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jueves, 26 de diciembre de 2024

volver a las catacumbas

 El 4 de diciembre en Fuera de Tiempo, Fernando Peirone le decía a Diego Genoud que unos cuatro mil años de historia de pensamiento crítico están llegando a su fin, que una civilización construída en torno a la verdad y a conceptos que nos llevarían de nuevo a la alegoría de la caverna —libro VII de la República, donde se discute el conocimiento sensible y el inteligible, y la importancia de la educación (paideia)— se disuelve al fin en supersticiones. “Yo creo y con eso basta”, como decía aquél episodio de mayo de 2021 de la adorada Mariana Moyano que trataba una vez más sobre lo que las redes hacen de nosotros.

Es curioso, hace poco más de 10 años escribí sobre las ficciones que daban cuenta de cierto estado de la imaginación entonces —es una forma ampulosa de decirlo, lo sé—. En las series de ciencia ficción, los temas recurrentes eran los universos paralelos (Lost, Fringe) y el viaje correctivo en el tiempo herencia de Terminator (de nuevo Lost; también, Mad Men). En otras palabras, algo así como la condición irredimible del presente requiere que se eche luz sobre los últimos días mediante el regreso a tiempos sobre los que habría, en principio, un orden: los 60 anteriores a Mayo del 68 y Woodstock, los virulentos 70 al filo del final de Vietnam. Pero también, descubrir en la actualidad las alternativas que devuelvan al presente un resplandor utópico: si del otro lado, si en el universo paralelo de Fringe o Lost las opciones que se tomaron no hicieron las cosas más felices, por lo menos desde allá nos llegan signos, pistas para evitar errores.

Así, las series de televisión que inauguraron el nuevo milenio podrían representarse según dos metáforas planteadas en dos sagas ejemplares: Lost o la Isla, y Mad Men o la Caída, el Abismo. El carácter insular de Lost, su cosa pequeña, doméstica y cerrada, que se despliega y busca lo abierto puede percibirse en la gran mayoría de las series, desde Fringe hasta Battlestar Galactica (2004). El carácter abisal (en el abismo está el demonio, William Blake dixit), de inminente caída, puede percibirse en Mad Men. En estas series sus personajes, al igual que el Scottie de Vertigo (Hitchcock, 1956), no sólo están al borde de una caída, sino que llevan el abismo en la mirada: algo han visto que no cabe en la superficie del mundo. Y, más terrible, ese algo, el futuro mismo, se construye en esa mirada abisal.

Pero este año 2024 nos descubrió una nueva genealogía de series (o ficciones), las sagas catecuménicas. Sí, sí, es un término irremediablemente católico, pero apartemos eso un momento. Catecúmeno proviene del griego katēkhoumenos, que significa “instruido oralmente, a viva voz” (ēkhein es eco). Pero el katē o “cata” significa abajo, de ahí que catecúmeno se emparenta con catacumba, lo que da a la catequesis no sólo un aire de cosa soterrada y secreta, también clandestina, subterránea. 

El estreno este año de Fallout —la primera temporada de la serie basada en un juego fabuloso que imagina un futuro alternativo y distópico en el que la humanidad no descubrió el transistor pero sí el poder atómico y la robótica y eternizó hasta su destrucción la estética de los años 50—, donde la misma casta que destruyó el mundo perpetuó su deseo de aniquilación en refugios bajo tierra que reproducen su sistema de dominación, da un giro sobre la célebre frase que popularizó Mark Fisher: “Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. El capitalismo no es otra cosa que una serie de alternativas sobre nuestra propia aniquilación. Lo dice un personaje de la serie: “El fin del mundo es un producto”. La gran maquinaria que alguna vez vendió futuro, ahora vende apocalipsis y vida bajo tierra, donde los sobrevivientes de un holocausto nuclear son instruidos en las misma filosofía que los llevó a la guerra y el fin.

Ella Prnelle en “Fallout”.

Y sobre el final del año se estrenó la segunda temporada de Silo, en la que la fabulosa Rebecca Ferguson persigue el conocimiento de qué es ese silo subterráneo en el que vivió toda su vida, cuya memoria e historia ha sido borrada y de la que sólo quedan unas reliquias prohibidas que tienen el poder de revelar la vida anterior al silo, ya que la atmósfera del mundo exterior parece envenenada para siempre.

Pero, last but not least, ya casi en el cierre del año, antes de las películas navideñas y estúpidamente polares, se estrena un film llamado Heretic (Hereje), protagonizada por un Hugh Grant villano y dos adorables jóvenes mormonas protagonizadas por Sophie Thatcher (actriz y cantante criada en una familia mormona) y Chloe West

Si Silo es la alegoría de la caverna en tanto el conocimiento sensible de los que viven dentro del silo no posee la paideia (la educación) para hacer inteligible lo que ven por una pantalla que muestra el exterior del silo, Heretic es la pura inteligibilidad —cabría decir la “instrumentalidad”— aplicada a dos jóvenes de Fe. Las dos supuestas “víctimas” —término que, nos lo enseñó el triunfo de la ultraderecha argentina, deberíamos desterrar de nuestro paradigma— del hereje encarnado por Hugh Grant son echadas a las catacumbas de la discreta mansión que él gobierna y habita. Allá abajo deberán descifrar el acertijo de esa inteligibilidad, de esa instrumentalidad de la Fe que su antagonista les opone y ofrece. En cambio producen un milagro desgraciado que de algún modo no las “salva”, pero es capaz de salvarlas de convertirse en meras víctimas.

