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"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).

martes, 4 de mayo de 2010

la escenografía de la patria


acaba de aparecer transatlántico 9, la revista del ccpe, con la crónica sobre el cabildo que editara nora avaro (título y bajada le pertenecen, entre otras mejoras).


El Cabildo de la ciudad de Buenos Aires es una leyenda histórica tardía revalorizada por la retrospectiva de la novela nacional más que por su función real durante la gesta de Mayo. Preparado para la gran conmemoración que lo tiene de protagonista, permanece cerrado en los meses previos a la fecha madre, y sus funcionarios se muestran reacios a adelantar los detalles de los festejos. Sin embargo, un recorrido por sus inmediaciones puede deparar aún nuevos hallazgos.


por Pablo Makovsky

Siempre percibí como una victoria poética que la Plaza Mayor de Buenos Aires deviniera Plaza de Mayo. Es que la historia y la naturaleza, como decía aquél escritor irlandés, gustan de las simetrías y copian al arte.
La tarde de principios de marzo, que se anunciaba de un calor seco y ameno, se frita en la Plaza y, en el lente de la cámara de fotos, el bulto blanco del Cabildo reverbera bajo el sol, que ya comienza a correr por Avenida de Mayo hacia el poniente.
El Museo Histórico Nacional del Cabildo y de la Revolución de Mayo, que funciona en la calle Bolívar 65, en edificio del Cabildo, está cerrado por reformas desde el 15 de febrero y hasta el 18 de mayo. “A partir del 15 de marzo ni siquiera funcionará el barcito, porque van a levantar andamios por todas partes”, me dice al teléfono la licenciada Marta Alsina, a cargo de la comunicación y la prensa de la institución.
Con “el barcito” la licenciada Marta Alsina se refiere a “El Patio del Cabildo. Restó y Café”, una confitería que funciona, claro, en el patio empedrado del edificio y tiene entrada por Hipólito Yrigoyen. Debido a las reformas, la feria de artesanos que funciona desde hace unos 20 años en ese mismo patio, pero entrando por Avenida de Mayo, ahora está ahí, junto al barcito.
En la terraza de madera sobre la que están las mesas de la confitería los turistas extranjeros se distinguen de los locales por lo que beben: botellitas de cerveza Schneider ($12 cada una) para los extranjeros, mate y tortas fritas para los nativos ($12 que incluyen un termo de un tercio y un mate de vidrio forrado en cuero con yerba Taragüí, más dos tortas fritas del tamaño de una hamburguesa).
Hay dos varones estadounidenses que se separaron de sus respectivas esposas con sendas señas de mano que significaban: “ustedes (por las mujeres) se van a gastar en la feria”, “nosotros (los hombres) nos sentamos a empinar el codo acá”. Ellos hablan. Uno conocía ya Buenos Aires. “It’s all changed”, dice, y alza el brazo en un gesto que abarca la Plaza de Mayo, la Casa Rosada, el río allá abajo y quién sabe cuánto más. Luego están los australianos, en la mesa que está en el límite de la cinta roja y blanca que prohíbe el paso al área de reformas que me anunciara la licenciada Alsina. Los australianos, un matrimonio mayor, lucen como turistas clásicos, él no sólo tiene pantalones bermudas color caqui y una chomba con franjas azules y rojas, también lleva un sombrero de algodón y la cámara de fotos, que dejó en la mesa junto al porroncito de Schneider. También hablan del lugar con cierta propiedad, escucho el término colonial (“co’lónial”, dice) un par de veces y nos cruzamos una sonrisa cuando nos descubrimos: él echándose la cerveza del pico y yo chupando de la bombilla. Un claroscuro de sombrillas y de fresnos esparce una suave corriente de aire fresco y, sobre nuestras cabezas, resplandece plena de sol la torre blanca del cabildo. Todos escuchamos “Corazón partido”, el perdurable hit de Alejandro Sanz.

