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"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).

viernes, 31 de diciembre de 2010

nota para una definición del horror

Antes de partir hacia Estados Unidos —a Pittsbourgh primero, a Boulder, Colorado, después— Juan Pablo Dabove me pasó este breve texto suyo sobre un tema sobre el que charlábamos mucho en esos días —sería 1997—, el horror, y al que habíamos llegado mediante fuentes muchas veces similares. Usé mucho su texto para dar clases —en secundarios y terciarios y, más tarde, en una dudosa casa universitaria. Al final le agregué tantas cosas (seguramente las más grandilocuentes) que decidí poner mi firma al final de la JPD, acaso fue un gesto de cercanía, antes que de autoría.
(En torno al cuento "La tortuga de agua dulce" —"The Terrapin"—, de Patricia Highsmith.)

por Juan Pablo Dabove & Pablo Makovsky


La cuestión más general en torno a la ubicación de La tortuga de agua dulce como cuento de género lo sitúa dentro de los relatos de ho­rror. En el prólogo de Once (Eleven), el libro en el que apareció el cuento, Graham Greene lo califica como un cuento de “horror físico” y así también el compilador J.A. Cuddon lo selecciona dentro de una antología.
En principio, nos interesa en esa clasificación cierta esencia del ho­rror de la que da cuenta el relato y, segundo, en esa esencia participa la literatura de Patricia Highsmith. Esto es, la escena original en la que esa literatura (o su concepción) se constituye: el crimen como línea de fuga –vía de escape– del horror y a la vez como elemento constitutivo; el ámbito doméstico y el devenir imperceptible del criminal.

Horror y terror. Una distinción

El objeto del terror es lo horrible, el miedo extremo ante el peligro o el monstruo. No tiene el valor de una revelación, sino el de un descu­brimiento. En todo caso afirma lo humano como aquello que debe vérselas y luchar contra el monstruo; lo humano contra lo otro, lo que le es por completo ajeno.
El horror, nacido de la literatura gótica de fines del siglo XVIII y re­formulado de modo decisivo por Edgar Allan Poe (mediados del siglo XIX) y H.P. Lovecraft (principios del 900), es una cuestión de sensibili­dad. No depende de lo horrible ni descubre algo ajeno a lo humano –como el terror–, sino que revela lo otro dentro de lo humano mismo. El verdadero horror, lo espeluznante –que es la sensación en la que re­conocemos el horror– no es descubrir que el hombre puede ser un monstruo –como si se tratase de un exceso o una perversión que podría revertirse–, sino la monstruosidad de lo humano como tal. Por ejem­plo, el protagonista de la novela de Joseph Conrad El corazón de las ti­nieblas, observa a unos negros que danzan frenéticamente en la orilla de un río africano y nota que lo terrible no era descubrir cierta anima­lidad en esos hombres, sino su propia humanidad. El horror es un lla­mado de lo otro, pero también la respuesta, la revelación de que a eso se ha respondido y se pertenece.

Highsmith

En La tortuga de agua dulce, para decirlo pronto, el horror surge ante la estupidez de la mujer. La estupidez no se nota necesariamente en ac­tos, sino más bien en el lenguaje o, más bien, en el lenguaje como con­signa que determina actos. Estupidez que señala en la mujer una suerte de máquina parlante. Las mujeres, en la literatura de Patricia Highs­mith, son máquinas parlantes de lugares comunes morales que termi­nan al servicio de la más cruda inmoralidad.
Aclaremos a qué estupidez nos referimos: no se trata del patrimo­nio del estúpido ni de un defecto del pensamiento, lo que la ubicaría en el lugar de lo cómico: lo previsiblemente imprevisto del buen sen­tido (de aquí el lema: “en boca de niños y locos encontrarás la ver­dad”).
La madre de Victor no es mala, pero es neurótica, estúpidamente neurótica. La maldad supone siempre una cierta reflexión, una vuelta sobre sí y una ponderación de las circunstancias. En el cuento, la ma­dre de Victor (que no tiene nombre, es “ella” o su “madre”) está siem­pre fuera de sí y habita, por decirlo de algún modo, ese fuera de sí. A esta alienación, a este ser ajeno en uno mismo, llamamos estupidez.
Si decimos que el horror es la estupidez señalamos que el horror re­side, precisamente, en la percepción de la estupidez como una potencia impersonal, como una especie de posesión. La falta de humanidad en la estupidez, o la estupidez como ausencia de lo humano en el lenguaje. Hay algo que habla a través de esa mujer y es extrañamente humano ese hablar, ese decir. Esa forma del habla deja entrever la estupidez an­tes que lo humano.
Así, la estupidez puede analogarse a la blancura de la ballena en Moby Dick (Herman Melville). Lo Blanco es lo espiritual por antono­masia. Pero, reflexiona el personaje Ismael en la novela, lo que aterra en el oso blanco o el tiburón blanco es que lo espiritual se presente (a través de la blancura) pero como ausente (por la fiereza y la amenaza que estos animales representan). El oso pardo aterroriza porque es po­deroso e irracional (para retomar la distinción horror/terror). Pero el oso blanco, aparte de esos atributos, trae el horror porque lleva el color del espíritu. Es el espíritu sin espiritualidad.
El tema de La tortuga de agua dulce fue reducido –como sucede en muchos cuentos de Highsmith– a una consigna: la madre. Y el cuento es antes que nada un diálogo con una escena muy particular.
El diálogo supone un rostro en el que asoma el espíritu. El rostro re­suelve la estructura del lenguaje en expresión de una subjetividad; así el cuerpo transparenta el espíritu. Así, el rostro trae a la persona a tra­vés del diálogo (de ahí el remanido reclamo: “mirame a los ojos cuando te hablo”, “me mentía con la mirada”, etc.).
Por el contrario, en el cuento desaparece el rostro. Habla, pero no escucha. La madre de Victor, cuando habla, ya no está escuchando. Esto señala lo siniestro: lo familiar se vuelve extraño –según la defini­ción canónica de Sigmund Freud–, lo vivo y lo muerto, lo animado y lo inanimado se confunden. La madre de Victor es una máquina de hablar, ausente no sólo de su hijo –como si fuese una mala madre, de­masiado absorta en sus propios problemas–, sino ausente también de su decir. Afirma una fuerza impersonal en su propio habla.
En la máquina parlante –que tiene algo de monstruo porque mezcla de forma impura la carne y la máquina– el rostro está vacío porque la voz y el rostro no traen el alma, el espíritu. Lo siniestro es ver en el va­cío del rostro el rostro del vacío. Victor escucha simultáneamente el parloteo de su madre como su silencio cuando él habla.
La madre de Victor carece de espíritu y en su parloteo siempre re­torna a los mismos lugares: poemas para ser recitados, recetas francesas (como la ropa que obliga a usar a su hijo), y las ilustraciones que repi­ten los lugares comunes de la niñez.
La madre es una voz que se entromete en la conciencia de Victor, que termina matándola. Mata la voz para detener su eterno retorno a esos lugares comunes.
El cuento es de una atmósfera siniestra. El horror surge, indefecti­blemente, cuando se percibe que el horror llama y que uno pertenece a ese llamado. La condición del horror en el cuento tiene que ver con la identificación: Victor se identifica con la tortuga. Hay un contraste en­tre la irrisoria escena de la tortuga y el crimen que desata, que caracte­riza por un lado la atmósfera opresiva del relato y, sobre todo, indica ciertas equivalencias simbólicas: 1, el silencio de la tortuga y el de Victor son equivalentes; 2, son los que miran; 3, la caparazón de la tortu­ga es como la ropa con la que la madre aísla a Victor; 4, el niño y la tortuga no pueden escapar; 5, Victor ve en la tortuga su propio des­tino. En este ambiente, el horror es literalmente percibido cuando Victor observa desde el umbral de la cocina cómo su madre despanzurra la tortuga con un cuchillo. En la descripción de la escena lo que se detalla no es la tortuga destripada –no se nos ofrece este espectáculo como ob­jeto de horror–, sino la actitud de la madre que comete una acción simple: cocinar, pero que los ojos de su hijo, imbuido de la atmósfera descripta, desnaturalizan: las manos de su madre –que cocina, acción doméstica por excelencia– son instrumentos criminales. A la vez, po­demos remarcar aquí otro de los factores de lo siniestro, la fascinación: Victor no puede dejar de ver, no puede quitar la vista de la escena, porque la escena le trae una revelación: la equivalencia entre el destino de la tortuga y el suyo, y el hallazgo de un asesino en la figura de su madre. Además, la madre mata la tortuga mientras repite sus palabras sin sentido que se refieren a otra cosa, por fuera de lo que está hacien­do: en la palabra y en los actos –ante los ojos de Victor– el espíritu se ausenta de la figura de la madre que, a la vez, no hace sino ocupar un lugar común: cocina, alimenta a su hijo, ocupa ese espacio doméstico por excelencia que es la cocina, el hogar.