Rebecca Ferguson en “Silo”.

Todas ficciones protagonizadas por mujeres a su modo heroicas que entendieron, como lo entendió Flora Tristán en el siglo XIX, que la liberación femenina es necesaria no sólo para las mujeres, sino para el hombre que se ha vuelto un esclavo del capital.

Estamos en el momento —no me animaría a llamarle “era”— de la imaginación catecuménica. El momento de la instrucción “a viva voz”, a través del “eco”: son otras voces las que hablan a través nuestro y, acaso, confundan su signo al revelarse.

Me lo dicen las “comunidades” por las que circulé este año, el streaming que conducen muchachas y muchachos que rozan los 30 años. Saben que algo de eso que iba a ser mientras se formaban les ha sido arrebatado, pero pueden sentarse frente a un micrófono e improvisar algo sobre estos tiempos en los que todo parece ser una improvisación sobre el fin. Conversaciones entre su generación y otras más antiguas incluso que la mía. Cerca de fin de año, Clacso sacó un podcast, Los monstruos andan sueltos, en el que los invitados son en su mayorìa los mismos que ya escuchamos en episodios de otros streamers, pero acá son guiados por la voz y el relato de Ana Cacopardo. Todo lo contrario a lo que sucede en los podcast y programas de YouTube que más nos convocaron. No hay una conversación que ensaye los temas de la época, sino una guiada. Justo las voces que mejor interpelan el momento en un formato que nos resulta ajeno y anticuado.

En este mismo espacio puede leerse una entrevista a la inmensa Wendy Brown en la que expresa lo que el papa Francisco reclamó a los progresismos recientes: “A medida que la autoridad religiosa se desvanece, los cimientos de todos los valores, incluido el valor de la verdad misma, se desmoronan. Cuando la ciencia y la razón empiezan a desplazar a la verdad religiosa, los valores pierden sus anclajes, porque estas nuevas formas de conocimiento creíble no reemplazan a la religión como fundamento de los valores y no pueden por sí mismas generar valores. Como nos recuerda Tolstoi, la ciencia nos dice cómo funcionan las cosas, pero no lo que significa nada ni cómo debemos juzgarlo o estimarlo. De manera similar, la razón nos permite calcular, deliberar, analizar o escrutar, pero no puede brindarnos un significado o valor últimos.” De nuevo, son dilemas catecuménicos.

Pero este 2024 no sólo nos dio la oportunidad de ver que los valores democráticos que creímos construir durante 40 años no eran otra cosa que “democracia a condición de que nada cambie” y así seguir acumulando capas de pobreza, sino que nos ofreció la chance de comprobar que esta democracia no lleva a ningún otro lugar que no sea exactamente el que habitamos, la democracia de la derrota, como lo conversamos en uno de los últimos programas radiales de REA con Alejandro Horowicz.

Me importan las ficciones, sus tendencias y las figuras que adoptan. Traen en eso una noticia del mundo que no está en ningún otro lugar. Veo en la derrota que trajo el gobierno actual una suerte de predominio de las ficciones pobres que se basan en la mitologización de un pasado que no es histórico y sirve hasta ahora para darle densidad a ese relato de origen libertario en el que el Imperio Romano, Julio Argentino Roca y el universo Marvel bailan reguetón (la genealogía de este fascismo residual ya la hizo Umberto Eco en un texto clásico de 1995 que tradujimos en Rea en 2020: “El fascismo eterno”).

Con el triunfo de Milei no sólo culmina el proceso iniciado en 2001, culmina también el que comenzó en 1983. Nos queda volover a las catacumbas, acompañar a una generación que se anime a soñar en serio un futuro, que no elija el campo de las víctimas —lo expresó Mario Santucho, editor de Crisis en ésta entrevista—, sino el de los que dan batalla.

Todos vamos a festejar el fin de este año de mierda el martes 31 a medianoche. Pero el 2024 terminó acaso el 4 de diciembre pasado cuando Luigi Mangione, contra la tradición de sus coterráneos de matar a diestra y siniestra y sin sentido, empuñó un arma con un silenciador hecho en una impresora 3D y disparó tres veces contra el CEO de la aseguradora de Salud más importante de Estados Unidos en el centro de Manhattan. Dejó tres casquillos vacíos que llevaban escritas las tres palbras con que las aseguradoras se atajan de pagar tratamientos de vida o muerte a sus asociados: “demorar, negar, deponer” (delay, deny, depose). Alguien habló en serio. Logró “manifestar el malestar del mundo” en una acción concreta, dice Santucho en el último episodio de “El mundo en Crisis”. “El arma es el mensaje”, dice la abogada Marcela Perelman en ese mismo episodio. Las balas grabadas con las palabras del enemigo, que recibe de vuelta esas pabalabras que también mataban (al negarle o demorarle tratamientos a pacientes que los requerían). También —dice Perelman— en el arma está el mensaje porque fue fabricada en una impresora 3D, cosa que puede leerse en diferentes planos, uno de ellos: esto cualquiera lo puede hacer. Él también es detenido con el arma en un McDonald’s, lo que no puede ser considerado un gesto inocente. El arma impresa en 3D, continúa Perelman, es el puente entre el código virtual —las redes y el cifrado cibernético en el que se movía Mangione– y la materialización de algo que viene del código y se transforma en arma para enviar un mensaje político.

Luigi Mangione es llevado ante un tribunal luego de ajsuticiar a un gerente de una aseguradora de salud.

