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viernes, 23 de septiembre de 2022

el fascismo más esperado

Es muy probable que este fin de semana Italia elija una primera ministra abiertamente fascista. ¿Es una nueva señal de que Europa se encamina a repetir los años 1930, previos a la Segunda Guerra mundial? No necesariamente, según se desprende de este artículo publicado en el New Yorker, en el que se entrevista al principal podcaster de Italia, radicado en Milán. La indescifrable constitución antifascista italiana, la endogamia de los medios principales y los hábitos de una sociedad en extremo burocrática explica –siempre de acuerdo a los interlocutores de esta nota que tradujimos– las alarmas sobre un resurgimiento de las huestes musolinianas. P.M.



A mediados de agosto, mi esposa y nuestros dos pequeños hijos fueron a visitar a su familia en Milán. Llegamos al aeropuerto de Malpensa al amanecer y nos dirigimos al control de pasaportes, donde el oficial de inmigración, como es costumbre entre los funcionarios públicos en Italia, parecía vagamente molesto porque interrumpíamos algún negocio importante que estaba haciendo con su teléfono. Mi esposa entregó dos pasaportes italianos, para ella y nuestro hijo de cinco años, y dos estadounidenses. El estado de ánimo del oficial mejoró de inmediato: ahora ya no éramos simplemente una distracción no deseada de sus asuntos privados, sino una categoría mucho más interesante de personas a las que estaba legalmente obligado a reprender. Nuestro hijo de dos años, explicó gravemente, estaba violando la ley. Como era ciudadano italiano por nacimiento, necesitaba un pasaporte italiano; los pasaportes estadounidenses, siguió, no llevan los nombres de los padres y, por lo tanto, no tenía forma de saber que el niño, que tiene mi apellido, era también de ella.

Mi esposa, acostumbrada desde hace mucho tiempo a tales trampas burocráticas, mostró un escaneo del certificado de nacimiento de nuestro hijo. El proceso de obtención de un pasaporte italiano, explicó con una serie de complejos gestos con las manos, ¡fue tan arcano y tan oneroso! Nuestro hijo de dos años nació en el primer año de la pandemia, continuó, y se sabes cómo eran los procedimientos administrativos italianos: tenías que ir a una oficina para obtener este formulario y luego a otra oficina para obtener el sello adecuado, y el consulado en Nueva York parecía estar abierto para tales servicios solo cada tercer miércoles. El hombre finalmente se permitió una sonrisa conmiserativa: sabía cómo era. Mirá –nos mostró– era un buen tipo, así que nos iba a dejar pasar esta vez. ¡Pero teníamos que tener cuidado! Si tuviéramos la desgracia de encontrarnos con un oficial más severo al partir, se nos podría negar la salida del país. Cuando nos fuimos, unas dos semanas después, nos encontramos con otro tipo inusualmente servicial dispuesto, claro, a romper las reglas solo esa vez.

Lord Byron comentó una vez que, en Italia, “no hay, de hecho, ninguna ley o gobierno en absoluto; y es maravilloso lo bien que van las cosas sin eso”. Hoy, Italia tiene un gran gobierno con una cantidad asombrosa de leyes, de diez veces más que Alemania, y el país está lleno de personas brillantes e industriosas que dedican una enorme cantidad de tiempo y energía a romperlas creativamente. Este problema ha sido un tema recurrente para Francesco Costa, un periodista de treinta y ocho años que se ha convertido en los últimos años en un fenómeno de los nuevos medios. Los medios italianos, al igual que el gobierno italiano, están compuestos en gran parte por instituciones aburridas e insulares, lugares más interesados ​​en sí mismos y en la preservación de su propio estatus que en sus lectores. Costa, quien comenzó como un bloguero y un podcaster outsider, fue avalado como una influencia modernizadora en el papel del reportero en la sociedad civil italiana.

Bravissimo

El podcast diario de Costa, “Morning”, que se pronuncia con una “R” casi silenciosa y una vocal fantasma al final, atrae a una audiencia intensamente devota, especialmente (pero no exclusivamente) entre la élite liberal del país. El programa, que aparece bajo los auspicios de Il Post, el sitio de noticias donde Costa se desempeña como editor adjunto, es solo para suscriptores, una rareza en un país donde las propiedades de los medios han tardado en adoptar nuevos modelos de negocios que se han vuelto comunes en otros lugares. El joven novelista italiano Vincenzo Latronico me dijo: “Hay periodistas que han sido atrapados copiando piezas de otros lugares y que todavía están escribiendo editoriales de primera plana en los principales periódicos; es una cultura tan diferente que es difícil incluso de explicar. El periodismo de Costa estaría en un alto nivel en los EEUU, pero en Italia está muy por encima de lo que ofrece el noventa y nueve por ciento de los otros medios. Es como si viniera del espacio exterior”. La presunción y el funcionamiento del podcast son simples: la alarma de Costa suena a las 4:45 am, lee hasta diez diarios en la siguiente hora y media, y se sienta en la computadora de su casa para grabar un resumen, con un seco pero editorializado comentario de las noticias del día. Borra las sirenas de las ambulancias de afuera de su apartamento, reduce el episodio a treinta minutos y exporta el archivo él mismo. “El objetivo es salir a las 8 am”, me dijo recientemente. Continuó con el encogimiento de hombros nacional: “A veces son las ocho, a veces cinco minutos antes, a veces cinco minutos tarde”. En un país dividido por la frustración intergeneracional, tiene una base de suscriptores inusualmente amplia: los boomers lo respetan y la juventud lo acosa sociopáticamente. (Cuando mi esposa envió un mensaje de texto a su grupo de chat de profesionales expatriados italianos para decir que estaba escribiendo sobre él, la respuesta fue una avalancha de emojis con ojos de corazón). Luca Sofri, uno de los primeros blogueros destacados de Italia y ahora colega de Costa en Il Post , me dijo que es principalmente el talento singular de Costa lo que le da a lo que parece una mera reseña de prensa una influencia tan inusual sobre su audiencia. “Francesco es simplemente bravissimo”, dijo.

En un momento de perpetua agitación política italiana, Costa no solo agrega y procesa noticias desconcertantes (sobre precios del combustible o procedimientos electorales) con una claridad poco común, sino que también aborda la política nacional desde direcciones oblicuas, habla del estado espiritual del país con franqueza y humor negro. Llegué a Milán en la cola final de las vacaciones de agosto, cuando cualquiera con recursos abandona las ciudades a los turistas, y Costa dedicó una mañana los comentarios preliminares de su podcast a una historia típica del melodrama costero italiano. El episodio se llamó "No hay necesidad de una ley para todo". Las fuerzas del orden habían comenzado recientemente “razias sorpresivas”* y recorrían las playas públicas en busca de “reservas” ilegales –lugares donde los vacacionistas habían llegado antes del amanecer para dejar sus toallas o sombrillas e irse a casa a dormir hasta el mediodía, de modo que las personas que llegan a la playa a una hora razonable no encontraran un lugar para tomar el sol.

La historia, dijo, lo llevó a considerar la actividad del personal encargado de hacer cumplir la ley que tenía que realizar estas “razias sorpresivas”. No fue solo el tiempo que dedicaron a encontrar a los delincuentes sino el tremendo desperdicio que le siguió:

Una enorme cantidad de papel, de firmas, de sellos, de autorizaciones, de órdenes de servicio para decomisar quince sombrillas y luego, por cada una de estas quince sombrillas, imagínense la cantidad de papeleo sin sentido que se requiere para decir: “Hemos decomisado en fecha X una sombrilla con un diseño de corazoncitos y florcitas”, e imagínense que todo este operativo se repitiera por cada sombrilla, toalla y reposera que habían sido incautadas, en cada playa donde las fuerzas del orden, en lugar de dedicarse a cosas que consideraríamos mucho más importantes, tenían que dedicarse a estas inspecciones.