 Patricia Highsmith

Lugares comunes

Como en la mayor parte de la narrativa de Highsmith, sus persona­jes están casi condenados a retornar siempre a los mismos lugares comunes sobre los que el mundo burgués trazó sus recorridos. Así, la madre de Victor repite, reafirma y se pierde en el lugar común París (Francia), de donde proviene la mejor cultura, lo distinguido, lo dife­rente. Pero su locura consiste, precisamente, en hacerle transitar esos lugares a su hijo a ultranza; lo que termina constituyendo el lugar de los héroes de Highsmith: seres que en un momento ven, perciben sin retorno la falsificación necesaria en la que se funda algo del orden bur­gués que se relaciona con el trato social. En definitiva, seres que por esta visión –videncia– quedan por fuera de ese orden.
Si, como enseña la lectura que Georges Dumèzil hace de las anti­guas sagas nórdicas, el héroe es aquél que de alguna forma cumple a través de la fuerza el mandato originario de su comunidad; el héroe highsmithiano lleva fuera de la comunidad ese mandato, lleva, en úl­tima instancia, el origen fuera de la comunidad: el orden burgués, su ordenamiento comunitario queda así sin origen y todas sus convencio­nes remarcan su condición falsa. La vida, dentro de ese orden, se insi­núa como una falsificación.
Esto es quizás lo que exaspera más en la lectura de la obra de Highsmith. Mientras la diégesis de muchos textos en sí pesimistas pro­ponen al menos algunos lugares donde algo del orden comunitario se­ñala cierto origen en el que la comunidad humana se reconoce y funda cierta habitabilidad, la diégesis de The Terrapin ausenta ese origen y deshabita el mundo, porque lo que propone no es sino un falsificación: un mundo forzado a girar sobre lo común de los lugares de la falsifica­ción.
En la forma de vestirlo, de alimentarlo, de llevarlo al contacto con los otros, la mirada de Victor desnuda la falsificación de orígenes que opera su madre. Esto, claro está, lo deja por fuera de todo orden, lo enajena porque Victor queda desnudo, despojado de todo mandato originario, imposibilitado, por lo tanto, de gestar su lugar original, su originalidad en el sentido de alguien que reconoce su unicidad, su condición de único. Lo que enajena a los héroes de Highsmith es la re­velación de un origen que se ausenta, que las mismas convenciones del mundo en el que ha vivido lo han hecho ajeno.
Así, el hallazgo de lo terrible no sólo reside en el hecho de que no hay escape, sino en el más doloroso hecho –porque compromete un pasado que siempre necesitamos ligar afectivamente al presente– de que nunca hubo a dónde escapar porque tampoco hubo punto de partida.
Si no hay mandato comunitario, porque la comunidad está ajena a todo origen y su orden es sólo una postulación moral, la única tarea que le cabe al héroe es la destrucción de ese orden falso para fundar uno verdadero, aunque vacío y desierto. En este sentido, los únicos hé­roes que caben en la obra de Highsmith son aquellos que llevan a cabo una tarea demoníaca, invertida: invierten el orden destruyéndolo.

martes, 28 de diciembre de 2010

«los de somisa»

Mientras escribía San Nicolás de la frontera, me fasciné con el grupo Los de Somisa, en Facebook, donde hay unas maravillosas fotos históricas de la creación y la vida en el barrio Somisa entre fines de los 50 y la actualidad, con paseos desgarradores por los 70 y los 80. Entonces le escribí a Gerardo Demarco, hermano de mi amigo Fernando, para inquirir por estas cuestiones que siempre viví como de prestado. Gerardo es un caso particular de ingeniero-gerente. Subió precisamente a ese grupo de Facebook unas fotos geniales de su padre y otros fundadores de Somisa, y le escribí preguntándole por estas cuestiones que, de algún modo, abordaba en mi librito.
Su respuesta fueron las líneas que reproduzco y, creo, merecerían un libro aparte.



Escribe Gerardo Demarco:
Hay tres o cuatro libros que cuentan historias, no todos los leí. Uno de “Paquita” Morales que es la historia del barrio, otro del club, de Zeta, otro de (Ricardo Darío) Primo acerca de Somisa y uno de una amiga del Chino que es más abarcativo de San Nicolás y muestra la tensión barrio-ciudad. Habría que leerlos para no repetir y para precisar algunas cosas no exactas.
Mi enfoque tiene que ver con el enmarcamiento social, histórico y psicológico de las historias personales. ¿Por qué el “fenómeno Somisa” como símbolo y qué es lo que toda esta gente en Facebook añora? ¿Cuál es la “pérdida”?
Sintetizo groseramente: Somisa es el símbolo del Modernismo, el progreso indefinido, la sociedad del bienestar, la movilidad social, la construcción de una nación; Somisa fue para la generación de nuestros padres la materialización del Sentido.
La generación de nuestros padres fue la única (como tal) que tuvo estabilidad laboral. No la tuvieron sus padres ni sus hijos. La diferencia entre sus padres y sus hijos es la fe en el futuro.
Tengo como interesante las fotos del viaje de egresado de mi viejo, donde se ve un país construyendo una nación, la nota de ingreso a Somisa y el acuerdo de “desvinculación”. Todo un símbolo de lo que vino.
SIDERAR (la actual empresa que opera en la planta de la ex Somisa), por el contrario, ya no es un símbolo de nada, es sólo una pieza azarosa de la PostModerindad (o de la Hipermodernidad si querés). SIDERAR es una fábrica más, podría ser de juguetes o de caramelos, daría igual. Nadie piensa que esté haciendo algo importante, sólo están cobrando un salario. Roca sólo está ganando plata y el estado sólo está recaudando impuestos. Estos son nuestro tiempos: sin la fe en el progreso indefinido, en un mundo diverso, fragmentado, más tolerante y menos trágico, pero más incierto y más complejo.
En mi humildísima opinión, tenemos tres momentos de confusión que deben ser reelaborados para que no nos pase como en la película El secreto de sus ojos (tener mil pasados y ningún futuro):

a) La transición de la economía del bienestar al neoliberalismo durante los 80. Causa y consecuencia a la vez. Nosotros vivimos el gobierno militar y eso nos hizo entrar a los 80 pensando que la culpa se podía personalizar en Videla o Martínez de Hoz. Eliminados Videla y José Alfredo vendrían los tiempos de bonanza.