Ni bien se conoció el ajusticiamiento del CEO de United Healthcare, cuando aún no se sabía la identidad del perpetrador ni el manifiesto que llevaba consigo al momento de su arresto, el enorme Chris Hedges publicó en ScheerPost una notita urgente que coincidió en mucho con ese manifiesto.  “Nada absuelve al asesino de Thompson —escribió Hedges, que además es pastor presbiterano—, pero nada absuelve tampoco a quienes dirigen corporaciones médicas cuyos fines de lucro adoptan un modelo de negocio que destruye y extermina vidas humanas en nombre de la ganancia”. Allí también resumía lo que esas aseguradoras de salud representan para los estadounidenses que en su mayoría volvieron a votar por Donald Trump este maldito año. “En términos morales, a estas corporaciones se les permite legalmente mantener como rehenes a niños enfermos mientras sus padres se arruinan para salvarlos. Es indiscutible que muchas personas mueren, al menos de forma prematura, a causa de estas políticas”, escribe Hedges refiriéndose a las quiebras familiares y económicas, atribuidas en un 40% del total de los estadounidenses al accionar de las aseguradoras como United Healthcare.

El mensaje político de Mangione es también un mensaje catecuménico, cifrado, con “varias capas”, como dijo Marcela Perelman. Un “mensaje” —para usar la vieja terminología instrumental— no-cerrado, que se multiplica no en su repetición —de hecho, al día siguiente volvió a haber un tiroteo masivo, esta vez en una iglesia, cuyo tirador era una chica de 15 años— sino en su generación de sentidos, en la manifestación de un malestar crónico, desahuciado, sin futuro que esta vez encontró a alguien que habló en serio.

A mediados de los 90, cuando ya había caído el Muro y la ya disuelta Unión Soviética recibía un último soplo de humillación con la figura de Boris Yeltsin, el filósofo marxista francés Alain Badiou —insospechado de cristianismo y menos de catolicismo— publicó un breve libro titulado San Pablo. Lo que el francés analiza allí no es la verdad que predica el ex sicario judío Saulo de Tarso —Jesús resucitó y vive en nosotros—, que Badiou no cree; sino el hecho de que haya logrado con su práctica catecuménica —epístolas, reuniones clandestinas, viajes y visitas— una prédica universal. Una prédica que, en el presente de Badiou, se hundía con el socialismo realmente existente de mediados de los 90.

Volver a las catacumbas para ensayar una prédica universal capaz de ofrecer un futuro no es algo que pueda reclamarle a mi generación vencida, pero es algo que sí creo escuchar en las generaciones más recientes, las que aún no se dan por vencidas aunque mastiquen la derrota.

 



martes, 19 de noviembre de 2024

wendy brown: nuestra época nihilista, una conversación

Adam Kotsko, nuestro teólogo de cabecera, dice que la teórica política Wendy Brown escribió uno de los textos indispensables sobre teología política, Undoing the Demos. En esta entrevista publicada en enero de este año en The Nation, Wendy Brown responde sobre lo que atañe a la política y la academia en una era nihilista que acaba de devolver a Trump al poder. (PM)

DANIEL STEINMETZ-JENKINS

Wendy Brown. Foto de Damon Young.


En su reciente libro,
Nihilistic Times: Thinking With Max Weber (Tiempos de nihilismo: pensando con Max Weber), la teórica política Wendy Brown ofrece una reflexión sobre el ethos político y académico que muchos creen que ha marcado a la sociedad estadounidense desde la elección de Donald Trump, aunque ella considera que lleva mucho tiempo gestándose. Vivimos en tiempos nihilistas, sostiene Brown, debido a siglos de erosión de la autoridad religiosa sobre los valores, la incapacidad de la ciencia y la razón para ofrecer alternativas exitosas y la comercialización de la vida contemporánea. El resultado es una crisis de los valores humanos, que son a la vez personalizados, politizados e instrumentalizados. “Comprimidos en hashtags, en calcomanías para el guardabarro, en carteles, en identidades grupales efímeras o en cebo publicitario… los valores pierden su profundidad y resistencia… su capacidad para dar forma al orden moral”. De ahí el declive –continúa Brown–, de los compromisos legislativos y populares con los debates democráticos sustantivos sobre los valores, incluido el valor de la verdad, y el auge de la polémica y la política de poder en lugar de ellos.

¿Qué hacer, entonces? Para responder a estas preguntas, Brown se remite a dos famosas conferencias pronunciadas por Max Weber, el famoso sociólogo alemán, al final de la Primera Guerra Mundial: “La política como vocación” y “La ciencia como vocación”. Estas conferencias explican el pensamiento de Weber sobre los efectos del nihilismo tanto en el trabajo académico como en el político y su intento de defender los valores básicos en ambos.

Hablé con Brown sobre su comprensión del nihilismo contemporáneo, por qué Weber es la guía que necesitamos y qué papel deberían desempeñar la universidad y los académicos en la sociedad actual. 

Daniel Steinmetz-Jenkins: “Nihilismo” es uno de esos términos filosóficos, como “deconstrucción”, que se utilizan en el discurso popular pero que connotan algo bastante diferente de su uso académico anterior. Usted sostiene que el término es adecuado para describir el momento político actual. Pero, ¿qué quiere decir específicamente con él? ¿En qué sentido vivimos en tiempos nihilistas?