Telón de fondo
El cabildo, escenario privilegiado de la Revolución de Mayo, es en realidad un telón de fondo de la Buenos Aires colonial y de la Revolución misma, que se gestó en la casa de Nicolás Rodríguez Peña, en la jabonería de Hipólito Vieytes y en quintas que estaban en lo que hoy es avenida Callao y Rivadavia (ninguna de esas casas, ubicadas en lo que era Catedral al Sur y al Norte, está hoy día en pie). La sobrevivencia del edificio del cabildo, en palabras del arquitecto e historiador Carlos Moreno (autor de un tomo sobre la Plaza de Mayo), no desveló a nadie durante más de cien años. La declaración de monumento histórico data de 1933, pero recién en 1940 el arquitecto Mario Buschiazzo recupera su simetría colonial, luego de que se mutilaran primero los dos arcos de su flanco norte con la apertura de la Avenida de Mayo y, más tarde, los del sur, al abrir la diagonal Roca.
La Revolución que llevó al pueblo frente al cabildo (órgano de la administración de la ciudad, cárcel y centro de todo tipo de actividades, incluso de la venta de esclavos, según el historiador y arqueólogo Daniel Schávelzon) se realizó en realidad en media Plaza de Mayo, hasta ese entonces Plaza Mayor, porque el espacio de dos manzanas destinada a la plaza estaba interrumpido, hacia el río, por la recova que seguía el eje trazado por la calle Defensa, en cuyo centro hoy está la pirámide de Mayo.
“Esa recova era bastante útil —dice el arquitecto Luis Grossman, director del Casco Histórico de la ciudad de Buenos Aires, uno de los artífices del Centro Municipal de Distrito Centro de Rosario y hombre de larga trayectoria en la arquitectura contemporánea—, porque cruzar la plaza en verano no es tarea sencilla con este sol devorador”. Las oficinas de Grossman están frente al cabildo, en el Palacio de la Prensa, donde funciona la Casa de la Cultura del gobierno porteño, un edificio cuyos arcos y balcones afrancesados asoman desde el patio del cabildo como un segundo cielo, alucinado y titánico.
Pero el gobierno municipal de Torcuato de Alverar, entre 1880 y 1883 (designado por el presidente Roca), no solo acabó con la recova. Alvear, “prohombre” porteño de familia aristocrática, siguió el modelo parisino de Barón Haussmann (que los franceses pronuncian “osmán”): abrió bulevares y avenidas, entre ellas la De Mayo; creó la Plaza de Mayo, donde hizo plantar palmeras que no sobrevivieron mucho más de lo que lo hizo Alvear (1894) y fabricó el paseo de la Recoleta, donde una calle lleva su nombre. Hay que pensar que entre la Revolución y la Buenos Aires francesa de Alvear y Roca existieron las epidemias de fiebre amarilla (1852 a 1871) que vaciaron de aristócratas los barrios del sur (San Telmo y Monserrat), donde se concentraba la producción y la actividad comercial en tiempos coloniales y pos revolucionarios, dando lugar al desarrollo del barrio norte.
“La calle Defensa —dice Grossman— siempre fue una especie de eje del barrio sur y de Catedral al Norte. En su fundación, en el esquema de Juan de Garay, cuando en lugar de la casa de gobierno (la Rosada) estaba el fuerte, la ciudad era simétrica de ambos lados, había siete cuadras para el sur y siete para el norte. La ciudad creció hacia el sur, por el riachuelo, por el puerto y porque tenía la producción, las carretas que venían por el oeste y el sur. En Catedral al Norte estaba la casa de Mitre, la de Sarmiento, la Iglesia de la Merced, la casa de Mariquita Sánchez de Thompson, donde se cantó por primera vez el himno nacional (hoy Florida entre Bartolomé Mitre y Presidente Perón). Para subir al primer piso de esa casa ahora hay que pedirle permiso a los dueños de una marroquinería y pasar entre las carteras y las billeteras”.

