En la fundación de Roma –siete siglos antes de Cristo, según
la leyenda–, Rómulo traza los límites de la ciudad y ordena que nadie los
traspase. Pero su hermano Remo lo desafía, cruza los límites, hay una pelea y
Rómulo termina matando a su mellizo. Roma se erigirá sobre la tumba donde yace
Remo. La ciudad, cuna de la civilización, nace en ese crimen originario. Para
decirlo con un concepto más moderno: no hay acto de civilización que no lo sea
también de barbarie.
La historia de Los Monos, que Germán de los Santos y Hernán Lascano siguen a través de varios hilos en su libro Los Monos. Historia de la familia narco que transformó a Rosario en un infierno narra lo que podríamos
llamar la refundación de Rosario a comienzos de los 2000, cuando comienzan a
expandirse las cocinas de cocaína en manos de grupos criminales familiares, con
la complicidad de policías –la mitad de los 25 procesados por la causa son
agentes policiales de rangos medios y altos– y empresarios que inyectaron el
dinero sucio, ensangrentado de la droga a través de inversiones que van desde
autos de alta gama hasta la compra de propiedades.
“Los monos”, la historia del clan Cantero que narran De los
Santos y Lascano es también el dibujo de un mapa de la ciudad, de sus límites y
su tolerancia: la violencia que generó el narcotráfico a través de bandas
criminales comenzó a ser un dolor de cabeza para las autoridades políticas una
vez que los muertos comenzaron a salpicar las veredas del centro: el Fantasma Paz en Corrientes y 27 de Febrero; el Quemadito Rodríguez en Pellegrini y
Presidente Roca. Sin embargo, para cuando esos muertos asaltaron la vista de
los ciudadanos respetables de la zona céntrica –donde la tasa de homicidios es
equivalente al de algunas ciudades europeas– en la zona sur, en los barrios La
Tablada y Las Flores, donde se concentraba la actividad de Los Monos, ya había
muerto un tendal de de jóvenes que, a falta de perspectivas, habían abrazado la
causa y la economía narco; además de los inocentes que quedaban en medio de los
disparos. Entre los caídos de esas zonas donde las crisis sociales y económicas
encuentran sus primeras víctimas, el libro también cuenta a las familias
desplazadas porque los narcos se apropiaban de sus casas para usarlos como
búnkeres de venta de drogas.
“Cuando los flujos económicos allí generados se insertan en
la economía –leemos en la página 259–, las marcas de sangre dejan de verse”.
Fotografía de Marcelo Manera publicada en La Nación.
De los Santos y Lascano hurgan en la causa judicial,
escuchan a testigos, a funcionarios judiciales y policiales, se encuentran con
las escuchas telefónicas. Como en la serie The Wire (su creador, David
Simons, un ex periodista de Baltimore, conversó con el presidente Barack Obama
en la Casa Blanca acerca de la inutilidad de la guerra contra las drogas luego
de ganarse el respeto con el planteo de la serie televisiva) los investigadores
judiciales incursionaron en la escucha telefónica para conocer cómo funcionaba la
banda y sus relaciones con la policía, que despejaban la zona, avisaban cuando
los buscaban y permitieron así que Los Monos desarrollaran el negocio. “Los
búnkeres son el modelo de fuerza de ventas que proliferó en Rosario cuando el
auge de las cocinas locales, a inicios del nuevo siglo, multiplicó la
disponibilidad de una cocaína más abundante y más económica”, leemos en la
página 103.