Wendy Brown: Hoy en día, el nihilismo se entiende comúnmente como una actitud individual de oscuridad, desesperación o cinismo en la que no se cree que nada en el mundo, incluida la vida misma, tenga sentido. A menudo se asocia con el aburrimiento o la depresión, pero de tipo agresivo, por lo que el punk y los tiroteos en las escuelas se encuentran entre sus expresiones culturales más conocidas. Sin embargo, existe una rica tradición de teorización del nihilismo en la que el aburrimiento y la desesperación no son más que síntomas y no captan las raíces del nihilismo ni la planta completa. Esta es la tradición asociada con Nietzsche y con los primeros existencialistas rusos, Tolstoi y Dostoievsky, donde el nihilismo es una condición cultural, histórica y saturante de la modernidad, específica del desmoronamiento de la autoridad religiosa impulsada por la Ilustración.

¿Qué pasa acá? A medida que la autoridad religiosa se desvanece, los cimientos de todos los valores, incluido el valor de la verdad misma, se desmoronan. Cuando la ciencia y la razón empiezan a desplazar a la verdad religiosa, los valores pierden sus anclajes, porque estas nuevas formas de conocimiento creíble no reemplazan a la religión como fundamento de los valores y no pueden por sí mismas generar valores. Como nos recuerda Tolstoi, la ciencia nos dice cómo funcionan las cosas, pero no lo que significa nada ni cómo debemos juzgarlo o estimarlo. De manera similar, la razón nos permite calcular, deliberar, analizar o escrutar, pero no puede brindarnos un significado o valor últimos. De modo que las nuevas fuentes de verdad que surgen con la modernidad europea son poderosas para construir mundos, pero también para desmantelar las fuentes establecidas de significado y juicios de valor ligados a la religión.

El problema del nihilismo surge en el espacio entre una era de valores entregados por Dios (o la naturaleza) y la amplia aceptación de que el significado y el valor son creaciones, juicios y atribuciones humanas. El nihilismo expresa la condición cultural, política y de conocimiento de este punto intermedio, en el que asumimos que si el significado y los valores no tienen fundamentos externos, no humanos, entonces no existen. Incluso podríamos decir que el nihilismo es una expresión de melancolía religiosa; sin duda, sigue estando atrapado en un marco religioso: la idea misma de que el mundo o la vida no tienen sentido atribuye la creación de sentido a algo distinto de nosotros mismos.

A medida que la autoridad religiosa se desvanece, los valores fundamentales (incluido el valor mismo de la verdad) no mueren, sino que pierden su estatus absoluto y se descontrolan un poco como resultado. El conocimiento científico y su verdad se separan del valor, del significado y, por lo tanto, de la cuestión de “el bien”. Cuando el valor de los valores declina, los valores no desaparecen, sino que se vuelven triviales, fungibles, instrumentalizables; en el extremo, se reducen a propósitos de marca y poder. Esta es la historia actual de cómo las corporaciones, los influencers y los políticos manejan los valores.

Todo el mundo sabe, por ejemplo, que las grandes petroleras no están construyendo un planeta sostenible, pero que es esencial que se proclamen a sí mismas de esa manera. Del mismo modo, todo el mundo sabe que Trump no es cristiano, pero descubrió una base cristiana evangélica que podría aumentar su propio poder, lo que a su vez alimenta sobre todo su narcisismo. De manera similar, la mayoría de sus partidarios saben que Trump no ganó las elecciones de 2020, pero esta verdad es irrelevante para su apasionado apego a él. Todos estos elementos (valores instrumentalizados, narcisismo, una pura voluntad de poder no influida por un propósito más allá del yo, la irrelevancia de la verdad y la facticidad, la mentira cotidiana y la criminalidad) son expresiones de tiempos nihilistas. En esta condición, los valores siguen estando por ahí (siguen en el aire, por así decirlo), pero han perdido su profundidad, seriedad y capacidad para guiar la acción o crear un mundo a su imagen. Se reducen a instrumentos de poder, marca, reparación de reputación, gratificaciones narcisistas y otras emociones, lo que hoy llamamos “señalización de virtud”.

Esto también plantea otra característica del nihilismo, a saber, la negativa a someter la emocionalidad a la razón y una condición más general de desinhibición. Como nos enseñan Nietzsche y Freud, una de las cosas importantes que hacen los valores es asegurar la conciencia y, en relación con ella, la deliberación sobre la acción. Los valores humanos son guías para saber lo que debemos y no debemos tolerar en nosotros mismos y en los demás. Por lo tanto, una vez que los valores se vuelven livianos, como sucede en tiempos nihilistas, también lo hace la conciencia y su fuerza restrictiva. La conciencia ya no inhibe la acción o el habla: todo vale. En relación con esto, la hipocresía ya no es un vicio serio, incluso para las figuras públicas.

Finalmente, el nihilismo genera rupturas de límites y lo hiperpolitiza todo. Hoy, las iglesias, las escuelas y la vida privada están politizadas. Lo que consumís, lo que comés, a quién seguís o escuchás online, cómo te vestís: todo está influido políticamente, pero de maneras tontas más que sustanciales. La “cultura de la cancelación” —de nuevo, en todos los lados del espectro político— es parte de esto, ya que una expresión, una compra, una aparición se convierte en un evento político y la respuesta a ella en un acto político. Esta es la política individualizada y trivializada.

