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"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).

viernes, 15 de mayo de 2020

la abanderada del odio

En 2017 Noam Chomsky publicó Requiem for the American Dream, un libro del que se hizo incluso un breve film de entrevistas, que llevaba por subtítulo: “Los 10 principios de la concentración del poder y la riqueza”. Allí, al señalar los dilemas que planteaba Aristóteles en su Política sobre la democracia (si la democracia de Atenas funciona bien los pobres no tardarán en reclamar a los ricos sus privilegios, para lo que sería aconsejable reducir la desigualdad), nuestro intelectual de izquierdas estadounidense de cabecera señala su teoría principal: la devoción demócrata de Estados Unidos siempre se debatió en la misma tensión, reducir la desigualdad o reducir la democracia. A partir de fines de los 60 y, sobre todo en los 70, al filo de la monumental derrota de Vietnam y con una juventud que pedía una ampliación de derechos para la ciudadanía movilizada en todo el territorio nacional, la opción de las élites fue clara: reducir la democracia en una escalada reaccionaria que tendría su cima en enero de 1981, cuando Ronald Reagan ingresó al fin a la Casa Blanca.

Antes, sin embargo, la política exterior estadounidense había endurecido su estrategia anticomunista en su patio trasero, América latina, produciendo una sucesión de golpes militares que contaron con el apoyo de buena parte de la dirigencia política vernácula y produjeron acaso el mayor quiebre sociopolítico, con situaciones de violencia y terror inéditos, en países como Argentina, que ya arrastraban dicotomías insalvables en su tradición histórica. Hay que señalar estas consecuencias porque nada de lo que sucede al interior de los Estados Unidos se queda allí adentro: la política exterior del imperio es siempre su política interior, como señaló un conocedor de la geopolítica.

Dicho lo anterior, queda abierto el camino para que el lector explore hasta qué punto la historia que desarrolla Mrs. America (una miniserie de nueve episodios protagonizada por Cate Blanchet y producida por el canal FX, distribuida por Hulu) se cruza con la historia reciente que vivimos en este rincón del sur del planeta.

Heroína conservadora

En septiembre de 2016, poco después de dejar fuera de carrera a la primera mujer candidata a presidente de Estados Unidos, Donald Trump asistió al funeral de Phyllis Schlafly, una dama casi olvidada en ese momento pero acaso quien más luchó para que el partido Republicano se convirtiera en lo que es hoy: una secta multitudinaria de fanáticos –entre religiosos, ultraderechistas, creyentes en un paraíso libertario que nunca existió, etcétera–, separada por completo del debate político que existió hasta que ella entró en escena.

Allí, en ese funeral, Trump dijo que Schlafly –acaso su espejo en el camino hacia el mando político de Estados Unidos– era una “heroína conservadora”.


Sobre Phyllis Schlafly trata la miniserie Mrs. America, sobre ella y sobre el movimiento que enfrentó, la segunda ola feminista reunida detrás de la ERA (Equal Rights Amendment: ley de igualdad de derechos entre hombres y mujeres), que desde principios de los 70 nunca fue sancionada.

El día de la marmota

Dahvi Waller, quien guionó y desarrolló la serie (es una de las creadoras de Mad Men), declaró que veía en Schlafly a la “disruptora original” y Blanchett, tras considerar la situación de las noticias y las falsas asunciones en torno a los hechos en los años 70 y la actualidad, dijo que le parecía estar viviendo en el film El día de la marmota (aquél en el que Bill Murray despierta siempre en el mismo día).

En su reseña de Mrs. America en The Atlantic, Sophi Gilbert escribe: “Vivimos en un momento que engendró Schlafly”, se refiere a las noticias falsas, las mentiras descaradas, los argumentos inventados en un debate televisivo.

Sobre el proceso de argumentación de Schlafly, Gilbert describe: “Lo que Schlafly aprovechó antes que nadie fue el poder de un cierto tipo de polémica. Alimentar el resentimiento contra un supuesto grupo de esnobs privilegiados que amenazan el auténtico estilo de vida estadounidense es fácil. Entonces, provoca condenas al hacer que las personas se sientan juzgadas. Desde el primer episodio, Schlafly se convierte en un vendedor de indignación sorprendentemente sofisticado. Cuando la ponen en su lugar, miente descaradamente; cuando la desafían, cambia suavemente de tema. Es una maestra de la comunicación”. La debilidad del movimiento de mujeres al que se enfrentó Schlafly –sugiere la crítica– consistió en el proceso mismo de unión detrás de una causa, mientras que nuestra “heroína conservadora” sólo tenía por delante dividir y destruir.

La miniserie, cuyo punto final es el gobierno de Reagan y el triunfo de la revolución conservadora que encabezaba (en el episodio 6 uno de los personajes bromea con el nombre con el que llamaban a Reagan los mismos republicanos, que veían avanzar a este hombre rodeado de evangélicos y actores que nunca antes habían pisado las altas esferas políticas: los “reaganitas”), también presenta a figuras centrales de esa ápoca como la escritora y activista Betty Frieden –quien se oponía por razones políticas a incluir en la lucha feminista la reivindicación de las minorías homosexuales–, Gloria Steinem o Shirley Chisholm, primera congresista negra de la historia de Estados Unidos.

1972

En 1972, año en el que se desarrolla el primer episodio, todo sucede bajo el influjo de las elecciones en las que Richard Nixon peleaba su reelección frente al demócrata George McGovern, cuando la guerra de Vietnam había atravesado ya sus momentos más tétricos y era inminente la derrota. En esas elecciones –en las que Nixon mantuvo la presidencia hasta el año siguiente, cuando estalló el escándalo de Watergate– McGovern planteaba ya un ingreso universal para todos los estadounidenses como el que el papa Francisco recomendó hace muy poco debido a la crisis que genera la pandemia del nuevo coronovirus. Acaso ese dato, pequeño, sirva para sopesar los cambios que sobrevinieron en la política de Estados Unidos desde esos años convulsionados.

Para quienes piensan que Donald Trump –o, para citar un caso más cercano, Jair Bolsonaro– son un accidente indeseado, Mrs. America –escrita, dirigida y protagonizada por mujeres– viene a contarnos que son una construcción política de larga data, que su comparsa de evangelistas y fanáticos no llegaron a los máximos lugares de poder por un descuido, sino por decisiones y “tácticas” que de algún modo hicieron historia. La estrategia del odio con la que muchos republicanos –hoy día un hay un solo legislador de ese tradicional partido estadounidense, al que pertenecieron Abraham Lincoln o Theodore Roosvelt, que apoye el derecho al aborto– consolidaron su base electoral en las últimas cuatro décadas son producto de las tecnologías –en el sentido que Agamben le da a las tecnologías sociales de una guerra que sobreviven en una sociedad– divisorias que practicó la señora Schlafly, quien se presentaba ente su público agradeciendo a su esposo por permitirle dejar a sus hijos para asistir a ese encuentro.

“La realidad puede ser demasiado compleja para la transmisión oral; la leyenda la recrea de una manera que sólo accidentalmente es falsa y que le permite andar por el mundo, de boca en boca”, escribió nuestro clásico contemporáneo, definición que cabe para esa magistral pieza de política y ficción que es Mrs. America.

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