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viernes, 18 de agosto de 2017

metáforas chinas

Una lectura de El mármol, la novela de César Aira sobre supermercadistas chinos.

Para Dang Dai

Pasaron ya seis años de la publicación de El mármol, la novela de César Aira protagonizada por supermercadistas chinos del Bajo Flores porteño. La releo y me pregunto si realmente es la novela argentina sobre supermercadistas chinos. No importa que esos orientales, en el dibujo final de la trama de la novela, terminen siendo extraterrestres, es la mejor descripción de supermercados chinos que conozco. A ver, no me refiero al detallado inventario de cómo acumulan mercadería ni por qué contratan haitianos o paraguayos para que atiendan sus verdulerías –en Rosario, donde vivo, sólo concurro a supermercados chinos–, sino al trato con ese mundo que convoca desde las conversaciones de vecinas que antes tenían como recurso la charla de almacén (ahora devenida en trato con orientales provenientes del otro lado del planeta), hasta el intercambio con el comerciante que más sabe de mis hábitos y necesidades pero a duras penas le entiendo lo que dice.
Le pedí a Nora Avaro, mi amiga profesora de Literatura Argentina en Letras que nos juntáramos para que me explique si Aira se refiere o no a los chinos en su novela. Pero Nora me despachó por WhatsApp con un “Hola Pablo. ¿El mármol es la del súper chino? La tengo olvidadísima”. Así que tuve que recurrir a la relectura y el repaso de las teorías sobre Aira, ninguna de mi total conformidad. Por ejemplo, en Las vueltas de César Aira, Sandra Contreras –también rosarina– dice que la literatura de Aira está regida por el imperativo de la invención, y que la velocidad de la invención transfigura continuamente la naturaleza del objeto, y hace que la calidad del mismo pierda importancia. “No se trata de pensar la literatura como experiencia de conocimiento sino como pura acción”, escribe. Pero Sandra, urgida por categorías que la academia regurgita un par de veces al año, suele contarme cosas con las que me siento convocado a un diálogo que sucede entre desconocidos, sobre cosas que ignoro.
Prefiero la idea de un César Aira cuyos libros son “un informe de experiencia” (el concepto es de Daniel Link), que indaga en cada esquina de lo que llamaremos experiencia: eso que el arte narrativo atrapa justo cuando se escapa; una ciudad, el realismo de la anécdota que de repente deriva en disparate: “Esto no puede estar pasándome a mí”, escribe en El mármol, y de inmediato reflexiona: “Esa frase es el compendio del realismo”.

Trama

La anécdota de El mármol es si se quiere un disparate: nuestro protagonista –y hay que decir que Aira juega muy bien ese juego en el que algo del yo del autor se inmiscuye en la peripecia del narrador, lo dice Laura Estrin en su ensayo “César Aira, el realismo y sus extremos”: “Lo suyo es un realismo de la anotación y la velocidad: a mayor velocidad, mayor fidelidad. Su literatura tiende directamente a lo real. No tiene narrador, sólo autor (…), está ahí, en cada una de sus novelas”– se encuentra con los pantalones bajo en un espacio público. No sabe por qué lo hizo pero lo asalta el recuerdo de algo de mármol: un banco, una estatua. Es el término “mármol” –no el objeto– el que lo lleva a reconstruir lo que le pasó. Aclaremos: si es la palabra “mármol” el disparador del relato, la narración es la busca de una suerte de poética; en otros términos: su procedimiento es tanto el de la poesía como el de la narrativa (los mayores intereses de Aira en el terreno del ensayo fueron de algún modo poetas argentinos de cierta vanguardia: Copi, Alejandra Pizarnik, Osvaldo Lamborghini, Emeterio Cerro). Así que nuestro protagonista comienza por contarnos que fue a un supermercado chino en el que el cajero debe completar un vuelto y, con una minuciosidad fervorosa, le entrega una serie de objetos de escaso valor acumulados en una “percha” a un costado de la caja. El intercambio se produce en un cruce de líneas de diálogo que nuestro héroe no entiende en lo más mínimo pero deduce de gestos y señales. Así, para completar la suma de su vuelto escoge de esa percha, como al azar, esa “mercadería de Liliput”: unas pilas AAA chinas, un ojo de goma que al apretarlo emitía una lucesita roja (“en mi infancia –dice– eso habría parecido de ciencia ficción”), una “tabla de proteínas”, una hebilla dorada, una “cucharita lupa”, un anillo de plástico dorado, una cámara fotográfica del tamaño de un dado y, aún así, quedaba todavía un resto –el relato de la entrega de ese vuelto ocupa el capítulo primero– y el cajero chino ofrece, para completar, lo que llama “glóbulos de mármol”. Allí nos enteramos, al borde de la carcajada, que se descubrieron en “zonas socialmente deprimidas” –luego sabremos que están en el Bajo Flores, en Buenos Aires– canteras de “pre-mármol”, una sustancia blanca atómicamente anterior al mármol que se descomponía en pelotitas divisibles, ultra baratas que, a fin de cuentas, servían para completar un vuelto de supermercado. Nuestro narrador descubre que acaso era esa la asociación con el mármol. Pero allí no termina la cosa.
Acto seguido nuestro héroe se encuentra a un chino joven, de aspecto proletario, que maneja una moto y entabla una conversación con él. Por supuesto, nuestro relator no entiende lo que dice pero, de nuevo, son señas y balbuceos los dos terminan en la casa del protagonista que, nos enteramos allí, es un desocupado que vive del sueldo de su esposa, que trabaja de psicóloga todo el día. El chino joven, naturalmente –hablamos de la naturaleza de las ficciones de Aira–, se llama Jonathan –su contraparte, otro chino joven pero bien entrazado, que habla perfecto español pero oculta con su elegancia el significado de lo que dice, se llama Rodrigo, nombre que, si se lo piensa un poco, es impronunciable para la gran mayoría de los supermercadistas orientales que conozco– y busca una “estatua que late”. Detengámonos ahí.