Imagínese todo eso, expuso a sus oyentes mientras tomaban su café matutino y su brioche, “multiplicado por todas las demás operaciones burocráticas superfluas, redundantes y costosas que nos vemos obligados a enfrentar a diario”. Su voz, aunque todavía seca e inexpresiva, adquirió una urgencia creciente. “Tenemos una ley que simplemente dice que no puedes poner tu sombrilla en la playa por la noche, pero sí después de las 6 am. Pero, ¿hay necesidad de una ley? ¿Debe haber una ley para que adoptemos un comportamiento de modales básicos? , es decir, no ocupes un lugar que no estés usando en una playa libre, y no lo hagas ni la noche anterior ni a las 6 de la mañana?” Y continuó: "¿Tienen las fuerzas del orden en Noruega que llevar a cabo tales 'racias'?" Preguntó: "¿O no sucede porque a nadie se le ocurre hacer tal cosa?"

Pidió perdón a sus oyentes por algo que podría parecer tan irrelevante, pero esperaba que hubieran entendido el espíritu de lo que pretendía decir. “Estamos en campaña electoral, todos los días estamos confrontando y adjudicando promesas para aprobar tal o cual ley”, dijo. De fondo, comenzó a sonar “Gimme Shelter”, el tema de “Morning”. “¿Estamos seguros de que todo este comportamiento, estas cuestiones de urbanidad y buenos modales básicos, puede o debe ser impuesto por una ley?” ¿No podría depender simplemente de nosotros, concluyó, “evitar una situación en la que la policía tenga que ir a las playas para verificar quién puso su sombrilla, su silla de playa o su toalla en una playa pública para ocupar indebidamente un lugar? En otras palabras, ¿por qué no intentar simplemente regularnos? Esto es ‘Morning’. Empecemos”.

Mal vestidos

A uno o dos días de la emisión de ese episodio, una mañana, conocí a Costa –que es delgado y calvo y habla con un pronunciado acento siciliano– y tomamos un café. Nos sentamos en un bar no muy lejos de su oficina, en la Zona Tortona de Milán, un antiguo distrito industrial renovado para apoyar a los sectores de la moda y el diseño. Me dijo: “Se nota que somos periodistas porque somos las personas peor vestidas para el almuerzo”, aunque él mismo ha adoptado un estilo milanés despreocupado e inteligente. A diferencia de los tradicionales bares milaneses de latón y mármol, donde se puede tomar un café por la mañana y una copa por la noche, o viceversa, este era un espacio aireado, de techo alto, con mesas grandes dispuestas para la cohorte de computadoras portátiles.

Costa creció y se educó en Catania, en la base del monte Etna. En 2008 abandonó la escuela de periodismo en Roma e instaló una tienda de campaña en una comunidad para vacacionar junto a un lago, donde escribió un blog sobre la primera campaña de Obama con un entusiasmo inigualable. Envió cartas de consulta a docenas de periódicos, pero en ese momento carecía de las conexiones personales necesarias para unirse a la élite mediática. Como muchos otros jóvenes ambiciosos del empobrecido sur, se mudó a los veinte años a Milán, donde se mezcló con una tribu emprendedora de inmigrantes recién llegados. Desarrolló una reputación como un joven periodista que explicaba Estados Unidos a su generación de italianos. (Su tercer libro sobre los Estados Unidos, sobre los problemas que enfrenta California, se publicó la semana pasada y ya se encuentra en la cima de las listas de los más vendidos). En un tiempo relativamente corto, pudo mantener su blog con donaciones colectivas. Inspirado por el éxito de programas como “Serial”, recurrió al audio, primero con “Da Costa a Costa” (“De costa a costa”), un juego de palabras con su nombre, que se convirtió en la primera sensación de podcast nativo de Italia.

El año pasado, comenzó “Morning”, que describe como un trabajo paralelo a su papel en Il Post, una organización de noticias que sólo está online cuyo lema es Cose spiegate bene o “Las cosas bien explicadas”. Aunque señaló que el sitio, que Sofri fundó en 2010, fue cuatro años anterior al establecimiento de Vox, me dijo que sus innovaciones no eran nada nuevo. “No es que fuera un genio. Solo estaba en contacto con lo que estaba sucediendo en los EEUU, en blogs y podcasts, y simplemente copié lo que estaba funcionando en otros lugares”. En Italia, sin embargo, esto fue una revelación. Se daba por sentado que los medios establecidos escribían en gran medida por y para sí mismos. “Usan una jerga que la gente nunca usa y no entiende”, dijo. “No proporcionan contexto alguno”. Las publicaciones cometían errores de forma rutinaria, por los que rara vez se molestaban en disculparse o corregirlos. Más importante aún, no ocultaron sus afiliaciones políticas (un senador de centroizquierda describió una vez a La Repubblica como “nuestra Pravda”) y rara vez se detuvieron en la hipocresía rutinaria que ha sido endémica durante mucho tiempo en la vida política italiana. El modelo de negocio de Il Post era precisión básica, firmeza y comprensibilidad. “Nos propusimos explicar todo como si el oyente tuviera cinco años”, dijo Costa. No pasó mucho tiempo antes de que se convirtiera en una de las pocas fuentes a las que los italianos podían acudir en busca de explicaciones directas de las maquinaciones deliberadamente ilegibles de la política nacional. En julio, el gobierno interino de Mario Draghi, medianamente popular –el tercer banquero-tecnócrata no electo reclutado para dirigir el país desde la década de 1990–, fue derribado por la abrupta (y, dado que casi todos los partidos ahora se postulan en un continuación de sus políticas económicas, en gran medida sin sentido) retirada de apoyo de los socios menores de la coalición, y de la noche a la mañana Costa se encontró dando cobertura diaria de las elecciones anticipadas, que se llevarán a cabo el 25 de septiembre.

Para cualquiera que haya prestado una mínima atención al tratamiento de la situación política en Italia por parte de la prensa anglófona, la broma de Costa sobre los paraguas y los buenos modales básicos podría parecer una reacción simplista a una crisis inminente para la democracia europea. En la última década, Italia, junto con muchos de sus países pares, ha sido desestabilizada por movimientos populistas de derecha e izquierda. Ahora, a muchos observadores extranjeros les parece que el próximo gobierno de Italia será fascista. Las encuestas han sido estables y una victoria decisiva está casi asegurada para la llamada coalición de centro-derecha encabezada por Giorgia Meloni, quien sería la primera mujer Primera Ministra de Italia. No es difícil comprender por qué Meloni trae a la mente el fascismo. El partido que ella cofundó, Fratelli d'Italia, surgió de las cenizas del Movimento Sociale Italiano (MSI) de Italia, la reconstrucción de posguerra de la base de Mussolini. Su partido ocupa la antigua sede del MSI en Roma, ha conservado su simbolismo, una llama tricolor, y con frecuencia se refiere a Dio, patria, famiglia o “Dios, patria y familia”. Muchos de sus seguidores han adoptado el saludo romano de brazos rígidos asociado con Il Duce, con el endeble pretexto de que es un desarrollo higiénico a raíz del covid. La nieta de Mussolini, Rachele, es miembro del partido y miembro del consejo de la ciudad de Roma.

Fascismo

No hace falta decir que ninguna de estas cosas pasa desapercibida para el público italiano. Pero Costa cree que el tropo del fascismo –promovido no solo por la prensa extranjera sino también por una coalición de centroizquierda desesperada por obtener el apoyo de un bloque que de otro modo estaría descontento– no solo es exagerado sino inútil. Es extraño que la única historia de la prensa extranjera, dijo, en un episodio reciente, haya sido presentar “todas las elecciones italianas como una lucha contra el inminente retorno del fascismo”. Esto no quiere decir que Costa se haga ilusiones sobre lo que significará una coalición liderada por Meloni en el poder. “Existe el riesgo muy real de que tengamos un gobierno de extrema derecha, especialmente en lo que respecta a los derechos civiles”, dijo. “Puede que no sea fascista, pero definitivamente da miedo”. Su liderazgo será particularmente malo para los migrantes y sus hijos, para quienes no hay camino hacia la ciudadanía, y para la comunidad LGBT; durante años, la derecha italiana ha buscado restricciones al aborto, y la reciente decisión de Dobbs, en los EEUU, ha hecho que la perspectiva de nuevas leyes contra el aborto en otros lugares sea cada vez más plausible. Costa no descartó las ramificaciones de la regresión cultural. La derecha italiana es nostálgica sin disculpas, y su objetivo principal es mettere l’orologio indietro: hacer retroceder el reloj a tiempos más simples.

