de 2025

las aventuras de samuel clemens

Las muchas vidas de Mark Twain

El siguiente artículo fue tomado de The Nation (legendaria revista abolicionista fundada en 1865).

por ADAM HOCHSCHILD | The Nation

Hay quienes viven muchas vidas. Mark Twain vivió una media docena. De niño en Hannibal, Misuri, vivió con su familia en un depósito hacinado arriba de una farmacia. Como autor de renombre mundial, él y su esposa construyeron una casa de 1.100 metros cuadrados con 25 habitaciones, balcones, torretas y suelos de mármol. A sus pobres veinte años, Twain viajó a Nevada en diligencia, durmiendo sobre las bolsas del correo. Décadas más tarde, alquiló vagones de un tren privado. Antes de escribir los libros que lo hicieron famoso, sirvió en una milicia confederada, buscó oro en Sierra Nevada y trabajó como reportero en un periódico de San Francisco y de lo que hoy es Hawái. Al final de su vida, el zar de Rusia y varios otros monarcas estaban encantados de recibirlo, Andrew Carnegie lo invitaba a cenar y Woodrow Wilson (entonces presidente de la Universidad de Princeton [antes de ser presidente estadounidense]) jugaba al minigolf con él. Tomando prestada una frase de su contemporáneo Walt Whitman, la vida de Twain realmente contenía multitudes.

1907. By A.F. Bradley, New York - steamboattimes.com, Public Domain, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=11351079

Multitudinario también fue el géiser de su obra. Twain dejó unos 30 libros y panfletos, miles de artículos para periódicos y revistas, así como cuadernos, manuscritos inéditos y una extensa autobiografía de tres volúmenes, cuya mezcla de hechos y fantasía ha mantenido ocupados a los académicos durante décadas. No sin razón un editor tituló una antología Mark Twain en Erupción. Además, gran parte de la obra de Twain se desarrolló en el escenario: una de sus maratones de conferencias en gira incluyó 103 presentaciones en Estados Unidos y Canadá; otra, tardó 15 meses y zigzagueó por unos 85.000 kilómetros hasta dar la vuelta al mundo.

La nueva biografía de Ron Chernow es extensa pero muy legible y se titula simplemente Mark Twain, cubre todo ese volcán, pero destacan tres fases de su extraordinaria vida. En primer lugar, está Twain el escritor, en particular el autor de sus dos mejores libros, Las aventuras de Huckleberry Finn y Vida en el Misisipi. El gran río fluye por sus páginas, lleno como la vida misma, de curvas peligrosas, obstáculos, corrientes ocultas y alegrías inesperadas. Con algunas excepciones, como Las aventuras de Tom Sawyer, el resto de su obra tiene en la actualidad un tufo arcaico. ¿Seguiríamos leyendo El príncipe y el mendigo o Un yanqui en la corte del rey Arturo si hubieran sido escritos por otro autor? En cuanto a príncipes y reyes, nadie eclipsa al duque y al delfín, la falsa realeza de Huckleberry Finn.

El segundo Twain es la celebridad mundialmente famosa, que se deleitó con aplausos en casi todos los continentes. Y el tercero es el autor en sus últimos años, afligido por múltiples pérdidas, soportando penas de las que el público sabía poco, y manifestando una extraña y reveladora fijación. Nació como Samuel Clemens en 1835, en el pequeño pueblo de Florida, Misuri. A los 3 años, la familia se mudó a Hannibal, un pueblo cercano a la orilla del río Misisipi, el "San Petersburgo" de sus novelas. Su padre logró arruinar un pequeño negocio tras otro, acumulando deudas que lo obligaron a trabajar como dependiente en una tienda de comestibles y a su esposa a alojar huéspedes. Murió cuando Sam tenía 11 años. El niño solo cursó unos pocos años de escuela, realizó diversos trabajos esporádicos, se convirtió en aprendiz de impresor y trabajó brevemente para su hermano Orión, dueño de un pequeño periódico. A los 17 abandonó su hogar durante varios años y sobrevivió como impresor y tipógrafo ambulante, vivió un poco con su hermana en San Luis, donde ella se había casado, y ejerció su oficio en lugares tan lejanos como Filadelfia y Nueva York. A los 21 comenzó a formarse como piloto de barco fluvial, un puesto con el que siempre había soñado, la profesión de la que tomaría su seudónimo ["mark twain" puede traducirse como "estela gemela"]. Dos años después, tras obtener su licencia, pilotaría el mayor barco de vapor del Misisipi, una de esas máquinas maravillosas —que expulsaban humo, chispas y brasas ardientes por sus altas chimeneas gemelas— que habían reducido el tiempo de viaje por la gran arteria central del país de semanas a días. No es de extrañar que Twain anhelara «seguir el río el resto de sus días y morir al volante». Solo disfrutó de dos años más de vida como miembro de lo que Chernow llama «la realeza indiscutible de este reino flotante» antes de que la Guerra de Secesión pusiera fin a esa mágica existencia.


Iluastración de Joe Cardiello para The Nation.

Luego vino la breve etapa de Twain hechizado por la lucha de la Confederación —participó solo en una escaramuza— antes de que él y su hermano tomaran la diligencia hacia el oeste. Ya había publicado algunos sketches en periódicos, y a finales de sus veinte, en California, se ganaba la vida escribiendo tanto periodismo como ficción. El gran avance que impulsó su fama fue Los inocentes en el extranjero, publicado en 1869, cuando Twain tenía 33 años.

A pesar de la imponente extensión, el libro de Chernow aborda con demasiada rapidez este crucial período inicial, especialmente la infancia de Twain en Hannibal y su carrera en el río Misisipi, los años que dieron origen a sus dos obras maestras. En esta biografía de más de 1.000 páginas, Twain ya había dejado Hannibal en la página 41 y su trabajo de piloto de barco fluvial en la página 64.

La propia autobiografía de Twain ofrece muchas más páginas sobre su infancia. Relata, por ejemplo, sus incursiones en el desacato, como sus anécdotas de patinaje, «probablemente sin permiso», en el gélido Mississippi bajo la luz de la luna invernal, mientras los témpanos de hielo se deshacen y lo separan a él y a un amigo de la costa. Y más allá del mismo Twain, ¿qué se escondía tras su inigualable retrato de los estafadores estadounidenses en «El Duque» y «El Delfín», que intentan predicar la templanza, las medicinas patentadas y la frenología* antes de hacerse pasar por nobles caídos y actores famosos? ¿Hay rastros de los estafadores de pueblos pequeños que pasaban por Hannibal o que trabajaban en los barcos de vapor del río, que podrían haber sido materia prima para sus personajes?

