socio

"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).

lunes, 30 de marzo de 2015

ingeniero

Ya en sexto año del Politécnico, Tomás acudió la semana pasada a su primera entrevista de trabajo, según el plan de pasantías de la escuela. Lo hizo en una fábrica de productos eléctricos de Rosario donde fue admitido luego de una larga perorata de la persona encargada de entrevistarlo que comenzó la charla así: "Un país se hace con ingenieros, olvidate de los que escriben libros y se dedican a esas cosas". 
Construcción de la Torre de Babel por Athanasius Kircher (1679). Tomado de La biblia de los pobres.

Lo primero que le dijimos a Tomás es que nuestro hombre de la fábrica está en lo cierto: este y todos los países le deben más a ingenieros y proletarios que a mucha de la gente que escribió libros. Pero, de nuevo, la cuestión es desde cuándo aparece esa deuda. 
Entonces, es necesario de nuevo recurrir a la inevitable cita de Paul Valéry en su prólogo a las Cartas persas de Montesquieu: “El orden exige, pues, la acción de presencia de cosas ausentes, y resulta del equilibrio del instinto por los ideales.” “Mas las sociedades reposan, por el contrario, sobre las Cosas Vagas; al menos hasta ahora se han fundado en nociones y entidades bastante misterio­sas como para que el alma rebelde esté nunca segura de haberse desembarazado de ellas, y vacile en temer tan sólo a lo que ve. Un tirano de Atenas, que fue hombre profundo, decía que los dioses fueron inventados para castigar los crímenes secre­tos.”
Un país puede construirse a partir de la mediación de ingenieros y proletariado una vez que ciertas "cosas vagas"--en términos de Valéry-- comienzan a operar: la idea de una burguesía nacional (como en el primer peronismo), la de una nación (como en la Generación del 80) o la de una esencia telúrica nacional y su consecuente pacto de clases, como en la Vuelta de Martín Fierro, son algunas de las cosas vagas que generan realidades, recién entonces llegan los ingenieros. Una vez que las fuerzas simbólicas establecieron las necesidades simbólicas (no las básicas, sino las que ingresan en el discurso; las que permiten, por ejemplo, que un sector beneficiado por un régimen político se vuelva en contra de ese régimen porque cree que está más allá de ese régimen: el eterno conflicto del peronismo), los ingenieros encuentran su campo de acción y trabajo. 
Antes de que las gigantescas y erráticas movilizaciones de diciembre de 2001 encerraran a la clase política y la obligaran a reaccionar (camino en el que tuvieron que disciplinarse los gobiernos de Eduardo Duhalde y, luego, de Néstor Kirchner), un ingeniero era algo así como un taxista de lujo. En un país que había sucumbido al relato de las empresas de servicios y la eficacia privatizadora (la privatización del Banco de Santa Fe, uno de los mayores crímenes económicos santafesinos perpetrado por el ahora macrista Juan Carlos Mercier, le costó a la provincia mil millones de dólares de saneamiento, casi el doble de lo que les costó a dos narcotraficantes hacerse con el banco provincial, que las arcas provinciales terminaron de pagar hace poco más de un año), un ingeniero no tenía para hacer mucho más de lo que hoy puede ofrecer un asesor de márketing. 
Porque esa "acción de presencia de cosas ausentes" que menciona Valéry se gesta no en la acción específica sobre el mundo material, sino sobre el único mundo en el que realmente estamos inmersos de principio a fin de nuestra vida, el del lenguaje. Un mundo que, claro está, transitan los ingenieros, aunque muchas veces prescinda de su trabajo.
Por ;ultimo, para evitar citar literatura, acá un ejemplo de cómo nos movemos en ese peligroso mundo discursivo: la entrevista de Santiago O'Donnell a Julian Assange.

martes, 24 de marzo de 2015

como una milonga

A mediados de los 80, quien mejor cantó la depresión económica rural de los Estados Unidos fue un joven guitarrista que recién se conocía en Argentina, John Cougar Mellencamp. En su disco Scarecrow (“Espantapájaros”) incluyó un pequeño hit titulado “Small Town” (“Pueblito”), que además de glorificar la vida y la idiosincrasia pueblerina contra la de las grandes ciudades, decía: “Al fin y al cabo, todo lo que descubrí lo conocí en este pequeño pueblo”. En esa frase pienso cuando leo Como si fuera hoy, editorial El OmbúBonsai), la crónica de Osvaldo Aguirre sobre su infancia en Colón, en el norte de la provincia de Buenos Aires (a 175 kilómetros de Rosario).