Pero no hay mucho más que una administración de Meloni pueda hacer. Después del Brexit [acá nuestra lectura], la derecha italiana se retiró de los discursos sobre abandonar la Unión Europea (UE). A partir de este año, Meloni, de repente, apoya a las sanciones contra Rusia y a la OTAN. Tiene poco espacio para negociar en asuntos internacionales. La pandemia trajo miles de millones de dólares en fondos de ayuda de la UE, y Meloni no puede permitirse poner en peligro su relación con Bruselas y Frankfurt. Aunque Italia ha tenido un superávit presupuestario durante la mayor parte de los últimos veinte años, el país tiene una deuda pública de aproximadamente el ciento cincuenta por ciento del PIB, y depende del respaldo europeo para mantener las tasas de interés manejables. Si Italia no cumple con las reformas presupuestarias y administrativas ordenadas por la UE a cambio del alivio de emergencia por la pandemia, las tasas de los bonos aumentarán y es posible que el nuevo gobierno no dure ni un año.

“¿Será Italia un estado policial? No”, me dijo Costa. “¿Estará muy mal administrado? Sí." Todo el mundo está de acuerdo en que el país tiene problemas reales y serios —con pensiones, impuestos, tribunales— y Meloni no ha ofrecido prácticamente nada en cuanto a propuestas manejables para resolverlos. Pero Costa ya no tiene fe en la centroizquierda, que ha gobernado durante gran parte de los últimos quince años sin haber conseguido nunca un mandato popular ni haber hecho nada apreciable. Todo lo que esos partidos saben hacer, dijo, es hacer sonar la alarma sobre el avance del totalitarismo. Bajo Silvio Berlusconi, la principal promesa electoral de la oposición fue “Al menos no somos ese dictador”, me dijo Costa. (Como dijo en un episodio reciente: “Aquellos que se opusieron a Berlusconi lo acusaron de seguir al putinismo, de tener ambiciones dictatoriales, ese tipo de cosas, eso era legítimo”). Pero Berlusconi dirigió el país de forma intermitente durante unas tres décadas y, aparte de la carrera ciega hacia el abismo de la cultura popular, prácticamente no dejó huella alguna. (Durante el verano, se unió a Meloni y si ella gana, él regresará al gobierno una vez más; en un esfuerzo por volver a presentarse a los votantes jóvenes, recientemente se unió a TikTok). Ahora la centro-izquierda ha girado hacia “Somos nosotros o los fascistas”, explicó Costa. Esto no es alarmismo desquiciado: si una coalición entre Meloni y Matteo Salvini, el líder del antiinmigrante Partido Liga [del Norte], obtiene una mayoría de dos tercios en el parlamento, como es posible, podrían, en teoría, reescribir la constitución sin un referéndum, pero su oposición carece de una visión positiva propia para ofrecer a los votantes. Durante mucho tiempo, el fascismo le ha dado a la centro-izquierda una tapadera para su propio agotamiento e ineptitud; si hay una lección relevante para otras democracias occidentales, podría tener menos que ver con el fascismo en sí que con una exageración de la amenaza que representa. “Pero el desastre es lo habitual en la política italiana”. Costa suspiró y levantó las manos. “Tenemos estos debates constantes y nada cambia nunca”.

Chantaje

Este es precisamente el problema. La estructura política de Italia se creó para evitar que cualquier facción obtuviera el tipo de poder que tenía Mussolini. Como me dijo John Foot, el destacado historiador británico de Italia: “La constitución hace que sea muy difícil hacer mucho en Italia. Para eso fue construida, para evitar que la gente haga cosas, y cumple con su trabajo”. El sueño de la política de coalición se ha reducido principalmente al arte del chantaje: ricatto es una de las palabras más comunes en los comentarios políticos italianos. Desde la década de los noventa, el gobierno ha cambiado las leyes electorales del país en cuatro ocasiones, con la esperanza de que algo más cercano a un sistema mayoritario pueda hacer que el país sea más estable en la gobernabilidad. Uno de los temas habituales de Costa es que la ley electoral más reciente, que implementó un sistema híbrido, es tan complicada que nadie tiene idea de cómo funciona realmente. El resultado, me dijo, es que no hay rendición de cuentas en el sistema en absoluto. “Nosotros no podemos elegir a nuestros representantes, no hay primarias, los líderes de los partidos deciden todo, sabemos de antemano quién va a ganar. Esto crea la sensación de que mi voto es totalmente inútil. Piense lo que piense, realmente no puedo cambiar nada”.

Lo único que ha despertado de forma fiable al público de su apatía es la novedad. “Los votantes italianos se sienten atraídos por lo nuevo”, dijo Costa. “Primero Matteo Renzi era nuevo. Entonces Movimento 5 Stelle era nuevo. Luego Matteo Salvini. Todos logran una gran popularidad en un corto período de tiempo y luego la pierden con la misma rapidez. Ahora Meloni es el objeto nuevo y brillante de la política italiana...  Existe la sensación de que el gobierno más aterrador solo durará uno o dos años, entonces, ¿qué tan malo podría ser? Pero la parálisis política de Italia, admitió con tristeza, podría tener sus beneficios. “Es deprimente, pero, con todos sus defectos, también puede ser tranquilizador. La política en los EEUU da un poco de miedo, ¿ahora es un lugar donde ocurre un golpe de Estado?

Para Costa, destacar el tema de las toallas de playa depositadas al amparo de la noche no es abjurar de la política; tal como él lo ve, la disfunción cultural de la sociedad civil está a la vez aguas arriba y aguas abajo de la disfunción política concurrente. Como lo ha descrito el politólogo florentino Antonio Floridia, existe un círculo vicioso en el que los constantes lamentos sobre la inadecuación constitucional erosionan la legitimidad de la democracia italiana, y la erosión de la democracia italiana sanciona la sospecha de que toda la gente razonablemente espera que todo lo que puede hacer es cuidarse a sí misma. La ruptura total de la confianza se ha perpetuado autónoma.

En el bar, Costa hizo un gesto hacia el lugar. “Para abrir un bar en Italia hay que rellenar doscientos formularios. Y aquí estamos en Milán, la ciudad italiana más rica, dinámica y moderna —el resto de Italia se burla de nosotros por comer sushi y beber Starbucks— e incluso aquí tenés que andar con dinero en efectivo en el bolsillo”. Muchas tiendas, especialmente fuera de las ciudades más ricas, no aceptan tarjetas de crédito y no te van a dar un recibo, porque no pueden permitirse pagar impuestos y mantenerse en el negocio –aunque la pérdida de esos ingresos para la economía subterránea es parte de lo que mantiene los impuestos tan altos en primer lugar. Costa explicó: “Cada uno hace las paces en privado con el hecho de que el país no funciona bien”. El amiguismo y el nepotismo se han convertido, en tales circunstancias, en estrategias racionales para la supervivencia individual. El interés propio ha sido consagrado como estatuto. Y siguió: “Teníamos una ley que permitía a las empresas bancarias enviar a los trabajadores a la jubilación por adelantado y contratar a sus hijos e hijas. ¡Tu trabajo aquí es hereditario!” Y siguió: “Teníamos a este tipo muy famoso, Piero Angela, que era extremadamente popular en la televisión, como nuestro David Attenborough. Ahora el chico más popular de la televisión es Alberto Angela. ¡Para ser el nuevo Piero Angela, tienes que ser el hijo del viejo Piero Angela!” Para aquellos que han inventado su propia forma despiadada de hacer que las cosas funcionen, no hay ningún incentivo para cambiar el statu quo. Dijo Costa: “Como decimos, lo importante es que me cuido y sigo quejándome”.