En Los Monos, que no son la única banda, se visibiliza el
funcionamiento de todas: la complicidad policial, la pelea por el territorio a
través de sicarios, el traslado de de droga y productos para “estirarla” a
través del río y las rutas nacionales 34 y 11, que llegan al norte del país y a
Bolivia y Paraguay, desde donde provienen los mayores cargamentos. Entre las
pocas causas que tiene el Viejo Cantero, padre del Pájaro y patriarca de la
familia, figura una federal por tráfico de marihuana pero en Itatí, Corrientes,
en 1999. “Pasaron 18 años –nos anota Germán de los Santos– desde que al Viejo
Cantero lo apresan por primera vez por una causa federal. Es en la YPF de Itatí
(que ahora es una Axion), lo detienen en un Ford Escort con 70 kilos de
marihuana. Y él declara ante la justicia que sólo había ido a darle gracias a
la Virgen porque se había podido comprar su primer auto”.
Violencia y política
“Creo que los dos teníamos como intención hacer un libro –nos
dice Hernán Lascano– que pudiera contar la violencia descomunal y con visos
teatrales que existió en los hechos de esta historia reciente de Rosario. Nos
interesaba eso porque hay una trama sangrienta llena de matices originales que
facilitan una narración atractiva, porque ese atractivo está en los elementos
de la realidad, más que en la calidad de la escritura. Pero no queríamos que
esa oleada de hechos muy brutales se volvieran lo más importante. La historia
que queríamos contar pasaba por cómo la violencia era un instrumento para
asegurar negocios económicos”.
En el séptimo episodio de la primera temporada de la serie
televisiva Ozark, la maestra les pide a sus alumnos de 12 años que firmen un
documento en el que se comprometen a decirle no a las drogas. Pero Jonah, cuyo
padre es un contador que huye de un cartel de drogas para el que lava dinero, le
dice si puede pensarlo. “¿Qué es lo que hay que pensar?”, le espeta la maestra.
“La economía de todo este asunto –comienza el niño–; ¿no pretenderá que firme
algo en lo que no creo, verdad?”. Y la maestra: “¿No piensa que es importante
decirle no a las drogas?” “Bueno, no es tan simple –continúa el niño–. Es
cierto que las drogas son adictivas y llevan al crimen y la muerte, pero
también impulsan la economía de Estados Unidos. Digamos que firmaría algo que
dijera ‘Sería grandioso que la gente no sea adicta a las drogas’. Pero la gente
es adicta a las drogas y debe comprarlas, ¿no? Hay una teoría que dice que el
dinero de la droga fue lo único que previno el colapso de la economía global en
2008; ya sabe, cuando explotó la burbuja inmobiliaria, porque el dinero de la
droga era el único efectivo disponible para apuntalar a los grandes bancos, sin
mencionar los 350 millones de dólares con los que se pagaron puentes, caminos y
servicios de salud. Incluso hasta educación, tal vez hasta parte de esta
escuela”.
Lo que el niño expresa, si bien es una teoría, describe el
efecto que la economía del narcotráfico produce en los barrios, donde hay una
respuesta económica para algunos jóvenes y vecinos, y en la ciudad, en la que
respetables concesionarias de autos, firmas financieras y desarrolladores
inmobiliarios que nunca pisaron el barro de La Tablada, La Granada o Las
Flores, en zona sur, se encuentran con montañas de dinero. "La plata
llegaba en bolsas de consorcio negras, en billetes ajados de baja denominación,
con el humano olor a escoria del dinero", leemos en una de las páginas de
“Los Monos”.
Desde la operatoria de los sicarios, jóvenes que se
desplazaban en moto con armas que iban desde pistolas 9 milímetros hasta
ametralladoras poderosas, hasta la historia casi legendaria de dos
departamentos alquilados sólo para ser llenados de billetes, cuidados por
soldaditos en pleno centro de Rosario, hasta el seguimiento de un testigo por
los pasillos de Tribunales: el libro despliega ese laberinto de límites que es
la ciudad y los expone allí, en su realidad más brutal, el dinero y la sangre;
“el dinero que es la sangre del pobre”, como decía en sus diarios –ahora que el
papa vuelve a citarlo– León Bloy.
