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jueves, 26 de diciembre de 2024

volver a las catacumbas

 El 4 de diciembre en Fuera de Tiempo, Fernando Peirone le decía a Diego Genoud que unos cuatro mil años de historia de pensamiento crítico están llegando a su fin, que una civilización construída en torno a la verdad y a conceptos que nos llevarían de nuevo a la alegoría de la caverna —libro VII de la República, donde se discute el conocimiento sensible y el inteligible, y la importancia de la educación (paideia)— se disuelve al fin en supersticiones. “Yo creo y con eso basta”, como decía aquél episodio de mayo de 2021 de la adorada Mariana Moyano que trataba una vez más sobre lo que las redes hacen de nosotros.

Es curioso, hace poco más de 10 años escribí sobre las ficciones que daban cuenta de cierto estado de la imaginación entonces —es una forma ampulosa de decirlo, lo sé—. En las series de ciencia ficción, los temas recurrentes eran los universos paralelos (Lost, Fringe) y el viaje correctivo en el tiempo herencia de Terminator (de nuevo Lost; también, Mad Men). En otras palabras, algo así como la condición irredimible del presente requiere que se eche luz sobre los últimos días mediante el regreso a tiempos sobre los que habría, en principio, un orden: los 60 anteriores a Mayo del 68 y Woodstock, los virulentos 70 al filo del final de Vietnam. Pero también, descubrir en la actualidad las alternativas que devuelvan al presente un resplandor utópico: si del otro lado, si en el universo paralelo de Fringe o Lost las opciones que se tomaron no hicieron las cosas más felices, por lo menos desde allá nos llegan signos, pistas para evitar errores.

Así, las series de televisión que inauguraron el nuevo milenio podrían representarse según dos metáforas planteadas en dos sagas ejemplares: Lost o la Isla, y Mad Men o la Caída, el Abismo. El carácter insular de Lost, su cosa pequeña, doméstica y cerrada, que se despliega y busca lo abierto puede percibirse en la gran mayoría de las series, desde Fringe hasta Battlestar Galactica (2004). El carácter abisal (en el abismo está el demonio, William Blake dixit), de inminente caída, puede percibirse en Mad Men. En estas series sus personajes, al igual que el Scottie de Vertigo (Hitchcock, 1956), no sólo están al borde de una caída, sino que llevan el abismo en la mirada: algo han visto que no cabe en la superficie del mundo. Y, más terrible, ese algo, el futuro mismo, se construye en esa mirada abisal.

Pero este año 2024 nos descubrió una nueva genealogía de series (o ficciones), las sagas catecuménicas. Sí, sí, es un término irremediablemente católico, pero apartemos eso un momento. Catecúmeno proviene del griego katēkhoumenos, que significa “instruido oralmente, a viva voz” (ēkhein es eco). Pero el katē o “cata” significa abajo, de ahí que catecúmeno se emparenta con catacumba, lo que da a la catequesis no sólo un aire de cosa soterrada y secreta, también clandestina, subterránea. 

El estreno este año de Fallout —la primera temporada de la serie basada en un juego fabuloso que imagina un futuro alternativo y distópico en el que la humanidad no descubrió el transistor pero sí el poder atómico y la robótica y eternizó hasta su destrucción la estética de los años 50—, donde la misma casta que destruyó el mundo perpetuó su deseo de aniquilación en refugios bajo tierra que reproducen su sistema de dominación, da un giro sobre la célebre frase que popularizó Mark Fisher: “Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. El capitalismo no es otra cosa que una serie de alternativas sobre nuestra propia aniquilación. Lo dice un personaje de la serie: “El fin del mundo es un producto”. La gran maquinaria que alguna vez vendió futuro, ahora vende apocalipsis y vida bajo tierra, donde los sobrevivientes de un holocausto nuclear son instruidos en las misma filosofía que los llevó a la guerra y el fin.

Ella Prnelle en “Fallout”.

Y sobre el final del año se estrenó la segunda temporada de Silo, en la que la fabulosa Rebecca Ferguson persigue el conocimiento de qué es ese silo subterráneo en el que vivió toda su vida, cuya memoria e historia ha sido borrada y de la que sólo quedan unas reliquias prohibidas que tienen el poder de revelar la vida anterior al silo, ya que la atmósfera del mundo exterior parece envenenada para siempre.

Pero, last but not least, ya casi en el cierre del año, antes de las películas navideñas y estúpidamente polares, se estrena un film llamado Heretic (Hereje), protagonizada por un Hugh Grant villano y dos adorables jóvenes mormonas protagonizadas por Sophie Thatcher (actriz y cantante criada en una familia mormona) y Chloe West

Si Silo es la alegoría de la caverna en tanto el conocimiento sensible de los que viven dentro del silo no posee la paideia (la educación) para hacer inteligible lo que ven por una pantalla que muestra el exterior del silo, Heretic es la pura inteligibilidad —cabría decir la “instrumentalidad”— aplicada a dos jóvenes de Fe. Las dos supuestas “víctimas” —término que, nos lo enseñó el triunfo de la ultraderecha argentina, deberíamos desterrar de nuestro paradigma— del hereje encarnado por Hugh Grant son echadas a las catacumbas de la discreta mansión que él gobierna y habita. Allá abajo deberán descifrar el acertijo de esa inteligibilidad, de esa instrumentalidad de la Fe que su antagonista les opone y ofrece. En cambio producen un milagro desgraciado que de algún modo no las “salva”, pero es capaz de salvarlas de convertirse en meras víctimas.

Rebecca Ferguson en “Silo”.

Todas ficciones protagonizadas por mujeres a su modo heroicas que entendieron, como lo entendió Flora Tristán en el siglo XIX, que la liberación femenina es necesaria no sólo para las mujeres, sino para el hombre que se ha vuelto un esclavo del capital.

Estamos en el momento —no me animaría a llamarle “era”— de la imaginación catecuménica. El momento de la instrucción “a viva voz”, a través del “eco”: son otras voces las que hablan a través nuestro y, acaso, confundan su signo al revelarse.

Me lo dicen las “comunidades” por las que circulé este año, el streaming que conducen muchachas y muchachos que rozan los 30 años. Saben que algo de eso que iba a ser mientras se formaban les ha sido arrebatado, pero pueden sentarse frente a un micrófono e improvisar algo sobre estos tiempos en los que todo parece ser una improvisación sobre el fin. Conversaciones entre su generación y otras más antiguas incluso que la mía. Cerca de fin de año, Clacso sacó un podcast, Los monstruos andan sueltos, en el que los invitados son en su mayorìa los mismos que ya escuchamos en episodios de otros streamers, pero acá son guiados por la voz y el relato de Ana Cacopardo. Todo lo contrario a lo que sucede en los podcast y programas de YouTube que más nos convocaron. No hay una conversación que ensaye los temas de la época, sino una guiada. Justo las voces que mejor interpelan el momento en un formato que nos resulta ajeno y anticuado.

En este mismo espacio puede leerse una entrevista a la inmensa Wendy Brown en la que expresa lo que el papa Francisco reclamó a los progresismos recientes: “A medida que la autoridad religiosa se desvanece, los cimientos de todos los valores, incluido el valor de la verdad misma, se desmoronan. Cuando la ciencia y la razón empiezan a desplazar a la verdad religiosa, los valores pierden sus anclajes, porque estas nuevas formas de conocimiento creíble no reemplazan a la religión como fundamento de los valores y no pueden por sí mismas generar valores. Como nos recuerda Tolstoi, la ciencia nos dice cómo funcionan las cosas, pero no lo que significa nada ni cómo debemos juzgarlo o estimarlo. De manera similar, la razón nos permite calcular, deliberar, analizar o escrutar, pero no puede brindarnos un significado o valor últimos.” De nuevo, son dilemas catecuménicos.