Ineficiencia

Costa reconoció que la legendaria ineficiencia del país es, en medio de la invasión del monocultivo global, parte de su atractivo perdurable. “Ustedes en Estados Unidos odian perder el tiempo, tienes autoservicio en todas partes, les encanta ser organizados y eficientes. A nosotros nos encanta tomarlo con calma, la bella vita”. Los turistas admiran la idea de que los italianos todavía compran su pan en la panadería y su queso en la quesería y su fruta en el puesto de frutas. Pero pasan por alto el hecho de que, para funcionar, los italianos necesitan no solo un quesero y un vendedor de frutas, sino también una serie de ayudantes personales para realizar las tareas básicas. Todos están acostumbrados a su propia improvisación, y no existe un electorado natural para la transparencia. “No hay forma de evaluar a los maestros ni a los trabajadores públicos. La única forma de obtener un aumento en el sector público es a través de la antigüedad: no se puede pagar más a las personas talentosas o trabajadoras, lo que incentiva a las personas a hacer lo mínimo. Cuando conseguís un nuevo trabajo, tus compañeros de trabajo te dicen que no hagas demasiado, que no sorprendas al jefe, porque de lo contrario les pedirán que hagan lo mismo”, dijo Costa. Esa falta generalizada de rendición de cuentas es una de las razones por las que la política italiana ofrece pocas esperanzas a los ciudadanos italianos, que ven la política como un escenario más en el que los ganadores son los que depositaron sus sillas de playa la noche anterior.

Costa ve su podcast y su trabajo en la sala de redacción de Il Post, en parte, como un esfuerzo por construir, aunque solo sea a pequeña escala, una comunidad que represente el tipo de sociedad civil consciente que le gustaría ver. Los políticos deben estar sujetos a estándares significativamente democráticos, y la única forma en que los medios tendrán la credibilidad para hacerlo es que los propios medios estén genuinamente abiertos a la crítica de una manera nueva. “Recibo retroalimentación constante en vivo, leo cada correo electrónico y cada mensaje en las redes sociales, y cuando me equivoco, me avisan”, dijo Costa. Admitió que no era lo ideal para su salud mental, pero vio la oportunidad de crear una comunidad que pudiera servir de modelo. “Podés crear fácilmente un gran número de seguidores todos los días simplemente gritando contra Salvini. Pero eso no es lo que quiero. Estoy jugando un tipo diferente de juego”.

Entendió que existía el peligro de que estuviera halagando a su audiencia –de que no podían ser ellos, la élite liberal, los que bajaban a la playa antes del amanecer para colocar sus sombrillas. Pero probablemente tenían esos impulsos, dijo, y él también; en ausencia de un sentido de lo colectivo, cuidar de uno mismo se sentía como la única forma. No quería sonar mojigato. “Puede ser insufrible si se pierde el tono correcto”, dijo. “Esto es algo que hago a las 6 am en pijama. Me preocupa que pontifico** —¿tienen esa palabra: hablar como el Papa? Pero trato de ser el adulto en la sala sin ser insoportable, criticando a los demás sin ponerme en un nivel superior”. Encontró su propio éxito incómodo, pero lo tomó como una señal de que en el corazón de su relación con su audiencia había un sentido mutuo de fidelidad. “Realmente no sé por qué este amplio público está escuchando este podcast, básicamente soy yo”, dijo. “Pero al menos trato de demostrarlo con mi propio ejemplo”.

* El término en inglés es blitz: bombardeo sorpresivo –a partir de los bombardeos alemanes sobre Inglaterra a principios de los 40–; en español no hay una traducción exacta, por eso se eligió una aproximación a partir de las incursiones policiales en lugares públicos de fines de los 70 y principios de los 80.
** En italiano, que es igual en español, en el original.

Nota bene: Se respetaron todos los hipervínculos de la edición original en inglés en The New Yorker y se agregaron otros para facilitar el contexto. Traducción y edición de Pablo Makovsky.

 

lunes, 24 de mayo de 2021

el diablo cita las escrituras

¿La rebeldía se volvió de derecha?, pregunta Pablo Stefanoni en su libro –una cartografía de la nueva reacción frente a una izquierda que perdió su dimensión emancipatoria. Sí, claro. ¿Y entonces?



Si hay una novedad en la escena política argentina es que hoy existe un sector político que se reivindica de derechas, que aborrece la justicia social –a la que considera un saqueo que le quita dinero a los exitosos para repartirlo entre inútiles– y se burla de la corrección política del progresismo, los feminismos y muchos discursos que hasta hace muy poco estaban a la vanguardia de la movilización social.

Si bien esta derecha radicalizada es estridente, su impacto político está aún por verse. La encarnan figuras como Javier Milei o la presidente del partido gobernante hasta hace dos años, Patricia Bullrich, en cuyo nombre tiene incluso una agrupación de seguidores LGBT conocida en Twitter como La Put0 Bullrich.

Aunque la ultraderecha no ganó todavía elecciones en Europa, tiene ya representantes en la inmensa mayoría de los congresos nacionales y su presencia transforma la discusión pública sobre política. De hecho, la ganadora de las elecciones para alcalde de Madrid fue Isabel Díaz Ayuso, quien pertenece a un partido tradicional (el Partido Popular), pero consolidó su caudal electoral al adoptar el discurso de ultraderecha de la organización fascista Vox.

Cómo nació este fenómeno, cómo se multiplicó en las redes y cristalizó en figuras presidenciales como Donald Trump en Estados Unidos, Jair Bolsonaro en Brasil o Boris Johnson en Gran Bretaña, es lo que cuenta, a groso modo, ¿La rebeldía se volvió de derecha?, que lleva como subtítulo: “Cómo el antiprogresismo y la anticorrección política están construyendo un nuevo sentido común (y por qué la izquierda debería tomarlos en serio)”, de Pablo Stefanoni, que tiene en tapa una curiosa ilustración con la sigla LGBT resignificada: Liberty (libertad), Guns (armas), Beer (cerveza), Trump que acaso se explica en el capítulo 4, bajo el título: “El discreto encanto del homonacionalismo”.

Si bien todos coinciden en que ése tipo de militancia que exacerba el odio y expresa a boca de jarro las ideas despreciadas por el progresismo más rampante es algo que prolifera en internet, la duda es qué fenómeno no es siempre y también algo que sucede en internet. Claro que el estallido chileno de 2019 no hubiera desembocado en la paliza electoral de la derecha en 2021 si todo ese descontento hubiese sido sólo virtual. Pero también es cierto que el desmadre de violencia racial, política y social que se desencadenó en Estados Unidos antes, durante y sobre el final de la presidencia de Donald Trump nació de internet y, sobre todo, de sitios recónditos de la web, desde espacios de interacción entre gamers, las redes más reducidas como 4chan e, incluso, las más públicas como Twitter, Reddit, YouTube o el mismo WhatsApp, como bien lo cuenta Stefanoni en su libro.

¿La rebeldía se volvió de derecha?, claro está, es un gran y necesario mapa de estas cuestiones, además de un diagnóstico de una batalla que se juega en el terreno cultural o el soft power, ese territorio simbólico que le permite decir hoy a figuras políticas como Javier Milei o toda suerte de militantes de Juntos por el Cambio que aquellas opciones que los enfrentan son “soviéticas” o “comunistas” –incluso un edil rosarino que fue vocero de un ex gobernador que inundó su ciudad adujo que estatizar el deteriorado sistema de transporte de la ciudad era “soviético”.

