Mi aproximación
al tango tiene muchas capas, como la cebolla. De alguna manera, hay un tango
que nos marcan pero uno no elige, que está –en la radio, sobre todo, en la
memoria de los padres o los abuelos–, y otro que uno elige erráticamente: por
ejemplo, recuerdo haberme comprado alrededor del año 1982 Reunión
cumbre, de Astor Piazzolla y Gerry Mulligan, cuyo éxtasis me llevó a
otro disco de Piazzolla, esta
vez con Roberto Goyeneche, en vivo en el teatro Regina en 1982. Ahí creí
tocar una quintaescencia del tango que no tardaría en dejar de lado e, incluso,
despreciar cuando conocí, por ejemplo, a los ángeles D’Agostino y Vargas, a
Alberto Marino con la orquesta de Troilo, a Fiorentino, a Charlo o Ignacio Corsini,
todo ello con la banda de sonido de fondo de Carlos Gardel y sin ninguna
sincronía.
El tango, para
quien intenta cantarlo y no se formó en ese canto lírico e italiano, de cortes
y quebradas, en su ritmo negro y milonguero, es un imposible. Una de sus maravillas
y misterios principales es que una música tan difícil haya llegado a semejantes
niveles de popularidad: difícil de cantar, difícil de bailar, difícil de
entender las letras que, aunque recorren una docena de temas clásicos, abundan
en figuras y metáforas de una elaboración sofisticada y hasta herméticas; y sin
embargo, todo rioplatense formado entre los 20 y los 60, cualquier tipo de clase media, pero también el obrero que no había terminado la primaria, sabía descifrar esa
hermenéutica orillera. Un milagro del que sólo fueron contemporáneas pocas
civilizaciones, la rioplatense entre ellas.
Después de un
tiempo de fastidio y definitivo desencuentro con el tango, volví con unos
discos de Edmundo Rivero, cuando había que buscar discos o cedés en disquerías
y aún no existía La Mula.
Rivero, junto con Nelly
Omar, me permitieron unir esa deriva “negra” del tango, donde la raíz
folclórica y la orillera, la pata inmigrante y la del ritmo africano cruzan sus
huellas extranjeras.
Por esos días,
los primeros 90, también Ángel Faretta me
hizo descubrir un disco único y exquisito de un pianista, compositor y tanguero
inmenso, Lucio Demare y el disco Sus
tangos (todo esto que acá se enlaza a YouTube está en Spotify), en el
que interpretaba en un piano tangos muchas veces suyos de una manera
minimalista, precisa y magistral. Un piano que tenía voz.
Desde entonces perseguí ese tango “pos”, ese be-bop del tango que llevaba a esos gigantes a acompañar una voz que flotaba sobre la ejecución como la “niebla del Riachuelo”, magistral, íntimo, que operaba sobre el recuerdo y actualizaba el rito de un dios que volvía una y otra vez a entregarse al sacrificio.
Pero, como decía,
nos acercamos al tango como a una cebolla, hay que quitar capa tras capa. Y una
de esas capas es cierto saber íntimo, cierta frecuentación de los ambientes y
los protagonistas del tango, de la Rosario tanguera de las décadas pasadas, cuando
Edmundo Rivero venía a parar al hotel Savoy o Hugo Del Carril, prohibido después
de la Libertadora, se las arreglaba para tocar en clubes de Maciel o los
alrededores, a los que llegaban los jóvenes de entonces en los rústicos ómnibus
de la época y saltaban tapiales para escucharlo.
Entre esos
jóvenes estaba Rafael
Ielpi, como me contó alguna vez.
Ielpi ha sido,
durante esta cuarentena y desde el año pasado, mi dealer para esos tango raros o, mejor, no raros –para “rara” y
espantosa está la “Balada para un loco” del Goyeneche actor-de-taller-de-teatro–, sino excepcionales, “posteriores”.