Casco histórico
El Casco Histórico de Buenos Aires alberga hoy unas cien mil personas, según Grossman, que en muchos casos viven tugurizadas. Lo único que sobrevive de la aristocracia porteña que alguna vez habitó la zona son la licenciada Marta Alsina y, acaso, la esquiva María Angélica Vernet Martínez, directora del Museo del Cabildo, quien “no da entrevistas por teléfono”, según deja claro la licenciada en las tres conversaciones telefónicas que tuvimos. Las reformas que convertirán el museo en un escenario multimedia de la Revolución de Mayo, así como unos sencillos interrogantes acerca del funcionamiento de la institución, son en sus detalles un secreto tan bien guardado como la conspiración de los hombres de Mayo en la jabonería de Vieytes. El viernes 26 de febrero, cuando llamo al museo para averiguar por las visitas, una empleada me dice que está cerrado, pero que puedo hablar con la licenciada Alsina recién el lunes, cuando volviese de una licencia. El lunes, la licenciada llega poco más tarde de las 10 al cabildo debido a una congestión de tráfico de la que me informa la empleada del viernes. La charla que tenemos me sirve para confirmar que el Museo del Cabildo está cerrado y que la directora no concede entrevistas por teléfono. Pero la licenciada me remite al órgano por el que parece expedirse la comunicación del cabildo: el diario La Nación. “Hay una nota que fue tapa del suplemento de Cultura donde la señora directora explica cómo será el museo después de la reforma”. Efectivamente, la primera página de Google ya me había puesto al tanto de la nota del 15 de febrero pasado que firma Susana Reinoso: las reformas abrirán por primera vez al público la galería superior del Cabildo, donde tuvo lugar el histórico Cabildo abierto del 22 de mayo de 1810, inaccesible desde 1940. “El acontecimiento —escribe la periodista— quedó registrado en ‘El Cabildo abierto del 22 de mayo de 1810’, el monumental cuadro de Subercaseaux, que se halla en el Museo Histórico Nacional. Su reproducción, ubicada en la planta superior del Cabildo, será eje de un interesante desarrollo multimedia, conocido como touch screen (un plasma táctil en el que podrán desplegarse ventanas con información sobre los protagonistas y los hechos de Mayo, incluso sobre los gastos de consumo, según revela el historiador Armando Alonso Piñeiro en uno de sus trabajos, ‘diez botellas de vino, seis botellas de Málaga y bizcochos, por veintiún pesos y seis reales’)”.
Ya en Buenos Aires, vuelvo a hablar con la licenciada, quien repite con precisión que la directora no habla por teléfono y que todo lo que tenía para decir podía leerse en la nota que había sido tapa del suplemento de Cultura de La Nación. Aprovecho lo del touch screen para pedirle que me pase un correo electrónico al que enviarle unas consultas que la licenciada promete evacuar. El 12 de marzo de 2010 a las 16:50, el mensaje que había enviado con mis inquisiciones a cabildomuseo_nac@cultura.gov.ar llega con el mensaje: “La Sra. Marta Alsina se encuentra de licencia hasta el lunes 5 de abril”. Firmado: “Museo Histórico Nacional del Cabildo”. Entiendo que en esa firma anónima también se esconde una irreverencia: llamar a Marta “señora” en lugar de licenciada.
Con Luis Grossman, mientras vemos pasar desde el balcón una manifestación por la Avenida de Mayo, conversamos acerca de las reformas que se planean desde el gobierno porteño para el exterior del cabildo. “Los ómnibus —dice— pasan rozando el cabildo, además de producir vibraciones en la estructura del edificio. Planeamos en realidad hacer una vereda, porque no tiene vereda. Vamos a dejar las lajas de piedra, que creo que son del año 30, pero tienen la misma fisonomía y rasgos que los originales. Además de separar la fachada con la vereda, la idea era que hubiera un lugar ceremonial, que el tipo que quisiera ver el cabildo lo pueda hacer sin que le pase una moto por arriba. Al cabildo le falta un atrio, una plaza seca como hay en la mayoría de los cabildos del mundo, en Salta, en Jujuy, en Córdoba, delante del cabildo hay una plaza seca”. Hablamos del cabildo como símbolo histórico, revalorizado por la retrospectiva de la gran novela de la historia nacional antes que por su función real durante la gesta de Mayo. Recordamos aquella novela de Leonrado Sciascia, Los archivos de Egipto, en la que un traductor debe forzar la traducción de unos archivos árabes en los que se juega el linaje y las propiedades de una porción de la aristocracia siciliana. Me refiero al proceso de ficcionalización y leyenda que permiten a las realidades complejas andar de boca en boca. Grossman recuerda entonces el caso de “La casa mínima”, una propiedad de poco menos de dos metros y medio de ancho por once de largo en el pasaje San Lorenzo 380, San Telmo, a la que se llamó “La casa del liberto”, debido a una leyenda que aseguraba que allí vivió uno de los primeros esclavos libertos luego de mayo de 1812. El director del Museo de la Ciudad, José María Peña, tras una investigación catastral, señalaría luego que la vivienda es el rezago de sucesivas subdivisiones de propiedades más importantes que se realizaron ya muy entrado el siglo XIX. Sin embargo, la casa del liberto es hasta hoy la escena de sucesivos peregrinajes en torno a la identidad afroamericana.
Grossman, que dedica gran parte del día a visitar edificios históricos y a escuchar las demandas de organismos dedicados a la preservación patrimonial, es crítico con respecto a las teorías ortodoxas de la conservación. Recuerda que su amigo el arquitecto Antonio Bonet, proponía demoler todo el casco histórico, dejando algunas iglesias como San Ignacio, San Pedro Telmo; y construir viviendas de cuatro o cinco pisos con balcones, con el criterio sanitarista de mantener la mejor orientación, que tuvieran mucho verde. A veces, en esa posición ortodoxa que dice que no hay que tocar nada, es reaccionaria y egoísta, porque la gente que vive en el casco histórico no merece una baja calidad de vida. Como ellos (los conservacionistas) viven en Barrio Norte o Recoleta, se sienten propietarios de esos bienes edilicios, pero ahí vive gente y necesita tener fibra óptica, agua potable, buenos desagües, iluminación. Si no se van a ir y va a ser como tantos lugares del mundo, un casco despoblado, un lugar sin vida, una especie de museo al aire libre. La idea es que el escenario se conserve pero que mantenga la actividad de la vida contemporánea. Un objetivo es que a nosotros no nos importante el turista, sino el habitante del lugar. Si el habitante está bien servido y tiene buena calidad de vida, el turista va a venir y disfrutar”.

El último cabildo abierto
La última vez que el cabildo tuvo un uso público fue el 10 de diciembre de 1983 cuando Raúl Alfonsín, luego de asumir la presidencia en el Congreso, marchó a saludar desde el balcón del edificio. Juliana Ratto, hija del célebre publicista David Ratto (1934-2004), quien gestara la campaña y la comunicación del gobierno alfonsinista, declaró a la prensa en febrero del año pasado que su padre había tenido la idea de que el presidente que inauguraba la democracia una vez terminada la feroz dictadura cívico-militar hablara desde el Cabildo, “porque sostenía que el balcón de la Casa de Gobierno era Perón”. Para el dirigente radical santafesino Luis Changui Cáceres, que acompañó ese día a Alfonsín, las cosas no eran así: “Nunca le escuche a Raúl —dice— un comentario de ese tipo, como si tuviera un complejo de utilización del balcón (de la Rosada), nunca tuvo el más mínimo complejo. Además, para ese entonces ya había pasado mucha agua bajo el puente, en el balcón había estado Galtieri cuando las Malvinas, los festejos del Mundial del 78. El cabildo tuvo que ver con ese logro de una institucionalidad plena, que era un objetivo central, con reconciliar a la sociedad y hacer realidad nuevos sueños. Hubo pocas veces en la historia donde arrancamos tan bien y estuvimos tan cerca de llegar”.
Para José Ignacio López, vocero de Alfonsín en aquellos años, no pudo llegar al cabildo aquél 10 de diciembre, el trabajo y la multitud lo retuvo en otra de las postas de su trabajo. “Que el Presidente Alfonsín —me escribe— saludara desde el Cabildo fue fruto de una idea, otra de las ‘grandes intuiciones’ de David Ratto que su amigo, el doctor Alfonsín, recogió. Como también lo fueron el ‘RA’ o el saludo. O como fue la del decreto que devolvió el sol a la bandera argentina. ‘Hay que dar vuelta la plaza’, esa fue la consigna de David, que todo lo concebía en términos de comunicación. ‘Hay que dar vuelta la plaza’ respondía a ese concepto de Alfonsín de que había que ponerle una bisagra a la historia. Dar vuelta la plaza, mirando al Cabildo, a la civilidad, a los ciudadanos (aquello de tantos discursos de Alfonsin, ‘ciudadanos de uniforme y de paisano’). David bregó por aquella idea (dar vuelta la plaza) y Alfonsín la acogió y ayudó a vencer las ‘resistencias’ del Ceremonial y de seguridad: por lo engorroso del desplazamiento con la Plaza y sus inmediaciones colmadas de gente, como se preveía y como ocurrió. Yo no llegué al Cabildo y mucho menos al balcón. Ni siquiera recuerdo si David llegó hasta allí. Por supuesto que había preocupación entre la gente de seguridad y entre quienes conocían el estado del balcón, que no estaba preparado para eso ni para nada parecido. La preocupación del comisario Tirelli, jefe de la custodia era más que justificada”.
Changui Cáceres estuvo en el Cabildo ese día, pero no recuerda si el primer piso del edificio crujía o no. “En esa época —dice al teléfono— en cada palco que se armaba había el mismo quilombo, entraban treinta pero subían cien. Los muchachos para caretear estaban siempre listos”.
Para Gustavo Mainardi, militante radical en esos años y estudiante universitario, quien llegó hasta la Plaza de Mayo entre las columnas de seguidores que iban a saludar a Alfonsín, el acto desde el cabildo fue de alguna manera un problema: “Porque la Plaza no terminaba de llenarse, porque la gente no terminaba de desagotar la avenida y, además, tenían que llegar y darse vuelta para mirar hacia el balcón”.