Las democracias liberales que conocemos están lejos de haber superado los devastadores problemas de la desigualdad, mientras la prensa comercial discute los ingresos de los trabajadores y aquellos asistidos por planes sociales –como escribía Lenin en los años 20–, nunca se cuestionan las ganancias exorbitantes y depredadoras de los grandes capitales. Asimismo, un progresismo hipercrítico señala la falta de progresividad en los impuestos, el deterioro de los salarios y el mal infligido por el “neoliberlismo” sin hacer estridente ninguna propuesta emancipadora. En cambio, la idea de futuro que sobreviene es la que fulgura como la realización de la pesadilla de la ciencia ficción –y ni siquiera ese género que tiene entre sus visiones más sublimes a Stanislav Lem, Philip K. Dick, J.G. Ballard o Cordwainer Smith, sino las películas más o menos de taquilla de los últimos años– y ofrece en sus distopías más cercanas el reemplazo del hombre por la máquina, el mundo occidental convertido en un desierto con ciudades doradas para la élite o la guerra permanente de todos contra todos, como en el apocalipsis zombie que actualizó la pandemia.

Cuando Stefanoni escribe en su libro poshumano –“la neorreacción puede funcionar como un sistema de alerta temprana de cómo podría ser una futura derecha antidemocrática y un capitalismo autoritario e incluso ‘poshumano’”– acaso debamos leer posoccidental, ese sistema de valores que observa en el derrumbe de la democracia –como sistema de vida que permitía, ni más ni menos, lo que Raúl Alfonsín vino a prometer con su arenga: con la democracia se come, se educa, se cura, etcétera– el desierto de lo político, la disolución de lo común y la transformación de la ciudad –la polis– en un campo minado.

Escribe el autor: “Parte de este sustrato etnocivilizatorio de la noción de ciudadanía declinará en una serie de teorías conspirativas –obsesionadas con la demografía– que sostienen que hay en curso un ‘gran reemplazo’ de la población europea y de ‘su’ civilización por diferentes grupos no blancos, especialmente arabo-musulmanes. Muchas de estas ideas –de forma asumida o no– están detrás de los ‘sentidos comunes’ creados por los nacional-populistas a lo largo y ancho de Europa… y más allá”.

Entre las razones de este descrédito de la democracia y sus valores, Stefanoni cita al historiador Enzo Traverso: “ha mostrado cómo el auge de la ‘memoria’ de los últimos años, con incidencia en el mundo académico y político, ha ido en paralelo con otro fenómeno: la construcción de los oprimidos como meras víctimas del colonialismo, de la esclavitud, del nazismo, etc. De esta forma, la ‘memoria de las víctimas’ fue reemplazando a la ‘memoria de las luchas’ y modificando la forma en que percibimos a los sujetos sociales, que aparecen ahora como víctimas pasivas, inocentes, que merecen ser recordadas y al mismo tiempo escindidas de sus compromisos políticos y de su subjetividad. Como señala Traverso, ‘el siglo XX no se compone exclusivamente de las guerras, el genocidio y el totalitarismo. También fue el siglo de las revoluciones, la descolonización, la conquista de la democracia y de grandes luchas colectivas’. Adolph L. Reed Jr., que enseña y escribe sobre temas políticos y raciales, lanzó una provocación al decir que los progresistas ya no creen en la política de verdad sino que se dedican a ‘ser testigos del sufrimiento’”.

Efectivamente, “la rebeldía se volvió de derecha”. Me basta con pensar en los amigos con los que mi hijo atraviesa el confinamiento, adolescentes vitales y generosos, de 13, 14 y 15 años que venden software y sobrantes de su infancia en redes sociales, en sitios de compra y venta, que usan Ualá y organizan torneos gamers para hacer esa diferencia de dinero que no pueden proveerles sus padres. Niños que se hicieron grandes en la pandemia y aprendieron que no quieren ser víctimas ni testigos del derrumbe de sus familias. Que no saben de historia ni les interesa porque el futuro que les ofrece Milei y sus secuaces está lleno de promesas y, sobre todo, la promesa de deshacerse de ese mundo que nunca llega que mamaron desde niños. Capaces de señalar mi “homofobia” –¡o my, a su edad ni siquiera podía concebir esa palabra!– en un chiste pero incapaces de distinguir entre justicia social y derechos civiles.

Según reconstruye Stefanoni en ¿La rebeldía se volvió de derecha?, esa “derecha desacomplejada” con la que Milei y Agustín Laje seducen a la generación de mi hijo se nutre de las doctrinas de Murray Rothbard. En el glosario que el autor de ¿La rebeldía se volvió de derecha? deja al final del libro, Rothbard aparece en la entrada “Paleolibertarismo: Corriente creada por Murray Rothbard que combina valores culturales conservadores y la búsqueda de la abolición del Estado y la privatización completa de la vida social, incluso de la justicia y las fuerzas de seguridad. A menudo comparte espacios con las extremas derechas. Promueve un fortalecimiento de instituciones sociales como la familia, las iglesias y las empresas como contrapeso y alternativa al poder estatal (verdadero enemigo de la libertad).”

Por supuesto que el libro de Stefanoni es una genealogía de todo este mare tenebrarum, que los zurdos surcaremos en una odisea desquiciada, pero es también, en sus puntos suspensivos, como el glosario final, que incluye expresiones como SJW (social justice warrior, es decir, quien enfrenta a la justicia social), alt-right (la derecha alternativa), Incel (involuntarily celibate: célibe involuntario) o “marxismo cultural”; es también, decíamos, una puerta de entrada a una lucha que va a darse, en principio, en el lenguaje, que es el hogar de todas las peleas.

Así como los ediles rosarinos más insignificantes de la derecha vernácula recogen y resignifican términos como “soviético” y “libertad”, es de esperar una neolengua (Newspeak, era el término con el que describía George Orwell ese nuevo vocabulario en un totalitarismo futuro–, o una Nadsat, que era en La naranja mecánica –la novela de Anthony Burgess, olvidemos la película–) el antilenguaje que permitía a los violentos protagonistas convertir en eufemismos sus crímenes y violaciones.

Llegados a este punto, me temo, es tan o más importante la tarea de un traductor o un lingüista que la de un ideólogo.

martes, 10 de noviembre de 2020

nosotros

Las principales ficciones televisivas de este año se encargaron de mostrar los años en los que Estados Unidos estuvo al borde de volverse un país no de izquierda, pero sí democrático. No, no hay ningún error. Estados Unidos no es un país democrático, pero entre fines de los 60 y principios de los 70 –pongamos por fecha 1973, cuando el presidente Richard Nixon logró imponer el dólar como medida de intercambio comercial global– pudo haberlo sido. De eso trata la serie Mrs. America, de eso trata el film El juicio de los siete de Chicago (Aaron Sorkin), las series Woke, Lovecraft Country (acá hay una reseña para escuchar) e, incluso, la adaptación que hiciera David Simon de La conjura contra América (la novela de Philip Roth, The plot against America) que hasta generó un ataque de trolls en la conversación que Simon mantuvo con Pablo Iglesias en Twitter. La conjura contra América, claro, trata sobre esos inciertos años antes de que EEUU y el presidente Franklin Delano Roosvelt –primer populista estadunidense– se involucraran militarmente en la Segunda Guerra, cuando el país era seducido por el nazismo. Pero el punto de vista de Simon en el desarrollo de la miniserie es la presidencia de Donald Tump.

Donald Trump perdió su reelección. Si no recuerdo mal –y no tengo ganas de ir a buscar el artículo de alguno de los periódicos yanquis que leo– es la décima vez en la historia que un presidente pierde su reelección. Pero es la primera vez que un presidente que pierde esa reelección es tan votado. Y es la primera vez que tantos estadounidenses van a las urnas –el promedio histórico de votantes que eligen un presidente en ese país apenas llega al 25 por ciento de su población–, busquen los datos en RealPolitik. Lo que la serie Mrs. America (que es la narración de cómo la segunda ola feminista es derrotada por una conservadora que inauguró la mentira y los discursos de odio tal como hoy los conocemos) nos mostró, por ejemplo, era un país que siempre tuvo sus divisiones, pero que enseñaba un bipartidismo capaz de entenderse en la disputa política, capaz de confrontar, con republicanos que apoyaban los movimientos feministas –el mismo Ronald Reagan, cuyo acceso a la Casa Blanca y su inicio de la revolución conservadora marca el final de la serie, estaba a favor del aborto antes de llegar a la presidencia– y demócratas que aún no se habían aliado a las élites multimillonarias de Wall Street. Eran los Estados Unidos que aún no habían caído en las garras de la plutocracia, como se encargó de contarlo muchas veces mi admirado Chris Hedges.