Para ser justos, Chernow nos habla de las experiencias posteriores que cambiaron profundamente la forma en que Twain pensaba sobre algo que había dado por sentado de niño: la esclavitud. Muchos en Hannibal poseían esclavos, incluido —antes de que su negocio se revirtiera— el mismo padre de Twain. En cambio, la esposa de Twain, Olivia, o Livy, con quien se casó en 1870, provenía de un clan adinerado de abolicionistas que habían financiado una parada del Ferrocarril Subterráneo**. El escritor también tuvo varios encuentros memorables, como una larga conversación en 1874 con la cocinera negra de su cuñada, quien le contó cómo, dos décadas antes, en Virginia, había visto a su marido y a sus siete hijos subastados encadenados; solo volvió a ver a uno de ellos. Fue entonces cuando Twain empezó a comprender plenamente lo que albergaban los corazones de la docena de esclavos encadenados que vio de niño, en el muelle de Hannibal, esperando ser embarcados río abajo. Sin esta ampliación de su conciencia, quizá nunca hubiéramos conocido la figura de Jim, el fugitivo.

A los 15, Twain sostiene una plaqueta con tipos de metal que componen su nombre. En Wikipedia. By Mark_Twain_by_GH_Jones,_1850.jpg: G.H.[?] Jones [or Jonco?] / Hannibal Moderivative work: Smalljim (talk) - Mark_Twain_by_GH_Jones,_1850.jpg, Public Domain, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=11784274

Como cualquier escritor estadounidense blanco de su época, Twain llegó a ver la esclavitud y sus secuelas como el pecado original del país. Más allá de eso, puso su dinero donde estaban sus principios al idear, escribe Chernow, "su propia forma de reparación racial": Una vez que Twain se hizo rico, apoyó financieramente a muchas personas negras, entre ellas a uno de los primeros estudiantes de este tipo en ingresar a la Facultad de Derecho de Yale. Warner T. McGuinn se convertiría más tarde en concejal de la ciudad de Baltimore y un exitoso abogado que, mucho después de la muerte de Twain, asesoró y remitió casos a otro abogado negro que recién comenzaba su carrera: Thurgood Marshall.

El segundo Twain que conocemos en el libro es el hombre que, como escribe Chernow, "inventó prácticamente nuestra cultura de la fama". Si Huck Finn era el arquetipo del outsider, Mark Twain, la celebridad, era el consumado conocedor, la respuesta definitiva al bueno para nada de su padre. Su fama trascendió las barreras de clase de una manera difícil de imaginar hoy en día. Ningún otro escritor estadounidense podría aparecer en un bar de Nueva Orleans, un almacén de ramos generales de Kentucky o en la Ópera Metropolitana y que todos supieran al instante quién era. Es difícil imaginar a su contemporáneo Henry James, por ejemplo, dignarse siquiera a poner un pie en Nueva Orleans o Kentucky, y mucho menos a ser reconocido allí. Cuando Twain llegó a Inglaterra en 1907, los estibadores lo vitorearon al bajar del barco, al igual que los estudiantes de Oxford cuando recibió allí un título honorífico. Para su 70º cumpleaños, su editor le ofreció una cena con una orquesta de 40 músicos, 172 invitados y, como recuerdo para cada uno, un busto del autor de treinta centímetros de altura. (Nota para mi editor: Mi cumpleaños se aproxima).

Sin embargo, la suya no era una fama vacía como la de, por ejemplo, el viejo Hemingway, el impetuoso "Papa" que posaba con los leones y leopardos que había fotografiado tras dejar atrás sus mejores obras. Más bien, a partir de la primera conferencia de Twain a los 30 años, el escenario fue fundamental en su obra. Lamentablemente, falleció en 1910, demasiado pronto para dejar registro de sus actuaciones.

Nadie conoce el total de sus lecturas, conferencias, discursos de graduación y discursos de sobremesa, pero al menos 835 de ellos dejaron un registro escrito que es suficiente para contarlos. Ya fuera hablando en el Carnegie Hall, en un pueblo minero de California o ante 850 convictos en una prisión, Twain mantenía a sus oyentes cautivados. Todo esto contribuyó a perfeccionar su escritura, al igual que que en su época Shakespeare hizo lo suyo en el escenario. Chernow cita a un observador que señala que Twain analizaba a cada público con la misma atención "como un abogado examina a su jurado en el juicio por una muerte". Aprendió el ritmo y el valor de una ceja levantada o una pausa calculada, y descubrió que el mejor humor puede ser inexpresivo. (Rechazó invitaciones para hablar en iglesias, donde la gente tenía "miedo a reír").

(From l. to r.) American Civil War correspondent and author George Alfred Townsend, Mark Twain and David Gray, editor of the rival Buffalo Courier.
Mathew Brady or Levin Handy - This image is available from the United States Library of Congress's Prints and Photographs division under the digital ID cwpbh.04761. This tag does not indicate the copyright status of the attached work.

En un banquete de veteranos del Ejército de la Unión en 1879, después de que el famoso e impasible Ulysses S. Grant hubiera asistido a 14 discursos "como una imagen tallada", Twain se sintió triunfante por haber hecho reír al general "hasta las lágrimas". Al comenzar una nueva gira, pidió a sus agentes de conferencias que lo iniciaran en pueblos pequeños para que pudiera perfeccionar su material antes de llegar a los ayuntamientos de las grandes ciudades. "Durante una hora y quince minutos —escribió después de una aparición triunfal— estuve en el paraíso".

Además, Twain aprovechó su fama para defender sus creencias. Su enfrentamiento con la esclavitud lo llevó a una furia apasionada por otras injusticias. Escribió, habló y presionó, por ejemplo, contra el despiadado sistema de trabajos forzados que el rey Leopoldo II de Bélgica impuso en el Congo. Y, contra la corriente de la opinión pública estadounidense, protestó enérgicamente contra la brutal guerra colonial que Estados Unidos libraba en Filipinas. «Me opongo —dijo— a que el águila ponga sus garras en cualquier otra tierra».

Sin embargo, a diferencia de la mayoría de las biografías de Twain, casi la mitad del colosal libro de Chernow está dedicado a la última y cada vez más difícil década y media de la vida del escritor, y es en estas páginas donde conocemos al tercer Twain. Es un retrato conmovedor y memorable, porque su vida privada en este período fue muy diferente a la del segundo Twain, al que el público seguía viendo, la magistral luminaria de cabello blanco con una ocurrencia brillante para cualquier ocasión.

Twain y Livy habían perdido a un hijo en la infancia y ahora tenían tres hijas. La mayor, Susy, parecía tener una aventura amorosa con una persona del mismo sexo que la familia, preocupada por su imagen pública, hizo todo lo posible por ignorar. En 1896, Susy, quien tenía una relación particularmente estrecha con su padre, enfermó y murió de meningitis espinal en cuestión de días. Siempre dispuesto a lacerarse, Twain sintió que la había descuidado indebidamente. Luego, la frágil salud de Livy empeoró, lo que la llevó a interminables rondas de nuevos médicos, balnearios, curas de reposo y climas cálidos. Durante varios periodos, los médicos insistieron extrañamente en que, para evitar forzar su corazón, no debían verse durante días o incluso semanas. En 1904, cuando se encontraban lejos de casa, en una lujosa villa alquilada en Florencia, Italia, el corazón de Livy falló.