A través de su lectura de Nietzsche, Tolstoi y Dostoievsky, Max Weber se empapó de esta forma de pensar sobre el nihilismo, y enmarca sus famosas conferencias sobre el conocimiento y la política en las que me centro en este libro. Weber estaba tratando de trazar una salida al nihilismo, tanto insistiendo en la responsabilidad humana de crear valores como reinscribiendo cuidadosamente los límites entre las esferas destinadas a protegerlos. Esta seriedad sobre el problema del nihilismo —que ha crecido enormemente en el siglo transcurrido desde que Weber dictó sus famosas conferencias sobre el conocimiento y la política como vocaciones— es la razón por la que me involucro estrechamente con él en este texto.

DSJ: ¿Puede haber razones para que no sea confiable recostarse en el pensamiento de Weber para entender el momento actual? Después de todo, era un nacionalista alemán que abrazó la política del poder; de hecho, Jürgen Habermas describió célebremente a Carl Schmitt, el llamado jurista de la corona del Tercer Reich, como el “hijo natural de Weber”.

WB: ¿Qué significa pensar con otro académico, incluso con uno con quien uno puede tener muchas diferencias y desacuerdos? Pensar con alguien, especialmente con un interlocutor poderoso como Weber, no significa “apoyarse” en su pensamiento, sino más bien involucrarse con sus ideas y provocaciones, reflexionar sobre sus enfoques de los problemas y sus limitaciones para abordarlos. Para mí, esto es tan cierto en el caso de pensar con Marx, Adorno o los teóricos críticos contemporáneos como en el de pensar con Weber. No se puede trabajar simplemente con teóricos con los que se está de acuerdo. Eso es reflejo o imitación intelectual, no pensamiento. Y no se puede someter la historia de la teoría social y política a pruebas decisivas políticas. Nadie aprobaría, y es una manera tonta de abordar la lectura y el aprendizaje.

La verdad es que me desconcierta la ansiedad que me produce el compromiso intelectual con oponentes políticos, especialmente con los que están muertos. ¿Por qué tanto miedo? Me parece una postura antiintelectual, en la que uno se imagina atrapado por el compromiso o manchado por la asociación. En ese sentido, es un índice precisamente de la ruptura nihilista entre el conocimiento y la política, la eliminación de una línea entre la investigación intelectual y el poder público que acabo de esbozar, como si comprometerse con el pensamiento de otros fuera aliarse con ellos o apoyarlos. ¿Aristóteles tenía miedo de pensar con Platón? ¿Marx con Hegel o Ricardo? ¿Arendt con Heidegger, Agustín o Maquiavelo? ¿O los teóricos contemporáneos con (la racista y misógina) Arendt? ¿Martin Luther King con Sócrates? ¿Paul Gilroy con Hegel? No. ¿Irías a las barricadas con estos interlocutores? ¡No!

Dicho esto, no apruebo el enfoque teórico de “caja de herramientas”, en el que uno simplemente extrae conceptos o frases de las teorías sin tener en cuenta el argumento más amplio, incluidas sus premisas o implicaciones no confesadas. Esta práctica tiende a reducir la teoría a conceptos, tropos o posiciones, sacrificando la luminiscencia de la teoría, su capacidad de iluminar un mundo entero, potencialmente desde una perspectiva radical o crítica. A menudo también pasa por alto la política profunda de la formulación o problemática específica en la que uno está interesado, lo que excluye el enriquecimiento del pensamiento que proporciona el compromiso profundo con un pensador digno. Por eso es importante una lectura cuidadosa y contextualizada, pero esto no es lo mismo que someterse a un pensador o, como usted dice, “apoyarse en él”.

DSJ: Su libro presta mucha atención a la famosa discusión de Weber en “La política como vocación” sobre las diferencias entre la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad. Weber sugirió que en un mundo moderno de valores en constante crecimiento, no sólo sería ingenuo e ineficaz, sino peligrosamente irresponsable basar la política propia en la “llama de la convicción pura”. Tal era, pensaba Weber, el pecado del pacifismo. Para lograr algo, sostenía, hay que adoptar una ética de la responsabilidad que permita una gestión sabia y perspicaz de valores divergentes. ¿No cree usted, sin embargo, que en nuestra época se ha abusado de la ética de la responsabilidad –una especie de mentalidad del mal menor– para justificar todo tipo de aventuras militares? Quiero decir, ¿no es algo así como la lógica de Weber lo que acabó con las alas pacifistas y contra la guerra del Partido Demócrata?

WB: Siempre que alguien empieza una frase con “¿No ponsás que...?”, se me encienden las alarmas. Uno sabe que te están poniendo a prueba con una convicción que se hace pasar por sentido común. Así que echemos un vistazo a tu convicción de que la ética política de la responsabilidad de Weber es fundamentalmente centrista y conciliadora, y arroja por la borda todo proyecto de izquierda.

En primer lugar, la “ética de la responsabilidad” de Weber para la política no era lo que llamás una “mentalidad del mal menor”. Todo lo contrario: lo que Weber convocó como la vocación del actor político fue un profundo compromiso con una causa particular junto con el reconocimiento de que la política es una esfera singular, que siempre presenta contingencias (tu acción puede producir resultados en desacuerdo con lo que la motivó) y que también siempre tiene violencia entre bastidores, porque la política la tiene. Estas dos características de la vida política —el hecho de que la acción política está fundamentalmente desvinculada de los resultados, por lo que no puede justificarse por un principio puro que la anima o por el fin al que apunta, y el hecho de que la violencia es uno de sus elementos inerradicables— están juntas en el corazón de la ética de la responsabilidad.