Aguirre llegó a Rosario a estudiar Letras a principios de los 80. Al contemplar hoy el trabajo del autor (una obra poética que cruza cierta tradición campera con interrogantes contemporáneos; novelas, cuentos, libros de investigación histórica y periodística, además de su carrera en el periodismo policial y cultural y su trabajo al frente del Festival Internacional de Poesía de Rosario o el encuentro La Chicago Argentina) y compararlo con las historias de la primera juventud en esa pequeña ciudad bonaerense –como puede leerse en Como si fuera hoy–, las anécdotas adquieren la dimensión de una cifra: allá hizo su primer diario, que repartía entre parientes y amigos; las primeras participaciones en radio, las colecciones de historieta, los libros, en fin, el dibujo de un poblado en el centro de un mundo.
Como si fuera hoy se presenta este miércoles a las 19.30 en la Terraza de la Cúpula de Plataforma Lavardén (Sarmiento y Mendoza). El periodista Perry Maison y el músico y cantante Ber Stinco (los dos también oriundos de pueblos a los que vuelven con frecuencia) conversarán con Aguirre. Stinco ejecutará algunas milongas que hasta ahora no tuvo oportunidad de llevar al escenario. “Junto con Franco Colautti vamos a tocar tres temas en formato de canción criolla–dice Stinco–: «El aguacero», de Cátulo Castillo y José González, «Ayer bajé al poblao», de José Larralde y una versión en milonga de «Club de campo» una canción mía, la que abre el último disco”.
Del folklore, a Stinco le gusta mucho la música surera, “la milonga de tierra adentro, de llanura, que se relaciona a la inmensidad de la pampa y la introspección de un hombre con una guitarra –dice–; Yupanqui, Larralde, Cafrune (que aunque pertenece a otra región siempre hizo música de llanura)”. Y agrega: “Me gusta cómo se relaciona con lo popular Horacio Guarany; las letras de sus canciones y su interpretación me remiten mucho a Johnny Cash. También encuentro una relación directa –tanto armónica como lírica y romántica– con el origen del blues en los algodonales, esa soledad del hombre con su guitarra y su lamento existencialista, el mismo de la milonga campera de nuestros pagos”.
La obra de Osvaldo Aguirre se multiplicó desde que publicara su primer tomo de poesía en 1992: relatos, novelas, literatura para niños y jóvenes, investigación periodística. Su poesía, una de las más particulares que produce su generación, está hecha de acontecimientos pequeños, precisos: la quema de un paraíso caído, la busca de un perro llamado General después de una tormenta en Navidad, cuando la familia estaba reunida en la casa del campo. Con los años, el autor acaso complejizó los temas; seguro, perfeccionó su forma: halló en la trama de esas historias hechas de voces oídas la carnadura de una mitología.

En Como si fuera hoy Aguirre desiste de algún modo de la autobiografía tal como se la concibe hoy. Antes, dialoga con su madre, con quien coteja recuerdos, impresiones tanto suyas como de la vida del pueblo donde vivieron, del campo de su abuelo entre Cañada Rica y J.B. Molina, de las cartas entre el padre y el abuelo, de la topografía que registra su memoria, dejando en suspenso la que fue. Prefiere, dice, no volver a esas calles que conoció su infancia: vivas están en el recuerdo. Recupera situaciones (la fascinación del abuelo por un Valiant, paisajes y nombres. El uso de los nombres en sus libros de poesía ya era magistral: el campo regado de las marcas y las cosas con que la civilización avanza sobre él, desde el Ford Fairlane hasta el matabichera Bayer. En este nuevo libro Aguirre enumera los apellidos, los nombres de clubes y calles y traza con ellos esa historia que también cuenta, desde el lenguaje, la apropiación de un lugar en la tierra, la conversión de un territorio en una tierra prometida.
John Cougar Mellencamp - small town by John Mellencamp on Grooveshark