b) La transición sin red del Menemismo: más allá de la estrategia del desprestigio del estado está cómo de un lado los somiseros se trataron de aferrar al pasado o de embriagarse con las indemnizaciones, mientras el “centro” [de San Nicolás] festejaba el fin de “los privilegios”, y luego abandonaba al barrio y ni le cortaban el pasto.
En esta transición está el desplome psicológico de los mayores, que habían vivido creyendo que estaban construyendo una nación, que se habían ido “al campo” a realizar su sacrificio personal dejando la vida cómoda de la capital, y que de un día para el otro pasaron a ser los “ineficientes que malgastaban los recursos de todos”. Todo remitía al General Savio —más importante que San Martín—, y de pronto había sido el peor de los canallas de una banda de delincuentes forajidos apropiándose de un botín. Ese daño psicológico no tuvo reparación en esos (hoy) ancianos o muertos. Tengo una hermosa “Oda a un alto horno” para representar ese estado psicológico. No sé quien la escribió, pero allí está.

c) Y finalmente nosotros, todavía en medio de un tsunami que no entendemos.
Alguna vez leí un libro de Hilda Sábato que se refería a que la historia siempre es subjetiva y que el historiador debe rescatar los elementos del pasado que le interesan para hacer una interpretación que proyecta al futuro.
En definitiva, la historia de Somisa es la de una generación que fue educada por sus padres en la idea del progreso, que dedicó su vida convencida a la construcción de ese progreso, que de pronto (sin anestesia) les dijeron que su pasado no había tenido sentido y que no tenían lugar en el futuro.
Y la nuestra (la de Siderar) es la de un mundo turbulento, incierto, sin “fe ciega” en el futuro, que será más diverso, más tolerante, más complejo, menos trágico.
Para atrás no se vuelve. La pregunta es qué hay para adelante. Yo no lo sé, así que si tenés la respuesta, ¡contame!

Las que siguen son imágenes tomadas del grupo Los de Somisa (Facebook) y pertenecen a distintos usuarios, entre ellos Gerardo Demarco, Fany Perelli, Gerardo De Sensi:















london calling

Pablo Bilsky estaba en Londres en julio de 2005, cuando  una serie de terroristas suicidas atacaron el transporte público. A su regreso escribió esta crónica que publicamos en las páginas de Cultura del desaparecido diario El Ciudadano & la región. La nota se publicó el lunes 8 de agosto de ese año con esta bajada: "En improvisados «santuarios», los recordatorios de las víctimas de los atentados claman por el «Orgullo de Londres» y postulan la batalla cultural contra el terrorismo". Las fotos también pertenecen a Bilsky.



por Pablo Bilsky
Cuando la brisa cruza Russell Square hace sonar los envoltorios de celofán, produciendo una música ominosa. Sobre el césped inmaculado, una enorme acumulación de ramos de flores, poemas, cartas, prendas, banderas y peluches recuerda a las víctimas de los atentados del 7 de julio. Pero en medio de la calma fragante de ese parque londinense devenido “santuario”, algo desentona: un extraño tapizado negro, hecho del innoble material plástico de las cajas de archivo, rodea las ofrendas. Está allí para preservar el verdor del deterioro que podría producir el incesante paso de los visitantes. En Inglaterra resulta impensable aceptar una mancha en el césped. Un sector "pelado" de gramilla sería como la violenta desfloración de una de las más sagradas obsesiones nacionales.  Siempre sobre el anillo de plástico negro, obedientes, las personas desfilan por ese lugar. Se paran a observarlo. Algunos lloran. Otros permanecen en silencio, con gesto compungido, o bien toman fotografías. Todos los peregrinos sucumben a la extraña fascinación de las ofrendas a los muertos, un amasijo abigarrado de flores y objetos diversos.
Pero el mensaje que más llama la atención de los peregrinos es el que se titula “London Pride” ("Orgullo de Londres"). Se trata de un poema impreso en una hoja tamaño A4, a su vez colocada dentro de un folio transparente. Es un poema muy modesto, pero documenta los avatares de la batalla cultural que por estos días se viene desarrollando en Londres. Los versos, que llevan la firma de Chris Neal y están fechados el 7 de julio de 2005, tuvieron una importante difusión en internet, y se pueden leer también en infinidad de blogs, en muchos de los cuales aparecen atribuidos a un autor desconocido. "Llegaste a este lugar/ con tu bolso lleno de odio/ en el colectivo y en el tren, nos hiciste llegar tarde/ pero vamos a volver/ seguiremos adelante pese al dolor", señala el poema, estragado por rimas forzadas e imágenes remanidas. Los versos advierten a los atacantes que van a ser “cazados” por los londinenses, tal como viene ocurriendo con puntualidad inglesa y más allá de algunos “errores”, como por ejemplo la ejecución pública, en la estación de subte de Stockwell, del joven trabajador brasileño de 27 años Jean Charles de Menezes, acribillado con siete tiros en la cabeza “por error”, al ser confundido con un terrorista el 22 de julio. “London Pride” advierte a los terroristas que los van a encerrar “en nombre de la Corona”, e insiste en que los londinenses no se inclinarán ni sentirán miedo jamás.