Pero este 2024 no sólo nos dio la oportunidad de ver que los valores democráticos que creímos construir durante 40 años no eran otra cosa que “democracia a condición de que nada cambie” y así seguir acumulando capas de pobreza, sino que nos ofreció la chance de comprobar que esta democracia no lleva a ningún otro lugar que no sea exactamente el que habitamos, la democracia de la derrota, como lo conversamos en uno de los últimos programas radiales de REA con Alejandro Horowicz.

Me importan las ficciones, sus tendencias y las figuras que adoptan. Traen en eso una noticia del mundo que no está en ningún otro lugar. Veo en la derrota que trajo el gobierno actual una suerte de predominio de las ficciones pobres que se basan en la mitologización de un pasado que no es histórico y sirve hasta ahora para darle densidad a ese relato de origen libertario en el que el Imperio Romano, Julio Argentino Roca y el universo Marvel bailan reguetón (la genealogía de este fascismo residual ya la hizo Umberto Eco en un texto clásico de 1995 que tradujimos en Rea en 2020: “El fascismo eterno”).

Con el triunfo de Milei no sólo culmina el proceso iniciado en 2001, culmina también el que comenzó en 1983. Nos queda volover a las catacumbas, acompañar a una generación que se anime a soñar en serio un futuro, que no elija el campo de las víctimas —lo expresó Mario Santucho, editor de Crisis en ésta entrevista—, sino el de los que dan batalla.

Todos vamos a festejar el fin de este año de mierda el martes 31 a medianoche. Pero el 2024 terminó acaso el 4 de diciembre pasado cuando Luigi Mangione, contra la tradición de sus coterráneos de matar a diestra y siniestra y sin sentido, empuñó un arma con un silenciador hecho en una impresora 3D y disparó tres veces contra el CEO de la aseguradora de Salud más importante de Estados Unidos en el centro de Manhattan. Dejó tres casquillos vacíos que llevaban escritas las tres palbras con que las aseguradoras se atajan de pagar tratamientos de vida o muerte a sus asociados: “demorar, negar, deponer” (delay, deny, depose). Alguien habló en serio. Logró “manifestar el malestar del mundo” en una acción concreta, dice Santucho en el último episodio de “El mundo en Crisis”. “El arma es el mensaje”, dice la abogada Marcela Perelman en ese mismo episodio. Las balas grabadas con las palabras del enemigo, que recibe de vuelta esas pabalabras que también mataban (al negarle o demorarle tratamientos a pacientes que los requerían). También —dice Perelman— en el arma está el mensaje porque fue fabricada en una impresora 3D, cosa que puede leerse en diferentes planos, uno de ellos: esto cualquiera lo puede hacer. Él también es detenido con el arma en un McDonald’s, lo que no puede ser considerado un gesto inocente. El arma impresa en 3D, continúa Perelman, es el puente entre el código virtual —las redes y el cifrado cibernético en el que se movía Mangione– y la materialización de algo que viene del código y se transforma en arma para enviar un mensaje político.

Luigi Mangione es llevado ante un tribunal luego de ajsuticiar a un gerente de una aseguradora de salud.

Ni bien se conoció el ajusticiamiento del CEO de United Healthcare, cuando aún no se sabía la identidad del perpetrador ni el manifiesto que llevaba consigo al momento de su arresto, el enorme Chris Hedges publicó en ScheerPost una notita urgente que coincidió en mucho con ese manifiesto.  “Nada absuelve al asesino de Thompson —escribió Hedges, que además es pastor presbiterano—, pero nada absuelve tampoco a quienes dirigen corporaciones médicas cuyos fines de lucro adoptan un modelo de negocio que destruye y extermina vidas humanas en nombre de la ganancia”. Allí también resumía lo que esas aseguradoras de salud representan para los estadounidenses que en su mayoría volvieron a votar por Donald Trump este maldito año. “En términos morales, a estas corporaciones se les permite legalmente mantener como rehenes a niños enfermos mientras sus padres se arruinan para salvarlos. Es indiscutible que muchas personas mueren, al menos de forma prematura, a causa de estas políticas”, escribe Hedges refiriéndose a las quiebras familiares y económicas, atribuidas en un 40% del total de los estadounidenses al accionar de las aseguradoras como United Healthcare.

El mensaje político de Mangione es también un mensaje catecuménico, cifrado, con “varias capas”, como dijo Marcela Perelman. Un “mensaje” —para usar la vieja terminología instrumental— no-cerrado, que se multiplica no en su repetición —de hecho, al día siguiente volvió a haber un tiroteo masivo, esta vez en una iglesia, cuyo tirador era una chica de 15 años— sino en su generación de sentidos, en la manifestación de un malestar crónico, desahuciado, sin futuro que esta vez encontró a alguien que habló en serio.

A mediados de los 90, cuando ya había caído el Muro y la ya disuelta Unión Soviética recibía un último soplo de humillación con la figura de Boris Yeltsin, el filósofo marxista francés Alain Badiou —insospechado de cristianismo y menos de catolicismo— publicó un breve libro titulado San Pablo. Lo que el francés analiza allí no es la verdad que predica el ex sicario judío Saulo de Tarso —Jesús resucitó y vive en nosotros—, que Badiou no cree; sino el hecho de que haya logrado con su práctica catecuménica —epístolas, reuniones clandestinas, viajes y visitas— una prédica universal. Una prédica que, en el presente de Badiou, se hundía con el socialismo realmente existente de mediados de los 90.

Volver a las catacumbas para ensayar una prédica universal capaz de ofrecer un futuro no es algo que pueda reclamarle a mi generación vencida, pero es algo que sí creo escuchar en las generaciones más recientes, las que aún no se dan por vencidas aunque mastiquen la derrota.

 



martes, 17 de diciembre de 2024

el actor como lector

Popularmente conocido por su personaje de comedia, Luis Rubio no había sido “leído” y, por lo tanto, tampoco “escrito” en ese amplio campo de batalla audiovisual que llamaremos cine argentino.

Sí, Juan Vera vio y exploró en 2018 el potencial actoral de Rubio cuando le dio el rol de coprotagonista en El amor menos pensado, junto con Ricardo Darín y Mercedes Morán.  Y lo mismo podría decirse de Matías Bendesky, que en 2023 lo sumó al reparto de la inclasificable y magistral El método Tangalanga.

Tal vez por ese tono de coprotagonista, la primera vez que Alejandro Agresti nos lo muestra en Lo que quisimos ser (2024), es en una de las butacas de atrás de una sala que pasa cine clásico. Ya volveremos sobre ésta presentación.

Agresti convocó a Rubio en 2022, cuando ya tenía el guión de Lo que quisimos ser y le dijo que el personaje masculino de la historia había sido escrito pensando en su actuación. 

El espectador asiste a la escena del nombramiento ficticio de los personajes de la historia: Luis Rubio será primero Yuri, por el primer cosmonauta de la humanidad, el soviético Yuri Gagarin (1934-1968) y, más tarde, cerca del final, optará por llamarse Buzz, por Buzz Aldrin (el segundo en pisar la Luna luego de que lo hiciera el comandante Neil Armstrong). Eleonora Wexler, protagonista junto con Rubio de Lo que quisimos ser, se llamará Irene.



Yuri e Irene se conocen a fines de los años 90 en una pequeña sala de cine donde son los únicos espectadores que asistieron a la proyección de una comedia de Howard Hawks, Ayuno de amor (His girl friday, 1940), con la que su director se jactaba de haber hecho los diálogos más rápidos de la historia de Hollywood hasta el momento —fue también lo que se conoció entonces como screwball comedy (“comedia excéntrica”), un género que de alguna manera satirizaba las comedias románticas hollywoodenses en la década de la Gran Depresión tras el crack financiero de 1929. Un dato que difícilmente se le escape al director cinéfilo que es Agresti: también su película, que transita los bordes del drama y la comedia, pone el amor y la representación de ese encuentro del que el espectador es testigo en un lugar “excéntrico”.

A la salida, Irene y Yuri van a un bar que ella elige —el Brighton, por calle Sarmiento, al que muchos porteños recuerdan con mucha familiaridad— y él define como “pituco”, término que ya a fines de los 90 era un anacronismo y tiñe la conversación de Yuri/Rubio de un fuera de época que ayuda a construir ese momento atemporal en el que sucede ese encuentro a lo largo de la película.