Donald Trump perdió. Los republicanos perdieron y, como partido, se llamaron a silencio. Con una victoria magra, podríamos decir “dietética”, Joe Biden se alzó con la presidencia después de la canallesca interna en la que corrieron a Bernie Sanders de la carrera a la Casa Blanca.

Poder blando

Nouriel Roubini aseguró en una nota publicada el 27 de octubre pasado en ProjectSyndicate, que Biden necesitaba ser contundente en el triunfo para no llevar a EEUU a una debacle financiera en las elecciones del martes 3 de noviembre. Hizo comparaciones con las elecciones que consagraron fraudulentamente a George W. Bush en 2000 y auguró un caos bursátil en caso de que los resultados se demoraran como entonces. Pero, sobre todo (los datos económicos los dejo para los economistas), señalaba que estas elecciones erosionaban el poder blando (soft power) de Estados Unidos, nada más ni nada menos que ese que nos lleva a ver a la potencia imperial como un modelo para la democracia y sus instituciones.

Bien, creo que ese soft power es lo que se resquebrajó definitivamente en estas elecciones. Salvo los imbéciles que trabajan el doble que nosotros para mantenerse desinformados, nadie puede pensar hoy que en Estados Unidos es el voto popular el que elige presidente. Entre las principales formas de conteo del voto, todos seguimos en estas elecciones la conformación de un Colegio Electoral casi monárquico que definía la mayoría para elegir presidente y que en los comicios de 2016 le dieron la victoria a Trump cuando su contrincante, Hillary Clinton –la candidata de Wall Street y la espectadora del asesinato de Osama Bin Laden en territorio extranjero– sacó tres millones de votos más.

Apenas habían arrancado los 90 cuando Leonard Cohen nos enseñó aquella maravillosa canción que se llamaba “Democracy” y decía que la democracia nos llegaba como el sentimiento de algo “que no era exactamente real, o era real, pero no estaba exactamente ahí”.


Un ganador humilde

Cuando los grandes medios coronaron presidente a Joe Biden, el sábado pasado, el clásico programa Saturday Night Live invitó una vez más al brillante comediante negro Dave Chappelle a hacer un monólogo que no era otra cosa que un editorial.

Con su elegancia irónica y magistral, Chappelle dijo, más o menos que los votantes blancos rurales y de clase trabajadora que se pasaron al Partido Republicano en la era de Trump pueden ser fácilmente estereotipados, tal como lo han sido los negros a lo largo de la historia de Estados Unidos. “¿Ni siquiera querés usar tu barbijo porque es opresivo? ¡Intentá usar el barbijo que estuve usando todos estos años! [en inglés barbijo se dice “mask”, que equivale, como en español, a “máscara”]. Ni siquiera puedo decir algo verdadero a menos que tenga un chiste detrás”. Y siguió: “Ustedes no están listos; no están listo para esto. Ustedes mismos no saben cómo sobrevivir. Los negros somos los únicos que sabemos cómo sobrevivir a esto”. Para Chappelle, Estados Unidos no se curará con una elección, sino con personas que lleguen a un entendimiento más profundo. “Les imploro a todos los que celebran hoy que recuerden que es bueno ser un ganador humilde. ¿Recuerdan cuando estuve aquí hace cuatro años? ¿Recuerdan lo mal que se sintió? Recuerden que la mitad del país en este momento todavía se siente así”, dijo.


El martes pasado, cuando se desarrollaba el proceso de las elecciones, un amigo me escribió desde Colorado. 

“El sábado fue Halloween –me decía–. Nuestra casa era la única en la cuadra con decoración. Te da una pauta de la depresión colectiva.”

Y también: “Y nadie habla de política, aunque todos saben que todo el mundo está consumido por eso. El miedo y el estrés sobre el tema es tanto, que apenas si hay carteles y cosas, salvo en los lugares donde es claro que un lado domina”.

La pequeña localidad donde vive, cercana a la universidad de Boulder donde es un destacado profesor, es un vecindario tranquilo, pero también dividido. Me sobresaltó esa imagen, la de vecinos consumidos por la división política, tragándose las palabras que deberían ser la materia de la discusión política, es decir, el combustible de la participación ciudadana, en ese resentimiento consumado que ni siquiera les permitía reparar en la alegría o el ritual de sus hijos, la fiesta de Halloween, la víspera de todos los santos, como si ya no hubiera víspera posible y todo se jugara en ese pasado condenado. Le creo cuando dice que el gótico, esa narrativa en la que todos están atrapados en el pasado, es el género contemporáneo.

Nosotros


En cuanto a nosotros, argentinos, entusiasmados por el triunfo del MAS en Bolivia, después de ver al presidente Alberto Fernández acompañar a uno de los más grandes líderes americanos de las últimas décadas, Evo Morales, hasta Bolivia, ¿qué significa el triunfo de Biden o la derrota de Trump?


Poco por ahora.


Me quedo con el último newsletter de María Esperanza Casullo: “
Se habló mucho en estos últimos años del ‘giro a la derecha’ y del atractivo de las nuevas derechas radicales populistas, que parecían haber llegado para comerse el mundo. Es un dato positivo, creo, el que estemos empezando a ver los límites de estos modelos: es cierto, son eficaces (¡el populismo sigue funcionando!), movilizan, generan identidades, pero... pierden, y no son mayoritarias. Son un sector más. A competir en elecciones, señores. Y creo que, para la Argentina, no será un mal dato tener que negociar con Biden, que por lo menos en sus primeros dos años va a tener un frente interno complicado. Mejor que la mirada se aleje de Latinoamérica”.

lunes, 10 de agosto de 2020

para recuperar una generación perdida

 Naomi Klein | traducido* de The Intercept

Imaginemos que vivimos en una zona rural de Arkansas y nos sacude una tragedia. Un miembro de la familia se enfermó con esa enfermedad respiratoria contagiosa que ya mató a montones, pero no hay suficiente espacio en la pequeña casa para ponerlo en cuarentena en una habitación propia. El caso de nuestro pariente no parece poner en peligro su vida, pero lo aterroriza que su tos persistente propague la enfermedad a otros familiares más vulnerables. Llamamos a la autoridad de salud pública local para ver si hay espacio en los hospitales locales, y nos explican que están demasiado limitados con los casos de emergencia. Hay establecimientos privados, pero no podemos pagarlos.


No se preocupe, nos dicen: un equipo llegará en breve para instalar una casa pequeña, portátil, resistente y bien ventilada en su jardín. Una vez instalada, su pariente podrá convalecer cómodamente. Puede llevarle comida casera a su puerta y comunicarse a través de las ventanas abiertas, y una enfermera capacitada estará disponible para exámenes regulares. Y no, no habrá ningún cargo por la casa.

Este no es un informe de algún Estados Unidos futuro y organizado, uno con un gobierno capaz de cuidar a su gente en medio de una carnicería económica espiralada y una emergencia de salud pública. Es un comunicado del pasado de este país, una época, hace ocho décadas, cuando nos encontrábamos en las garras de una crisis económica aún más profunda (la Gran Depresión) y, también, en las de una enfermedad respiratoria contagiosa que se esparcía (la tuberculosis), similar a estos días.

Sin embargo, contrasta cómo el gobierno estatal y federal de Estados Unidos enfrentó esos desafíos en la década de 1930 y cómo falla tan brutalmente al enfrentarlos ahora, no podría ser más marcado. Esas pequeñas casas son solo un ejemplo, pero reveladoras por la gran cantidad de problemas que esas humildes estructuras intentaron resolver a la vez.