viernes, 20 de marzo de 2015

banalidad de la tortura

En diciembre de 2014 el Senado estadounidense reveló una serie de informes sobre las torturas aplicadas por agentes de la CIA y otros organismos en el marco de la Guerra contra el Terrorismo durante la administración de George W. Bush. A partir de allí, el sitio Political Theology encargó artículos a algunos destacados académicos que quisieran debatir el asunto en términos cristianos. Aquí traduzco el de Paul W. Khan ("Speaking Power to Truth, or, The Banality of Torture").
  

Estuve escribiendo sobre la tortura durante la última década. ¿Acaso el reporte del Senado que se conoció en diciembre (sobre torturas durante la administración del ex presidente George W. Bush) revela algo que requiera la consideración de mi trabajo anterior?
Por cierto, no es una novedad que la administración de Bush, sobre todo en su primera parte, consintió en la práctica de la tortura. Como tampoco es novedad que esa práctica careció de todo éxito. Después de todo, en giro hacia la tortura fue engañoso, en parte porque hace rato sabemos que no es un método efectivo para conseguir información.
De hecho, la tortura se entiende mejor como una práctica no inquisitiva, sino comunicativa. La cuestión que interesa no es qué aprendimos, sino qué estamos transmitiendo. Ese mensaje fue entonces, y aún permanece siéndolo, controversial.
La tortura comunica la idea del poder sin las ataduras de la ley. La tortura nos interpela desde la perspectiva de la excpeción, y el significado de la excepción es siempre la de un valor supremo que hace una demanda infinita, una demanda que no puede ser limitada por la ley. La excepción, por tanto, no es necesariamente un estado real de amenaza a la existencia –aunque pueda resultar así–, antes bien es una perspectiva imaginaria que afecta a todo el orden político. De modo que desde nuestra posición imaginamos ese exterior dentro de una comunidad particular. Por lo tanto, la excepción es el acto por fuera de la ley pero por el bien de la ley. Así, la excepción es la base de la normalidad.
Esta doble perspectiva nos permite hacer una aseveración acerca del valor supremo del estado –nuestro estado, no la política en general. No podemos hacer eso mientras ocupemos un rol o apliquemos una regla dentro del orden político. De modo que la excepción no es la analogía moderna del milagro, un acto libre por fuera de la ley, que expresa un punto de vista divino, que expresa en simultáneo –interior y exteriormente– las relaciones de Dios con la creación. La excepción es un modo de imaginar la política como un producto de nuestra libertad. Después del 11 de septiembre de 2001 dotamos dotamos a la tortura de la estructura imaginaria de la excepción.

viernes, 13 de marzo de 2015

lennon in rosario

Hasta fin de marzo puede verse en el CEC (Sargento Cabral y el río) la muestra John Lennon. Sus años en Nueva York, con fotografías del ya legendario Bob Gruen –el fotógrafo que mejor captó la escena del rock y el punk. Aquí se cuenta la historia de cómo una remera comprada en la calle y una tarde en una terreza construyeron la imagen más reconocible del ex Beatle, popularizada en su entierro, en 1980.

El 29 de agosto de 1974 el fotógrafo Bob Gruen sacó una foto de John Lennon que 40 años más tarde es por lejos una de sus tomas más icónicos e, incluso, una de las imágenes más icónicas de cualquier músico de rock de esos años.
“Vos sabés que solía usar una remera como esa”, le decía Gruen al periodista Chuck Armstrong, de la New York Magazine, cuando el fotógrafo inauguró en Nueva York la muestra que puede verse en estos días en Rosario. Gruen se refiere a la remera blanca con las mangas recortadas y la inscripción “New York City”. “Debo haber tenido como media docena de esas –recuerda el fotógrafo–; las vendían en la calle, en Times Square, estaban hechas de forma casera y no se conseguían en los negocios. No se trataba de una marca, eran unos muchachos que querían hacer esas remeras y, como me gustó el diseño, les compré unas cuantas y de vez en cuando se las regalaba a algún amigo. Así que le di una a John cuando fui a verlo a Record Plant”.
No sería sino hasta un año más tarde cuando tomaría esa foto. “Estábamos en la terraza de un departamento que él tenía acá en Nueva York –continúa su relato Gruen–, tomábamos fotos de lo que teníamos a la vista en el horizonte. Entonces le pregunté a John si todavía tenía la remera. Y lo que me impresionó es que él sabía a cuál me refería. Se la puso y le quedaba fantástica. No teníamos idea de que la foto se haría tan popular”.
Pero, pregunta el periodista, ¿por qué pedirle a Lennon que se pusiera esa remera? “Había vivido el suficiente tiempo en Nueva York –responde Gruen–. La gente ya comenzaba a verlo como un muchacho de la ciudad. Todos en Nueva York viene de alguna parte y sucede que él venía de Inglaterra. Para cuando tomamos esa foto él realmente era ya un neoyorkino”.