Éticamente, dice Weber, un actor político debe prestar atención constantemente a estas dos características de la política, si no está simplemente practicando la virtud o satisfaciendo su propio ego en ese punto. Pero este requisito no niega la búsqueda de una causa radical. Más bien, la ética exige que el actor persiga la causa de una manera política, con alerta a la contingencia y a lo que la acción podría desatar, especialmente, pero no solo, la violencia estatal u otros espectáculos de horror. Es un consejo ser táctico en relación con la propia causa, sin duda, pero sobre todo evitar la grandilocuencia, el narcisismo y la pureza moral en política; en resumen, evitar confundir la política con el teatro o la iglesia, salvando la propia alma. Al conjurar una ética específica para el contexto y el contenido del ámbito político, Weber también está diciendo a los grandilocuentes y a los moralistas elevados que busquen un escenario para sus impulsos donde sean menos peligrosos y distractores. Dada la preocupación de tantos maravillosos activistas de izquierdas hoy en día por las prácticas y el discurso virtuosos, este consejo me parece bastante relevante. También es relevante para grupos como Antifa (organización antifascista), que a veces actúa a partir de lo que Weber llama "motivo puro" o un marco justificatorio de medios/fines.

En segundo lugar, esta ética no trata de “la gestión sabia y perspicaz de valores divergentes”, como usted dice. No tiene nada que ver con la gestión y no es en sí misma una ética pluralista de valores, aunque su elaboración implica reconocer que las visiones políticas del mundo no son “verdaderas”, sino, más bien, convicciones profundas. Chocarán con otras convicciones profundas, y solo el poder —no la ciencia ni la verdad— permitirá que una u otra prevalezca en el ámbito político. Este reconocimiento ayuda a los actores a alejarse de las dos éticas con las que Weber contrasta la ética de la responsabilidad: la ética de los fines últimos (como un nacionalismo apasionado, o el comunismo, o el neoliberalismo, que justifica cualquier medio en el esfuerzo por instanciar el Estado) y la ética de la convicción (como un principio de no violencia o el amor cristiano que guía cada acción, independientemente de las implicaciones o consecuencias políticas). Estas éticas no son malas ni erróneas; una vez más, son simplemente inaptas para la política, donde la contingencia, la lucha y el potencial de violencia pueden convertirlas fácilmente en sus opuestos o en complicidad con el horror.

Finalmente, con la ética de la responsabilidad, Weber busca contrarrestar el nihilismo que no solo erosiona la frontera entre la política y otras esferas, sino que desata el narcisismo y una voluntad de poder sin matices en lugar de una causa mundana seria. La ética está específicamente destinada a perseguir esa causa y a sacar de escena las gratificaciones individuales. De nuevo, no se trata de exigir causas moderadas (Weber sabe que las grandes causas políticas, y especialmente las asociadas con el carisma, siempre fueron revolucionarias), sino de tener una visión clara de la naturaleza y las condiciones distintivas de la vida política.

DSJ: Weber, por supuesto, también asoció la ética de la convicción con el marxismo. ¿Usted sostiene esa crítica del marxismo? Lo pregunto, en parte, porque sus escritos recientes de crítica del neoliberalismo parecen inspirarse más en Weber y Foucault que en Marx.

WB: No siento simpatía por la crítica de Weber al marxismo, aunque valoro los complementos que ofrece para una comprensión marxista del capitalismo; no tanto su conocida tesis de la ética protestante, sino su apreciación del poder gobernante y la legitimidad del capitalismo como ligados a sus formas de racionalidad, y su apreciación de cómo la separación de los medios y los fines del capital (el trabajador del propietario, el productor del producto, etc.) aumenta su eficiencia, y por lo tanto su poder. Todo esto ayuda a enriquecer una crítica marxista del capital y sus iteraciones sucesivas.

Pero quizá la pregunta no es por la crítica de Weber al marxismo, sino por su crítica a las posturas revolucionarias neomarxistas, en particular el bolchevismo revolucionario de su propio entorno alemán. De manera muy calificada, sí, simpatizo con el argumento de Weber de que las revoluciones y sus consecuencias invocan lo político, ocurren en el ámbito político y se aseguran políticamente. Por lo tanto, todo, desde los gulags soviéticos hasta las dictaduras de izquierda latinoamericanas, no son cosas que se puedan explicar con la metáfora del omelet y los huevos rotos o justificaciones de medios y fines.

Estas formas de violencia estatal son parte del desarrollo de la revolución y parte de aquello de lo que nosotros, los revolucionarios socialistas, somos responsables. Es un argumento antiguo: el problema del poder político en gran medida quedó relegado de las preocupaciones del propio Marx en su obra sobre El Capital. Muchos de sus herederos y seguidores también le han dado muy poca atención al problema del poder político y su imbricación con la violencia. Pero el poder político nunca se desvanece, y esa es una de las razones por las que desarrollar lo “democrático” en el socialismo democrático verde es tan importante como desarrollar lo “verde” y el “socialismo”. Weber es sólo uno de los muchos pensadores del siglo XX que nos recuerdan esto.

DSJ: Usted explica que Weber pensaba que el carisma era absolutamente esencial para el liderazgo político. Lo hizo debido al papel inevitable que desempeña el deseo en la política, por no mencionar la burocratización y racionalización de la vida moderna que sofoca la libertad humana. Los movimientos de derecha de hoy, como usted observa, comprenden esto y, a su vez, utilizan el carisma para su ventaja política. ¿Por qué los liberales (“liberales” en el sentido que acá damos a los “progres”) son tan reacios a aceptar el carisma y el papel que desempeña el deseo en la política, una mentalidad, dice, que a menudo asegura su derrota?