Irene/Wexler propone entonces el juego, la ficción que regirá esos encuentros: van a llamarse por nombres inventados y no permitirán que nada de su vida “real” quiebre ese hechizo de tiempo de los encuentros de los jueves en el que Yuri pide un Old Smuggler etiqueta blanca (otro anacronismo ya en esos tiempos al borde del fin de los 90). Este “hechizo de tiempo” es, de algún modo, el de Somewhere in Time (Pide al tiempo que vuelva, Jeannot Szwarc, 1980), en el que Christopher Reeve, en un hotel, logra volver al pasado que habitó una mujer que descubrioó en un retrato y permanece allí en tanto nada de su presente interfiera en el decorado decimonónico de ese hotel fuera de temporada. Irene es a su vez una escritora reconocida y Yuri un astronauta que le cuenta sus misiones espaciales. 

El viaje, en el personaje de Yuri, pertenece también al plano de la representación: tiene una librería de viejo, es un lector de ciencia ficción y posee una suerte de plano de corte del transatlántico al que define "hermano menor del Titanic" en el que un niño reconoce una sala de cine; como en la escena inicial en las butacas de la sala de cine donde proyectan Ayuno de amor, el transatlántico es también un lugar para el espectador, un espacio a ser leído.

Luis Rubio asume así su primera faceta como actor: Rubio es el lector. Lo fue en El amor menos pensado, donde antes que exhibirse como coprotagonista evita desplegar su protagonismo para que Ricardo Darin vuelva a contemplar su relación con Mercedes Morán. Y será más específicamente un lector en El método Tangalanga, una fantasía en torno a una incierta biografía de Julio Victorio de Rissio (1916-2013), conocido como el Dr. Tangalanga. en el que Rubio es un enfermero que ayuda al personaje de Martín Piroyansky a descubrir su relación con el de Julieta Zylberberg.

Allí donde otros actores necesitan desplegar sus manos aferrándose a objetos, ensayando movimientos frente a cámara, Rubio actúa con gestos del rostro, con miradas, apoyando las manos sobre una mesa, cargando un bolso o dándole unas palmaditas a Darín tras practicar un poco de footing en un parque y despidiéndose porque en ese fuera de escena del final volverá a haber un encuentro que esperaremos incluso cuando ya hayan terminado de pasar los títulos finales.

Autor


Los cinéfilos de los 80 nos endurecíamos con la malentendida frase de Werner Herzog que decía que “los actores son un mal necesario”. Leíamos en ella la magnificencia del auteur cinematográfico encarnado en el director que planificaba en planos la puesta en escena y dejaba al actor como un elemento más de la escenografía: la escritura de una escena que se desplegaba en tomas y recortes. Preferíamos ignorar, claro, que ese Herzog que despreciaba a los actores era, ante todo, un gran director de actores: véase cualquier película protagonizada por Klaus Kinsky que no estuviera dirigida por Herzog (no defiendo el cine de Herzog, que está casi fuera de mis citas, sino la ironía de esas declaraciones que interpretamos caprichosamente).

Por eso, los que sin confesarlo íbamos al cine a ver una película “de Henry Fonda” o “de Clint Eastwood” —quien aún no se había destacado como auteur (director)— nos sentimos reivindicados cuando Eduardo A. Russo escribió en mayo de 1992 un texto sobre Robert Mitchum en la revista El Amante.

¿Qué es actuar y qué es actuar en cine, cuando una cámara se detiene en un primer plano, un plano medio, un picado o un contrapicado? El teatro siempre será la panorámica sobre la escena, la voz, el cuerpo agitado en el escenario: un personaje poseído por una representación que emite gestos que puedan interpretarse a la distancia. En cambio el primer plano exige una “síntesis” particular —el concepto es de Sergei Eisenstein— que resume la totalidad del relato: un primer plano nos muestra en el rostro del actor la totalidad de la trama. 

En otras palabras: ningún actor puede ser en cine otra cosa que el mismo personaje (por supuesto, tenemos esmerados ejemplos de lo contrario: el laborioso Stanley Tucci tratando de desdoblarse infructuosamente en la magia del teatro para ofrecernos actuaciones lamentables o nuestro finado Alfredo Alcón practicando la alquimia del actor teatral hecho carne en el cine).

Disclaimer

Conocí a Luis Rubio ca. 1986 en un bar donde recalamos tras no-me-acuerdo qué festejo en Dorrego y 9 de Julio. Entonces era un actor de Discepolin que viajaba en la parte trasera de la moto del Turquito y desplegaba su humor para fantasear sobre la pobre vida de un actor rosarino cuando la TV de Rosario todavía lustraba las efigies vivas de Evaristo Monti y Alberto Gonzalo. Difícilmente las líneas que siguen se dedicarán a hacer una diatriba de su trabajo. Sin embargo, su actuación en Lo que quisimos ser, exige mucho más que complacencia y amistad.

No voy a hacer un panegírico de mi amigo, sino un análisis de la construcción de una figura que, aunque difícilmente apreciada por las voces rutilantes de la “rosarinidad porteña”, es también inclasificable por la rosarinidad realmente existente. Sigamos.

Lo que quisimos ser

Retomo el texto de Russo del año 1992: “Un actor en el cine es, antes que ninguna otra cosa, una superficie de inscripción. Y un gran actor de cine será ése cuya imagen pueda modelar de algún modo el film que habita y dotar de constancia una serie de películas que puede abarcar directores, productores y guionistas diversos.” Dice también que hay actores que son a su modo autores: capaces de darle una unidad a las películas que protagonizan que no siempre pueden darle sus directores. Menciona a Henry Fonda, a John Wayne, Bette Davis o Cary Grant (que protagonizó Ayuno de amor, película que el personaje de Rubio volverá a ver en televisión, solo, en su departamento, esta vez con un signo diferente en su rostro, ya no se ríe con estridencia como en la escena en que nos fue presentado.

 



 Agresti encuentra para Rubio/Yuri, la anacronía, una cazadora de gabardina que ya era vieja cuando salió a la venta en los locales de prendas sport, a fines de los 80, un vestuario apagado en el que sobresalen unos tonos pastel teñidos por la misma disolución del siglo XX. Pero, también, unas camisas sobre las que se nota una elección, a la fácil opción del jean liso o la leñadora urbana, alguien puso el ojo en prendas que declarasen esa discreta estridencia.

Pero el guión de Agresti encuentra también ese lugar de Rubio en la actuación cinéfila: en un momento detendrá el juego que le propuso Irene (que avanza en la perfección de esa altra vita, “la que toda espera destruye” —la frase es de Claudio Magris—) y pedirá llamarse Buzz (por Aldrin —ya lo dijimos, agregamos también que el momento de este escrito Aldrin tiene 94 años—), el segundo de Armstrong.

Si se lo piensa un poco, el Rubio actor que hace a Éber Ludeuña trabaja con la sátira y la ironía mucho más que con la parodia. Éber parece sacado de algún lugar que podemos reconocer, pero no podemos reconocer su original, que es el material con el que trabaja lo paródico. Y es también, en tanto satírico —como en el humor de los Hermanos Marx—, un personaje “lector”. Lo dijimos a propósito de TV or not TV, que Rubio desarrolló entre 2016 y 2017, en el que componía personajes del mundo de la televisión y recorría —a través de una consola de edición— distintos escenarios televisivos y producía un tipo de humor sutil, “lector” (repasaba y reconfiguraba escenas históticas). Los títulos finales estaban acompañados de Rubio en un overol que llegaba para arreglar un viejo televisor (de la era pre plasma) en el que se escuchaban los gritos indistinguibles de un programa de panelistas. El técnico abría la caja trasera, tocaba unos cables que chisporroteaban en sus dedos y voilà, comenzábamos a escuchar la voz de Tato Bores, giraba la pantalla y ahí veíamos y escuchábamos un viejo monólogo, veloz y claro, el comediante en su tuxedo.

