En sus cuidados diarios posteriores a la Segunda Guerra, Ernst Jünger descubre que los grandes hombres cuyas biografías está leyendo murieron más jóvenes que él en ese momento. La vejez en el siglo XIX, escucho, era una rareza porque la gente se moría antes.
Mi abuela Beba murió a los 97 años. Antes había comenzado a delirar. Anotaba con un bolígrafo fragmentos de su pasado en unas hojas de resma y decía: “Yo sé”.
Murió en San Nicolás, en la ciudad en la que vivió los últimos 30 años de su vida junto a su hija. Su abuelo y tíos abuelos habían peleado en la heroica Defensa de Paysandú, donde había nacido mi abuela en 1904.
“Yo sé”, decía.
Recordaba un embarazo ectópico. Recordaba un tratamiento que su esposo (mi abuelo Horacio) había hecho a una yegua cuando manejaba una veterinaria sobre avenida España. Recordaba cosas que pertenecían a su vida, a la lejana vida a la que los viejos van arrancando sus días.
El “Yo sé” era algo que ella desperdigaba en páginas manuscritas y era también una declaración, algo con lo que también erguía su humanidad debilitada, su cuerpo pequeño y frágil se encaramaba sobre la hoja y ella anotaba eso que sabía.
Me recordaba a algunos pacientes de la Colonia Psiquiátrica de Oliveros, a una mujer en particular que garabateó en una esquela su nombre y algunas palabras dispersas y me dijo: “Ahí está todo”. Como si el acto de escribir en sí mismo ofreciera la materia de una vida. Antes que una memoria esos actos de escritura son un testimonio, un “martirio” –como en la interpretación de Paul Ricœur: testigo es “mártir” en griego–: su autor deja allí sus restos y uno lee en esa letras ausencia y dolor.
Hace unos treinta años cuando murió el abuelo de mi esposa, José, quien había llegado caminando a un sanatorio de calle Dorrego, en Rosario; una de sus hijas descolgó el saco, la camisa y el pantalón que su padre se había puesto para ir a internarse y soltó: “¡Mirá la ropa que se había puesto el viejo!” La ropa había permanecido en una percha, en la habitación que le habían dado a José y de ahí la sacó la hija, que repasaba con la mano el género del saco marrón a rayas del saco como si en esa última caricia alcanzara el cuerpo del padre que se enfriaba en la morgue.
La ropa de los viejos es de alguna forma la muda previa a la mortaja. “Lo que tenemos –hábitos, ropa, recuerdos– son demasiado, ya no podemos tenerlos”, como escribe Giorgio Agamben.
En el Cementerio Viejo de Paysandú (hoy Monumento a Perpetuidad) hay una escultura de un ángel viejo que está sentado y sostiene su brazo sobre una espada –una representación del arcángel Miguel. Ornamenta la tumba de Manuel Adolfo Olaechea –el cementerio, donde yacen los heroicos parientes de mi abuela Beba y mi madre, dejó de funcionar en 1881, de modo que nuestro Manuel Adolfo debe haber muerto mucho antes. Su dedicatoria reza: “En memoria de los sentimientos filantrópicos que siempre demostró el Dr.” Olaechea. Qué clase de interpretación unió la imagen del arcángel Miguel, jefe de los ejércitos de Dios, con la filantropía del difunto doctor es un misterio que no puedo resolver, pese a haber estado frente a esa estatua y esa tumba junto con mi hija una fría mañana de julio de 2009.
El ángel viejo de la estatua es ostensiblemente un ángel guerrero, pero es un guerrero que descansa. Su espada ya no apunta a la yugular de Lucifer, como en la representación tradicional de Miguel, con su armadura resplandeciente, sino que está clavada en el suelo y su larga hoja se le ofrece como apoyo; no mira al frente, sino a un costado, su mirada se pierde allende las batallas del pasado. Su reposo es el del guerrero que realizó su tarea, pero su mirada no se dirige tanto al pasado, hacia atrás, como a algo que aún lo acecha: la tarea fue realizada pero su culminación le arrebató algo que permanece a un lado. La vejez es de algún modo eso: descansar sin descansar porque lo que hemos hecho nos persigue, porque en ése pasado inacabado que no está detrás ni en ningún lugar persisten aún deseos que ya no pertenecen a nuestra edad.
En uno de sus cuentos de los años 20, Francis Scott Fitzgerald narra un pequeño episodio: un hombre ya mayor que deambula por un muelle neoyorkino se encuentra con una fiesta de graduados de la universidad que sucede en el deck de un barco fluvial que está a punto de zarpar. Se mezcla entre los jóvenes, se extravía pensando en sus años de juventud, baila con las muchachas que lo acogen como a un viejo amable, un profesor, alguien que es parte de la diversión a condición de permanecer viejo y entretenido. Pero nuestro protagonista está demasiado embriagado por ese salto de edad y termina arrojado por la borda.
La vejez es una edad en la que es fácil ser arrojado por la borda.
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