Una vieja fórmula
No es la primera vez que los londinenses recurren a “London Pride”. La expresión es mucho más que un título que se repite de tanto en tanto. Se trata de una marca histórica de identidad, una frase mágica, un conjuro contra la adversidad. Durante los peores momentos de la Segunda Guerra Mundial, cuando los bombarderos de la fuerza aérea alemana lanzaban toneladas de bombas sobre la capital británica (una circunstancia histórica con la que hoy se establece relación en forma muy insistente), allí estuvo “London Pride”. En esas particulares circunstancias, surgió como una popular canción compuesta por el dramaturgo, actor, director teatral y compositor sir Noel Coward (1899-1973).
Con más gracia que en la actual composición que lleva ese  título, en la canción de Coward se destacaba la valentía de los londinense y su proverbial y “estoica” tenacidad. “El orgullo de Londres nos fue otorgado desde las alturas/ el orgullo de Londres es una flor libre/ el orgullo de Londres significa nuestra querida ciudad para nosotros/ y nuestro orgullo será para siempre”, repite el estribillo de la composición de la década del 40, que además describe lugares primorosos de la capital de Inglaterra. Pero “London Pride” es también una flor de jardín del género de las saxífragas (Coward la menciona en la canción), una novela de la escritora victoriana Mary Elizabeth Braddon (1835-1915), una famosa empresa de turismo londinense que opera con colectivos de doble piso con el techo abierto, y un tipo de cerveza londinense destilada por Fuller, Smith and Turner. Y también lleva ese nombre el desfile que anualmente realiza la comunidad gay-lésbica de Londres. Es decir, todos los referentes señalados por la remanida expresión tienen algo en común: son símbolos, productos típicos de Londres.
En todos los improvisados "santuarios" en honor a los muertos, pueden leerse mensajes desafiantes, triunfalistas y orgullosos, que son tan abundantes como las expresiones de dolor. "Oh Hasib Hussain, no puedes volar el colectivo 30, Hasib Hussain, no puedes volarlo, no puedes", repite, como una letanía, el estribillo de uno de los poemas que descansa en la montaña de ofrendas que se recorta en una de las esquinas de la estación de King’s Cross. "No tenemos miedo". "Londres no se rinde". "Londres vencerá". " Terroristas: se equivocaron de ciudad, Londres nunca se va a rendir".

Ellos y nosotros
Casi todos los mensajes parecen responder a una misma matriz conceptual: se enfrenta a un "ellos" con un "nosotros". Resulta evidente que "ellos" son los "terroristas asesinos y cobardes". "Nosotros" señala, en cambio, a los valientes, abnegados, orgullosos e invencibles ciudadanos del Reino Unido, y especialmente de Londres.
Pero para los londinenses que se oponen a la invasión a Irak (que realizan protestas y empapelan las paredes con consignas críticas) ese "ellos" y ese "nosotros" poseen contenidos bien diferentes. Para estos opositores, de un lado están los terroristas de Al Qaeda. Y del otro lado, Bush, Blair, y las empresas para quienes estos dos mandatarios trabajan. Pero desde esta posición, Bush y Blair también son considerados “terroristas”. Y no son los únicos que tienen esta postura. Es de imaginar que la familia del joven inmigrante asesinado a palazos la primera semana de julio en Nottingham no crea que las cosas son como las pintan Blair y Bush. Fue la primera víctima fatal de la caza de musulmanes que se desató tras los atentados en toda Inglaterra, que tuvo su punto culminante con la ejecución pública de Jean Charles de Menezes. También es crítica la posición del activista musulmán que suele pararse cerca de la residencia oficial de Blair en Londres, para pedir a gritos, altoparlante en mano, que se ponga fin a la persecución.

Russell Square
La foto de un joven rubio que luce frac y un extraño peinado punk se recorta en medio de la maraña de flores y papeles que descansa sobre el césped inmaculado de Russell Square. Es un desaparecido. Muchas de las tarjetas que acompañan los ramos de flores llevan el membrete del Russell Hotel, que tiene su sede en un imponente edificio antiguo ubicado justo frente al parque. Varios de los mensajes escritos en ese papel membretado provienen de visitantes japoneses. "Japon está con Londres", dice uno. "Condolencias de visitantes de Japón", se lee en otro. Casi todos los ramos llevan adosados en la parte inferior, sobre los tallos, debajo del celofán, bolsitas con la inscripción "Flower Food", algo así como "comida para flores". Las bolsitas contienen una sustancia que hace "que las flores cortadas duren más", como se explica en otro de los envases.  "Soy la mamá de" se puede leer en una hoja de papel a rayas arrancada de un cuaderno espiralado. El viento hacía que dos pétalos de una flor roja, ya algo marchita, quedara adherida a la parte del papel donde seguramente estaba escrito el nombre de una de las víctimas.

lunes, 27 de diciembre de 2010

sergio delgado > contemporáneo

Lo que sigue es una correspondencia con Sergio Delgado, autor del que me siento “contemporáneo” en un sentido que me cuesta definir pero que parte de un territorio que común que compartimos, más allá del geográfico. Santafesino (1961) de la ciudad de Santa Fe —a la que fui tantas veces cuando vivía en San Nicolás (dos ciudades coloniales)—, Delgado está radicado en Francia desde hace muchos años. Luego de leer El corazón de la manzana (Mondadori), Parque del sur (en la misma colección naranja en la que apareció San Nicolás de la frontera) Estela en el monte y Al fin (Beatriz Viterbo), pedí su correo a un amigo y le escribí.




Querido Sergio: pido disculpas por demorar tanto esta respuesta. Sé que acaso no haga falta pero necesito disculparme porque en ello quiero decir que aunque no escribía sopesaba todo este tiempo la respuesta (al fin y al cabo, “escribía”). Si mal no leí tu respuesta acerca de lo “religioso”: la que ha quedado como en suspenso ahí, generacionalmente quiero decir, es como el vacío de una experiencia —“we had the experience but lost the meaning”— y, sobre todo, una experiencia que se parece mucho a la de la lectura. Con respecto a eso comienzo ahora una serie de anotaciones que hice sobre tus libros: primero, hay como figuras con las que me topo que tienen siempre la forma de ritos de pasaje, en especial las escenas en las que está presente el agua, que son casi escenas bautismales: cerca del final de Al fin, por ejemplo, todo el grupo cerca del río, donde encontraron un muerto —presencia que extiende su influjo sobre el narrador y la muchacha enferma, rozada ella también por eso indecible de la muerte, como si sobre su aura misma flotase el cadáver— y, luego, el vómito, la bebida que una y otra vez lava y contamina, mata y hace renacer. También la lluvia en El corazón de la manzana, o las mismísimas aguas de la laguna en Parque del Sur: como si en su “siempre estar a punto de morir” (cito de memoria) enseñaran una inminencia de otra cosa y, de hecho, señalás que lo que esplende en esas aguas, ahí en ese parque casi guacho, es la orilla que, si convenimos con el clásico neologismo, implica otra orilla. Esos indios en la bruma de Estela en el monte me hacen pensar en muchas otras figuras de ese tipo. Bueno, ¿qué hay de esas escenas, cómo las construís? Cito de Estela: “No pregunto a la realidad si un texto ha sido capaz o no de decirla, de decidirla...” A mí me parece que esto que barrunto acá, que —me repito— no tiene otro fin que ponerle palabras y un poco de trabajo personal a esta fascinación por tus libros, tiene que ver con eso que cité: qué se le pregunta a la realidad, qué textos la leen (en Parque hay momentos “claves” en torno a tu lecturas de las actas del ataque del tigre al convento, de cómo lo leyó Saer, de cómo Booz, el reciénvenido, preguntó a la reaidad por Santa Fe, en fin) y la deciden.
Parque es tanto el libro de un regreso, como decís, como el libro de un estarse yendo —y te digo que esos jueguitos á la Blanchot-Cueto me tienen sin cuidado—, como escribís: no terminar de llegar ni de irse. A mí me parece, por ponerlo de algún modo, que se trata como de una literatura de la irradiación, por eso mismo es una literatura del Hijo, de hijos. No el hijo pródigo, ni el que viene a recoger no sé qué legado del padre. En Al fin León viene a cumplir algo así como el sueño invertido y oscuro de su padre, el escribano. Está esa escena que el narrador descubre: el padre observa con ternura cómo duerme León, como si la vigilia del padre y el sueño del hijo tuvieran su comunión en un lugar que el relato sólo irradia y como si en esos opuestos se hubiera hallado un orden, un cosmos. Ahora, es a la vez un cosmos amenazado, en la cuerda floja, a punto de volatilizarse, hecho de restos (como el Parque del Sur, como el pasado en la facultad de la protagonista de El corazón): por aquello del poder de “autoaniquilamiento” del hijo único (y vos disculpame, pero la primera historia de autoaniquilamiento de hijo único que se me viene a la cabeza es muy conocida y tiene una apostilla genial en el Biathanatos). 

