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"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).

domingo, 3 de diciembre de 2017

la máquina de volar


El galpón es una jaula blanca y pintarrajeada que se mantiene en pie desde principios del siglo XX, cuando allí, en lo que hoy es el paseo peatonal de la Costa Central, funcionaba la estación de ferrocarriles Rosario Central. Como una suerte de circo reducido y cúbico, los caminantes se detienen contra la reja del portón abierto y se quedan a mirar a unos tipos que vuelan en bicicleta sobre rampas de madera. Los domingos a las 11, cuando Calle Recreativa empuja al exterior a todo aquél que pueda meterse dentro de unas calzas, los que ruedan sobre las rampas son niños de 7 a 13 años, cada uno con su casco y las ruedas de las bicis bien infladas, se ejercitan en transfers (saltar de una rampa a otra), foot jam (girar el cuadro mientras se sostiene la bici en equilibrio sobre la rueda delantera mediante la presión de un pie), bunny hop (salto de conejo: saltar levantando el manubrio y doblando las piernas) o, sencillamente, ruedan sobre las olas de madera según los llevan las ruedas. Es el día en que funciona la escuelita de BMX.
El BMX (siglas de bycicle moto cross) nació en California entre fines de los 60 y principios de los 70, de ahí que los nombres de la mayoría de sus trucos sean en inglés. Desde 2008 la modalidad BMX “race” (carrera) es un deporte olímpico. Pero en los próximos Juegos Olímpicos de verano de Tokio, en 2020 todas las categorías de BMX serán olímpicas, lo que significa que los “riders” de cada país competirán en las grandes ligas. Eso y, sobre todo, que habrá dinero para la organización de torneos que siempre se hicieron a pulmón y sorteando la anarquía particular de quienes practican la disciplina. La modalidad que se practica en el galpón frente al río se llama “free style” (estilo libre): un tipo de práctica que surgió de pruebas y ejercicios en rampas y que suma, además de la destreza, el estilo, es decir, la calidad para caer, saltar, deslizarse y sujetar la bicicleta con el cuerpo.
 

Un domingo de noviembre pasado, pasado el mediodía, unos doce ó trece niños salen del galpón en sus bicicletas. El galpón, en Schiffner 1522 (es la calle peatonal frente a la Isla de los Inventos) se llama Hell Track (Pista del Infierno, yeah!) y es único en su tipo en el país: techado, rampas de madera que construyeron y diseñaron sus propios usuarios, sede de una competencia internacional –el Classic Contest– que suma ya unos 18 años y de la que participan desde niños y jóvenes que se inician en la disciplina hasta profesionales capaces de piruetas que desafían las leyes de la física, como el ecuatoriano Jonathan Camacho.
Pero este domingo los niños, que participan de la escuelita de BMX, sólo van a tomarse una foto en la explanada junto al río junto con Luciano Aguilar, Lucho, el profe: 32 años. Más tarde, cuando los padres de los niños se apoltronan en unos bancos sacados de debajo de las rampas –el galpón es infinito, debajo de su estructura de madera oculta mundos enteros, desde piscinas inflables para zambullirse con una bicicleta tras una caída de cinco metros hasta sillas, carpas y rampas para sacar al exterior– para comer unas hamburguesas, ofrecen a Luciano unas latas de cervezas que él declina. Lo suyo es la gaseosa con azúcar, única ingesta que le permite elevarse dos o tres metros sobre una rampa, caer y volver a levantar la bicicleta hasta hacerla aterrizar con un “nollie hop” (hacer que la rueda trasera quede en el aire mientras se retrocede sobre la rueda delantera). Cada movimiento de BMX implica levantar el cuerpo con la bicicleta, como si se tratara de un miembro más: no hay un solo truco del que no participe todo el cuerpo del “rider”.

viernes, 1 de diciembre de 2017

el cuento de la criada

Entre los autores de la revista Otra parte, Federico Romani me resulta el más "afín", siempre preocupado y ocupado en temas que tocan el meollo de eso que busco en las ficciones y los ensayos, como este texto sobre "la técnica".
De modo que cuando vi en el boletín de este jueves que había escrito sobre la serie The Handmaid's Tale me zambullí en su texto dispuesto a estar de acuerdo con su argumento, incluso si no coincidía con mis impresiones (que traté de señalar en esta traducción).
Copio aquí lo que Romani escribió bajo el título: «Sobre “TheHandmaid’s Tale” y los peligros de no querer decir nada o intentar decirlo todo».


La adaptación televisiva del relato de Margaret Atwood es la clase de artefacto cultural que, en otras épocas y con otros modos, solía contrabandear Robert H. Heinlein en el terreno literario: parábolas grandilocuentes y crepitantes de las que no podía saberse con certeza si estaban ladeadas (ideológicamente) hacia la izquierda o hacia la derecha, en tanto sus ambigüedades de fondo podían pasar perfectamente por sus mayores virtudes.
La primera adaptación de la novela de Atwood es de 1990 y estuvo signada por inconvenientes de producción y lanzamiento que le ocasionaron una recepción problemática. Escrita por Harold Pinter, inicialmente atribuida al británico Karel Reisz (luego reemplazado por el alemán Volker Schlondorff), iba a contar con el protagónico de Sigourney Weaver, quien se bajó del proyecto (según la leyenda, al quedar embarazada en los meses previos al inicio de la filmación) y fue, a su vez, sustituida por Natasha Richardson, hija de la muy activa en cuestiones feministas Vanessa Redgrave. Robert Duvall y Faye Dunaway completaban el cast de una película que resultó más pequeña de lo originalmente pensado, que hoy permanece casi olvidada y cuya factura artesanal y reducido presupuesto terminaron acomodándola mejor al panteón de la serie “B” que al podio de las grandes producciones de ciencia ficción.