martes, 10 de marzo de 2015

bautismo

Es cierto, la religión es siempre un trasfondo, un detalle verosímil o un dato ambiental en la gran mayoría de las ficciones populares. Con salvedades, desde luego: Terminator es la tesis casi definitiva sobre la Santísima Trinidad (John Connor, que se engendra a sí mismo enviando un soldado suyo al pasado que “no nació aún” en el momento que embaraza a Sarah: John Connor, decíamos, es el Padre y el Hijo). Y además de las muchas interpretaciones que puedan hacerse sobre otros films, ser cristiano, protestante, católico o mormón (como en Big Love) es un detalle que hace a la trama pero no al gran tema de estas narraciones televisivas o cinematográficas.
Porque eso que la religión trae –ese gran Otro en nombre del cual se obra hasta hallar, en esa confrontación, el camino propio– no es lo que suele interesar en la trama y porque muchas veces, incluso, lo que aparece relacionado con el universo religioso es un cliché, como sucede de forma absurda y grotesca en la segunda temporada de American Horror Story o como más acertadamente nos lo enseña The Leftovers o la primera  temporada de True Blood, todas series en las que los protagonistas asistieron, de algún modo, a una suerte de fin de mundo, de apocalipsis, aunque sin una gran revelación.
Sin embargo, desde mitad de la segunda temporada y en lo que va de la tercera, la serie The Americans –año 1981: un matrimonio de espías de la KGB soviética que llevan una vida de familia americana, con dos hijos que ignoran quiénes son en realidad sus padres, en el corazón de Estados Unidos– parece haber hallado el contexto y la medida de un contendiente para que los conceptos universales del cristianismo suenen radicales: cierto comunismo dogmático que encarnan nuestros agentes de la KGB, quienes, además, son los protagonistas, es decir, los personajes con los que el espectador establece su “simpatía” (acaso en el sentido original de la palabra: ponerse en el lugar del otro).
Los inmejorables actores Matthew Rhys y Keri Russell son Philip y Elizabeth Jennings, tienen un matrimonio que ni siquiera ellos acordaron –sino sus jefes en la KGB– y en el primer episodio de la serie, emitido en febrero de 2013, con su hija de 13 años y su niño de 9 dormidos en la pieza de al lado, ella le dice a su esposo cuál es su verdadero nombre ruso. Es decir, recién se conocen y deben decidor entonces que quieren hacer de sus vidas.
Joe Weisberg, ex agente de la CIA –aunque aseguró que haberse unido a la agencia fue un error–, declaró que su serie es “en esencia, una historia sobre el matrimonio”. “Las relaciones internacionales –dijo–son sólo una alegoría para las relaciones humanas. A veces, cuando uno se pelea en el matrimonio o con los hijos, parece asunto de vida o muerte. Y para Elizabeth y Philip, por cierto lo es”.
Esta idea, a propósito, no es ajena a uno de los mayores “difusores” del catolicismo de principios del siglo XX, Gilbert K. Chesterton, quien aseguró en sus ensayos que el verdadero campo de batalla de la humanidad es el matrimonio.