“La violencia es una herramienta que usan las organizaciones
criminales, por precarias que sean –dice Lascano–, para cimentar su estructura
de negocios. Me parece que Los Monos tienen dos distintivos en ese sentido. Por
un lado, un uso eficaz de la violencia, que aterroriza a rivales, los saca de
competencia, impone respeto y una forma de regulación del territorio. Lo otro
que los distingue es una asociación estratégica con la policía que le facilita
ese predominio. Lo político pasa por ahí, no por ver a la violencia como un
recurso en sí mismo –si bien tal vez aporte agilidad a la trama y detalles que
ayudan a la lectura. Lo político es ver que hay un negocio que vertebra todo.
Porque el comercio ilegal del búnker entra de lleno en la actividad económica
donde están los factores de poder real. La plata de Los Monos está en
concesionarias, en inmobiliarias, en estudios de contadores, escribanos,
abogados y arquitectos, en financieras. Esta última parte queda invisibilizada
o por debajo de los hechos de violencia, y sacarla de ese lugar recóndito era
nuestro objetivo. A estos ámbitos de negocios y de poder formal se los
interpela poco. En general vamos por el foco que es el hecho violento. Nadie
quiere saber nada con limpiar la sangre de las veredas. Pero con esos crímenes
se genera rentabilidad que es captada por la economía formal. Y esta parte no
genera sobresalto”.
Civilización y barbarie
En el prólogo a “Los Monos” Osvaldo Aguirre recupera el mote
con el que Rosario ganó los titulares de la prensa nacional en la década del
30: “la Chicago argentina”, nacido primero del próspero mercado de granos que
tenía su centro en el puerto de la ciudad y luego, cuando se ganó las calles la
guerra entre Chicho Grande y Chicho Chico (Juan Galiffi y Francisco Marrone).
“Los narcotraficantes –escribe Aguirre, uno de los escritores rosarinos que más
estudió la historia criminal de la ciudad– son inversores cuidadosos de su
dinero y consumen bienes suntuarios que el sentido común eleva como sus objetos
más preciados, (…) también la violencia y el afán de lucro de las
organizaciones criminales aparecen como un reflejo exasperado de tendencias más
generales, que pasadas en limpio en otros ámbitos son valores de la sociedad y
justificaciones de su ordenamiento. La identidad de Rosario cristalizada en el
apodo ‘la Chicago argentina’ asocia así el desarrollo económico con la
expansión criminal, en una sola moneda”.
En su Breve historia del neoliberalismo David Harvey
explica cómo en las grandes ciudades la especulación inmobiliaria convirtió a
la tierra en un bien de intercambio, desplazó a grandes barriadas de sus zonas
históricas para ganarles valor, las “gentrificó”, las convirtió en barrios de
lujo con el 25% de sus viviendas ocupadas, y marginó a esa gente que antes los
habitaban a zonas donde el único recurso, la única economía, es el
narcotráfico.
Los Monos, con su nombre pre-civilización, provenientes de
una barriada que la dictadura escondió para que los turistas que llegaban al
Mundial 78 no vieran la miseria, la gigantesca desigualdad que generaba su
política económica –De los Santos y Lascano no ahorran ese dato–, encajan en
ese diagrama en el que el acto de barbarie parece desplazar al de civilización,
cuando es en realidad al revés: “Estos instantes recientes y dispersos en el
trazado urbano –leemos en una página cerca del final del libro– están
organizados en una misma trama. Ocurrieron en un tiempo que la ciudad, a fuerza
de una negación de lo que está a la vista, no estuvo preparada para comprender.
Cuando la violencia estalla, las preguntas aturden a los funcionarios del
Estado, a las fuerzas empresarias, a los vecinos comunes. ¿Dónde se incubaba
esta desmesura? ¿Cómo se vuelve rutinario que sicarios en moto maten gente bajo
el sol? ¿Por qué pasó todo de golpe? ¿Qué se desmadró en una ciudad de fuerzas
económicas multifacéticas, con una universidad poderosa y vida cultural
desplegada?”
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