Twain vivió sus últimos años en un viaje turbulento entre Connecticut, Bermudas, Nueva York y un retiro de verano en el norte del estado, preocupado constantemente por su hija menor, Jean, que sufría de epilepsia. Cualquiera que haya convivido con un epiléptico en los años previos a los tratamientos actuales conoce la tensión de temer y presenciar con impotencia una crisis epiléptica. Mientras mantenían en secreto la enfermedad de Jean, el autor y su otra hija superviviente, Clara, emprendieron una larga búsqueda de un médico o sanatorio adecuado. Para administrar la casa y ayudarle con su mar de correspondencia. Twain contrató a una joven secretaria interna, Isabel Lyon. Las rivalidades se dispararon. Jean temía, con razón, que la exiliaran por su epilepsia. La inestable Clara —quien en un momento dado sufrió una crisis nerviosa que la llevó a un sanatorio— estaba celosa de Lyon, de quien muchos sospechaban que planeaba casarse con Twain. Lyon se refería a él como "el Rey" y asumía deberes de esposa, como cortarle el pelo.

Mark Twain en Stormfield (nombre de su última residencia en Redding, Connecticut), 1909, registrado por el kinetógrafo de Thomas Edison. Se crea que quienes aparecen son sus hijas Clara y Jean. Tomado de Wikipedia.

Todo el pendenciero séquito se mudaba sin descanso de una gran mansión o lugar de vacaciones a otro. Surgió entre Twain, Lyon, Jean, Clara y algunos otros parásitos, una red de alianzas y disputas en constante cambio, más compleja de lo que se podría imaginar que un puñado de personas podría crear, todo ello registrado en miles de páginas de cartas y diarios. Las tensiones desgastaron al autor.

Aunque nunca dejó de escribir, ni de dar discursos, ni de reunirse con personalidades visitantes, desde Booker T. Washington hasta Máximo Gorki y el joven Winston Churchill. En Nueva York, salía periódicamente de su casa para pasear por la Quinta Avenida con su famoso traje blanco, fumando un puro (fumaba hasta 40 al día), reconocido por todos. Estaba resucitando al segundo Twain —la celebridad— como refugio de la tercera fase, cada vez más dolorosa de su vida.

Curiosamente ensombrecía estos últimos años la creciente necesidad de Twain de tener a mano a una o más de las que él llamaba sus "angelotes": niñas, idealmente de entre 10 y 16 años. Hijas de amigos o allegados, algunas conocidas en sus interminables viajes que llegaban a visitarlo, a dar paseos en carruaje o a sesiones de lectura en voz alta, a menudo acompañadas por sus madres. Todo era muy casto, pero la suya era una obsesión con criaturas de inocencia imaginaria, antes de que crecieran a la edad de las complejas y problemáticas mujeres adultas de su hogar.

Aunque Twain amaba entrañablemente a sus hijas, era un amor que quería que permanecieran para siempre lo más cerca posible de la infancia. En su autobiografía hay un pasaje revelador: «Susy murió en el momento oportuno, la época afortunada de la vida; la edad feliz: veinticuatro años. A los veinticuatro, una chica como ella ha visto lo mejor de la vida». Tampoco Twain pudo mantenerse con gracia al margen mientras Clara intentaba forjarse una carrera como cantante. Siempre la frustraba que el público estuviera menos interesado en su voz que en el hecho de ser la hija de Mark Twain, y él, desde luego, no contribuía a mejorar las cosas. En un concierto, cuando ella lo invitó generosamente a subir al escenario al finalizar el recital, él procedió a hablar durante 15 o 20 minutos, cautivando a todos como de costumbre: «Quiero agradecerles su apreciación del canto [de Clara], que, por cierto, es hereditario». No sorprende que ella se negara después a posar con él para las fotos.

En cierto modo, esta tercera etapa de la vida de Twain ilumina la primera, recordándonos que, tanto en la realidad como en la ficción, el mundo de su infancia que tanto amaba era casi enteramente masculino: el dominio masculino de la timonera del barco fluvial, o la balsa en la que Huck y Jim flotan río abajo juntos, dejando atrás a la tía Polly y a la señorita Watson. 

Finalmente, en un año agonizante, la situación en la casa del escritor llegó a su clímax. Él decidió que Lyon y otro asistente le estaban robando dinero y los despidió, una disputa que llegó a la prensa. Clara se casó y se mudó a Europa. Jean regresó a casa, para su alegría, y por fin se convirtió en la dueña de la casa. Pero mientras se bañaba, sufrió una convulsión que le provocó un infarto fatal. Su desconsolado padre le escribió a Clara: «De mi bella flota, todos los barcos se han hundido menos tú».

1940, sello postal conmemorativo de EEUU. By U.S. Post Office - U.S. Post OfficeHi-res scan of postage stamp by Gwillhickers., Public Domain, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=12570010

Para entonces tenía 74 años y su propio barco estaba a punto de hundirse. Clara corrió a casa justo a tiempo para estar con él en sus últimos días. Bromeó hasta el final, cuando la falta de aire le hizo perder "suficiente sueño como para abastecer a un ejército agotado". Una de sus últimas obras se tituló "Etiqueta para el más allá". "Deja a tu perro afuera", aconsejaba. "El cielo se rige por favores. Si los hiciera por el mérito, te quedarías afuera y el perro estaría adentro". Los titulares lamentaron la muerte del gran "humorista". El logro de Chernow es mostrarnos cuánto más compleja fue su vida.

Chernow termina su biografía poco después de la muerte de Twain, pero este influyente autor estadounidense ha tenido una vida después de la muerte controvertida. Tanto su hija Clara como Albert Bigelow Paine, su biógrafo autorizado y primer albacea literario, purificaron con energía el legado de Twain, presentándolo como el sabio bondadoso de melena blanca de Hannibal. En su biografía de tres volúmenes Paine nunca menciona que Twain fuera vicepresidente de la Liga Antiimperialista, y tanto allí como en las numerosas colecciones de escritos de Twain que editó, censuró u omitió muchos de los comentarios del autor sobre eventos como la guerra filipino-estadounidense librada por el presidente William McKinley. Como es habitual, cuando Twain le escribió una vez a un amigo: «Voy a quedarme pegado a mi escritorio durante un mes, con la esperanza de escribir un librito, lleno de desprecio juguetón y afable por el miserable McKinley», Paine termina la frase con «con la esperanza de escribir un librito».

¿Qué pensaría Twain de su país ahora, encabezado por un ferviente admirador de McKinley cuyo torrente diario de tonterías hace que el Duque y el Delfín parezcan pilares del Better Business Bureau***? En Huckleberry Finn, el fraude de esa pareja los alcanza, y son alquitranados y emplumados mientras una multitud, "gritando y gritando, golpeando cacerolas y tocando trompetas", los saca del pueblo en un tren. Ojalá aún tuviéramos a Mark Twain aquí para imaginar un destino similar para el estafador en jefe de hoy.

11 de agosto de 2025

 

* Pseudociencia que pretendía determinar el carácter y hasta las tendencias de una personalidad —incluida una predestinación al crimen— a través del estudio de la forma del cráneo.