El trasfondo político teológico aparece también, de cierta forma bastarda, con la figura de Ronald Reagan, aquel actor devenido presidente con el apoyo de George Bush padre y sus cowboys amigos en el gran aparato financiero, político y militar de los EEUU, quien por esos años lideraba la carrera por la colocación de misiles en el espacio en lo que se llamó (en ese modo tan espectacular y simulado con el que suele dibujarse la política exterior estadounidense) la “Guerra de las Galaxias”. Además de insistir con el latiguillo de que la Unión Soviética era “el imperio del mal” (“evil empire”). La carrera de Reagan era una carrera por la “salvación”, porque un imperio del mal sólo puede devorarse las almas, para todo lo demás, en especial la riqueza material del mundo, estaban los amigos petroleros de Reagan y Bush.
Pero The Americans, como las novelas de Graham Greene o como las ficciones sureñas estadounidenses (en las que el productor Graham Yost demostró cierta sabiduría en series como Justified) no sólo introduce el tema del cristianismo de manera directa: Paige (Holly Taylor), la hija adolescente de los Jennings comienza a frecuentar en un grupo cristiano que desarrolla una intensa militancia en el movimiento antinuclear de entonces. También los personajes principales, los agentes de la KGB, están fuertemente atados a ese gran Otro ausente que es la Madre Patria, el deber, los ideales del comunismo. Es decir, siempre nuestros personajes actuaron en relación a un tercero invisible pero dominante, capaz de torcer los destinos individuales y matrimoniales (Elizabeth rechaza a Philip, luego lo acepta, luego el pasado aparece en él, y así), capaz de ejercer una norma y una meta, una misión (ya que hablamos de espías y creyentes), en esas vidas.
The Americans es, en gran parte de sus dos primeras temporadas, una metáfora de la secularización de los misterios cristianos: el matrimonio regido no por el sacramento, sino por el estado comunista; la fe vuelta una ideología, el amor vuelto un medio de intercambio de información, etcétera.
El bautismo de Paige.
En esta tercera temporada, nuestros espías rusos despiertan a un campo doblemente siniestro: su hija quiere bautizarse y la KGB les reclama que la conviertan en una segunda generación de espías en suelo americano. Entonces esa misión, que siempre ocurría fuera de la casa, fuera del ámbito familiar reservado a la intimidad de esa ficción que es el matrimonio Jennings pero nutrido de sus verdaderos afectos, toma una carnadura que se hace más real con el bautismo de la adolescente, en el que nuestros espías ven a su hija alejarse y emerger de las aguas bautismales convertida en una extraña.
Mientras tanto, en Rusia, la deportada Nina (doble agente, no sabemos si enamorada o no del agente del FBI Stan Beeman, interpretado por el brillante Noah Emmerich, le extrae a su compañera de celda una confesión que la hundirá pero le permitirá a Nina (Annet Mahendru) salvarse. La puesta en escena no es ni por asomo inocente.