Conocidas como "cabañas de aislamiento", las casitas de madera se distribuyeron a familias pobres en varios estados. Lo suficientemente pequeñas como para caber en la parte trasera de un remolque, tenían espacio para una cama, una silla, un tocador y una estufa, y estaban equipadas con grandes ventanas con mosquiteros y contraventanas para maximizar el flujo de aire fresco y luz solar –consideradas esenciales para la recuperación de la tuberculosis.

Como estructuras físicas, las cabañas TB (por "tuberculosis") fueron una elegante respuesta para los desafíos a la salud pública que planteaban los hogares abarrotados por un lado y los costosos sanatorios privados por el otro. Si no se podía albergar pacientes en una cuarentena segura en la casa, entonces el estado, con la ayuda de Washington, simplemente llevaba una adición a esas casas durante la duración de la enfermedad.

Conviene que esto se asimile, dada la prédica de indefensión que invade hoy los EEUU. Durante meses, la Casa Blanca no pudo hacerse una idea de cómo implementar pruebas gratuitas de covid-19 a la escala requerida, y mucho menos rastreo de contactos, sin importar el apoyo para la cuarentena de familias pobres. Sin embargo, en la década de 1930, durante una época económica mucho más desesperada para el país, las agencias estatales y federales cooperaron para entregar no solo pruebas gratuitas sino también viviendas gratuitas.

Y ese es solo el comienzo de lo que hace que valga la pena detenerse en las cabañas TB. Las cabañas en sí fueron construidas por hombres muy jóvenes entre la adolescencia y los 20 años que estaban sin trabajo y se habían inscrito en la Administración Nacional de la Juventud (NYA por sus siglas en inglés). "La Junta de Salud del Estado proporciona los materiales para estas cabañas y NYA proporciona la mano de obra", explicaron Betty y Ernest Lindley, autores de una historia del programa en 1938. “El costo promedio total de una cabaña es de $ 146.28”, alrededor de $ 2700 en dólares de hoy.

Las cabañas TB fueron solo uno de los miles y miles de proyectos asumidos por los 4.5 millones de jóvenes que se unieron a la NYA: un vasto programa iniciado en 1935 que conectó a jóvenes con necesidades económicas, que no podían encontrar trabajo en el sector privado, con trabajo pensado para el ámbito público que necesitaba hacerse. Desarrollaron habilidad comercial, mientras ganaban dinero que les permitió a muchos quedarse o regresar a la escuela secundaria o la universidad. Otros proyectos de la NYA incluyeron la construcción de algunos de los parques urbanos más emblemáticos del país, la reparación de miles de escuelas en ruinas y su equipamiento con áreas de juego; abastecieron las aulas con escritorios, mesas de laboratorio y mapas que los jóvenes trabajadores habían hecho y pintado ellos mismos. Los trabajadores de NYA construyeron enormes piscinas al aire libre y lagos artificiales, se capacitaron para ser ayudantes de enseñanza y enfermería, e incluso construyeron centros juveniles completos y escuelas pequeñas desde cero, a menudo mientras vivían juntos en "centros para residentes".

La NYA sirvió como una especie de complemento urbano del programa juvenil más conocido de FDR (Franklin Delano Roosvelt), el Civilian Conservation Corps (CCC), lanzado dos años antes. Los CCC emplearon a unos 3 millones de hombres jóvenes de familias pobres para trabajar en bosques y granjas: plantaron más de 2 mil millones de árboles, apuntalaron ríos contra la erosión y construyeron la infraestructura para cientos de parques estatales. Vivían juntos en una red de campamentos, enviaban dinero a sus familias y aumentaban de peso en un momento en que la desnutrición era una epidemia. Tanto la NYA como la CCC tenían un doble propósito: ayudar directamente a los jóvenes involucrados, que se encontraban en una situación desesperada, y satisfacer las necesidades más urgentes del país, ya sea por tierras reforestadas o por mayor ayuda en hospitales.

Como todos los programas del New Deal, la NYA y la CCC se vieron manchadas por la segregación racial y la discriminación. Y los roles de género fueron, digamos, que las niñas descubrieron que podían coser, hacer latas y curar; y los chicos descubrieron que podían plantar, construir y soldar. Las niñas negras en particular fueron incorporadas al trabajo doméstico.

Sin embargo, la escala de estos dos programas, que en conjunto alteraron las vidas de más de 7 millones de jóvenes en el transcurso de una década, avergüenza a los gobiernos contemporáneos. Hoy, millones y millones de jóvenes están comenzando su edad adulta mientras el suelo colapsa bajo sus pies. Los trabajos de servicios de los que dependían tantos adultos jóvenes para alquilar y pagar la deuda de sus estudios han desaparecido. Muchas de las industrias en las que esperaban entrar están despidiendo, no contratan. Se cancelaron pasantías y aprendizajes a través de correos electrónicos masivos y se revocaron las ofertas de trabajo prometidas.

Estas pérdidas económicas, combinadas con la decisión de muchos colegios y universidades de cerrar residencias y mudarse a internet, han separado abruptamente a innumerables adultos jóvenes de sus sistemas de apoyo, empujaron a montones a la falta de vivienda y a otros a sus dormitorios de la infancia. Muchos de los hogares en los que se encuentran los jóvenes ahora se encuentran bajo una tensión económica severa y no son seguros ni acogedores, y los jóvenes LGBTQ corren un mayor riesgo.

Todo esto se acumula con el dolor del propio que trae el virus, que extendió el duelo y la pérdida a millones de familias. Y eso ahora se está mezclando con el trauma de la tremenda violencia policial dirigida a multitudes de manifestantes, en su mayoría jóvenes del Black Lives Matter, combinando los eventos criminales que precipitaron las protestas en un principio. En el fondo, como siempre, está la sombra del colapso climático, sin mencionar el hecho de que cuando los miembros de esta generación escucharon por primera vez términos como "encierro" ("lockdown") y "refugiarse en el lugar" ("shelter in place") relacionados con la pandemia, muchas de sus mentes inmediatamente viraron hacia los aterradores simulacros de tiradores que practicaron en las escuelas de EEUU desde pequeños.

No es de extrañar, entonces, que la depresión, la ansiedad y la adicción estén devastando la vida de los jóvenes.

Según una encuesta realizada por el Centro Nacional de Estadísticas de Salud y la Oficina del Censo el mes pasado, el 53 por ciento de las personas de 18 a 29 años informaron síntomas de ansiedad y/o depresión. Cincuenta y tres por ciento. Eso es más de 13 puntos porcentuales más alto que el resto de la población, lo que en sí mismo estaba fuera de los gráficos en comparación con esta época el año pasado.

Y eso todavía puede ser un recuento dramático. Mental Health America, parte del Consejo Nacional de Salud, publicó un informe en junio basado en base a encuestas hechas a casi 5 millones de estadounidenses. Descubrió que "las poblaciones más jóvenes, incluidos los adolescentes y los adultos jóvenes (de menos de 25), se ven particularmente afectadas" por la pandemia, y el 90 por ciento "experimenta síntomas de depresión".

Parte de ese sufrimiento encuentra su expresión en otra crisis invisible de la era Covid: un aumento dramático en las sobredosis de drogas; algunas partes del país reportaron ya aumentos del 50 por ciento con respecto al año pasado. Todo esto debería ser un recordatorio de que cuando hablamos de estar en medio de un cataclismo a la par con la Gran Depresión, no solo el PIB y las tasas de empleo están deprimidos. También hay un gran número de personas deprimidas, especialmente los jóvenes.

Por supuesto que esta es una crisis global. El secretario general de la ONU, António Guterres, advirtió recientemente que el mundo enfrenta "una catástrofe generacional que podría desperdiciar un potencial humano incalculable, socavar décadas de progreso y exacerbar las desigualdades arraigadas". En un mensaje de video dijo: “Estamos en un momento decisivo para los niños y los jóvenes del mundo. Las decisiones que los gobiernos y los socios tomen ahora tendrán un impacto duradero en cientos de millones de jóvenes y en las perspectivas de desarrollo de los países en las próximas décadas”.