El revés de la trama
La historia el cabildo es también una trama. La blancura con la que encandila entre los edificios monumentales de la metrópoli iluminista planificada en 1880 transmite algo que se oculta al mostrarse. Daniel Schávelzon y su grupo de arqueólogos pretenden excavar la Plaza de Mayo para encontrar los restos de la primera iglesia de los jesuitas (que comenzó a construirse en 1710) y llegar a la cripta. “En realidad —dice Schávelzon— se trata de averiguar qué hay de cierto en las leyendas relativas a los viejos túneles que cada tanto se descubren en el subsuelo porteño. Lo que logramos establecer es que hay una red de túneles que iniciaron los jesuitas en el siglo XVII y, tal vez, otros tramos que no llegaron a ser unidos por la expulsión de la orden en 1767. Quedan fragmentos debajo de la Manzana de las Luces y del Cabildo”.
Se dice que en esos túneles se encontraron tesoros, catacumbas (porque el Cabildo funcionó como cárcel), las trenzas de los Patricios por lo que se conoció como Rebelión de las Trenzas (el 7 de diciembre de 1811 Manuel Belgrano ordenó a los soldados cortarse las trenzas, el regimiento se rebeló y fueron reprimidos). Los jesuitas, que contaban con arquitectos, constructores y herreros —los mismos levantaban el templo— participaron a principios del 1700 de un proyecto para crear un sistema de defensa de la ciudad. La idea, hasta donde pudieron llegar los arqueólogos, habría sido unir edificios importantes y permitir el escape según un sistema clásico europeo. Pero, según relevaron las excavaciones de Schávelzon, el proyecto quedó trunco y sólo hay fragmentos de esos túneles bajo algunos edificios como el cabildo.
El mismo Schávelzon señala en uno de los artículos que se encuentran en su página de internet: “Hasta el siglo XVIII los esclavos eran vendidos en los arcos del Cabildo en plena Plaza de Mayo. Es válido preguntarse entonces por qué la literatura y el arte están plagados de imágenes vívidas del herrado de vacunos y no de gente, o de recuas de mulas y no de esclavos, ¿no existían o no los quisieron ver? Todo esto no pasaba lejos, en la montaña o en la selva, sino aquí cerca, en plena ciudad: los mercados negreros estaban en los alrededores de lo que era el antiguo centro y la ranchería de los esclavos de los jesuitas estaba en plena Plaza de Mayo, la de los dominicos a cuatro cuadras, unos metros más y seguían los franciscanos y las demás órdenes religiosas, y en Balcarce y Belgrano estaban los esclavos a la venta en los grandes patios de la casa de los Azcuénaga-Basavilbaso. En 1803, cuando las ideas liberales ya avanzaban incluso aquí, el síndico procurador del Cabildo hizo una presentación en la que se quejaba de las empresas negreras por ‘no darles entierro a los que mueren, arrojándolos en los huecos —plazas— que tiene la ciudad’”.
En sus Cinco años en Buenos Aires, el anónimo viajero inglés que vivió en la ciudad entre 1820 y 1825, anota que era frecuente ver los cadáveres de los muertos tirados en la plaza junto a un platito que servía para juntar las monedas que pagarían su entierro. Morirse en Buenos Aires en esos días no era una tarea muy pulcra. Mariquita Sánchez de Thompson anota en sus excepcionales recuerdos que la costumbre era envolver los cuerpos en una mortaja que era el hábito viejo que se le compraba a un sacerdote por 30, 40 o 50 pesos —porque se creía que “daba indulgencias”— y enterrarlos, sin ataúd, en las iglesias (todas en los alrededores de lo que luego Alvear bautizaría Plaza de Mayo). “Se puede considerar el olor —escribe— que habría en estos templos y la indecencia de poner delante del altar estas miserias. ¡Pues esto ofreció una gran resistencia para hacer un cementerio!”
El Cabildo, cuyo nombre proviene del término “capítulo” (a la cabeza), con el que la iglesia designaba sus reuniones, es también legendario en ese sentido: su función en el relato de la historia nacional resulta poética porque ofrece una escenografía y le pone nombre a ese espacio a configurar entonces que era la Argentina, cuyo pasado es, como todo lo que ha partido, tan propio como ajeno.

lunes, 3 de mayo de 2010

oompa loompenización


el 23 de abril pasado, cuando hicimos un avance del XVIII festival internacional de poesía de rosario en el ccpe, marina mariasch leyó un poema del que antes declaró: “esto lo hice con mis amigos de twitter”. lo mismo podría decir de este texto que pongo acá: lo hice con mis amigos de facebook. porque lo que no era más que el uso y abuso de un término sacado del libro charlie y la fábrica de chocolate se transformó en una argumentación seria sobre esas cosas que hacen a esta triste vide frente a la pantalla.    
 Tim Burton, el puppetier que se encontró con una cámara.

