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"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).

viernes, 10 de diciembre de 2010

la máquina del placer


publicado en la revista gazpacho número 5, del cceba.

El bar La Rosa es un prostíbulo, aunque se ofrece como antro del rock, de lo exótico, templo de culto del Indio Blanco (alias de Juan Cabrera, dueño de ese y otros lugares de la noche rosarina): una moto recordaba en la entrada de la antigua sede del quilombo, frente a la Terminal de ómnibus, a su hijo muerto. Ahora, instalado en la zona de Pinchincha, a media cuadra de la ex estación Rosario Norte y en el histórico barrio prostibulario, la entrada exhibe bajo un piso de vidrio un enorme ataúd forrado de raso donde los muchachos que celebran su despedida de soltero cogen con una de las chicas mientras la concurrencia mira y alienta, o una de las bailarinas hace un show que consiste en clavarse la cruz que está sobre el féretro como si fuese un consolador. El Indio Blanco también posa en una foto gigantesca sobre una pared de vidrio, dentro del recinto, está desnudo (una sábana le cubre las bolas pero deja ver una mata de pendejos negros bajo la línea de la panza) con los brazos en cruz.
La Rosa funcionó, y aún lo hace, con el beneplácito de funcionarios políticos, judiciales, policiales, acaso unidos por una natural camaradería. Pero el Código Penal considera delito el proxenetismo, y una serie de notas periodísticas —sobre todo luego del asesinato de la dirigente sindical de meretrices Sandra Cabrera, en 2004— llamó la atención sobre este asunto y hoy hay un discreto revuelo.
Los clientes vienen de todos lados. “Ya no se ven tantos picarones jóvenes de acá”, me dice mi amigo Sebas, fotógrafo, quien vio una noche en La Rosa a Pappo —el finado Roberto Napolitano—, abrazado al staff de chicas, en calzoncillos y con un sombrero mexicano. Entrar cuesta 30 pesos; un whisky, 70. Encamarse media hora en una pieza del hotel de al lado (al que se ingresa desde el interior del bar), 100 pesos más.
El boom sojero también lleva clientes, como Tío, que deja a su familia en Bigand, se perfuma, se cuelga el bremer en los hombros y se va en la Ranger hasta el bar. “Si ves en la calle a esas minas les proponés matrimonio”, dice.
Cierto, las chicas son de primera, aunque siempre del tercer mundo: Paraguay, Dominicana, Argentina. Van casi en bolas, pero siempre con tacos. Hay algo de ritual que ordena el lugar: los tipos se desinhiben pero, para usar la descripción de Tío, sin que se les caiga el bremer de los hombros. La Rosa funciona así como una máquina de coger virtual, donde lo que importa no es tanto coger, como ser parte de un mecanismo.

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