Metáfora

Antes de que hallen al final la ridiculísima estatua que late (y para esto el héroe habrá usado ya dos de los primeros objetos obtenidos en la operación del vuelto: las pilas AAA y el ojo de la luz roja), nuestro narrador declara que para Jonathan se trataba “literalmente” de una estatua que latía, mientras que para él era una metáfora, y anota: “Una metáfora que, por sus términos, podía referirse casi a cualquier cosa. Un hombre o una mujer inmóvil, por ejemplo, o una mujer de las llamadas ‘esculturales’, enamorada… O alguna especie de maniquí con un dispositivo rítmico (…) También podía ser un auto, un planeta, el mar, un sistema filosófico o cualquier otra cosa que hiciera las asociaciones correspondientes en la mente de un poeta” (las negritas son nuestras).
Como somos por completo analfabetos en chino, consultamos a Victoria Thomas, notable especialista en chino que hace una residencia en Beijing y respondió por WhatsApp desde el otro lado del mundo a la pregunta sobre cuán metafórico resulta el idioma chino. Nos dijo: “En chino a la metáfora la llaman  (biyu). Y podés usar un mismo caracter con idea metafórica, de la misma forma que hacemos nosotros con las palabras. Por ejemplo 春天到了,大地变成了一片绿毯: llegó la primavera, la tierra se convirtió en un ‘manto verde’. De hecho, ahora que pienso, no dicen nada directamente, es casi todo así, metafórico”.
Lo llamativo es que tanto nuestro héroe como Jonathan y el resto de los chinos que conoceremos en el periplo no dicen nada “directamente”, como señala Victoria. Ni siquiera la entrega del vuelto del supermercado, a cargo del cajero chino, es una operación directa: esos objetos, desde las pilas hasta la “cucharita lupa” harán germinar el relato resolviendo situaciones o desviándolas. El narrador mismo lo observa en un momento: “Los objetos podían ser cualesquiera, quizás no estaban predeterminados sino al revés: eran ellos los que determinaban el curso de los acontecimientos; el cliente podía llevarse unos u otros, al azar, de la gran variedad disponible: y según cuáles fueran así sería la aventura de su portador”.
Cierto, cabe advertir que uno de los temas que Aira desarrolla en la gran mayoría de las ficciones es esta suerte de incomunicación fundamental del idioma, que quiere irse siempre por vericuetos hechos de palabras –el término “mármol” que dispara el relato. Sin embargo, ¿no dibuja esta breve novela el paisaje de ese encuentro de dos idiomas, en este caso el chino y el español? Y también, ¿no señala asimismo una soledad del hombre con su lengua? Sin embargo, hay algo de lo chino que importa: en una escena en la que vuelve a tener un diálogo ininteligible con Jonathan pone: “¿Pero qué me había dicho? Me pregunto si yo no estaría entendiéndolo más de lo que yo mismo creía”.
Tanto Link como Contreras señalan que entre los distintos “géneros” con los que Aira construye sus narraciones podemos contar la televisión, es decir, ese formato universal en el que no es necesario “leer” (interpretar) para entender, sólo interpelar el sentido común, la experiencia convertida en doxa. Acá, en El mármol, nuestro héroe, un jubilado temprano, pasa las tardes mirando televisión y sueña con ganar uno de los concursos que promueve uno de los programas de la tarde. El narrador nos dice que los chinos son eso que creemos –como televidentes– que son: gente que habla con metáforas, aunque se trata de metáforas que no entendemos, porque –recordemos nuestra cita– tampoco entendemos el sentido literal. Queda resumido así en la página 91 de la novela: “Había estado demasiado ocupado tratando de entender, y en esa situación uno no ve nada”.
Porque, como decíamos al principio, el procedimiento es la poesía. Está escrito en la página 62, cuando nuestro protagonista pasea en el asiento del acompañante de una moto el Bajo Flores y descubre: “El barrio se transformaba, ¿o era yo? Había empezado a actuar una poesía desconocida”.