** El nombre es en parte metafórico y se refiere a una red de liberales blancos que protegían esclavos que escapaban de las plantaciones del sur. 

*** Organización sin fines de lucro que evalúa la rentabilidad de los negocios en función de fines caritativos.

Adam Hochschild es autor de la reciente American Midnight: The Great War, a Violent Peace (“Medianoche estadounidense: la Gran Guerra, una paz violenta”), y Democracy’s Forgotten Crisis (“La crisis olvidada de la democracia”).

martes, 25 de febrero de 2025

el candidato del feudalismo vampírico

Publicado a principios de diciembre de 2023 en Rea.

El lunes 30 de octubre pasado, en una extensa entrevista con el periodista Alejandro Bercovich, el gobernador reelecto de Buenos Aires, Axel Kicillof –quien fue docente de Historia de las Ideas Económicas en la Facultad de Economía de la UBA– contó que se había puesto a averiguar en internet por qué Javier Milei –quien en un momento sostuvo las ideas del neoclasicismo económico– de repente viró hacia marginales de la economía como Murray Rothbard. Su conclusión es que debía justificar de algún modo una defensa de los monopolios, ya que entonces trabajaba para el grupo Eurnekian, que manejaba el monopolio de los aeropuertos argentinos. Los monopolios, según las ideas capitalistas de la modernidad decimonónica y de entrado el siglo XX, son una aberración del sistema, un residuo feudal que atenta contra el libre mercado.

La discusión en términos económicos no sólo se me escapa, sino que me resultó menos relevante que lo que la crítica cultural había expresado en la década de 1980 sobre los monstruos de la burguesía.

En un artículo ya clásico de Franco Moretti, “The Dialectic of Fear” (“La dialéctica del miedo”. La versión original en inglés puede leerse entera acá) –incluido en su colección de ensayos Signs Taken for Wonders (1983, Verso Books) que, hasta donde pude comprobar no tiene traducción al español–, el autor señala que hay dos monstruos que resumen los miedos de la burguesía: Frankenstein (1817) y Drácula (1895).

Moretti, que escribe su ensayo cuando ya daba clases en algunas de las principales universidades de la costa Este de EEUU, es estrictamente marxista en el desarrollo del texto. Se trata de un marxismo mucho más “cultural” que económico, más “político”, para quien prefiera el término. Escribe: “La literatura de terror nace precisamente del terror de una sociedad dividida y del deseo de sanarla. (Esta literatura) Debe restaurar el equilibrio roto –dando la ilusión de poder detener la historia– porque el monstruo expresa la ansiedad de que el futuro será monstruoso. Su antagonista –el enemigo del monstruo– siempre será, por el contrario, un representante del presente, una destilación de la complaciente mediocridad del siglo XIX: nacionalista, estúpido, supersticioso, filisteo, impotente, satisfecho de sí mismo. Pero esto no se muestra. Fascinado por el horror del monstruo, el público acepta sin murmurar los vicios de su destructor, del mismo modo que acepta su representación literaria, la tipología hastiada y repetitiva que recupera su fuerza y su virginidad al contacto con lo desconocido. El monstruo, entonces, sirve para desplazar los antagonismos y horrores evidenciados dentro de la sociedad hacia fuera de la sociedad misma.” 

Claro, estamos hablando de los monstruos que aparecen “cuando lo viejo no terminó de morir y lo nuevo no termina de nacer”. 

Entre Frankenstein y Drácula transcurre casi todo el siglo XIX, cuya inauguración acaso es la Revolución Francesa. 

Moretti compara a Frankenstein, que ni siquiera posee un nombre (“pertenece”, como creación, al doctor Frankenstein), con el proletariado. Y anota: Entre Frankenstein y el monstruo existe una relación dialéctica ambivalente, la misma que, según Marx, conecta el capital con el trabajo asalariado. Por un lado, el científico no puede dejar de crear el monstruo: ‘A menudo mi naturaleza humana se rebelaba contra mi tarea, mientras que, todavía impulsado por un afán en perpetuo incremento, llevaba mi trabajo cerca de su finalización’. Pero, por el contrario, inmediatamente le tiene miedo y quiere matarlo, porque se da cuenta de que ha dado vida a una criatura más fuerte que él y de la que ya no puede liberarse. Es la misma maldición que aflige a Jekyll: ‘Para tranquilizar tu buen corazón, te diré una cosa: en el momento que elija, puedo deshacerme del señor Hyde’. Y, sin embargo, es Hyde quien se convertirá en dueño de la vida del amo. En otras palabras, el miedo que suscita el monstruo es el miedo de quien teme haber ‘creado a su propio sepulturero’”.

En cambio, al referirse a Drácula, Moretti escribe: “Que el Conde Drácula sea un aristócrata es sólo una forma de decir. Jonathan Harker –el agente inmobiliario londinense que reside en su castillo y cuyo diario abre la novela de Stoker– observa con asombro que Drácula carece precisamente de lo que hace que un hombre sea ‘noble’: sirvientes. Drácula se rebaja a conducir el carruaje, cocinar la comida, tender las camas, limpiar el castillo. El Conde ha leído a Adam Smith: sabe que los sirvientes son trabajadores improductivos que disminuyen los ingresos de quien los mantiene”.  

Se trata, lo decimos de nuevo, de un texto de 1983, escrito en Nueva York, cuando lo que hoy llamamos “crítica cultural” o teoría crítica de la cultura no había tenido razón aún de desarrollarse, en principio porque no había caído el Muro de Berlín y el bloque occidental, es decir “el Mercado”, no podía expandirse más allá del bloque soviético.

Escribe Moretti: ““El capital es trabajo muerto que, como el vampiro, sólo vive succionando trabajo vivo, y vive cuanto más trabajo succiona”. La analogía de Marx desentraña la metáfora del vampiro. Como todos sabemos, el vampiro está muerto y, sin embargo, no está muerto: es un No-Muerto, una persona “muerta” que logra vivir gracias a la sangre que chupa de los vivos. La fuerza de aquellos se convierte en su fuerza. Cuanto más fuerte se vuelve el vampiro, más débiles se vuelven los vivos: ‘el capitalista se enriquece no, como el avaro, en proporción a su trabajo personal y a su consumo restringido, sino al mismo ritmo que exprime fuerza del trabajo de otros, y obliga al trabajador a renunciar a todos los goces de la vida.’ Como el capital, Drácula se ve impelido hacia un crecimiento continuo, una expansión ilimitada de su dominio: la acumulación es inherente a su naturaleza. ‘Éste’, exclama Harker, ‘era el ser que estaba ayudando a trasladar a Londres, donde, tal vez durante los siglos venideros, podría, entre sus hacinados millones, saciar su sed de sangre y crear un nuevo y cada vez más amplio. círculo de semidemonios para atacar a los indefensos.’ ‘Y así el círculo sigue ampliándose cada vez más’, dice Van Helsing más adelante; y Seward describe a Drácula como ‘el padre o promotor de un nuevo orden de seres’.