Ésa sería la clave del humor “lector”: no sólo el homenaje, el reconocimiento de los gigantes que ceden sus hombros para que miremos hacia adelante, según la fórmula del padre Leonardo Castellani, también una declaración: cambiar los gritos por la palabra, volver a una cima para ver por dónde se avanza.

Lo que quisimos ser une esa lectura de Rubio a la de Agresti, que supo ver al actor-autor, aprovechar su austeridad, su figura de coprotagonista no para ponerlo en un segundo lugar, sino en esa “superficie de inscripción” con la que el cine inicia el proceso de representación de aquello que no puede ser mostrado.

Una coda final para Lo que quisimos ser como film argentino. Su economía escenográfica, la pequeña trama en la que se sostiene, la escueta cronología recuerda una tradición que desplegó Leonardo Favio en Soñar, soñar —1975, en la que Carlos Monzón actúa una de las mejores borracheras del cine— o la más reciente Cómo funcionan casi todas las cosas (Fernando Salem, 2015) de la que el mismo director nos dijera: “En el nivel de conflicto y en el de intimidad, y en las sensaciones y en lo pequeño y lo doméstico hay una idea de historia mínima que es muy movilizante, que no hacen falta grandes conflictos, sino que esta idea de duelo, de búsqueda de refugios, de preguntas sobre la existencia no necesitan un marco tan ampuloso y estas historias tan universales se pueden dar en estos pequeños relatos”. También Lo que quisimo ser es una película mínima en torno a la ficción sobre la que erigimos la nave para surcar el mare tenebrarum del mundo.




viernes, 31 de mayo de 2024

no sé

Lo que más me gustó de haber ido a Tercera Oposición es haber dicho tantas veces “no sé”. Mi hija y sus amigos me invitaron a un programa de streaming que sigo desde su nacimiento, en el que he participado a través de comentarios, e el que me sentí interpelado e interpretado, y de pronto estaba allí, en un estudio clavado en el segundo piso de un edificio semiabandonado en la zona central de la ciudad, conversando con una generación a la que le llevo más de la mitad de mi vida pero, sobre todo, a una generación que me interesa y me fascina más que la mía. Dos cosas me aterrorizaban: que creyeran que tenía algo que decirles y que creyeran que mi compromiso emocional no era total y absoluto.


Cosas citadas en la conversación: el artículo de Manuel López Berardi.

El artículo de Franco Moretti “Dialéctica del miedo”.

domingo, 26 de mayo de 2024

hugo

Debe haber sido el año 2018, acaso fines de ese año, cuando la temperatura no era del todo inhóspita. Un domingo al mediodía mi hija, que había ingresado a trabajar como extraccionista de sangre al Hospital Provincial de Rosario en los últimos días de 2016, contó en el almuerzo familiar que reunía a sus padres, sus tías y sus abuelos que Hugo, su compañero de trabajo, había sufrido un nuevo ataque al corazón y que posiblemente no volvería a verlo. Terminó llorando aquél relato en ese almuerzo imperturbable en el que toda señal de dolor es expulsada de ese rito que celebra algún tipo de ideal familiar.

Al día siguiente fui a ese hospital cuyos pasillos transité lleno de hipocondría los primeros años que estuve en Rosario para ver a mi hija y visitar a Hugo, que estaba internado en el primer piso junto con otros pacientes menos ilustres y tan proletarios como Hugo, que me recibió encantado y efusivo en una cama que debió haber transitado en sus rondas de extracción de sangre.

Yacía en esa cama de hierro pintado y tenía mi edad, y me dijo que era afortunado por haber criado a esa hija que vivía conmigo. Se recuperaba. Tenía muchas enfermedades, y de cada una se recuperaba a duras penas cada día.

En esa visita sentí que acompañaba a mi hija y, a la vez, que saludaba a un contemporáneo en ese camino de la enfermedad y la incertidumbre.

Este sábado patrio en el que volvió a reunirse la familia, mi hija trajo la novedad de la muerte de Hugo. Murió solo, en su casa, lo halló un vecino, como había temido que sucediera. El viernes, en el reloj del fichero del hospital –contó mi hija– se encontraron con un cartel impreso que decía: “Hoy falleció el compañero Hugo Cuello”.

Hugo no iba al trabajo hacía largos meses, su salud se había deteriorado al punto de no poder disfrutar de nada de lo que había enseñado en sus largos años de extraccionista en el hospital, donde montó choripaneadas y jolgorios en sectores debidamente aislados de ese lugar centenario. 

Querido Hugo, ignoro el rostro con el que te conocerá el Señor llegado a ese momento liminar entre el Cielo y el Infierno, pero haber conocido tu rostro me hace contemporáneo de tu breve vida y tu encanto, de las cosas que compartimos sin saberlo. Creo que tu muerte me acerca un cáliz del que bebo ausente porque no hay otra forma de beberlo. Requiescat in pace y que tu paz nos acerque un nuevo encuentro. 

Fotografía tomada en el laboratorio del Hospital Provincial a fines de abril de 2019.
 

 

viernes, 19 de enero de 2024

bio-geografía

Publicado hace ya 13 años por la Editorial Municipal de Rosario, San Nicolás de la Frontera tiene un hermoso podcast realizado por Modo Podcast (Galpón 11), de la Secretaría de Cultura de Rosario. En YouTube y en Spotify.


 

domingo, 5 de febrero de 2023

la edad

 En sus cuidados diarios posteriores a la Segunda Guerra, Ernst Jünger descubre que los grandes hombres cuyas biografías está leyendo murieron más jóvenes que él en ese momento. La vejez en el siglo XIX, escucho, era una rareza porque la gente se moría antes. 

Mi abuela Beba murió a los 97 años. Antes había comenzado a delirar. Anotaba con un bolígrafo fragmentos de su pasado en unas hojas de resma y decía: “Yo sé”. 

Murió en San Nicolás, en la ciudad en la que vivió los últimos 30 años de su vida junto a su hija. Su abuelo y tíos abuelos habían peleado en la heroica Defensa de Paysandú, donde había nacido mi abuela en 1904.

“Yo sé”, decía.

Recordaba un embarazo ectópico. Recordaba un tratamiento que su esposo (mi abuelo Horacio) había hecho a una yegua cuando manejaba una veterinaria sobre avenida España. Recordaba cosas que pertenecían a su vida, a la lejana vida a la que los viejos van arrancando sus días.

El “Yo sé” era algo que ella desperdigaba en páginas manuscritas y era también una declaración, algo con lo que también erguía su humanidad debilitada, su cuerpo pequeño y frágil se encaramaba sobre la hoja y ella anotaba eso que sabía.

Me recordaba a algunos pacientes de la Colonia Psiquiátrica de Oliveros, a una mujer en particular que garabateó en una esquela su nombre y algunas palabras dispersas y me dijo: “Ahí está todo”. Como si el acto de escribir en sí mismo ofreciera la materia de una vida. Antes que una memoria esos actos de escritura son un testimonio, un “martirio” –como en la interpretación de Paul Ricœur: testigo es “mártir” en griego–: su autor deja allí sus restos y uno lee en esa letras ausencia y dolor. 

Hace unos treinta años cuando murió el abuelo de mi esposa, José, quien había llegado caminando a un sanatorio de calle Dorrego, en Rosario; una de sus hijas descolgó el saco, la camisa y el pantalón que su padre se había puesto para ir a internarse y soltó: “¡Mirá la ropa que se había puesto el viejo!” La ropa había permanecido en una percha, en la habitación que le habían dado a José y de ahí la sacó la hija, que repasaba con la mano el género del saco marrón a rayas del saco como si en esa última caricia alcanzara el cuerpo del padre que se enfriaba en la morgue. 

La ropa de los viejos es de alguna forma la muda previa a la mortaja. “Lo que tenemos –hábitos, ropa, recuerdos– son demasiado, ya no podemos tenerlos”, como escribe Giorgio Agamben.