Gracias a Ielpi
me hice devoto de los versos negros cantados por Mercedes
Simone y, cuando le hablé de Rivero, me tiró por correo este resumen de su
encuentro que reproduzco:
«Con Edmundo
Rivero me encontré varias veces, una de las últimas, creo, cuando lo traje a
dar una charla en el teatro Olimpo sobre el lunfardo, la que matizó cantando
algunos tangos lunfas acompañándose con la guitarra: era un eximio ejecutante.
Fue en 85 o 86 y era con entrada libre y gratuita y me acuerdo que cuando
faltaban unos 15 minutos había un montón de gente en la vereda, que como creía
que había que pagar entrada, no se decidía a entrar hasta que les avisamos y
cuando empezó estaba lleno.
«Antes y desde
el inicio de los 70 estuve con él en el Hotel Savoy, en el que se alojaba
siempre que venía a la ciudad para actuar en alguno de los locales del Bajo,
como el “Morocco” o en La Casa del Tango. La primera vez fui a ver si lo podía
saludar; era uno de mis preferidos entonces junto a Fiorentino, Ángel Vargas,
Floreal Ruiz. Pedí en recepción que avisaran a su habitación que había un tipo
que quería saludarlo. Me dijeron que lo esperara en la confitería, que ya
bajaría. Era alto, serio pero muy cordial y hasta un poco ceremonioso. Me
acuerdo que pidió un té con limón –no sé si tomaba alcohol pero no fumaba– y
durante más de media hora, charlamos de tangos, de su etapa con Salgán, con
Troilo y cuando comenzó su etapa de solista.
«Una de esas
veces, fui con Marcelo
Raigal, un muy buen pianista rosarino que vive desde hace muchos años en
España, que compuso tangos con letra de Miguel Jubany, que actuó en la Cumbre
del Tango en Sevilla y sigue componiendo; no lo volví a ver desde que se fue.
«Bueno, con él
habíamos compuesto una milonga y me convenció de que se la lleváramos a Rivero
para que la escuchara y nos dijera qué le parecía. A mí me pareció una locura
pero Marcelo, que era más joven y entusiasta, insistió tanto que me convenció.
Allá fuimos, él con la partitura de música y letra y, después de haber charlado
unos quince minutos, le dijo lo de la milonga y le mostró la partitura. Rivero
la leyó y nos invitó a la habitación para tocarla en la guitarra y cantarla.
Nos dijo que era una linda milonga y que se la diéramos para ver si la
incorporaba a su repertorio.
«Que yo sepa,
nunca la grabó y tal vez ni siquiera la cantó; de la letra no tengo la menor
idea de cómo era y de la música, menos; tal vez Marcelo la haya resguardado
aunque no sé si después de 50 años...
«La anécdota que
vos recordás que te conté es efectivamente así. Una tarde, (Rivero) me invitó a
acompañarlo hasta el Bajo, donde iba a “pasar letra” con los músicos para la
actuación de esa noche, creo que en el “Morocco”. Salimos del Savoy por calle
San Lorenzo para seguir hasta Maipú, por la vereda del hotel cuando, a la media
cuadra me dijo que cruzáramos a la de enfrente. Me extrañó porque íbamos por la
vereda correcta para doblar por Maipú hacia Avenida Belgrano, pero no dije
nada. Cuando habíamos hecho una cuadra me dijo: “A usted le habrá extrañado que
cruzáramos de vereda. Pero vi que por la nuestra venía José Berón. Estaba
bebido y no quise que se sintiera mal de que lo viéramos así...” Si no es
textual, pega en el palo porque siempre me acordé de la frase pero sobre todo
del gesto, que demostraba que Rivero tenía un código de la amistad y el honor
reconocido en todo el ambiente, tan particular, de los tangueros.
«José era
hermano de Raúl Berón, uno de los grandes cantores de Troilo, Miguel Caló y
Lucio Demare y de Adolfo, guitarrista de muchas grabaciones con su conjunto de
violas, y de Rosa y Elba Berón, que cantaron y grabaron a dúo; ésta última
cantó un par de años con la orquesta de Troilo.