“Todas las acciones de Drácula tienen realmente como objetivo final la creación de este ‘nuevo orden de seres’ que encuentra su suelo más fértil, lógicamente, en Inglaterra. Y finalmente, así como el capitalista es el ‘capital personificado’ y debe subordinar su existencia privada al movimiento abstracto e incesante de la acumulación, así Drácula no está impulsado por el deseo de poder sino por la maldición del poder, por una obligación de la que no puede escapar. ‘Cuando ellos (los No-Muertos) se vuelven tales’, explica Van Helsing, ‘viene con el cambio la maldición de la inmortalidad; no pueden morir, sino que deben seguir edad tras edad añadiendo nuevas víctimas y multiplicando los males del mundo’. Más adelante se comenta sobre el vampiro que ‘puede hacer todas estas cosas, pero no es libre’. Su maldición lo obliga a causar cada vez más víctimas, del mismo modo que el capitalista se ve obligado a acumular. Su naturaleza le obliga a luchar por ser ilimitado, por subyugar al conjunto de la sociedad. Por esta razón no se puede ‘coexistir’ con el vampiro. Uno debe sucumbir a él o matarlo, liberando así al mundo de su presencia y a él de su maldición.”

Y es así como llegamos al subtítulo “The Vampire as Monopolist” (“El vampiro como monopolista”).

El vampiro monopólico

“Si el vampiro –escribe Moretti– es una metáfora del capital, entonces el vampiro de Stoker, que es de 1897, trata sobre el capital de 1897. El capital que, después de permanecer ‘enterrado’ durante veinte largos años de recesión, resurge para emprender el camino irreversible de la concentración y el monopolio. Y Drácula es un verdadero monopolista: solitario y despótico, no tolera la competencia. Al igual que el capital monopolista, su ambición es subyugar los últimos vestigios de la era liberal y destruir todas las formas de independencia económica. Ya no se limita a incorporar (en sentido literal) la fuerza física y moral de sus víctimas. Tiene la intención de hacerlos suyos para siempre. De ahí el horror para la mente burguesa. Uno está atado a Drácula, como al diablo, de por vida; ya no ‘por un período determinado’, como estipulaba el clásico contrato burgués con la intención de mantener la libertad de las partes contratantes. El vampiro, como el monopolio, destruye la esperanza de que algún día se pueda recuperar la independencia. Amenaza la idea de libertad individual. Por esta razón, la burguesía del siglo XIX sólo es capaz de imaginar el monopolio bajo la apariencia del Conde Drácula, el aristócrata, la figura del pasado, la reliquia de tierras lejanas y edades oscuras.

“Porque el burgués del siglo XIX cree en el libre comercio y sabe que, para establecerse, la libre competencia tenía que destruir la tiranía del monopolio feudal. Para él, entonces, monopolio y libre competencia son conceptos irreconciliables. El monopolio es el pasado de la competencia, la Edad Media. No puede creer que ese pueda ser su futuro, que la competencia misma pueda generar monopolios en nuevas formas. Y, sin embargo, ‘el monopolio moderno es (...) la verdadera síntesis (...) la negación del monopolio feudal en la medida en que implica el sistema de competencia, y la negación de la competencia en la medida en que es monopolio’.

“Drácula es, pues, al mismo tiempo el producto final del siglo burgués y su negación. En la novela de Stoker sólo aparece este segundo aspecto –el negativo y destructivo. Hay muy buenas razones para ello. En Gran Bretaña, a finales del siglo XIX, la concentración monopólica estaba mucho menos desarrollada (por diversas razones económicas y políticas) que en otras sociedades capitalistas avanzadas. Por tanto, el monopolio podría percibirse como algo ajeno a la historia británica: como una amenaza foránea. Esta es la razón por la que Drácula no es británico, mientras que sus antagonistas (con una excepción, como veremos, y con la adición de Van Helsing, nacido en esa otra patria clásica del libre comercio, Holanda) son británicos de principio a fin. El nacionalismo –la defensa hasta la muerte de la civilización británica– tiene un papel central en Drácula. La idea de nación es central porque es colectiva: coordina las energías individuales y les permite resistir la amenaza. Porque mientras Drácula amenaza la libertad del individuo, éste es el único que carece del poder para resistirlo o derrotarlo.

“De hecho, los seguidores del individualismo económico puro, aquellos que sólo persiguen su propio beneficio, son, sin saberlo, los mejores aliados del vampiro.

“El individualismo no es el arma con la que se pueda derrotar a Drácula. Se necesitan otras cosas; en realidad, dos: dinero y religión. Estos son considerados como un todo único, que no debe separarse: es decir, el dinero al servicio de la religión y viceversa. El dinero de los enemigos de Drácula es dinero que se niega a convertirse en capital, que no quiere obedecer las leyes económicas profanas del capitalismo sino ser utilizado para hacer el bien.

“Hacia el final de la novela, Mina Harker piensa en el compromiso financiero de sus amigas: ‘¡Me hizo pensar en el maravilloso poder del dinero!. ¿Qué no puede hacer cuando se aplica correctamente? ¡Y qué podría hacer si se usara vilmente!’ Este es el punto: el dinero debe usarse de acuerdo con la justicia. El dinero no debe tener su fin en sí mismo, en su continua acumulación. Debe tener, más bien, un fin moral y antieconómico, hasta el punto de que se puedan aceptar con calma gastos y pérdidas colosales. Esta idea de que el dinero es, para el capitalista, algo inadmisible. Pero es también la gran mentira ideológica del capitalismo victoriano, un capitalismo que se avergüenza de sí mismo y que esconde fábricas y estaciones bajo engorrosas superestructuras góticas; que prolonga y ensalza los modelos de vida aristocráticos; que exalta la santidad de la familia cuando ésta comienza a desintegrarse en secreto.

“Los enemigos de Drácula son precisamente los exponentes de este capitalismo. Son la versión militante de los benefactores de Dickens. Encuentran su realización en la superstición religiosa, mientras que el vampiro queda paralizado por ella. Y, sin embargo, los crucifijos, las hostias sagradas, los ajos, las flores mágicas, etc., no son importantes por su significado religioso intrínseco sino por una razón más sutil.

“Su verdadera función consiste en poner límites infranqueables a la actividad del vampiro. Le impiden entrar en tal o cual casa, conquistar a tal o cual persona, realizar tal o cual metamorfosis. Pero poner límites al capital vampírico significa atacar su propia razón de ser: por su naturaleza debe ser capaz de expandirse sin límite, de destruir toda restricción a su acción. La superstición religiosa impone a Drácula los mismos límites que el capitalismo victoriano declara aceptar espontáneamente.

“Pero Drácula –que es capital que no se avergüenza de sí mismo, fiel a su propia naturaleza, un fin en sí mismo– no puede sobrevivir en estas condiciones.

“Y así, este símbolo de un desarrollo histórico cruel cae víctima de un puñado de sepulcros blanqueados, de un grupo de fanáticos que quieren detener el curso de la historia. Son ellos quienes son las reliquias de la edad oscura.”