En el Cementerio Viejo de Paysandú (hoy Monumento a Perpetuidad) hay una escultura de un ángel viejo que está sentado y sostiene su brazo sobre una espada –una representación del arcángel Miguel. Ornamenta la tumba de Manuel Adolfo Olaechea –el cementerio, donde yacen los heroicos parientes de mi abuela Beba y mi madre, dejó de funcionar en 1881, de modo que nuestro Manuel Adolfo debe haber muerto mucho antes. Su dedicatoria reza: “En memoria de los sentimientos filantrópicos que siempre demostró el Dr.” Olaechea. Qué clase de interpretación unió la imagen del arcángel Miguel, jefe de los ejércitos de Dios, con la filantropía del difunto doctor es un misterio que no puedo resolver, pese a haber estado frente a esa estatua y esa tumba junto con mi hija una fría mañana de julio de 2009.

El ángel viejo de la estatua es ostensiblemente un ángel guerrero, pero es un guerrero que descansa. Su espada ya no apunta a la yugular de Lucifer, como en la representación tradicional de Miguel, con su armadura resplandeciente, sino que está clavada en el suelo y su larga hoja se le ofrece como apoyo; no mira al frente, sino a un costado, su mirada se pierde allende las batallas del pasado. Su reposo es el del guerrero que realizó su tarea, pero su mirada no se dirige tanto al pasado, hacia atrás, como a algo que aún lo acecha: la tarea fue realizada pero su culminación le arrebató algo que permanece a un lado. La vejez es de algún modo eso: descansar sin descansar porque lo que hemos hecho nos persigue, porque en ése pasado inacabado que no está detrás ni en ningún lugar persisten aún deseos que ya no pertenecen a nuestra edad.

En uno de sus cuentos de los años 20, Francis Scott Fitzgerald narra un pequeño episodio: un hombre ya mayor que deambula por un muelle neoyorkino se encuentra con una fiesta de graduados de la universidad que sucede en el deck de un barco fluvial que está a punto de zarpar. Se mezcla entre los jóvenes, se extravía pensando en sus años de juventud, baila con las muchachas que lo acogen como a un viejo amable, un profesor, alguien que es parte de la diversión a condición de permanecer viejo y entretenido. Pero nuestro protagonista está demasiado embriagado por ese salto de edad y termina arrojado por la borda. 

La vejez es una edad en la que es fácil ser arrojado por la borda.

jueves, 29 de julio de 2021

playlist

Hijo cumplió 14 y 15 años en confinamiento. Cuando empezó la pandemia tenía cuatro pares de zapatillas talle 40. Hoy sólo posee un par nuevo, talle 43.

Sus encuentros sociales se multiplicaron en Discord, lo que incluyó conversaciones, cumpleaños –para los que se bañaba y se vestía especialmente–, juegos, películas y música compartida; música que fue descubriendo o redescubriendo por su cuenta, solo. Música con la que, entiendo, se cuenta cosas, éstas que están pasando y aquellas a las que las mismas canciones le abrirán una puerta.

Charly García y, sobre todo, la etapa Serú Girán ha sido la columna vertebral de sus gustos musicales –me refiero a esta etapa en la que él elije su música porque esa música lo interpela y a su vez es él el que interpela su cotidiano con esa música. Porque la música lo rodeó siempre.

Pero ayer nos mostró una playlist en particular a la que agregó unas 250 canciones de rock nacional, desde Sui Generis, Pescado Rabioso, Charly solista, Fito Páez, Cerati, La Máquina de Hacer Pájaro o Viejas Locas. Y mientras nos contaba su criterio de selección y cómo ordenó cada tema según el disco, se detuvo para destacar: “Este tipo me encanta”, y nos hizo escuchar:

Apenas si podía repetir el nombre del intérprete, lo que a mi esposa y a mí nos hizo reír, no sólo porque era un tema de nuestra temprana juventud, sino porque nos resultó muy curioso que un adolescente de 15 años se encantara con “El loco en la calesita”, por Juan Carlos Baglietto, sobre todo porque la música contemporánea que escucha no se parece en nada. 

Evidentemente hay algo que transmiten esas canciones (las de Baglietto, las del rock nacional de los 70) que interpelan al adolescente de un modo anacrónico, que es también el modo con que la adolescencia lidia con la vida.

Coda

No quise insistir con recomendaciones, pero en un rápido ping pong musical, le hice escuchar a Coki Debernardi, a quien conoce de la radio. "¿Es el viejo que se viste con calzas y botas?", dijo fascinado por lo que estaba escuchando, atormentado por esa distancia entre el trato con Coki y la música que sonaba en los parlantes. “Parece... —dijo, sin encontrar con qué compararlo. Y cerró:– No parece de acá.”   

Octubre de 2016 en Radio Sí.


domingo, 28 de febrero de 2021

el fin del anonimato

 Ya no tengo ni querencia/ Y las leguas no me espantan,/ Porque no hay pa’ los que cantan/ Más pago que el de la ausencia

Osiris Rodríguez Castillos, Décimas a Jacinto Luna”.

El 19 de diciembre de 2015 mi hija me mostró el que sería su discurso de despedida en el acto de colación de la primera promoción del Instituto Politécnico Superior que recuperaba la formación industrial que le arrebatara el menemismo. Y que iba a renacer con el régimen macrista instalado en las elecciones de ese año.

Como fui también educado en una escuela industrial, lo mismo que los abuelos de mi hija –en especial, su abuelo materno fue alumno del Politécnico y, mientras ella cursaba los primeros años, él era aún docente en la Facultad de Ingeniería–, la despedida y el hecho de que le tocara leer ese discurso nos tenía inquietos, exigidos por una espada que agitaba la emoción y contra una pared que sostenía el estandarte de la lucidez.

Después de ensayar varios borradores, mi hija decidió que lo mejor sería sintetizar y acotar su discurso a eso que cabe, si se quiere, en la expresión de recital “una que sepamos todas”, es decir, un discurso que de algún modo rescataba ese espíritu de comunidad que comenzaba a disolverse y, a la vez, borraba su firma o, mejor, la unía a una firma común, a un rastro comunitario que se fusionaba en la letra de un poema anónimo, escrito en el baño de mujeres por no se sabía quién, que estaba allí antes de que ella arribara a la escuela y allí permanecería cuando ella se hubiese ido.

“Por llenar mi vida de tantos amigos/ de toda esa gente que creció conmigo/ porque este espejo empañado del baño/ nos vio hacernos grandes año tras año/ porque en cada mesa y en estos asientos/ quedaron sentados los más lindos momentos/ porque en estas paredes bajo los colores/ escribimos los nombres de aquellos amores./ Por aquellas tardes frías de taller/ compartiendo cosas que no van a volver/ porque desde estas tarimas me hicieron sufrir,/ me vieron copiar, me oyeron reír./ Porque seis años te entregué enteros/ y si los tuviera te los daría de nuevo…” Y así.




Claro, en su primera estocada el poema esquivó la coraza de mi formación lírica y buscó el costado sin huesos de mi carne adolescente. Aunque me sorprendió la imagen del “espejo del baño”, a cuyo costado mismo estaba escrito el poema, y aquello de que si la narradora “tuviera” los años que se anticipaba a extrañar en el escrito, se “los daría de nuevo”: había allí una pérdida ya vivida, el augurio residual de la misma pérdida que cristalizaba en los objetos de los que se despedía: la mesa, los asientos, las tarimas, el espejo. Se necesita cierta osadía para dejar por escrito eso: tratar de atrapar aquello que está a punto de perderse con la promesa de algo que no encontraremos. En fin, para estas cosas existe la escritura.

Un lustro más tarde, el jueves pasado, mi hija nos comunicó con emoción que sabía al fin quién había escrito aquel poema, que ella misma había leído desde el primer día que ingresó al Poli en el baño de mujeres, y con el que también anticipó durante seis años su conmovida despedida de la escuela. Nos envió un enlace a una red social en la que vimos a Paula Marull posando contra la pared donde estaba el poema, escrito a fines de 1991, cuando la autora estaba a punto de egresar.