El jueves, 29 de abril de 2010 a las 9:20 escribí:
No sé si todo Tim Burton es así, pero hablo a partir de dos películas que tengo bien presentes y, a grandes rasgos, constituyen una de las características de este director: su Batman y Charlie y la fábrica de chocolate. En ambas lo político, la forma en que la ciudad ingresa en la vida de los personajes, es una manifestación estética que implica al líder en el estrado y las masas (oscuras, casi anónimas) como decorado de una escenografía gigantesca.
En Charlie —de la que mi hijo pequeño se ha vuelto devoto—, la familia de Charlie debe oompa-loompenizarse para ser acogida bajo el ala protectora del líder (Willy Wonka). Los oompa-loompas son una metáfora del trabajador-esclavo posmoderno: adictos a una forma del trabajo en la que se juega su placer y su identidad. Así la familia de Charlie, cuya nostalgia pertenece a un tiempo de comunión entre el líder y la masa (los tiempos en que la fábrica de Wonka funcionaba a pleno), es absorbida “estéticamente” por Wonka, su condición proletaria pasa a ser un paisaje dentro de ese jardín universal que es la fábrica de chocolate.
Gabi Chaia, encantadora, empieza con un mensaje personal: “Ay Pablito! te enojaste con Burton porque te pusiste celoso...” A lo que digo: “Eso no responde a mis argumentos. Además, le dejaré ver a mi hijo todas las películas de boorton que me pida”.
Y Gabi de nuevo: “De todos modos gracias por los argumentos. Por supuesto que es interesante esa lectura, lo que ves en lo que Burton escribe con la imagen. No será que cada uno cuenta lo que puede y no siempre eso puede ajustarse a un marco ideológico que hasta sería más posibilitador... Quizás él cuente lo que lo habita...Y sera eso...Hay zonas o registros donde es más sencillo enmarcarse en lo ideológico y otras donde, como me gusta decir,...algunos a la hora del bife se vuelven vegetarianos! Seguiré pensando...”
Contesté: “Sí, sí, de acuerdo, pero lo que no entiendo es por qué esa escenografía fascista genera tantas adhesiones, que es de lo que se trata la lectura. y algo que no puse: no parece que hubiera algo más en burton que eso: seres especiales en ese paisaje. porque directores y escritores fascistas he leído y visto un montón y muchos me encantan, pero es como con conrad y el colonialismo, hay algo que se sobrepone al discurso colonial y hasta lo devasta. en cambio burton... no, sólo lo estético”.
Y Gabi: “Burton escribe con la imágen lo que comentas y en general las escenas sociales o ambientales son asfixiantes, salvo raras excepciones. A lo mejor cuenta eso o lidia con eso. Creo que genera adhesión porque nos interpreta. Vivimos en un mundo un poco burtoniano”.
Entonces interviene Leopoldo Brizuela, quien al final se retira dejando sólo el mensaje: "Perdón, evidentemente era una discusión en serio. Yo no estaba hablando en serio. Abrazos a todos. Sigan nomás." Pero antes anota: “Oh no, no. Esto es como decir que Hijitus es un Parapolicial, y que reivindica la necesidad del Comisario de tales entidades contrarias a todo accionar democrático. Para no hablar de las mujeres que son escasísimas y brujas —Cachavacha— o taradas —la vecinita de enfrente que me tiene locoloto aunque todavía ando en pañales. Relájate y gozá, Makowski...” Y también: "Para no hablar de la siniestra influencia que han ejercido en nuestras madres los bizqueos de Libertad Lamarque!!! Yo, cuando llegue a ministro, haré leer a adorno en el jardín de infantes; ¿que no leen? Ya lo harán. Que lo lea entonces la señorita en lugar de parodiar a Piñón Fijo, sobre quien estoy haciendo un seminario."
Entonces me encuentro con Marcelo Vieguer, a quien venía leyendo ya en otros comentarios y le envío un mensaje que, con su respuesta, me devuelve una alegría y una responsabilidad enorme: con una carrera en la crítica de cine mucho más intensa que la mía, Vieguer había tomado un curso sobre cine y literatura que dimos con Osvaldo Aguirre en 1991, cuando la librería Homo Sapiens aún estaba en Sarmiento al 600. Dice Vieguer: “Es cine, ni pintura ni fotografía ni mucho menos literatura. Y el problema de Burton no es un problema de posicionamiento. No es cuestión que el argumento se adecue o no a filas más o menos progres —que por lo demás siempre es una cornisa, digo, lo progre—, sino que Burton se corre de ese estar en un lugar u otro en pos de la imagen. En Burton importa más siempre lo distintivo y/o diferente, y lo filmado se evidencia como excusa. En ese evidenciar, los supuestos logros quedan siempre de la mano de esa estratificación outsider de los personajes (que las tijeras, que un simio, que Charlie, que los invasores, etc.), una especie de marco no referenciable de lo cinematográfico; y si lo toma, lo desarma desarticulando toda tradición: tradición que por lo demás se ha tomado como idea a olvidar de mucho del cine contemporáneo. En esa grieta, se parece y demasiado al inglés Greenaway. Tengo la sensación que Burton desprecia al cine, y su mundo es el de la animación: de allí el tono y el maquillaje acorde. El mundo de Cachavacha, Oaky y Neurus, le es propio al marco en que se desenvuelve. Los personajes de Burton han logrado apropiarse de cierto gusto clishé de la estética contemporánea. No es casual el merchandising de sus muñequitos, en niños y adultos. Son más relevantes estos que las historias en que se desenvuelven. Como una especie del peor expresionismo (histrionismo es más apropiado) visual traspolado al siglo XXI, la respuesta de su cine es una mirada desde sus propios sueños y pesadillas (y estos como de un niño bien que duerme en casa propia), y no de aquellos que soportaban un alma partida en dos. Hablar no muy bien de Burton es ir a contramano de la corriente, pero su cine me parece reflejo perfecto de un narcisismo legitimado. La Bigelow me parece incluso más fascista aún, si le cabe el término, pero en ella cada plano es plano de cine. Burton se filma en ese espejo posando de artista maldito y estética edulcorada. Y su única sorpresa será la próxima constitución de una máscara que en vez de revelarnos un interior o el salirse de allí por otros medios -para eso estaban-, será la expansión de algunos colores o rasgos sorpresivos, en el siempre disponible rostro multifacético de Johnny Deep. Yo hace demasiado que no espero más nada”.