Monstruos

El texto de Moretti es mucho más extenso y su lectura completa condena este breve y apurado vínculo a una reducción ocasional y oportunista con este hallazgo que hiciera el gobernador bonaerense con respecto a la decisión que hiciera el candidato libertariano de volverse un apologista del monopolio y el anarcocapitalista.

Si algo queda por agregar, en esta sencilla y breve conclusión sobre comparaciones en torno a un texto ya clásico es que esos monstruos que surgen entre la muerte de lo viejo y el demorado nacimiento de lo nuevo –según la fórmula de Antonio Gramsci* en sus Cuadernos de la cárcel– es que ese monstruo que encarna en la figura de Milei ya tiene un nombre y una representación que fue interpretada en la misma época en que Margaret Thatcher –la admirada primera ministra británica de Javie Milei que logró instalar el neoliberalismo en Gran Bretaña tras derrocar a los mineros ingleses y luego de ganar la guerra de Malvinas– y Ronald Reagan daban comienzo a una etapa del capitalismo cuya versión más extrema ya conocíamos en América latina durante las dictaduras de Pinochet y Videla, un capitalismo que lograba al fin desvincular poder y política para que sólo la instrumentalidad económica fuese capaz de gobernar la deriva democrática. La coronación de este capitalismo 4.0 se daría con la caída de la Unión Soviética y la deslocalización de un capital desenfrenado.

La representación de ese capitalismo vampírico que la novela Drácula no llega a terminar de mostrarnos es la serie The Strain (“La cepa”, 2014), creada por Guillermo del Toro y basada en la trilogía de novelas del mismo Del Toro y Chuck Hogan), que nos muestra una Nueva York colonizada por un vampiro feudal en la contemporaneidad.



Si de algo no puede jactarse Argentina es de repeler los monopolios. Desde la exportación de su cereal a la producción de sus alimentos o la comunicación y la energía, un puñado de empresas monopolizan las principales actividades económicas y la exportación en el país. 

El parlamentarismo democrático sólo ha disimulado en 40 años de democracia ese vampirismo monopólico, según lo describió Franco Moretti. El monstruo monopólico ha tenido en estas décadas el decoro de esconder sus colmillos. El nuevo síntoma social es la aceptación de ese amo, así como Milei parece haber encontrado al fin el amo ante el cual arrodillarse, un ex mandatario al que aún llama –contraria a la prédica macrista que lo postulaba como “Mauricio”–: “presidente”.

Last, but not least. Acaso hay una trampa en el apresurado planteo de este texto. La trampa consistiría en “demonizar” a Milei. En otras palabras, convertirlo en un protagonista. Lo que hace Moretti en “Dialectic of Fear” no es juzgar o señalar algo en particular en las figuras de los monstruos que analiza, sino que en ellos explora los miedos de la burguesía moderna cuando ésta termina de constituirse durante el siglo XIX.

En ese mismo sentido, Milei no es más que un síntoma, un emergente de la política de una sociedad que vive la democracia como una derrota: nadie votó con grandes expectativas las elecciones de 2015, muchos fueron defraudados por lo que votaron en 2019 y las elecciones del 19 de noviembre próximo son una nueva manifestación de esa degradación del ejercicio de la política: 40 años de democracia y 40 por ciento de una pobreza cuya escalada comenzó y se sistematizó a partir de la última dictadura. Eso que Milei viene a encarnar –más allá de su pobre pensamiento y su miserable biografía– de algún modo ya “ganó”, no importa cuáles sean los resultados del balotaje.

* La traducción frecuente de ese párrafo de los Cuadernos de la cárcel, de Antonio Gramsci reza: “El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos”. Literalmente, ese fragmento, escrito en 1930, reza: “La crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer: en este interregno se verifican los fenómenos morbosos más variados”. Se refería a la crisis producida por el crack de la Bolsa neoyorkina de 1929 y, sobre todo, a la feroz crisis del capitalismo en esa época, que en Italia daría lugar al surgimiento del fascismo.

Nota bene: todas las traducciones del texto original de Franco Moretti son nuestras.

jueves, 5 de diciembre de 2024

otto bauer: para una teoría marxista del nacionalismo

Publicado por Jacobin: “Otto Bauer’s Theory of Nationalism Is One of Marxism’s Lost Treasures” (“La teoría del nacionalismo de Otto Bauer es uno de los tesoros perdidos del marxismo”). La traducción respetó todos los hipervínculos originales en inglés.

por Ronaldo Munck*

Otto Bauer ca. 1930.

Según sus críticos, el marxismo no puede explicar por qué el nacionalismo es una fuerza tan poderosa en el mundo moderno. Aunque el pensador socialista austríaco Otto Bauer desarrolló una teoría sofisticada y esclarecedora del nacionalismo en el siglo XX que hoy está madura para que recojamos sus frutos.

Si miramos al mundo actual, podemos ver la importancia crítica del nacionalismo, ya sea étnico o cultural, desde España hasta Nagorno-Karabaj, la cuestión uigur en China o el desmantelamiento del ex Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte.

Se podría haber esperado que el marxismo, como la autoproclamada “ciencia de la historia”, desempeñara un papel importante en el análisis –si no en la intervención– de tales situaciones, que están destinadas a multiplicarse a medida que se vaya desenmarañando la globalización y aumenten sus contradicciones. Sin embargo, los marxistas parecen estar divididos entre la advertencia de Eric Hobsbawm de no “pintar de rojo el nacionalismo” y el principio leninista, un tanto rígido y no exactamente operativo, del “derecho de las naciones a la autodeterminación”.

Otto Bauer
¿Podría la obra olvidada de Otto Bauer, La cuestión de las nacionalidades y la socialdemocracia —escrita en alemán en 1907, traducida al inglés en 2000 y rápidamente ignorada— ayudarnos a desarrollar una teoría del nacionalismo?

La comprensión que Bauer tenía del nacionalismo era sutil y sofisticada, y bien que vale la pena ser rescatada de la oscuridad. Pero sólo podemos entender su contribución si la situamos en su complejo contexto histórico, en lugar de verla como una teoría política incorpórea.

El austromarxismo

Otto Bauer nació en Viena, en 1881, en el seno de una rica familia judía propietaria de fábricas, en una Austria en vertiginosa industrialización. Se trataba de un entorno multicultural y multiétnico con un próspero movimiento obrero y socialista, que se hizo famoso en el período de la Viena Roja de 1918-1934. Bauer se volvió activo en el marco de ese movimiento, representando al Partido Socialdemócrata de los Trabajadores (SDAP) en el parlamento imperial y editando su revista mensual, La Lucha.

Cuando el imperio de los Habsburgo se unió a las potencias centrales durante la Primera Guerra Mundial, Bauer sirvió como oficial del ejército austríaco y se convirtió en prisionero de guerra en Rusia antes de que se le permitiera regresar a su país en 1917. Antes y después de la guerra, fue una figura destacada de la corriente política conocida como austromarxismo. Tras la Revolución de Octubre, los austromarxistas intentaron desarrollar una “tercera vía” entre la Internacional Comunista lanzada por los bolcheviques y la socialdemocracia.