“El último día del último año de clases –escribió Paula Marull en la entrada de la red social–, fui al baño de mujeres, me trepé a uno de los taburetes que hacíamos en carpintería y lo escribí en la pared justo al lado del espejo donde ya nos delineábamos, con la misma letra que terminábamos teniendo todos en el industrial. No lo firmé. Me limité a dejarlo ahí para que se lo lleven los años. Quería que las paredes lo absorban como el filtro solar que le pongo a mis hijas. Fui cobarde. Muchas veces me impulsó a escribir la cobardía. Sé que si hubiera hablado más, enfrentado más, confrontado más, hubiera escrito menos.


“Hace unos días me contactaron x Ig: “soy una egresada del Politécnico de Rosario y necesitamos por pedido del actual director dar con la autora del poema que aún hoy está escrito en la pared del baño de chicas, y todo lo que pudimos conseguir es saber que fue escrito por la promoción 91... Si tenés algún dato para aportar te lo agradeceríamos”.


“Para mi sorpresa al poema también le habían pasado muchas cosas en estos años. Lejos de quedar huérfano, fue adoptado por 30 generaciones de mujeres que, como nosotras, se refugiaban en el baño y le reforzaban el fibrón cuando se borroneaba, lo reescribían cuando el baño se pintaba y lo recitaban en las tarimas cuando egresaban.


“El Poli dejó de ser un colegio con 5 mujeres por división y este año deberán hacer una reforma en el baño que va a afectar la pared donde se aferró el poema como una hiedra y quisieron homenajearlo.


“Este fin de semana viaje a Rosario para entrar al baño de mi escuela después de 30 años pensando lo mismo que el día que lo escribí, ‘no tengo que llorar’. Volvió a ser imposible.”


Paula Marull: no puedo dejar de leer en ese apellido lo que escribió Ernesto Inouye sobre otro Marull, Facundo, un rosarino errante que es parte del panteón poético de la ciudad y hoy puede leerse gracias al trabajo de la Editorial Municipal de Rosario (EMR).


Según me dice Paula en un mensaje de wasap, no tiene claro si hay o no un parentesco con Facundo. Según Inouye, que interrogó sus fuentes dentro de la familia del poeta investigado para el volumen de su obra completa, el vínculo familiar es muy distante: “Resuelto el tema genealógico –me escribe también por wasap–. El bisabuelo de Facundo Marull era hermano del tatarabuelo de las mellizas [Paula y María]. Un parentesco bastaaante lejano.”


Pero, me digo, a fin de cuentas no estoy buscando parentescos más allá de unas palabras y un apellido sino, como dijo el poeta, “lo que se cifra en el nombre”. 

 

Errancia

 

En 2019 la EMR publicó la Poesía reunida de Facundo Marull en su colección Mayor, donde agrupa a esos poetas que, en la historia reciente, de algún modo registraron los modos de nombrar y aludir al Rosario de su época (están desde Felipe Aldana a Francisco Gandolfo). Ernesto Inouye fue no sólo el prologuista, sino el encargado de la investigación que llevó a reunir los versos, la biografía y la obra del poeta, que se reduce a dos libros publicados al promediar los 40, en Rosario, y los 60, en Montevideo.


A principios del año pasado, Inouye escribió en El Cocodrilo –la revista de Letras que incorpora tecnología e hipervínculos a la literatura vernácula– una crónica de su periplo en pos de datos biográficos y parte de la obra periodística de Facundo Marull.


La conclusión sobre Marull (muerto en 1994, en Buenos Aires, a los 79 años, aunque en una entrada de su Diccionario de Rosario, el historiador y coleccionista Wladimir Mikielevich lo da por muerto a mediados de los 80, según recoge el mismo Inouye) es que acaso era un hombre, un poeta, una biografía que no quería ser descubierta: “Desprovisto de bibliografía, tuve que basar la investigación en entrevistas a gente que lo había conocido o al menos había escuchado hablar de él, y en tratar de derivar datos nuevos de los pocos que tenía: por ejemplo leer comentarios en blogs discontinuados y stalkear a los usuarios que lo nombraban (en viajes al pasado a planetas abandonados como ‘Taringa!’ o la ‘blogosfera’) o no investigar a Marull sino ir hacia esos lugares donde había olor a Marull, algún personaje, movimiento artístico o político cercano como para, de alguna manera, ir cercándolo. La falta de información y estudios previos me obligó a abandonar el mundo de las ideas, e introducirme en el asistemático, múltiple y polivalente mundo real, la materia prima de los detectives y los comerciantes, y a partir de los rastros del Marull de carne y hueso intentar reconstruir su vida y después intentar descifrar su poesía singular”, escribe Inouye.


Nacido en Rosario, de una familia “aristocrática”, donde las comillas pueden leerse como: una familia vasta y con historia –hay una calle Mariano Marull en Alberdi, en Rosario– que no necesariamente significa rica, Facundo Marull eligió la errancia, nunca tuvo una casa e invirtió sus ingresos en motos que lo alejaban de las propiedades y la historia que podrían legarle un apellido y una pertenencia.


Beatriz Vignoli, en una nota publicada en un diario local, traza una genealogía de Marull y la vanguardia, que también se dibuja en la semblanza de Inouye: el autor que escapa de sí mismo y construye con su ausencia una obra que habla de él en silencio.


Paula Marull, actriz y dramaturga excepcional, quien hace treinta años dejó el Politécnico y no volvió a ingresar hasta el fin de semana pasado (lo dice en ese fragmento tomado de una red social y vuelve a decirlo en un audio de wasap), también narra en este conmovedor texto publicado en un diario porteño que su padre, cuando se separó de su madre y dejó la casa de Fisherton, era un nómade que la llevaba a ella y a su hermana por los patios y las casas de sus amigos en un recorrido afectivo que parecía sortear cualquier ambición de propiedad. Allí están Paula y su hermana deambulando y jugando con juguetes ajenos por las propiedades de rosarinos célebres como Roberto Fontanarrosa y otros cuya celebridad conocimos en los 80-90 a través de sus marcas, como la tradicional disquería Tal Cual.



Pero esa errancia, ese nomadismo emocional, esa cualidad de ausentarse y seguir “hablando”, contándole cosas a un tiempo que es nuestro a costa de perderlo, es también lo que está en el poema de Paula Marull que permaneció anónimo durante treinta años.


Hay algo “fantástico” –por el modo en que cierto orden parece subvertirse– en esta operación temporal que practican los Marull –el padre de Paula, según ella lo recuerda, el lejano Facundo y ella misma–: despliegan una rara operación que descoloca los estándares sucesivos de la temporalidad. Con su ausencia, Facundo Marull hace de su obra una contemporaneidad suspendida; con su anonimato, el poema del Politécnico se anticipa a las voces de aquellas que leen allí lo que Facundo Marull no tuvo, una pertenencia.


Leí una vez este tipo de “operación” en El fin de la aventura, de Graham Greene, donde Sarah Miles, esposa adúltera, ya muerta, se aparece en el sueño febril del hijo del señor Parkis, el detective que contrató el amante de Sarah para seguirla. El niño Parkis vuela de fiebre. “Apendicitis”, ha dicho el médico. Su padre le teme a la operación de su hijo y lo mantiene en cama. El joven lee un libro que perteneció a la infancia de Sarah. En su sueño, Sarah se le aparece y le palpa el lado derecho del vientre. Luego, anota algo en el libro que está en la mesita de luz. Al despertar, el niño observa en la primera página del libro que había estado leyendo una anotación que no había descubierto. Allí Sarah, de niña, había anotado: “Una vez que estuve enferma me dio este libro mamá/ Si alguien me lo robara Dios lo castigará/ Pero si enfermo te encuentras/ Consérvalo y léelo mientras”.



El tema del sueño, como anticipación o, como en el caso de El fin de la aventura, como visión, lleva al tema del tiempo. Claro que el mismo Greene señala el asunto en su ficción y pone en boca de un sacerdote la siguiente reflexión: “San Agustín se preguntaba de dónde venía el tiempo. Decía que venía del futuro, que aún no existía el presente, que no tenía duración e iba al pasado que había dejado de existir. No me parece que estemos en condiciones de comprender el tiempo mejor que un niño”. 