Y Gabi define: “Hace un rato pensaba que Burton es un puppetier que se encontró con una cámara...”
Horas más tarde Guillermo Paniaga hace su anotación: “Pablo, leí la nota esta mañana y había visto también los comentarios de Gabi y de Brizuela (que después parece que quitó; aunque se tratara de una joda lo de hijitus y cachavacha, era una observación aguda, hay que reconocerle); pero no respondí porque, primero, no sabía posicionarme en una defensa de la obra de Burton cuando debía darte la razón respecto de la metáfora de los "umpalumpas" y, segundo, el día estaba perfecto y me rajé para el río.
Mientras remaba iba pensando en esto de Burton —entre otras cosas, claro— y rebuscando las razones de mi gusto por su obra. Al regresar, vi un nuevo comentario y fue ahí donde encontré la respuesta que buscaba: mi gusto responde al clisé de la estética contemporánea. Lo admito... Con mi cabeza libre de esa gran incógnita puedo volver a la Burton y, particularmente, a la fábrica de chocolate (recién ahora veo que tu nota es el corolario de una serie de fotos y declaraciones de odio, enfocado sobre todo en la figura que se hizo de los umpalumpa —en la película son igualitos a Duhalde!—. Lo dicho: tenés razón, es detestable la metáfora que vos leés. Pero no creo que se deba a una postura fascista de Burton (lo de progre creo que corre más por cuenta de quienes lo siguen o critican que por él mismo); sí que es el resultado de otro clisé mucho más viejo: el del buen (e ingenuo) salvaje construido desde una mirada eurocentrista y que Burton hereda al trasladar el cuento a la pantalla.
“Es, sin dudas, detestable también que la familia deba woncanizarse (me parece, más umpalizarse) para acceder no a la protección de Willy, sino directamente a la posibilidad de heredar la fábrica. Willy sueña con la aprobación del padre dentista, de quien se alejó por dedicarse a las golosinas; hay una distancia entre ellos que, con su heredero, pretende que no exista. Willy es un neurótico con plata y aniñado, por eso busca a un chico; y la familia de Charly, pobre, que tiene limitada la libertad de elección, termina por entregarlo (a Charly) y entregarse ella misma con la esperanza de ser los futuros propietarios de chocolates wonca. ¿No es esa una crítica a la desigualdad social, por un lado, y a la servidumbre voluntaria, por el otro? Yo creo que sí. En fin, a todo se le pueden dar muchísimas lecturas y aún cuando cada una de ellas tengan peso y razón, el gusto es el que termina decidiendo qué hacer con tal o cual obra, tal o cual creador. Mi gusto responde al clisé, así que seguiré esperando (yo sí) algo más de Burton; porque, por cierto, Alicia no me gustó para nada”.
Lo que, ya entrada la noche, trae un nuevo comentario de Vieguer: “Guillermo, no pretendía herir susceptibilidades, no en primera instancia al menos. Escribí para fundamentar un poco lo poco que me atrae el cine de Burton. Quizá allí esté la respuesta. Burton filma como un europeo. Lo de clisé era eso. Hay cosas que se dicen y otras que no. Queda bien hablar de Burton, de Lynch o de Jarmush, pero no hablar de Carpenter. Hay tópicos que se recorren y siempre en el cine está la intelligentzia que dicta que verse y que no. Ahora, en estos tiempos, se dicta que Burton es un cineasta "progre", y me refiero no a su ideología, sino el modelo de "gran" cine. De allí ese esperar lo próximo de él. Es el bálsamo y el oasis de cierta "repetición" formal. A ese buen e ingenuo salvaje que referías, le ignoraban olímpicamente el espíritu tan reservado a las minorías ilustradas europeas.
“Los personajes de Burton están por fuera del sistema, y solo intentan ser parte de. Los acomete esa necesidad imperiosa de no quedar al margen y reaccionan por derecha y por izquierda para ser reconocidos y aceptados. No hay en ellos espíritu posible ya definidos por esa monstruosidad que los delinea. Allí aparece lo fascista de su cine. Y el espíritu no son las emociones, aclaro, porque allí también están las respuestas: las lágrimas que solo se entienden con el corazón.
Y aclaro que me encanta Ed Wood, justamente porque allí miro lo contrario.
Cuando me refería al clisé contemporáneo, no me refería al tuyo específicamente, pues excede el gusto particular, es general, si no no sería tal. Un abrazo”.
Más tarde aún, ya pasada la medianoche, pone Paniaga: “Marcelo, no hay heridas de ningún tipo, te aclaro. Y desde ya que hablar de clisé excede lo particular. Lo comprendo y por eso admito la posibilidad de que me guste la obra de Burton en respuesta a etc, etc. No había ironía; retomando tu frase, no en primera instancia al menos. Ahora estaba mirando Tetro y frené un poco porque apareció Susana Giménez diciendo "litedatuda" y puse pausa para respirar, ja. En principio no veo (o quizás no quiera ver) fascismo en Burton y por eso el resto de tu comentario lo voy a encarar con calma más tarde; si encuentro que es posible argumentar y debatir aún más, y te interesa, sigo por acá, seguramente mañana. y si no, tendré que aceptar también la posibilidad de que sea fachista nomás. Abrazo”
Gabi Chaia cierra el asunto —ya que por mi parte quedé tan anonadado que hice mutis por el foro— con un video de The Killers sobre su tema “Bones” en http://www.youtube.com/watch?v=4Ot4sQoCJDY y dice: “Y quizás en el futuro cuando alguien vea un esqueleto recordará a Huesitos Burton”.