El período en que Bauer fue ministro de Asuntos Exteriores de Austria en 1918-19, tras el colapso del Imperio de los Habsburgo, con su colega del SDAP Karl Renner como canciller, fue seguido por un período de compromisos estériles con las fuerzas ascendentes de la reacción. Su vida terminó en una derrota política. El ascenso del austrofascismo y el estallido de la guerra civil en 1933-34 lo impulsaron a abandonar Austria. Murió en el exilio parisino en 1938.

Si bien la contrarrevolución triunfó en Austria en la década de 1930, la teoría y la práctica de Bauer son un fragmento de la historia del marxismo que no debería ignorarse. Sigue siendo una parte fundamental del legado marxista que merece una atención actual.

Aunque a veces se lo compara con la Escuela de Frankfurt, el austromarxismo era una filosofía de la práctica, no de la contemplación. Incluía a figuras importantes de la economía marxista (Rudolf Hilferding), la filosofía (Max Adler) y el derecho (Karl Renner), así como al propio Bauer. La definición de Bauer del austromarxismo era como una síntesis entre la realpolitik cotidiana y la voluntad revolucionaria de alcanzar el objetivo final: la toma del poder por la clase obrera.

La cuestión nacional

El contexto en el que Bauer escribió La cuestión de las nacionalidades y la socialdemocracia, que fue originalmente su tesis doctoral, fue el estallido de cuestiones y conflictos nacionales en todo el Imperio austrohúngaro. Hacia finales del siglo XIX, el desarrollo del capitalismo había generado una gran agitación social. La población de Viena se cuadruplicó debido a la migración interna en los cincuenta años previos a 1917, y surgió una clase obrera multinacional.

El floreciente SDAP y los sindicatos afiliados a él corrían el riesgo de desgarrarse entre su núcleo dominante de habla alemana y los miembros de las naciones periféricas. Debemos recordar que antes de su desmembramiento después de 1918, el imperio contenía quince nacionalidades en un territorio del tamaño de la península Ibérica.

Ante esta situación, Bauer se propuso desarrollar una teoría del nacionalismo compleja y sofisticada, que no estaba en absoluto teñida de simpatía hacia su tema, podríamos añadir. Para Bauer, las naciones modernas pueden entenderse como comunidades de carácter (Charakter gemeinschaften) que han surgido de comunidades de destino (Schicksals gemeinschaften).

Se trata de un enfoque mucho más sutil y no reduccionista en comparación con la teoría marxista ortodoxa del nacionalismo, tal como la codificó Joseph Stalin y la propagó en todo el mundo el movimiento comunista prosoviético. Stalin definió una nación como “una comunidad de personas estable e históricamente constituida, formada sobre la base de un idioma, un territorio, una vida económica y una constitución psicológica comunes, manifestados en una cultura común”. Esto no nos ayuda en un contexto multinacional.

Bauer consideraba que la principal fortaleza de su obra era la descripción de la deriva del nacionalismo a partir del proceso de desarrollo económico, los cambios en la estructura social y la articulación de las clases en la sociedad. Sin embargo, gran parte de su obra y los debates a los que dio lugar se centraron en su definición de “nación” como la totalidad de seres humanos unidos por un destino común en una comunidad de carácter.

Bauer veía a la nación como una “comunidad de destino” cuyo carácter era resultado de la larga historia de las condiciones en las que la gente trabajaba para sobrevivir y se dividía los productos de su trabajo a través de la división social del trabajo. Antes de descartar esta concepción de la nación como una mera forma de idealismo –como han hecho muchos críticos– debemos señalar que Bauer criticó repetidamente las formas de “espiritualismo nacional” que describían a la nación como “un espíritu misterioso del pueblo”. También rechazó explícitamente las teorías psicológicas de la nación.

Un producto de la historia

La definición en la que trabajó Bauer de la nación era un postulado metodológico que planteaba “la tarea de comprender el fenómeno de la nación” como la explicación, a partir de la singularidad de su historia, de todo lo que constituye la peculiaridad, la individualidad de cada nación y lo que la diferencia de las demás naciones, es decir, mostrando la nacionalidad de cada individuo como lo histórico con respecto a él y lo histórico en él.

Para Bauer, sólo si se proseguía con esta tarea de descubrir los componentes nacionales podríamos disolver la falsa apariencia de la sustancialidad de la nación, a la que siempre sucumben las concepciones nacionalistas de la historia.

En la perspectiva de Bauer, la nación es sobre todo un producto de la historia. Esto es cierto en dos aspectos: en primer lugar, “en términos de su contenido material es un fenómeno histórico, ya que el carácter nacional vivo que opera en cada uno de sus miembros es el residuo de un desarrollo histórico”. En segundo lugar, “desde el punto de vista de su estructura formal, es un fenómeno histórico, porque diversos círculos amplios se unen en una nación por diferentes medios y de diferentes maneras en las diversas etapas del desarrollo histórico”.

En resumen, las formas en que se genera la “comunidad de carácter” están condicionadas históricamente. De ello se desprende que esta “comunidad de carácter” no es una abstracción atemporal, sino que se modifica continuamente con el tiempo. Para Bauer, las diferentes formas de “carácter nacional” son específicas de un período particular y, por lo tanto, no se pueden remontar a los orígenes del tiempo, como podría sugerir la mitología nacionalista.

No ve el carácter nacional como una explicación en sí misma, sino como algo que necesita ser explicado. En este marco, no podemos simplemente dar por sentado el internacionalismo como algo dado, ni podemos ignorar las características nacionales en nombre de ese internacionalismo. Debemos, más bien, mostrar cómo esas características son el resultado de procesos históricos.

Pese a que la teoría del nacionalismo de Bauer sufre hoy un olvido casi total, incluso —o quizás especialmente— entre los marxistas, en su época fue objeto de intensas polémicas. Su pensamiento fue rechazado tanto por la Segunda Internacional (socialdemócrata) como por la Tercera Internacional (comunista), entre las que se encontraban los austromarxistas.

El fin de la no-historia

Una de las principales innovaciones de Bauer fue rechazar abiertamente la opinión de Federico Engels de que las naciones eslavas como los checos eran “no históricas”, en contraste con lo que él veía como las grandes naciones “históricas”, como Alemania, Polonia y Francia. Para Engels, las naciones “no históricas” eran incapaces de formar un Estado propio y sólo podían servir como herramientas de la contrarrevolución si lo intentaban.

Bauer estaba de acuerdo en que en Europa central y oriental había pueblos a los que se podía calificar de “no históricos”, pero no estaba de acuerdo con Engels en la cuestión de sus perspectivas futuras:

«Las naciones sin historia son revolucionarias, luchan también por los derechos constitucionales y por su independencia, por la emancipación campesina: la revolución de 1848 es también su revolución».

Para Bauer, la categoría de “naciones sin historia” no se refería a una incapacidad estructural de la nación para desarrollarse, sino a una situación particular en la que un pueblo que había perdido a su clase dominante en una fase anterior no había experimentado, por tanto, su propio desarrollo cultural e histórico.