Pero, además, El fin de la aventura es quizás el más explícito homenaje de Greene a Léon Bloy. No sólo una cita de El alma de Napoleón inaugura la novela, en la trama del episodio narrado puede leerse también aquella otra observación de los diarios de Bloy sobre el tiempo: “Los acontecimientos no son sucesivos sino contemporáneos, de manera absoluta; contemporáneos y simultáneos, y es por esta razón por la que puede haber profetas. Los acontecimientos se despliegan bajo nuestros ojos como una tela inmensa. Sólo es nuestra visión la que es sucesiva”.


Esa metamorfosis temporal, estimo, es ni más ni menos la que opera en el poema de Marull en el baño del Politécnico y en el nomadismo del poeta rosarino, la contemporaneidad de una visión que vuelve al tiempo una dimensión particular, propia, capaz de ser habitada por todos aquellos que en un momento descubren que sólo la sucesión es ilusoria, que la errancia y el despojo es también un territorio solidario que permite a otros apropiarse de eso que siempre parece escaparse.

 
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Si no reparaste en los enlaces que están en el texto, acá está el listado de notas y escritos aludidos sobre los que se construyó este texto:
En FB Paula Marull cuenta su reencuentro con el poema que escribió en el baño del Politécnico treinta años después: https://m.facebook.com/story.php?story_fbid=10158141585953277&id=597848276 (de aquí también fueron tomadas las tres fotos de ella y su hermana María que ilustran esta entrada).
En El Cocodrilo, Ernesto Inouye cuenta su periplo en pos de la obra y los datos biográficos de Facundo Marull: https://revistaelcocodrilo.com/ensayos/marull-en-mikielievich-conservar-o-dejar-ir-por-ernesto-inouye/
En Página 12 Paula Marull escribe sobre "Pedro Navaja" y recuerda a su padre: https://www.pagina12.com.ar/292221-pedro-navaja-de-ruben-blades

domingo, 3 de enero de 2021

la era de los confines

En el término latino confinis el mundo halla sus límites, sus bordes, sus fronteras. El mundo se repliega, se convierte en el mundo conocido del adentro y el afuera: adentro de un territorio, de una aldea, de una ciudad, de un país o de una casa.

En el capítulo dedicado al “Espacio sagrado” de su Fenomenología de la Religión, el teólogo luterano Gerardus van der Leeuw compila y describe los límites: “No sólo la casa y el templo, sino también la fundación en general, la aldea, la ciudad es un sitio ‘destacado’, sagrado. El hombre se establece así y hace de la posibilidad descubierta una nueva potencia. Su fundación se separa del extenso espacio que la rodea; su tierra de labor, del desierto bosque o de la llanura abandonada. La cerca que instala desempeña el papel de la puerta en la casa; separa el seguro terreno de la vivienda humana del dominio ‘siniestro’ de los poderes demoníacos. (…) Los lares, dioses domésticos romanos, junto con los penates, eran tal vez originalmente los poderes del merodeo en el bosque y después se convirtieron en los que gobernaban la casa que se había construido en el claro. (…) Las diversas leyendas acerca del origen de las ciudades vuelven a la misma necesidad. Se dejaba que los animales corrieran libremente hasta que se posaran en cualquier lugar, etc. Se necesitaba un origen de lo indudablemente potente. No se trata de la disposición de un lugar en el que permanecer, sino de la fundación de un sitio en el que resida el poder”. La noción de confín que desarrolla Van der Leeuw, así entendida (fundación, invocación de un poder), no confina sólo un espacio, sino un tiempo, una temporalidad, ligada a lo sagrado o, mejor, que se desprende de lo sagrado.

Acaso los confines no nos permiten conocer el mundo, expandir un saber insaciable, pero permiten clasificar ese mundo a través de sus bordes, los que separan lugares, espacios, estados: el líquido del gaseoso, el líquido del sólido; las alturas del llano, los bosques de los matorrales, y así.

En ese sentido, el español tiene otra acepción para confín: “Último término a que alcanza la vista.”

La vista. ¿Para que existan confines debe haber una mirada?

Mientras estaba en Japón, en septiembre de 1958, el historiador de las religiones Mircea Eliade anota en su diario: “Hori me lleva hoy a casa de una chamán (miko) en Shiogama. Se llama Suzuki, tiene cincuenta y seis años y está ciega (como, por lo demás, la mayor parte de los chamanes de la clase itako). Se quedó ciega a los diez años y fue iniciada a los catorce.

“Y Hori me cuenta: como hace años los ciegos eran mucho más numerosos en las regiones nórdicas del Japón, y como no servían para nada, a la edad de cinco o diez años se les reunía y se les mataba. Pero ocurrió lo siguiente: un alto funcionario llamó un día a una ciega, la llevó al jardín y le pidió que se lo describiese. La ciega había recibido una buena instrucción: se preparaba para convertirse en itako. Describió el jardín y dijo, entre otras cosas, que había allí un árbol, y bajo el árbol una linterna de piedra. Desde entonces las gentes comenzaron a apelar a la clarividencia de los ciegos y ya no les mataron”.

Desde luego, esas atrocidades enunciadas –que los ciegos no servían y que los mataban–, las leemos del mismo modo que leemos las crueldades de Las mil y una noches.

Más tarde, en diciembre del año siguiente, en India, Eliade anotará, tras la lectura de los Upanishads, sobre la figura de la gruta que esconde el alma o la divinidad. Dios está enterrado en nosotros, dice más o menos. Es decir, cada uno es, de alguna manera, un territorio, una geografía a descubrir, un terreno a explorar en relación con algo que lo excede.

Tomo estos ejemplos no tanto por su tinte religioso como por las figuras que evocan, con las que más o menos estamos familiarizados y arrastramos más allá de nuestras creencias o ideologías.

Los confines, en estas visiones, separan no sólo espacios, no sólo ponen límites más allá de donde alcanza la vista; sino que separan temporalidades: aquél tiempo en el que un poder se ha instalado en el “interior” de alguien y lo definió como interior, y ese lugar en el que ese alguien desplegará ese don que le fue dado.

En su Historia de la locura, Michel Foucault ubica en el siglo XVII “El Gran Encierro”, “destinado a colocar al margen de la sociedad –anota Didier Eribon– a todos aquellos a quienes condena la nueva moral burguesa, en proceso entonces de instalación –una moral del trabajo y la familia–, hará cohabitar, en los mismos lugares de confinamiento, a los insensatos, los mendigos, los alquimistas, los libertinos, los venéreos, los disolutos, los homosexuales, etcétera”. De ese Gran Encierro surgirán el loco y el homosexual pero, sobre todo, pesarán sobre esas figuras el sello del pecado y la culpa, pese a que en épocas anteriores la convivencia con locos y homosexuales no tenía esa carga moral y social.

Cuando leí que la Fundación para el Español Urgente (Fundeu) escogió “confinamiento“ como palabra del año, no pude dejar de leer en ella ese confín, ese límite que el encierro trajo y desdibujó, convirtió en figura: durante 2020 –y es probable que también durante buena parte de 2021– crecieron nuestros confines, pero también se extendieron. Dice Luciano Luterau que los sueños de la cuarentena volvieron sobre las casas, los parques y los juegos de la infancia; que el mundo onírico se multiplicó y cohabitó el confinamiento. El encierro trajo otros confines que, como en las citas de Van der Leeuw y Eliade, desmontaron espacios y temporalidades.

En el mejor de los casos, al confinarnos también pudimos abrir una puerta.

La otra pregunta es cuáles figuras surgirán de este nuevo Gran Encierro y qué carga moral pesará sobre ellas.