domingo, 2 de mayo de 2010

el cazador solitario


El suplemento Señales, que edita Osvaldo Aguirre, publicó mi nota sobre Jeff Bridges, Crazy Heart y la canción country que había empezado a barruntar por acá. El título, que alude a su vez al título de Carson McCullers y al del film mismo, es de Osvaldo.

Jeff Bridges recibió el Oscar por Crazy Heart, un film en el que repasa sus personajes y canta canciones compuestas por lo mejor de la tradición de la música country. Su personaje está inspirado en las vidas de Merle Haggard, Waylon Jennings y Kris Kristofferson

Pablo Makovsky

En una de las escenas de Crazy Heart (Loco corazón) Bad Blake, el personaje por el que Jeff Bridges se llevó un Oscar como mejor actor en la última entrega del archiconocido premio industrial de Hollywood, está tumbado en la cama y le pregunta a Jean Craddock (Maggie Gyllenhaal) si reconoce la canción que está rasgando en la guitarra. “No recuerdo —dice ella— de quién es”. Y Blake: “Así sucede con las buenas. Uno está seguro de haberla escuchado antes”. Lo que el cantante en realidad está ensayando es “The weary kind” (“La especie agotada”), el maravilloso y premiado tema que T Bone Burnett, el finado Stephen Bruton, Ryan Bingham y Gary Nicholson compusieron para este film.
Acaso lo mismo pueda decirse de una buena actuación: estamos seguros de haber estado antes ahí, frente a lo que trae ese rostro. El Jeff Bridges hirsuto y panzón de los últimos tiempos disolvió al chico bonito de los primeros años y viene a mostrarnos eso por lo que vamos al cine a ver a un actor: no sólo la composición de un personaje, sino la persona, esa máscara con la que damos imagen a un momento, un paisaje, un mundo. El Bad (Malo) Blake de Crazy Heart es tanto el retrato de un cantautor country en bancarrota, alcohólico y solitario, como el del universo en el que vive y parece prescindir de él.
Bridges no está solo en esta película que debe mucho al mundo de la música country, de hecho el film incluye el último trabajo del músico y compositor Stephen Bruton (1947-2009), a quien Kris Kristofferson le dedica post mortem su último disco, Closer to the bone. En Crazy Heart, que es el debut del director Scott Cooper a partir de una novela de mediados de los 80, también actúa Colin Farrell —impecable y radiante en su rol de discípulo exitoso de Bad Blake— y Robert Duvall, cuya presencia recuerda esa otra película sobre un cantante country en su camino cuesta abajo y su redención, Tender Mercies (Gracias y favores), rodada por Bruce Beresford en 1984. Crazy Heart puede verse también como el lado B de Nace una estrella (Frank Pierson, 1976), pero con las buenas partes de Kristofferson y sin el plomazo de la Streisand.  