Por primera vez, luego de dos años de la serie en la que el espectador simpatizó (y hay que pensar en el espectador estadounidense, porque el argentino de alguna manera sabe lidiar con estas visiones seculares, de izquierda, que son el padre nuestro de cualquier familia vernácula) con Elizabeth y Philip, la perspectiva cambia: ellos están desorientados, recién caen la cuenta de que están en territorio ajeno, enemigo, pero sobre todo ajeno; algo viene a revolucionar la sólida ficción qe construyeron a lo largo de los años y no concierne ni a la madre patria ni a la KGB, sino a su pequeña hija. Si alguien quisiera representar de algún modo lo que sintieron los súbditos del imperio romano cuando sus hijos abandonaban la  familia y se unían a los catecúmenos cristianos acaso no hubiese hallado tanta exactitud como en la escena en que Paige mira a sus padres bajo una túnica empapada tras el bautismo en un vulgar salón religios de algún barrio neoyorkino.

Anoto al pasar (o para luego pasar en limpio): La temporada se inicia casi con el recuerdo de Elizabeth de cómo enseñó a Paige a nadar: la arrojó a una piscina pese al miedo de su hija. Pero Elizabeth recuerda la escena sumergiéndose en la bañera y conteniendo la respiración. La misma imagen vemos de su hija durante el bautismo: se hunde conteniendo el aliento y abre los ojos.
También, con respecto a esto de la inocencia y la pureza (el bautismo es eso: renacer purificado), están las relaciones de Philip con la hija de 15 años de una agente de la CIA al que intentan llegar a través de la adolescente. Uf, sólo haber llegado hasta acá con ese nivel de guión y puesta en escena justifica la existencia de las series. 

sábado, 7 de marzo de 2015

sorpasso


Las Sorpasso con suela de goma, único calzado capaz de reemplazar a las alpargatas en el verano. Sin embargo, según me comunicaron en Zapatillería Uno –donde compro las Rueda cada año, en Mendoza casi Lavalle–, no se fabrican más.
La clientela que consume Sorpasso considera muy elevado el precio de un calzado con suela de goma (único material que se amolda al pie y no absorbe el calor del piso), de modo que los fabricantes cancelaron la producción y el modelo, reemplazándolo definitivamente por una suerte de zapatilla-mocasín con suela plástica y reborde alto, de modo que el pie sufra de manera doble: por no poder expandirse debido al reborde y por no poder amoldarse debido al plástico.

la ciudad que veía pasar los trenes

Hasta hace una década aún se conseguían en la tradicional librería Alfonso Longo –de calle Sarmiento entre Mendoza y San Juan– las versiones abreviadas y en verso de los clásicos criollos –las novelas de Eduardo Gutiérrez como Hormiga Negra o Juan Moreira, entre muchas otras– que la misma librería imprimió entre la década del 20 y la del 50 cuyos lectores habituales eran los miles de pasajeros que pasaban cada día por las estaciones Rosario Central, en Wheelwright y Corrientes, y Rosario Norte, en la actual avenida Aristóbulo del Valle y Callao. Según datos relevados por la Asociación Rosarina Amigos del Riel, entre 1935 y 1940, unos pocos años después de la época dorada de la red de ferrocarriles de la Argentina, por Rosario Norte pasaban 326.000 pasajeros por año, es decir, más de 800 diarios (otra fuente, citada por ferrosario.com.ar, señala que a principios de la década del 40, el Ferrocarril Central Córdoba manejaba 45.000 pasajeros y el Ferrocarril Santa Fe sólo 6.000). La producción de esos pequeños libros con sus tapas ilustradas a todo color era gigantesca. Las actuales dueñas de la librería recuerdan a Longo muy temprano en la mañana, hace más de 60 años, recibiendo a los vendedores que llegaban en oleadas y partían cargados de ejemplares hacia las terminales ferroviarias.

Hasta fines de los 90, cuando una monstruosa y masiva campaña mediática promovida por el ex presidente Carlos Menem instaló la  engañosa idea de que los ferrocarriles estatales perdían un millón de dólares diarios –el complejo sistema de transporte que es el tren es una maquinaria de ahorro y racionalización de recursos en transporte; además, la misma cifra percibirían después en subsidios las empresas privatizadas que ni siquiera transportaron pasajeros–, la relación de Rosario con el ferrocarril fue amplia, variada, rica en historias cruzadas y hasta siniestra: la zona de Rosario Norte albergó el mayor barrio prostibulario del interior del país.
Ese trasfondo es el que rescató la muestra “Llévame a ver un tren”, en la sede de la Secretaría de Cultura y Educación (Aristóbulo del Valle y Callao), que le dio la bienvenida y celebró la rehabilitación de la línea ferroviaria Rosario-Buenos Aires. (Si bien todo indica que la estación de llegada del tren de Retiro será Rosario Norte, hasta el momento el Municipio, la Provincia y la Nación no hallaron el modo de financiar y encarar el trabajo de relocalización de unas 3.000 familias sobre las vías del ferrocarril Mitre, que permite la entrada del tren desde el Apeadero Sur –donde hoy se erige la estación puesta a prueba el domingo con la llegada de una formación desde San Nicolás– y a través de la ciudad.
La exposición fue una reseña de la historia del ferrocarril en Rosario contada a través de imágenes inéditas y objetos que fueron aportados por la Escuela de Museología, el Museo de la Ciudad, la Asociación Rosarina Amigos del Riel, el Ferroviario Club Central Argentino y la Secretaría de Servicios Públicos.