Durante su confinamiento, en San Nicolás, mis padres cultivaron una quinta en el fondo de la casa.


martes, 10 de noviembre de 2020

nosotros

Las principales ficciones televisivas de este año se encargaron de mostrar los años en los que Estados Unidos estuvo al borde de volverse un país no de izquierda, pero sí democrático. No, no hay ningún error. Estados Unidos no es un país democrático, pero entre fines de los 60 y principios de los 70 –pongamos por fecha 1973, cuando el presidente Richard Nixon logró imponer el dólar como medida de intercambio comercial global– pudo haberlo sido. De eso trata la serie Mrs. America, de eso trata el film El juicio de los siete de Chicago (Aaron Sorkin), las series Woke, Lovecraft Country (acá hay una reseña para escuchar) e, incluso, la adaptación que hiciera David Simon de La conjura contra América (la novela de Philip Roth, The plot against America) que hasta generó un ataque de trolls en la conversación que Simon mantuvo con Pablo Iglesias en Twitter. La conjura contra América, claro, trata sobre esos inciertos años antes de que EEUU y el presidente Franklin Delano Roosvelt –primer populista estadunidense– se involucraran militarmente en la Segunda Guerra, cuando el país era seducido por el nazismo. Pero el punto de vista de Simon en el desarrollo de la miniserie es la presidencia de Donald Tump.

Donald Trump perdió su reelección. Si no recuerdo mal –y no tengo ganas de ir a buscar el artículo de alguno de los periódicos yanquis que leo– es la décima vez en la historia que un presidente pierde su reelección. Pero es la primera vez que un presidente que pierde esa reelección es tan votado. Y es la primera vez que tantos estadounidenses van a las urnas –el promedio histórico de votantes que eligen un presidente en ese país apenas llega al 25 por ciento de su población–, busquen los datos en RealPolitik. Lo que la serie Mrs. America (que es la narración de cómo la segunda ola feminista es derrotada por una conservadora que inauguró la mentira y los discursos de odio tal como hoy los conocemos) nos mostró, por ejemplo, era un país que siempre tuvo sus divisiones, pero que enseñaba un bipartidismo capaz de entenderse en la disputa política, capaz de confrontar, con republicanos que apoyaban los movimientos feministas –el mismo Ronald Reagan, cuyo acceso a la Casa Blanca y su inicio de la revolución conservadora marca el final de la serie, estaba a favor del aborto antes de llegar a la presidencia– y demócratas que aún no se habían aliado a las élites multimillonarias de Wall Street. Eran los Estados Unidos que aún no habían caído en las garras de la plutocracia, como se encargó de contarlo muchas veces mi admirado Chris Hedges.

Donald Trump perdió. Los republicanos perdieron y, como partido, se llamaron a silencio. Con una victoria magra, podríamos decir “dietética”, Joe Biden se alzó con la presidencia después de la canallesca interna en la que corrieron a Bernie Sanders de la carrera a la Casa Blanca.

Poder blando

Nouriel Roubini aseguró en una nota publicada el 27 de octubre pasado en ProjectSyndicate, que Biden necesitaba ser contundente en el triunfo para no llevar a EEUU a una debacle financiera en las elecciones del martes 3 de noviembre. Hizo comparaciones con las elecciones que consagraron fraudulentamente a George W. Bush en 2000 y auguró un caos bursátil en caso de que los resultados se demoraran como entonces. Pero, sobre todo (los datos económicos los dejo para los economistas), señalaba que estas elecciones erosionaban el poder blando (soft power) de Estados Unidos, nada más ni nada menos que ese que nos lleva a ver a la potencia imperial como un modelo para la democracia y sus instituciones.

Bien, creo que ese soft power es lo que se resquebrajó definitivamente en estas elecciones. Salvo los imbéciles que trabajan el doble que nosotros para mantenerse desinformados, nadie puede pensar hoy que en Estados Unidos es el voto popular el que elige presidente. Entre las principales formas de conteo del voto, todos seguimos en estas elecciones la conformación de un Colegio Electoral casi monárquico que definía la mayoría para elegir presidente y que en los comicios de 2016 le dieron la victoria a Trump cuando su contrincante, Hillary Clinton –la candidata de Wall Street y la espectadora del asesinato de Osama Bin Laden en territorio extranjero– sacó tres millones de votos más.

Apenas habían arrancado los 90 cuando Leonard Cohen nos enseñó aquella maravillosa canción que se llamaba “Democracy” y decía que la democracia nos llegaba como el sentimiento de algo “que no era exactamente real, o era real, pero no estaba exactamente ahí”.


Un ganador humilde

Cuando los grandes medios coronaron presidente a Joe Biden, el sábado pasado, el clásico programa Saturday Night Live invitó una vez más al brillante comediante negro Dave Chappelle a hacer un monólogo que no era otra cosa que un editorial.

Con su elegancia irónica y magistral, Chappelle dijo, más o menos que los votantes blancos rurales y de clase trabajadora que se pasaron al Partido Republicano en la era de Trump pueden ser fácilmente estereotipados, tal como lo han sido los negros a lo largo de la historia de Estados Unidos. “¿Ni siquiera querés usar tu barbijo porque es opresivo? ¡Intentá usar el barbijo que estuve usando todos estos años! [en inglés barbijo se dice “mask”, que equivale, como en español, a “máscara”]. Ni siquiera puedo decir algo verdadero a menos que tenga un chiste detrás”. Y siguió: “Ustedes no están listos; no están listo para esto. Ustedes mismos no saben cómo sobrevivir. Los negros somos los únicos que sabemos cómo sobrevivir a esto”. Para Chappelle, Estados Unidos no se curará con una elección, sino con personas que lleguen a un entendimiento más profundo. “Les imploro a todos los que celebran hoy que recuerden que es bueno ser un ganador humilde. ¿Recuerdan cuando estuve aquí hace cuatro años? ¿Recuerdan lo mal que se sintió? Recuerden que la mitad del país en este momento todavía se siente así”, dijo.


El martes pasado, cuando se desarrollaba el proceso de las elecciones, un amigo me escribió desde Colorado. 

“El sábado fue Halloween –me decía–. Nuestra casa era la única en la cuadra con decoración. Te da una pauta de la depresión colectiva.”

Y también: “Y nadie habla de política, aunque todos saben que todo el mundo está consumido por eso. El miedo y el estrés sobre el tema es tanto, que apenas si hay carteles y cosas, salvo en los lugares donde es claro que un lado domina”.

La pequeña localidad donde vive, cercana a la universidad de Boulder donde es un destacado profesor, es un vecindario tranquilo, pero también dividido. Me sobresaltó esa imagen, la de vecinos consumidos por la división política, tragándose las palabras que deberían ser la materia de la discusión política, es decir, el combustible de la participación ciudadana, en ese resentimiento consumado que ni siquiera les permitía reparar en la alegría o el ritual de sus hijos, la fiesta de Halloween, la víspera de todos los santos, como si ya no hubiera víspera posible y todo se jugara en ese pasado condenado. Le creo cuando dice que el gótico, esa narrativa en la que todos están atrapados en el pasado, es el género contemporáneo.

Nosotros


En cuanto a nosotros, argentinos, entusiasmados por el triunfo del MAS en Bolivia, después de ver al presidente Alberto Fernández acompañar a uno de los más grandes líderes americanos de las últimas décadas, Evo Morales, hasta Bolivia, ¿qué significa el triunfo de Biden o la derrota de Trump?


Poco por ahora.


Me quedo con el último newsletter de María Esperanza Casullo: “
Se habló mucho en estos últimos años del ‘giro a la derecha’ y del atractivo de las nuevas derechas radicales populistas, que parecían haber llegado para comerse el mundo. Es un dato positivo, creo, el que estemos empezando a ver los límites de estos modelos: es cierto, son eficaces (¡el populismo sigue funcionando!), movilizan, generan identidades, pero... pierden, y no son mayoritarias. Son un sector más. A competir en elecciones, señores. Y creo que, para la Argentina, no será un mal dato tener que negociar con Biden, que por lo menos en sus primeros dos años va a tener un frente interno complicado. Mejor que la mirada se aleje de Latinoamérica”.