Me escribe Delgado: Retomando el final de tu último mensaje, por supuesto que me siento comprometido a responder. Me compromete una lectura como la tuya, que se produce, para decirlo con tus palabras, “con placer y sorpresa”. Qué más puedo pedir. Es agradable que ese espejo que es la lectura me devuelva esas palabras: placer y sorpresa. Me compromete, además, ese leer-escribiendo que venís tentando. Desordenado decís, sí, quizás... Confieso que por ahí me cuesta seguirte... Pero es el juego, también, de un leer-conversando y particularmente me gusta que las conversaciones sean desordenadas. Para orden están los manuales de Lógica.
Siempre es difícil “leer” una lectura sobre lo que uno escribe. Lo es, al menos, para mí. En un primer momento “me lo creo” totalmente, como si lloviera o hubiera sol, pero luego lo miro con escepticismo, como si no tuviera nada que ver conmigo. Como si estuviera dicho o escrito en un lenguaje, al menos incomprensible para mí y entonces entiendo que toda lectura es algo que me pertenece parcialmente (yo no puedo leerme a mí mismo). Te confieso además, que no estoy acostumbrado a hablar de “mi” literatura y que me fastidian enormemente los escritores que lo hacen. Todo esto para hacer un elogio de la “Conversación” como género. E insisto en que tus anotaciones de lectura me comprometen también por esto.
Entresaco entonces dos preguntas de tus mensajes, o que entiendo al menos como preguntas. Digamos, más bien dos frases que me tuvieron preocupado (en el sentido más literal de la palabra, es decir: pre-ocupado) estos últimos días.
En primer lugar, aunque creo que ya te lo dije, me sorprendió la relación que estableciste entre El corazón de la manzana y Parque del sur. Es cierto que son dos libros que aparecieron al mismo tiempo, pero esto se dio por esas casualidades del mundo editorial y no porque yo lo hubiera programado. En realidad no tienen mucho que ver y nunca había pensado que existiera alguna relación. El primero fue escrito en 1998 y el segundo en 2008. Diez años de diferencia. Muchas cosas pasaron en el medio. Vos me preguntabas, en relación a El corazón de la manzana “¿qué es?, ¿un testimonio, una petición de principios, una crónica de los años próximos a la partida (esos a los que se vuelve ‘en secreto’, como quería Mircea Eliade?)”.
Efectivamente este libro, escrito antes de venirme a Francia, puede leerse como una “crónica” de los años de la partida. Se podría verlo así en relación, sobre todo, con la descripción de ciertos lugares o ciertos ambientes. Si esto que vos decís y que yo intento justificar es correcto, el contrapunto con Parque del sur es interesante porque se trata, curiosamente, de la “crónica de un regreso”.
En segundo lugar, me sorprendió tu lectura de lo que llamás “trato de lo religioso”. Decís: “me alegra inmensamente ese trato de lo religioso, ese ‘mesurado’ trato con lo religioso (ya sea por la conversión de Silvia como por el tratamiento de lo ‘ominoso’) de la novela, cosa tan ajena a nuestra generación y tan próxima”.
Es probable que “lo religioso” sea uno de mis temas. Lo digo con prudencia porque está presente desde mis primeros textos y no sé hacia dónde irá evolucionando. Hay por ahí un proyecto de novela que por ahora llamo Nuestra señora. Me es muy difícil encontrar la manera de “tratar” este tema que, coincido con vos, es algo a un mismo tiempo muy próximo y muy lejano a nuestra generación. Hacerlo, por supuesto, evitando los lugares comunes de toda “confesión” religiosa (no soy creyente), pero también los del pensamiento “anti-clerical” de nuestra historia, de base liberal o marxista. Veo que lo religioso fue siempre una suerte de rara moneda de cambio... La educación, la literatura, la política, la percepción de los sentimientos, la melancolía, en fin: la realidad, nos llegaban filtrados por un enorme dispositivo religioso que en un momento dado se desvaneció como un fantasma. ¿Adónde fue? Habría que ponerle cadenas o tirarle pintura fosforescente para reconocer sus pasos torpes, como al fantasma de Canterville (¿el de Wilde y el de León Gieco?).
Por supuesto que no me interesa hablar del aspecto institucional de la religión, a pesar de que sigue dando materia novelística, novedosa pero banal, como el reciente caso del cura nazi inglés que acaba de ser echado del país. En todo caso me interesa la “institución” religiosa que viene a reemplazar a otras instituciones. Por ejemplo, la familiar. El profesor que en el curso de ERSA (Estudios de la Realidad Social Argentina), en tiempo del Proceso, definía a la familia como la cédula básica de la sociedad, pecaba no por reaccionario sino por ingenuo. La realidad escapaba, en nuestra historia reciente, a la estructura familiar. Ahí hay algo sobre lo que me gustaría trabajar. Todavía no sé cómo.



georges simenon > los hermanos rico

Publicado en Señales, La Capital, el 1 de noviembre de 2009. En Casilda, una ciudad como esas en las que ocurren los dramas de Simenon, me acordé de sus libros en esta Navidad.