Mundos idénticos

En 2011, cuando compré El mármol, tuve que elegir entre tres envases distintos: tuvo tres tapas diferentes y, siguiendo el planteo de la novela, más de un comentarista dijo que el contenido –la “novelita”, como le gusta al autor referirse a sus obras– podría tener pequeñas variaciones según se eligiera una u otra portada. Aira escribió por lo menos diez novelas desde entonces.
El mármol es una mezcla delirante del cuento de J.L. Borges “La lotería en Babilonia”, en la que nuestro héroe y Jonathan se someten a un delirante juego que tiene como premio un supermercado chino a punto de desbarrancar en una cantera de “pre-mármol” (¡caramba, hay que intentar contar este libro para palpar su delirio y, sin embargo, su operatoria responde a rajatabla los principios del realismo!), y Mandrake, una de las aventuras favoritas de nuestro autor, sólo que aquí el célebre mago es reemplazado por un chino proveniente de un lejano planeta que es idéntico al nuestro. “Todos los innumerables mundos son idénticos”, dice Rodrigo, el joven chino que le revela los secretos a nuestro héroe, dueño de un español refinado pero de frases crípticas.
Pese a que los mundos eran idénticos, Rodrigo y sus compadres de otro planeta habían comenzado a sentir una “nostalgia intolerable de su mundo”. En Retromanía, Simon Reynolds nos dice que el término nostalgia nace como un diagnóstico médico aplicable a los mercenarios suizos en el siglo XVIII: al permanecer en combate en tierras lejanas extrañaban la aldea de la que habían partido, pero la patología cesaba con su retorno. La nostalgia que conocemos ahora, en cambio, ya no es espacial, sino temporal: no hay retorno posible; es, en términos de Aira, una nostalgia por lo idéntico. En El mármol, nuestro héroe-narrador lo dice con ironía y en estos términos: “Lo idéntico eliminaba el tiempo. Quizás el motivo del viaje (desde el planeta lejano del que venían) había sido buscar el tiempo, y lo habían encontrado, y no les gustaba”. Y más adelante: “Desde el momento en que la noción de lo idéntico se formula, es inevitable sentir la dolorosa lejanía de lo mismo”.
Chinos o extraterrestres chinos, lo mismo da: lo que informa El mármol –en el sentido de “informe de experiencia”– es, ni más ni menos ese encuentro de lenguas que trajeron para siempre los chinos adentro de un supermercado. Un encuentro poético que tiene sus efectos inmediatos en lo cotidiano: en San Nicolás –e imagino que en muchas otras ciudades del país– hay un supermercado que se llama “Argenchina”; en el supermercado chino al que voy en Rosario, Chow, un insensible comerciante de Guangdong que cuando le pregunté por los uigures me baleó con palabras chinas irrepetibles, suele usar como muletilla una de las mayores expresiones poéticas del Río de la Plata –aunque no la más agradable–: “Hablo al pedo”, dice.
Imagen tomada de CapitalLiteraria.

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