WB: Barack Obama y Bill Clinton eran carismáticos, cada uno a su manera, por supuesto, pero también eran tan moderados políticamente que los liberales podían consolarse con el hecho de que el carisma sólo servía para reunir votos, mientras que el neoliberalismo y el procedimentalismo, por no hablar de la pericia política, eran el meollo del asunto.

Hay muchas razones por las que los liberales desconfían del carisma, ¡incluso de un liderazgo fuerte! Existe una ansiedad liberal ante el fascismo y un horror liberal ante el populismo, sin duda, pero también compromisos liberales cotidianos con los procedimientos e instituciones racionales y, sobre todo, la creencia continua de que el Bien, lo Verdadero y lo Razonable siguen alineados y atados al progreso. Los liberales están en gran medida aterrorizados por el deseo y la emoción en la política y por las masas emocionadas y movilizadas.

A pesar de todas las críticas, la mayoría de los liberales e izquierdistas todavía creen que tienen la razón y la verdad de su lado, lo que no es así, y que la democracia se alinea con la razón y la verdad, lo que tampoco es así. Lo que tenemos es un conjunto de compromisos. Si queremos contener el desastre climático y evitar el fascismo, más vale que nos enfrentemos a esto rápidamente. Necesitamos construir visiones convincentes de un orden político y económico alternativo, visiones que no se basen en “intereses” o racionalidad, sino que reclamen los deseos y anhelos populares de un mundo mejor, al tiempo que reinterpreten o desvíen la mayoría de las expresiones existentes de esos deseos y anhelos.

¿Por qué? Es perfectamente razonable que los blancos de clase media y trabajadora busquen desmantelar la democracia y cuestionar todo, desde los programas escolares y los impuestos progresivos hasta las respuestas decentes a los refugiados y migrantes, para proteger lo que queda de su privilegio. Podemos refutar las premisas de estas posiciones hasta el cansancio, pero solo una visión convincente de un futuro menos aterrador e inseguro atraerá a alguien a un futuro alternativo progresista o revolucionario, o despertará a ciudadanos apolíticos para el proyecto de crear ese futuro. Esta visión debe ser seductora y emocionante, y debe estar encarnada en un liderazgo y movimientos seductores y emocionantes, ojalá orientados por una ética de la responsabilidad.

DSJ: El énfasis que Weber pone en el carisma en “La política como vocación” parece ser lo opuesto a su mensaje en “La ciencia como vocación”, que limita la vida académica a la racionalidad, el rigor disciplinario, el retiro del mundo y cosas por el estilo. En cierto sentido, usted está de acuerdo con esta opinión cuando afirma que “es esencial tener un foso entre la vida académica y la política”. ¿Cómo respondería a los críticos que ven esto como un enfoque apolítico de la academia que, en última instancia, sirve para apuntalar el statu quo político?

WB: ¿Por qué un compromiso con el análisis crítico riguroso “apuntalaría” el statu quo en lugar de desmantelarlo? ¿Por qué alejarse de las disputas de la esfera política para reflexionar sobre las posiciones políticas daría como resultado la afirmación de cómo son las cosas? Por el contrario, permitir que el ámbito académico se politice intensamente es más probable que reproduzca lo que usted llama el “statu quo político”, y también sacrifica el potencial de la investigación académica para investigarlo y cuestionarlo. Weber no elimina los valores políticos de los debates en el aula ni de los análisis académicos, y yo tampoco lo hago. Lo que prohíbe es promulgar valores en lugar de cuestionarlos, ya sean los de los profesores que abusan de su poder cuando usan el atril como púlpito, o los de los estudiantes que quieren que sus opiniones políticas sean tratadas como creencias religiosas: personales, intocables, incuestionables. El objetivo del “foso” entre los dos reinos es proteger una zona donde se pueda perseguir el conocimiento sin ser politizado de la manera barata en que lo hace el nihilismo, así como una zona donde se puedan examinar los valores. Se trata de producir un espacio para pensar, explorar, examinar y ser potencialmente destruido por esta experiencia.

Para Weber, acabar con el nihilismo en el ámbito del conocimiento implica, entre otras cosas, enseñar a los estudiantes que los valores son hechos por el hombre pero decisivos. No descienden de los cielos ni surgen de la naturaleza, la ciencia o la lógica, pero están en el corazón de lo que significa ser humano: crear la propia vida y contribuir a crear el mundo. Así, su irrupción en el aula, ya sea en un texto o en un participante, es una ocasión para examinar sus predicados y sus implicancias, no simplemente para “respetarlos” o “equilibrarlos” o permitirles “competir” entre sí, todo lo cual no hace más que perpetuar su degradación nihilista.

No hace falta decir que el conocimiento y la enseñanza están siempre imbricados con el poder. Los hechos siempre se interpretan y se organizan discursivamente; los métodos tienen política; la neutralidad en el conocimiento es un sinsentido. El conocimiento nunca es objetivo, independiente de la política, el marco y la situación. Dicho esto, nada es más corrosivo para el trabajo intelectual serio que estar gobernado por un programa político, ya sea el de los estados, los intereses empresariales, la iglesia, un movimiento revolucionario o incluso el de la aristocracia académica. Sin embargo, nada es más inapropiado para el éxito político que la reflexividad, la crítica y la apertura incesantes que exigen la investigación académica y la reflexión imaginativa. El pensamiento crítico incesante empobrece la eficacia política, así como la politización incesante empobrece la investigación crítica.