Eddie es el mayor de los tres hermanos Rico. Hace mucho que dejó su barrio en Nueva York, el Brooklyn, donde se inició de joven en la mafia. Ahora regentea una acotada y tranquila zona en Santa Clara, Florida. Siempre siguió las reglas, siempre supo permanecer en su lugar: no presumir, ni ostentar, ni pretender el poder de los grandes jefes, a los que apenas si trata. Vive bien, tiene una hermosa familia: su esposa y tres niñas. Babe, la menor —tres años—, no habla: ya se arreglará, le dice el médico, pero Eddie no confía mucho en los médicos. Es que el mayor de los problemas de Eddie Rico es que es un personaje de Georges Simenon.
Simenon escribió Los hermanos Rico en 1952, cuando hacía ya unos ocho años que vivía en Lakeville, Connecticut. La novela, que se lee de un tirón, abunda en ambientes del suburbio americano y en esa cosa familiar siciliana que conoceríamos recién en películas de los 70. Pero no por estos detalles —los asuntos y los códigos de un mafioso— es una novela distinta a sus mejores obras dentro de la categoría que Paul Nizan, con desprecio, llamó sus “policiales sin policías”.
Entonces Eddie Rico, el personaje, es de nuevo en la línea de Simenon una suerte de doctor Bovary, sin los cuernos de su par flaubertiano: apegado a su rutina, con las aspiraciones burguesas de un profesional mediocre, un esclavo de sus ideas prestadas y pequeñas. Un burgués, sólo que con un cargo en la mafia.   
Leonardo Sciascia escribió que la técnica del comisario Jules Maigret se parece mucho a la de Georges Simenon. Que en ambos casos, personaje y autor proceden por evocación e invocación de un ambiente, una atmósfera, en la que la muerte no deja de ser un misterio, pero es ya una respuesta.
Simenon parece haber encontrado en esa vida suburbana y mafiosa del american way of life una escenografía para esas discretas tragedias que se repiten en sus novelas —las que no tienen como protagonista al comisario Maigret—, a saber: que aquellos sueños que se cumplen, como señala el visitado texto de Freud, provocan la más siniestra de las experiencias. Los personajes de Simenon como Eddie Rico, “matan lo que aman”, para usar de nuevo aquél verso. Pero lo que el autor gusta enseñar en sus maravillosos relatos es cómo esa cadena rutinaria de pequeños sucesos, esos pactos no hablados —y aquí el problema de la pequeña Babe, que a los tres años no habla, cobra la dimensión de un presagio: está allí eso que Eddie no se dice al seguir las reglas, y también un nuevo borde sombrío de la omertá, la ley del silencio—, esa normalidad y esa convencionalidad que habitan los personajes de Simenon va enturbiándose por aquellas mismas decisiones que habían ofrecido una alternativa clara. Esta forma perturbada del destino conoció el término griego “moira”: lo no elegido de la elección. Eddie Rico es un jefe discreto que se ha ganado un lugar en su organización mafiosa al empequeñecerse. Hasta que la moira, a través de sus lazos familiares, llama a la puerta: su hermano menor, Tony, se ha mandado una macana y Eddie debe dejar su feudo suburbano para ir a buscarlo. El viaje es también una visita a ese que Eddie ya no es: el reencuentro con su madre, que vive en la vieja casa de Brooklyn y es, como otras mujeres de Simenon, una harpía; el paseo extrañado por las calles del barrio de la infancia; la otra vida que transcurre en el medio oeste americano donde intenta sonsacarle información a un hosco granjero.
“Aquella noche —describe e Eddie la página 117 de esta novela— tuvo el sueño más deprimente de su vida. Pocas veces sufría pesadillas. En esos casos, muy de tarde en tarde, casi siempre era la misma: se despertaba sin saber dónde estaba, rodeado de gente a la que no conocía y que no le prestaba atención. A eso la llamaba para sí mismo el sueño del hombre perdido. Porque, desde luego, jamás hablaba de ello a nadie”. Huelga señalar que ese irradiación de deseo que alberga esa pesadilla termina cumpliéndose como se cumplen las más funestas sentencias.
Faulkner leía a Simenon porque decía que le recordaba a Chejov. El escritor, ensayista, cineasta y traductor argentino Edgardo Cozarinsky, el director de cine francés Bertrand Tavernier (que llevó a la pantalla dos novelas de Simenon: El hijo del relojero y Los fantasmas del sombrerero); André Gide y Dashiell Hammett: todos se fascinaron con la obra de Simenon, nacido en Lieja, Bélgica, el 13 de febrero de 1903 y muerto en Lausana, Suiza, en 1989. Hay algo de visión terrible en muchos de los títulos de Simenon: los respetables vecinos de pueblo chico que juegan bridge en el bar de la esquina sin saber que entre ellos se esconde un discreto asesino serial, son un invento de Simenon (Los fantasmas del sombrerero, El hombre que veía pasar los trenes). Los ambientes sofocantes, llenos de sobreentendidos y voces cruzadas que transforman un escenario familiar en tierra de exilio, como en El extranjero de Albert Camus, son un invento de Simenon (La viuda Couderc). Las historias de espionaje en las que el oficio revela su costado más doméstico, absurdo y atroz, en las que los mecanismos del poder político socava el territorio más íntimo son un invento de Simenon (Los vecinos de enfrente, Lluvia). Su centenario, hace seis años, hacía suponer que la bamboleante industria editorial argentina pondría de nuevo sus libros en circulación a precios razonables. Por lo menos ahora llegan estos hermanos Rico


Los hermanos Rico
Georges Simenon
Punto de Lectura, Madrid, 2008
Traducción de Carlos Pujol
185 páginas

domingo, 26 de diciembre de 2010

"acá todo el mundo miente" > entrevista a alberto fuguet

La entrevista se publicó este domingo en Tiempo Argentino. Gracias Ivana. Alberto Fuguet me escribió el 24 —anteayer—, aclarándome una inquietud que le había transmitido cuando preparaba la entrevista: Ariel, el protagonista de Velódromo, habla tan rápido que no entiendo si dice "Me encargan los prólogos" o "Me cargan los prólogos", en cualquiera de los dos casos significa que detesta los prólogos, según la jerigonza santiaguina. Bueno, en la nota de Tiempo quedó "encargan", en la carta del 24 Alberto me dice que mi interpretación es correcta, pero que es "cargan". Eso.