La estación Sunchales, como se la conoció hasta los años 80, donde ahora funciona la secretaría de Cultura municipal y se expone “Llévame a ver un tren”, nunca existió como tal. La estación Rosario del Ferrocarril Buenos Aires a Rosario (F.C.B.A.R.) fue rebautizada en 1908 como Rosario Norte (El tren que hizo el viaje inaugural desde Retiro el 12 de noviembre de 1885 tardó 8 horas, una hora menos que lo que suele llevarle a las actuales líneas que hacen el trayecto. Se estima que el tren de la empresa estatal que comenzará a circular desde el 1 de abril cubrirá esa distancia en 3 horas y media a una velocidad promedio de 120 kilómetros por hora.)
De acuerdo a información recogida por Asociación Rosarina Amigos del Riel y Ferrosario.com.ar, el apodo “Sunchales” para Rosario Norte podría tener su origen en la proyectada prolongación del tendido hasta la localidad santafesina de Sunchales, 270 kilómetros al noroeste de Rosario en dirección a Tucumán. Asimismo, la Municipalidad de Rosario dio el nombre de Sunchales a la avenida que pasa frente a la estación, que en 1905 se cambió por Sarmiento y actualmente es Aristóbulo del Valle.
La costumbre llevó a confusiones, por ejemplo, se despachaba mercadería hacia la localidad de Sunchales cuando el destino deseado era en realidad Rosario. Por otra parte, los tranvías indicaban en sus letreros de destino la estación “Sunchales”. Con todo el menjunje, nunca faltaban pasajeros que entre el nombre de la estación y el de su meta tenían un pasaje hacia ninguna parte.

Ese mapa de palabras y destinos, ese cruce de caminos –entre la topografía de una ciudad y las provincias y la simbología de una nación y una cultura que crecía nutriéndose de la movilidad de sus trabajadores– es lo que de alguna manera viene a enseñar la muestra “Llévame a ver un tren”: un viaje teórico para contemplar no ya el pasado, sino el mundo que hoy vuelve a acercarnos el tren.

domingo, 1 de marzo de 2015

leer series

En la segunda quincena de diciembre pasado, revista Acción publicó en tapa una nota mía sobre series cuyo texto original reproduzco aquí. El material de la revista fue editado con una delicadeza y dedicación como ya no recordaba por Marina Garber, a quien le agradezco su trabajo.
Si bien muchas de las cosas en la nota están desparramadas en esta bitácora, fue también una oportunidad para reunir algunos conceptos y ordenarlos.
Esa es la idea de reproducirla acá, aunque esta vez prescindo de poner los enlaces.

La era de las series

Las series de televisión actuales –que la mayoría vemos por internet, haya streaming legal o no– son la máxima realización del arte pop: nos ofrecen no sólo un modelo para observar y llevar al discurso cotidiano las complejas tramas del mundo –conspiraciones de poder, universos paralelos, interpretaciones de hitos históricos–, también son su caricatura y en ellas vemos los artificios de la realidad: el profesor de secundario que fabrica droga con las inobjetables intenciones de legarle una casa y una educación a sus hijos (Breaking Bad), el puntero político que se fabrica una pertenencia allí donde no llega su familia (El puntero), la consolidación de la mafia como artefacto político del imperio mientras se encamina hacia el crack del 29 y a la Segunda Guerra (Boardwalk Empire), la imposibilidad de construir un futuro alternativo porque, como lo sintetizó Mark Fisher, es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo (The Walking Dead, The Leftovers, The 100, etcétera).
Los realizadores y críticos llaman, desde los 90, “drama de personajes” a muchas de estas series. Porque la intriga de la línea argumental en general se tuerce con los misterios que cada personaje arrastra en su historia personal: como espectadores estamos siempre atrapados entre eso que el personaje no sabe y eso que no sabemos del personaje. Así, el drama de personajes viene a ponerle un nombre al gigantesco cruce de géneros que se cuece en la ficción televisiva actual: ¿Lost fue una serie de aventuras, de ciencia ficción?, ¿Six Feet Under fue una comedia? ¿Fringe fue un drama romántico con consecuencias apocalípticas? ¿Qué clase de drama es The Leftovers, pagano?