En el breve relato de Weber: “Las palabras en el aula son rejas de arado para aflojar el suelo del pensamiento contemplativo; las palabras en el ámbito político son espadas contra los enemigos, fusiles”. O parafraseando a Stuart Hall: En el ámbito académico, estudiamos el problema de la facticidad, analizamos narrativas y exploramos el deslizamiento inherente del significado, mientras que en el ámbito político, manejamos hechos, buscamos asegurar una narrativa hegemónica y detenemos el deslizamiento del significado. Confundir estos dominios compromete a ambos. La confusión es también el efecto de la ruptura nihilista de límites que Weber traza y de la que pretende escapar con esa separación. Nos invita, en cambio, a reconocer los valores como importantísimos pero sin fundamentos, a entender la política como la lucha por los valores y la academia como un lugar para indagar y aprender, para reflexionar críticamente e incluso para destruir valores con la crítica, no simplemente para afirmar verdades teológico-políticas.

DSJ: ¿En qué se equivocan entonces los críticos de la derecha cuando acusan al mundo académico de ser un semillero de activismo liberal? En otras palabras, ¿cómo conecta su argumento sobre la responsabilidad académica con la cuestión de la libertad académica?

WB: Bueno, en la medida en que algunos (no todos) profesores y estudiantes de tendencia izquierdista rechazan el “foso” del que acabamos de hablar, estos críticos no se equivocan. Sin embargo, la derecha también lo rechaza y simplemente quiere instalar valores políticos de derecha en lugar de los de izquierda para gobernar las aulas y la cultura universitaria. Sigue siendo el mismo problema.

La libertad académica es extremadamente importante, por supuesto, especialmente cuando la derecha busca destruirla. Tenemos que defender la libertad académica como el derecho colectivo del profesorado a estar libre de la interferencia del poder (religioso, político y económico) en lo que investigamos, escribimos y enseñamos. Hoy también necesitamos estrategias para extender este derecho a quienes realizan las tres cuartas partes de la enseñanza en las universidades estadounidenses, es decir, profesores adjuntos e instructores de posgrado. Dicho esto, es importante no dejar que las preocupaciones por la libertad académica abrumen o enmarquen todo lo relacionado con la pedagogía y la investigación, incluidas las preguntas sobre qué y cómo debemos enseñar hoy, cómo abordamos nuestra investigación, cómo manejamos la política en el aula. Como todos los demás derechos, la libertad académica es una protección contra el poder, no un programa positivo.

DSJ: Usted afirma que las áreas STEM (por science, technology, engineering and mathematics: ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas) tienen un efecto que socava la democracia en el sentido de que “elevan la formación profesional… por encima de todo lo demás”. ¿En qué sentido?

WB: Las áreas STEM no socavan la democracia. Más bien, la universidad enmarcada exclusivamente como capacitación laboral o como un “retorno de la inversión” (los dos ponen un énfasis excesivo en las áreas STEM a expensas de otras partes de la educación superior) contribuye a socavar la democracia. ¿Por qué? Porque este marco oculta el valor de la educación superior en el desarrollo de ciudadanos democráticos conocedores y reflexivos capaces de comprender y analizar los principales problemas y predicamentos de nuestro tiempo.

En las democracias, se supone que los ciudadanos deben gobernarse a sí mismos. Para que ese gobierno sea posible hoy, los ciudadanos deben tener varios tipos de conocimientos y capacidades analíticas. Es importante comprender la ciencia y la tecnología, así como los estudios en ciencias sociales y humanidades. No podemos gobernarnos a nosotros mismos si no entendemos el mundo en el que vivimos. Las democracias sin educación siempre han sido peligrosas; cuanto más complejos sean los poderes que las organizan y más sofisticados los medios que los representan, más grave se vuelve este problema.

DSJ: Usted sugiere que la politización de la universidad y la trivialización de los valores en la política están rebajando el nivel de ambas. ¿En qué sentido?

WB: Mire lo que está sucediendo en la academia esta temporada: considere los argumentos engañosos sobre el discurso supuestamente antisemita (“del río al mar”) diseñados únicamente para bloquear o embarrar las críticas a Israel. Tales argumentos, por supuesto, degradan la importancia y la sustancia del antisemitismo real, eliminan discursivamente las vidas palestinas y restringen radicalmente la posibilidad misma de una investigación y discusión inteligentes que deberían ser el sello distintivo de la vida académica. O pensemos en la debacle de Claudine Gay, que ahora se ha convertido en un debate sobre los méritos de la DEI (sigla de un esquema participativo: Diversity, equity, inclusion; es decir: diversidad, igualdad, inclusión) y en una académica negra al frente de Harvard, o en un lamento por sus “errores”, pero que en el fondo fue una maniobra calculada y organizada de la derecha contra las universidades de élite. Ambos son ejemplos de políticas de poder que desplazan las luchas políticas abiertas sobre valores y se apoderan de los espacios académicos, los espacios donde los valores deberían ser investigados y debatidos. Por eso creo que el nihilismo y sus ramificaciones arrojan luz sobre mucho más que las referencias vagas a sociedades polarizadas o posverdaderas, que simplemente vuelven a describir los síntomas nihilistas.