En el Centro Cultural Parque de España de Rosario, a donde llegó Alberto Fuguet para participar del Primer Encuentro de Literaturas Americanas, le dieron entre otros libros Rosario ilustrada, una especie de mapa de la Rosario que imaginaron, fragmentariamente, unos ochenta autores seleccionados por Nora Avaro, Martín Prieto y Pedro Cantini. Fuguet me dice que se sorprende de saber que Raymond Carver estuvo en la ciudad. Leyó el texto en el que el autor de Catedral refiere su paso por el Jockey Club. También, la escena de Viajes con mi tía en la que Graham Greene cuenta que estuvo estacionado en un barco en la orilla del Paraná. Mientras el taxi enfila por calle Sarmiento, hacia el bar El Cairo, Fuguet pregunta por el Palacio Fuentes, que aparece descripto por César Aira en una página de aquél libro. El edificio, que lleva el nombre del terrateniente santafesino que lo mandó construir a principios del siglo 20, se alza frente al bar. El escritor lo mira un rato, escucha la breve e improvisada historia que sé y le cuento y nos metemos en El Cairo, del que también oyó hablar y quiere conocer.
Un sábado a la mañana el bar es una máquina de ruidos. El mismo César Aira, que el día anterior estuvo en el Encuentro, entra en un momento con su esposa y se sienta en una de las mesas cercanas a la puerta. Como vinimos hablando de Aira en el camino no sé si decirle a Fuguet, que lo tiene a sus espaldas, como a quince metros, que allá está. Pero Fuguet habla y habla, y me da no sé qué interrumpirlo.
Acabo de leer Missing con fascinación. “En dos días la leí”, le digo a Fuguet después de que su compatriota Luis Cárcamo-Huechante nos presentara. Había leído hace mucho los cuentos de Sobredosis, pero nada más. Missing es muchas cosas: una crónica, una novela familiar, un testimonio, un equívoco. El libro tiene esa cosa ladeada: el título alude, de costado, a la célebre película de Costa-Gavras del 81, la que vino a mostrar lo que sucedía en el Chile de la dictadura pinochetista. El libro trata de alguien que se perdió, que desaparece: Carlos Fuguet, pero esto es en Estados Unidos y por la época en que Costa-Gavras estrenaba su película financiada por Hollywood y protagonizada por Jack Lemmon. Y Carlos, claro, es tío de Alberto: todos chilenos. Bueno, eso le digo a Fuguet, que Missing tiene esa cosa ladeada, como si abordara todo desde un costado: la historia, pero también el género: ¿novela, crónica, testimonio?
Pero Fuguet sigue con Rosario. “Esta ciudad es el oeste”, me dice. Entiendo que lo del oeste tiene una acepción más bien metafórica: una ciudad que no es el centro, de algún modo periférica. El modo de hablar de Fuguet es el del prologuista: anuncia algo, devela sus secretos, siembra expectativas, pero ese anuncio ya es un argumento y construye un diálogo.
Un par de días después de encontrarnos descargo a sugerencia del mismo Fuguet su película Velódromo (está on line en bazuca.com): “Me cargan (me fastidian) los prólogos —dice su personaje Ariel Roth—, claro que para un prólogo necesitamos una historia, y no sé si hay mucha aquí”. ¿No es el mismo Fuguet el que se pregunta cuánta historia tiene para contar? Escribe en Missing: “Me transformé en escritor (en alguien que vive en la cabeza, que se dedica a crear aunque sea anécdotas o artículos o posts o cortos) porque perdí un país pero, sobre todo, porque perdí un idioma”. Me había dicho en el taxi: “Lo que me interesa es llegar a la mayor cantidad de lectores posible”. De hecho, llegó a su tío perdido.
Le menciono entonces sus procedimientos: el uso deliberado de referencias generacionales como la música —la canción country, sobre todo—, el cine, las lecturas azarosas, todo un mapa, un recorrido pop que funciona como un escenario, y una escritura que no teme ser íntima, o perderse. “Hay que tener cuidado de saber cuáles son tus temas, no hay que saber tanto de uno”, me dice. Y también: “Creo en los libros o los escritores que te dan ganas de escribir, que son entrenadores, ya que estamos en la tierra de (Marcelo) Bielsa. No hay mejor halago que la imitación, o el plagio, porque todos los libros uno los hace robando otros libros”.
Pero tu libro, Missing, roba sobre todo recursos, porque la historia se parece por momentos a un testimonio.
—Ahora que conozco actores, directores, escritores, creo que es impresionante cómo la obra se parece al autor. Por eso los libros aburridos tienden a ser hechos por gente aburrida o cobarde, libros no resueltos. Por ejemplo, los escritos por gente muy culta, que ha ido a estudiar a la UBA y ha leído todo, y quiere escribir pero a lo mejor no puede contar su historia, y terminan siendo libros bonitos, quizás con buena prosa, hasta tienen buena recepción en España, acaso en la editorial Anagrama —ese sábado a la tarde, en el Centro Cultural Parque de España, cuando el editor catalán Ignacio Echevarría dice que quien iba a estar en su lugar era Jorge Herralde, Fuguet se alegra efusivamente, sentado entre el público y me dice que no simpatiza nada con Herralde.
¿Es cierta esa anécdota que dice que asistías al taller literario de José Donoso y cuando escribiste sobre tu vida en un suburbio de Los Ángeles, California, te dijo que no podía haber literatura en un suburbio angelino, que si al menos hubiera sido en el Bronx?
—Ahí está mi carrera literaria resumida en una palabra.
—¿Construir el suburbio de Los Ángeles que Donoso te dijo que no podía ser literario?
—Claro, él me dijo que yo no era escritor, lo que habla bien de mí. Él, siendo mucho más famoso de lo que jamás voy a serlo yo, le dice a un chico de veinte y tantos años que no tiene capacidad creativa. O que no tiene un mundo artístico. Y también te dice que uno escribe con su memoria, más allá de su inteligencia y su cultura, y no con su avatar, con la memoria de otro.
¿Cómo es lo del avatar?
—Me cuesta mucho y admiro, irónicamente, a aquellos escritores que pueden escribir sobre cosas que no les interesan. Que tienen que involucrarse e investigan. Novelas históricas, por ejemplo. O mira García Márquez: yo siento que García Márquez era un chico de pueblo, me parece normal que haya escrito Cien años de soledad, pero después de eso era un periodista de la ciudad grande, de Bogotá, un viajero. Vivió en Barcelona, en México, en París, y me parece que su vida personal es muy distinta al mundo que escribe. En cambio me gusta mucho su hijo (Rodrigo García), ¿viste la serie In treatment (Analízame)? La hace el hijo de García Márquez y me parece mucho más interesante que García Márquez, además el hijo es colombiano, es mexicano, hace 20 años que vive en Hollywood, habla cinco o seis idiomas, es un niño rico. Es decir, yo lo considero un autor, porque alguien que hace televisión es un narrador. Me parece que la descripción que hace In treatment de Los Ángeles puede llegar más lejos que El amor en tiempos del cólera. Además, que un colombiano-mexicano se meta a de esa manera a contar la intimidad norteamericana hace que el tema termine siendo universal, en cambio Cien años de soledad es muy latinoamericana, pero termina siendo tan rara que uno la lee como un cuento de hadas, ¿no?
Missing ofrece un recorrido, un retrato de los Estados Unidos (más allá de que se quiera o no retratar el país) que vuelve familiar a Los Ángeles con sólo describir un departamento, una esquina. Y todo esto se hace echando mano a la cultura “pulp”, popular y barata.
—Es que he visto muchas películas, como París Texas, las de Jeff Bridges. Ahora, ¿cuál es la gracia de esa cultura?, que toda esa gente que hizo ese arte pulp, el mismo Jeff Bridges, nunca miente, mientras que acá en América Latina todo el mundo miente. Por miedo, por la familia, porque acá la cultura es una manera de subir de status, de ganar el premio Cervantes. Acá un escritor rosarino es alguien más bien importante, cuyo nombre puede ponerse a una calle. En Estados Unidos es alguien que gana poco dinero, entonces el arte no está tan sobrevalorado. Hay mucho artista en América Latina. En Estados Unidos hay mucho arte hecho por gente muy básica: pobre, de familias muy disfuncionales, o gente que ha tenido trabajos que nunca un escritor latinoamericano va a tener en su vida. Por ejemplo, Johnny Cash, gente que estuvo presa. Y no digo que todo el mundo mienta acá, pero hay una cultura. El mismo Manuel Puig, que tuvo sus detractores, hablaba de su lugar, de su pueblo de mierda y todo eso. Y me parece que a la larga es más universal Puig que García Márquez.
—En Missing, como distraídamente, hacés cuentas con algunos de los grandes nombres chilenos contemporáneos, así como está la anécdota de Donoso, mencionás un taller con Antonio Skármeta. Y al mostrarnos Estados Unidos reconocemos canciones, películas y libros. ¿Lo chileno también aparece como un producto de la cultura, de cierta cultura pop armada en torno a nombres?
—Bueno, si yo tuviera muy claro lo que iba a escribir no lo hubiese escrito, porque no me hubiera atrevido. Pero es que yo quería escribir un libro sobre cómo se escribe un libro, una especie de making of, como si el libro medio no estuviera ahí, el libro va a venir después. Bueno, incluso hay making ofs que son mejores que las películas. A mí me parece una obra maestra Apocalypse Now, pero el libro de la mujer (Eleonore Coppola), Heart of Darkness, es casi tan bueno como la película. Y sin duda me parece que es mucho mejor el documental sobre Fitzcarraldo que la película, que está filmada en Iquitos, donde la calle principal se llama Fitzcarraldo.
—El libro tiene también un plus, aquello de la literatura o la vida, el plus de que hay un encuentro real del tío y como que se plantea para cambiar una vida.
—Cuando la literatura tiene una urgencia a mí me gusta mucho, y me impresiona.
—¿Una urgencia?
—Sí, que no sea simplemente una masturbación. De muchos autores que amo, si hubiera, digamos, un apocalipsis, los libros que salvaría de ellos serían los raros, los de no ficción, o al menos pensaba así antes de hacer este libro. Y no es que me interese hacer libros de no ficción. Ahora quiero ver cómo puedo recuperar la ficción. Por ejemplo, me gusta Hemingway. Y creo que si bien de Hemingway hay como setenta cosas increíbles, podría haber hecho París era una fiesta y nada más. Y no es poco, es un libro cuya lectura puede crear un escritor. O Fitzgerald, hoy día para mí se lee mejor El derrumbe (El Crack up) que El gran Gatsby. Y no es por morbo, porque puede pensarse que la no ficción tiene más morbo. Y así también con Carver. Carver tiene un libro sobre su padre que es tan bueno como sus ficciones.
—¿Y qué va a pasar con la ficción?
—Yo quiero continuar, pero obviamente después de este libro tendré que entrar de otra manera. Creo que Aeropuertos, que es el libro que aparece ahora, es ficción supuestamente clásica, aunque creo que tiene un poquito de vuelta y vuelta. Es una saga familiar de veinte años y es casi más importante lo que no está que lo que está, me gusta. Creo que no podemos abandonar la ficción. Tampoco puedo escribir de mí y de mí. Porque la gracia de la ficción es que a un personaje que se parece a uno, uno puede hacerle hacer otras cosas, ¿no?
Nos vamos del bar El Cairo, donde señoras con labios de ornitorrinco mantienen estruendosas charlas junto a los ventanales. Un periodista porteño se lleva a Fuguet hacia el bar del Hotel Savoy. Caminamos una cuadra por Sarmiento, nos despedimos en la esquina de San Lorenzo y, al volverme, veo en su mejor perspectiva el Palacio Fuentes, gigantesco y señorial a cien metros de distancia.