Bauer mostró en detalle cómo el “despertar de las naciones sin historia” fue uno de los principales cambios revolucionarios de finales de siglo. Según Bauer, uno de los rasgos progresistas del desarrollo capitalista fue haber despertado de nuevo la autoconciencia nacional de estos pueblos y haber enfrentado al Estado con la “cuestión nacional”.

A principios del siglo XX, Bauer vio a pueblos como los checos atravesar un proceso de desarrollo capitalista y estatal, que a su vez condujo al surgimiento de una comunidad cultural, en la que se rompieron los lazos de una sociedad tradicional otrora omnipotente. De este modo, las masas estaban llamadas a colaborar en la transformación de la cultura nacional.

Bauer también realizó una consideración detallada de la relación entre la lucha de clases y el nacionalismo. En una frase sorprendente, escribió que "el odio nacionalista es un odio de clase transformado". Se refería específicamente en este contexto a las reacciones de la pequeña burguesía en una nación oprimida, afectada por los cambios de población y otras convulsiones engendradas por el desarrollo capitalista. Pero el punto es más general, y Bauer muestra claramente cómo las luchas de clase y nacionales están entrelazadas.

Puso el siguiente ejemplo en el caso del trabajador checo:

«El estado que lo esclavizó era alemán; alemanes también eran los tribunales que protegían a los propietarios y encarcelaban a los desposeídos; cada sentencia de muerte estaba escrita en alemán; y las órdenes que se enviaban al ejército contra cada huelga de los obreros hambrientos e indefensos se daban en alemán.»

Según Bauer, los trabajadores de las naciones “no históricas” adoptaron en primera instancia un “nacionalismo ingenuo” para equipararse al “cosmopolitismo ingenuo” del proletariado de las naciones más grandes. Sólo gradualmente en tales casos se desarrolla una política genuinamente internacionalista que supera ambas “desviaciones” y reconoce la particularidad de los proletarios de todas las naciones.

Aunque Bauer predicó la necesidad de la autonomía de la clase obrera en la lucha por el socialismo como el mejor medio para tomar el poder, sostuvo que “dentro de la sociedad capitalista, la autonomía nacional es la demanda necesaria de una clase obrera que se ve obligada a llevar a cabo su lucha de clases dentro de un estado multinacional”. Esta no era meramente una respuesta “preservadora del Estado”, argumentó, sino más bien un objetivo necesario para un proletariado que buscaba convertir a todo el pueblo en una nación.

Bauer en nuestro tiempo

La obra de Bauer representa una ruptura importante con el determinismo económico. En su interpretación, la política y la ideología ya no aparecen como meros “reflejos” de procesos económicos rígidos. El contexto mismo en el que operaba la socialdemocracia austríaca la hacía particularmente sensible a la diversidad cultural y a los complejos procesos sociales del desarrollo económico.

El tratado de Bauer sobre la cuestión nacional rechazó implícitamente el determinismo económico y el evolucionismo básico del marxismo de la Segunda Internacional. En términos de su contribución sustancial, Bauer propuso un concepto de nación como proceso histórico en páginas de análisis histórico rico y sutil. La nación ya no era vista como un fenómeno natural, sino como algo relativo e histórico.

Esto le permitió a Bauer romper decisivamente con la posición de Engels sobre las naciones “no históricas”. Al igual que con el trabajo mucho más influyente de Antonio Gramsci sobre lo nacional-popular, podemos encontrar en la obra de Bauer un bienvenido paso más allá de la (mala) comprensión de la nación y del nacionalismo como “problemas” –y no solo un elemento integral de la organización social– que ha caracterizado a tanta teoría marxista sobre el tema.

Un lector moderno del libro de Bauer podría encontrar oscuros algunos de sus estudios de caso y arcaico su lenguaje. Sin embargo, un análisis crítico de Bauer puede ayudarnos a desarrollar una práctica teórica marxista más adecuada en relación con el nacionalismo. ¿Podemos realmente sostener la idea, como muchos marxistas hicieron en la época de Bauer, de que la llegada del socialismo resolverá la cuestión nacional? ¿El rechazo de Bauer a la vía bolchevique para llegar al poder lo convierte simplemente en un reformista fracasado o lo sitúa, como a Gramsci, como un teórico de la revolución en las democracias occidentales? ¿Puede su teoría “constructivista” de la nación brindarnos un punto de partida para comprender la cuestión nacional en la era de la globalización tardía?

Hoy en día la obra de Bauer tiene una relevancia inmediata para nuestra reflexión sobre el multiculturalismo, del que puede considerársela precursora. Para ser claros, el argumento central de Bauer es rechazar cualquier principio esencialista en la conceptualización de la cuestión nacional. Para Bauer, no podemos pensar en las naciones modernas en términos de “teorías metafísicas” (como las nociones de espiritualismo nacional) o “teorías voluntaristas” (como en la teoría de la nación como “plebiscito cotidiano” de Ernest Renan). Las identidades nacionales no están “dadas naturalmente” ni son invariables, sino que son culturalmente cambiantes.

Sin embargo, el enfoque de Bauer sobre el Estado-nación es muy diferente del liberal dominante en la actualidad. En el Estado-nación liberal, es la práctica cultural del grupo nacional dominante la que prevalece. El multiculturalismo, por lo tanto, siempre está limitado por esta hegemonía y no es fácil construir Estados multiculturales. Cualquier compromiso con el pluralismo cultural puede equivaler a poco más que un compromiso simbólico con la diversidad dentro de estructuras abrumadoramente asimilacionistas.

Bauer criticó la actitud del movimiento obrero “austríaco alemán” de principios del siglo XX como un “cosmopolitismo ingenuo” que rechazaba las luchas nacionales por considerarlas una distracción y abogaba por una ciudadanía mundial humanista como su alternativa. Hubo ecos claros de esta actitud en la promoción del “cosmopolitismo global” durante los primeros años de la década de 2000. En ese sentido, necesitamos mucho un Bauer 2.0 para superar esa indiferencia ingenua y complaciente ante la cuestión nacional en la actualidad.

Bauer estaba en desacuerdo fundamental con la idea de que los movimientos nacionales eran simplemente un obstáculo para la lucha de clases y que el internacionalismo era el único camino a seguir. Estaba convencido de que era solo la clase trabajadora la que podía crear las condiciones para el desarrollo de una nación, proclamando que “la lucha internacional es el medio que debemos utilizar para hacer realidad nuestro ideal nacional”.

En su opinión, era el socialismo el que consolidaría una cultura nacional para el beneficio de todos. En resumen —y sé que es una afirmación controvertida— la conciencia de la clase obrera tiene un carácter de clase pero, al mismo tiempo, un carácter nacional.


* Ronaldo Munck es director de participación cívica en la Dublin City University y autor de varios libros, entre ellos The Difficult Dialogue: Marxism and Nationalism, Rethinking Global Labour: After Neoliberalism y Social Movements in Latin America: Mapping the Mosaic.