Al igual que en la década de 1930, a esta generación ya se la refiere como una "generación perdida", pero en comparación con la Gran Depresión, casi no se está haciendo nada para ir a su encuentro, ciertamente no a nivel gubernamental en los EEUU. No hay programas ambiciosos y creativos diseñados para ofrecer ingresos estables más allá de los programas laborales de verano ampliados, y no se diseñó nada para equiparlos con las habilidades necesarias para la era del Covid y el cambio climático. Todo lo que Washington ha ofrecido es un descanso temporal en los pagos de préstamos estudiantiles, que expirará este otoño.

Se debate sobre los jóvenes, por supuesto. Pero casi exclusivamente para avergonzarlos por salir de fiesta de Covid. O para discutir (normalmente en su ausencia) la cuestión de si se les permitirá o no tomar clases presenciales en las aulas, o si tendrán que quedarse en casa pegados a las pantallas. Sin embargo, lo que nos enseña la era de la Depresión es que estos no son los únicos futuros posibles que deberíamos considerar para las personas entre la adolescencia y los 20 años, especialmente cuando nos enfrentamos a la realidad de que el covid-19 va a remodelar nuestro mundo durante un largo tiempo. Los jóvenes pueden hacer más que ir a la escuela o quedarse en casa; también pueden contribuir enormemente a la curación de sus comunidades.

Esta semana indagué en lo que se necesitaría para lanzar programas de empleo juvenil a la escala de NYA y CCC: programas que, al igual que sus predecesores, abordaban amplias necesidades sociales al tiempo que brindaban a los jóvenes dinero, capacitación en habilidades y oportunidades, trabajar y posiblemente vivir en compañía. Dicho de otra manera: ¿Cuáles son los equivalentes modernos de la cabaña de aislamiento para tuberculosis construida en NYA y entregada a domicilio?

Al profundizar en la historia de los programas para jóvenes del New Deal, me sorprendió la cantidad de proyectos que se aplican directamente a las necesidades más urgentes de la actualidad. Por ejemplo, la NYA hizo contribuciones enormes e históricas a la infraestructura educativa del país, con un énfasis particular en los distritos escolares de bajos ingresos, al tiempo que capacitó a muchas mujeres jóvenes como asistentes de enseñanza. También proporcionó importantes refuerzos para un sistema de salud pública en crisis, capacitando a batallones de jóvenes para que sirvieran como auxiliares de enfermería en hospitales públicos.

Es fácil imaginar cómo programas similares en la actualidad podrían abordar simultáneamente la crisis del desempleo juvenil y desempeñar un papel importante en la lucha contra el virus. Solo un ejemplo: seguro que podríamos usar algunos de esos auxiliares de enfermería si hay un nuevo brote del virus este invierno. Una investigación del New York Times el mes pasado citó a varios médicos y enfermeras que están convencidos de que un número significativo de las muertes por covid-19 que tuvieron lugar en los hospitales públicos de Nueva York podrían haberse evitado si hubieran contado con el personal adecuado. En las salas de emergencia, donde la proporción de pacientes por enfermera no debería haber sido superior a 4 a 1, un hospital público estaba tratando de arreglárselas con 23 a 1; otros no lo estaban haciendo mucho mejor. Han surgido historias de pesadilla de pacientes desorientados que se bajaban de las máquinas de oxígeno y otros equipos vitales, trataban de levantarse sin nadie que los detuviera, morían solos. Más enfermeras habrían hecho una diferencia.

Luego están las escuelas públicas, igualmente escasas de personal después de décadas de recortes, que intentarán imponer el distanciamiento social este año. Si no tuviéramos tanta prisa por volver a una versión sombría y disminuida de lo "normal", habría tiempo para un programa al estilo de la NYA para capacitar a miles de adultos jóvenes para ayudar a reducir el tamaño de las clases y supervisar a los niños en la educación al aire libre.

Y como sabemos que el lugar más seguro para reunirse sigue siendo al aire libre, algunos estudiantes en edad universitaria podrían retomar el trabajo iniciado por la NYA y expandir la infraestructura nacional de senderos, áreas de picnic, piscinas al aire libre, campamentos, parques urbanos y senderos silvestres. Miles más podrían inscribirse en un recuperado CCC para restaurar bosques y humedales, ayudando a extraer de la atmósfera el carbono que calienta el planeta.

Crear este tipo de programas sería complejo y costoso. Pero los beneficios individuales y colectivos serían inconmensurables. Y como fue el caso durante la Gran Depresión, muchos jóvenes tendrían la oportunidad de hacer algo que desesperadamente quieren y necesitan hacer ahora mismo: salir de sus hogares de la infancia y vivir con sus compañeros.

En Intercepted, hablé sobre esta perspectiva con Neil Maher, profesor de historia en la Universidad de Rutgers-Newark y autor de una historia definitiva del Civilian Conservation Corps, "Nature’s New Deal". Me dijo que en su investigación sobre el CCC se encontró con muchos participantes que describían su tiempo en el programa como una especie de campamento para dormir o incluso una universidad al aire libre: una oportunidad única de vivir colectivamente, lejos de sus familias y de la ciudad, y convertirse en adultos. Pero a diferencia de muchos campus universitarios reales que no pueden reabrir de forma segura, dados los desplazamientos diarios de profesores, personal y muchos estudiantes, los campamentos modernos inspirados en los CCC podrían diseñarse como "burbujas" de Covid.

El programa tendría que hacer pruebas a los participantes en el camino, poner en cuarentena a cualquiera que diera positivo durante dos semanas, y luego todos se quedarían en el campamento hasta que el trabajo estuviera terminado (o al menos su parte). Podría ser esa rara triple victoria: curar parte del daño causado a nuestro planeta devastado, ofrecer un salvavidas económico y social a las personas necesitadas y diseñar lo que podría ser uno de los lugares de trabajo más seguros para el Covid.

En el pánico por esta “generación perdida”, se ha hablado mucho de que no hay trabajo para los jóvenes. Pero eso es mentira. No hay fin para el trabajo significativo que se necesita desesperadamente en nuestras escuelas, hospitales y en la tierra. Solo necesitamos crear esos trabajos.

* Se respetaron todos los hipervínculos del original en inglés.

Tomado de las recomendaciones del esperado newsletter dominical de Revista Crisis.


domingo, 2 de febrero de 2020

el populismo democrático argentino


Los líderes del giro a la derecha firmaron con anticipación el epitafio del populismo latinoamericano. Luego llegó el 18 de octubre, cuando los estudiantes de secundaria saltaron el molinete del subte de Santiago de Chile en protesta por un aumento del 5 por ciento. La consiguiente represión brutal lanzó una de las mayores protestas sociales en la historia de Chile, que hizo añicos el gobierno neoliberal de Sebastián Piñera. Solo nueve días después, en Argentina, el conservador Mauricio Macri perdió su intento de reelección frente al candidato peronista Alberto Fernández. Macri había prometido que sus políticas de liberalización “terminarían con 70 años de peronismo”. De hecho, alentaron su notable regreso.



Estos eventos simultáneos tienen razones dinámicas independientes y nacionales, pero se reflejan mutuamente. Chile se evaporó como el ejemplo de una democracia sin conflicto que cautivó las mentes de liberales y conservadores. La ciudad en una colina que ofrece “profundas lecciones de moderación, cooperación e innovación“, como dijo el economista Jeffrey Sachs en 2010, demostró ser un enclave opresivo de militancia antisocial en una región energizada por la acción colectiva. “Chile importa”, como dijo Sachs, pero no de la forma en que pensaba.

Las elecciones en Argentina, por otro lado, no aplastaron tanto las esperanzas como confirmaron las lamentaciones de las maravillas anti-populistas sobre un país maldito por la política plebeya. La narración de un país arruinado por demasiado conflicto y demasiados almuerzos gratis siempre fue validada por una historia de subordinación y eficiencia. Los últimos cuatro años del gobierno conservador son lo que fueron: una experimentación con el individualismo y la cruel disciplina que dejó al país al borde del colapso.