Biografema
Alberto Fuguet (Santiago, Chile, 1964) está considerado a partir de 1990, cuando Planeta publicó su libro de cuento Sobredosis, el más destacado escritor de lo que se llamó la Nueva Narrativa Chilena. Cuestión que tuvo sus malentendidos. En la adolescencia, como cuenta en su última novela, Missing, vivió en Encino (California) con su familia y volvió al Chile de Pinochet a principios de los 80. Estudió Periodismo en la Universidad de Chile, escribió y escribe crónicas y reportajes en revistas de América latina y España. Cuando estuvo en el Primer Encuentro de Literaturas Americanas, a fines de octubre en Rosario, dijo en una mesa que compartió con Martín Caparrós, el mejicano Fabrizio Mejía Madrid y el rosarino Osvaldo Aguirre que “miente”, que prefiere corregir las cosas que le dicen sus entrevistados para mejorar los diálogos.
Enfrentado a la visión de cuento de hadas del realismo mágico, como dice en esta entrevista, Fuguet publicó en 1996 una compilación de historias cortas de distintos autores titulada McOndo, que editó con Sergio Gómez y presentaron en un McDonald’s de Santiago, lo que dio origen a un grupo de escritores bajo ese mismo nombre, entre ellos: Rodrigo Fresán, Martín Rejtman, Jaime Bayly (hay una entrada en Wikipedia).
En 1999, Fuguet fue elegido por la revista Time y CNN como uno de los 50 líderes latinoamericanos del nuevo milenio. Su novela Tinta roja (1996) fue llevada al cine en 2000 por el peruano Francisco Lombardi. En 2005, luego de trabajar como guionista, dirigió su primer largo, Se Arrienda. El año pasado presentó su segundo largometraje, Velódromo, que puede verse vía streaming desde bazuca.com. El universo Fuguet incluye sus comentarios de cine en cinepata.com o los posts personales en el blog albertofuguet.cl. En todos lados uno ingresa con la curiosidad del compañero de ruta.


De películas y locura
Nos ponemos a hablar de trabajos, de una experiencia en una colonia psiquiátrica y de lo muy distinto que es la locura de cerca de la que suele idealizarse en las películas y cierta literatura.
“Odio los libros y las películas de locura —dice Fuguet—. Por ejemplo, la única película mala que tiene Jeff Bridges es The Fisher King (Pescador de ilusiones), con Robin Williams, de Tery Gilliam, al que odio. Porque me parece que es Eliseo Subiela con dinero. Cree mucho en la imaginación y los colores. Me interesa más alguien en calzoncillos. Es el barroco, ¿no? La gente vuela, y Munchausen. Y está la última de Hedge Ledger (El imaginario del doctor Parnassus): un amigo que la vio me la contó y es como ¡basta ya! Además, las historias son muy básicas, es como alguien que quiere ser otro. Podrían transcurrir en Rosario en un almacén, pero no, insiste con ese mundo que siempre incluye recreaciones de época. Además, son películas que están muy sobrevaloradas, como Atrapado sin salida: como dice mi amigo Héctor Soto, es una película que hoy ya no se puede ver.
Como Eddie, el primo extraviado de Missing que cada vez que se encuentra a Fuguet le pregunta por las películas que vio y arma un top ten instantáneo, hablamos de cine y televisión: es seguidor de la serie Mad Men y dice que Adventureland (Greg Mottola, 2009) es una obra maestra: “Tiene que ver con la basura, porque la gente cree que todo es Visconti. Se enojaron mucho conmigo después de una nota que publiqué en El Amante donde ataco mucho al cine argentino. Porque la gente de clase media alta que filman a los pobres me parecen que ya... Hay una película peruana que tuvo una financiación de un millón de dólares y retrata la vida de cinco familias pobres de Perú, y yo decía que con ese dinero podrían haberle solucionado la vida”. Y también: “Es muy difícil escribir novelas cuando la narrativa dura y pura está en las series. Y ahí uno se puede dar el lujo de tener 800 horas u 8.000 páginas. Los Soprano, por ejemplo, son seis temporadas a un promedio de 13 horas cada una, estamos superando las cien horas. Eso en literatura es como En busca del tiempo perdido. Entonces creo que los cuentos van a subir sus bonos y mi teoría es que las películas son ahora cuentos, o poesías. Por ejemplo, los asiáticos no cuentan nada y lo hacen muy bien: Wong Kar-Wai, son películas como una pincelada. Son historias mucho más pequeñas, más chicas. Creo que El Padrino hoy sería una serie de televisión”.