Dude
Algunos vicios de la interpretación de The Dude en El gran Lebowski (hermanos Coen, 1998) sobreviven en la actuación de Bridges en Crazy Heart: la recolección de los lentes de sol de un tarro de basura, donde se caen después de que Bad Blake llegara urgido por un vómito alcohólico, es simétrica a la escena en la que Bridges rescata de un inodoro unos lentes similares luego de que unos matones le metieran la cabeza ahí adentro en la parte inicial de El gran Lebowski. Digamos que mucho de lo que ofrece la interpretación de Bad Blake es una cruza de los personajes del film de los Coen, pero sin el ridículo: el cowboy, los tristes salones de bowling donde Bad Blake lleva adelante lo que queda de su carrera (Crazy Heart arranca con la llegada del cantante a uno de esos salones, donde el dueño le ofrece líneas gratis de bolos pero le niega una cuenta en la barra del bar), el cuerpo flácido y semidesnudo.
“Solía ser alguien, pero ahora soy algún otro”, canta Bridges en “Somebody else”, uno de los temas del film. El mismo Bridges interpreta las canciones, al igual que Colin Farrell. Es que Bridges acompaña a T Bone Burnett en su banda desde hace más de dos décadas. Según la revista Billboard, cuando Scott Cooper convocó a Bridges para el protagónico nuestro actor dijo “paso”, pero pronto lo convenció de lo contrario un llamado de Burnett, quien también intervino en la banda de sonido de El gran Lebowski (trabajo por el que siempre debemos agradecerle el rescate de “Her eyes were a million miles away”, la ronca canción de amor de Captain Beefheart). La idea original era recrear la vida del legendario Waylon Jennings, pero un inconveniente legal impedía usar su nombre. Sin embargo Jennings está presente en la canción “Are you sure Hank done it this way?” (“¿Seguro de que Hank lo hizo de este modo?”): una suerte de metatexto para iniciados en el country donde el narrador, en la canción, se pregunta si basta con tomar las tonadas de la tradición para hacer lo que hizo Hank Williams. “He conocido el mundo con una banda de cinco instrumentos, mirando a mis espaldas, cantando mis canciones y de vez en cuando una suya, pero no creo que Hank lo haya hecho de este modo, no creo que Hank haya hecho de esto un camino”. La atmósfera biográfica de Jennings, la de Merle Haggard y la de Kristofferson están presentes en Crazy Heart, tanto como esa rota promesa que leemos en el rostro emponzoñado de pelos blancos de Bridges y en su cuerpo macilento. Porque esa es tanto la magia de las canciones como de las actuaciones: hacernos saber de un mundo a través de sus restos familiares.

El héroe en casa
La actuación de Bridges en The men who stare at goats (Hombres que contemplan cabras, de Grant Henslov, el responsable de Good night, good luck; aunque cuando se estrene aquí en abril próximo tendrá el subnormal título Hombres de mentes) también trae a la pantalla ese súbito desvío del héroe buen mozo del cine americano: Bill Django, el personaje de Bridges, es un militar hippy, preocupado por esparcir el amor y la cordialidad antes que la guerra. De nuevo el rostro hirsuto, el pelo largo, la media sonrisa, el espíritu que se divierte con cosas que ya no están. Como dice la canción de Leonard Cohen: “Cosas que están allí pero no son del todo reales, o son reales pero no están exactamente allí”.
Por fuera de las tempranas incursiones en el cine como hijo de Lloyd Bridges, Jeff comenzó su carrera en 1971 cuando nada más ni nada menos que Peter Bogdanovich lo dirigió en The last picture show (La última función). Esa actuación incluyó una memorable escena en la que él junto con Cybill Shepherd miran desde una colina, sentados en la caja de una camioneta, un film de John Ford que pasan en un autocine de un pueblito de Texas. He ahí, casi como una profecía, el avatar de Jeff Bridges en el cine (y la cita no es caprichosa, este año lo veremos en Tron Legacy, continuación de Tron, el film de 1982 que fue de los primeros en incurrir en avatares virtuales): el héroe desangelado que se queda a un costado de la función mientras la gran pantalla nos enseña a los héroes de antaño como una procesión en el Olimpo.
Manohla Dargis, de las pocas críticas que quedan en el New York Times que aún recurre a su biblioteca, recuerda la actuación de Bridges como Richard Bone en Cutter’s Way (Ivan Passer, 1981) y lo ubica, en ese período en el que todos los héroes volvían de Vietnam con un miembro o unas cuantas neuronas recortadas, entre los héroes que se quedaron en casa. Una bella metáfora que funciona como un cristal (mejor aún, como el “vidrio oscuro” de la Biblia) para observar el camino de Bridges hasta Crazy Heart.


Desde el fondo <> T Bone Burnett, Stephen Bruton, Ryan Bingham y Gary Nicholson crearon las canciones que imaginaron que cantaría el personaje de Jeff Bridges, Bad Blake, e incluso ensayaron con él los tonos, los rastros que habrían dejado en su voz, tamizada por el whiskey de maíz, los abandonos y los derroteros por caminos siempre desiertos. “Pasamos cinco o seis meses sentados alrededor de una mesa escribiendo y charlando sobre el personaje —dijo Burnett a Billboard—: quién era, de dónde venía, qué le gustaba, cuál fue el primer disco que compró, cuál su primer hit, la primera canción que escribió. Las canciones que hicimos crecieron desde el fondo de este personaje”.

Cuarenta años más tarde <> Pese a ser un film independiente, han resaltado los críticos más agudos, Crazy Heart nunca es tan loca como su título promete, lo que le permitió llegar a la alfombra roja del Kodak Theatre en una entrega que se inclinó por la manufactura “artie”. La primera vez que Jeff Bridges llamó la atención del jurado del Oscar fue en 1971, cuando debutó en La última función, dirigida por Peter Bogdanovich, pero perdió contra el veterano Ben Johnson, quien co protagonizaba el mismo film y estaba postulado también a mejor actor de reparto. Estuvo ternado de nuevo en esa categoría en 1974 por Thunderbolt and Lightfoot, pero perdió cuando fue elegido Robert De Niro por su rol en la segunda parte de El Padrino. Recién en 2001 llegaría a las finales de los Oscar, otra vez como mejor actor de reparto, por The Contender (La conspiración), pero el elegido fue Benicio del Toro por Traffic. La nominación al Oscar por mejor actor principal data de 1984, cuando interpretó un extraterrestre caído en Starman, de John Carpenter. Pero, vaya suerte, la estatuilla se la llevó F. Murray Abraham por Amadeus.