«José es lo que se
llama un cantor “de culto”, para muchos superior a Raúl, pero mucho menos
conocido por su inconstancia profesional, su bohemia y el alcoholismo. Después
de unos años en Buenos Aires se vino a vivir a Rosario. Con Aldo Oliva y algún
otro amigo charlamos muchas veces con él en el “Sibarita” de Corrientes y San
Lorenzo, uno de los bares emblemáticos de los primeros años de los 60 y finales
del 50. Berón tenía un público incondicional que cada vez que reaparecía
después de una época de silencio por las borracheras, llenaba el local donde
actuaba, de los que me acuerdo eran el “Bambú India” y el “Morocco”.
«Todo eso lo
llevó a grabar muy poco: un par de temas con la orquesta de Eduardo Rovira, un
gran músico, arreglador y compositor al que le tocó la mala suerte de ser
contemporáneo de Piazzolla siendo tan vanguardista como Astor, y un LP con doce
temas, algunos tangos y valses y algún tema campero, como hacía Gardel. Lo
acompañan los Hermanos Rivas, que eran excelentes guitarristas, y Lito Scarso,
un excelente pianista. El LP está en YouTube y tiene dos o tres joyitas: “La
mariposa” y “Yira, yira” por ejemplo.»
«Con la orquesta de Enrique Alessio grabó dos temas y se volvió a Rosario. Uno de ellos es “Milonguita”, para muchos la mejor versión de ese clásico.
«Un dato: su voz,
salvo la de su hermano, con quien comenzaran cantando a dúo, no se emparenta
con ninguno de los cantores de Gardel en adelante. Como yo me contaba entre
esos incondicionales que lo iban a escuchar cuando nos enterábamos de que
reaparecía (aunque algunas veces duraba un par de días el regreso porque recaía
en el trago) eso me dio material para uno de los cuentos que más me gustan de No juegues
con gitanas, que se llama “Adiós, hasta siempre, preciosidad”, que lo
tiene como protagonista, con nombre y apellido real, la noche de uno de sus
retornos.»
Cuando le pedí tango en piano me tiró una joya que todavía dudo cuándo vestir: Emilio de la Peña, a la que le agregó algunos datos: “Era muy amigo de Hamlet Lima Quintana, con quien vino a Rosario una vez y estuve con ellos, que habían compuesto varios temas juntos. Era un tipo más bien retraído. En Café de los maestros, el documental de Santaolalla, está entre los músicos invitados. Un pianista exquisito, que grabó poco y recién ya de grande. Con Hamlet, por su parte, tuve una hermosa amistad hasta su muerte”.
El disco Virgilio está de gira, de De la Peña,
está entero en
Spotify.
Pero las recomendaciones de Rafael, no se quedaron ahí: «Tengo varios pianistas entre los DVD que fui acumulando desde que el LP y el casette pasaron a la historia –me escribió–. Todos son grandes instrumentistas y los discos están la mayoría completos en YouTube. Te paso algunos.
«Osvaldo
Tarantino: Uno grabado en vivo en el Teatro San Martín que es para escuchar.
«Gerardo Gandini: Grabó el álbum Postangos en Rosario. Fue un pianista de formación clásica, tocó con Piazzolla en sus últimas giras por Europa.
«Te agrego un par de muy buenos pianistas, que tienen álbumes como solistas y están también en Internet: José Colángelo y Osvaldo Berlinghieri.
«Nunca
grabaron solos pianistas de primer orden como Carlos Di Sarli, Osvaldo Pugliese
y Horacio Salgán, que lo hizo con Ubaldo de Lío siempre. Ni Osvaldo Manzi,
Carlos Figari o José Basso. Ni el fenomenal Orlando Goñi, pilar del estilo
Troilo de los 40, al que la bohemia nocturna, la pasión por el turf, el alcohol
y la droga lo llevaron a la muerte a los 34 años.
«Un
curiosidad: Alfredo Gobbi, un gran violinista, director de una de las mejores
orquestas de los 40/50, gran compositor de tangos antológicos (“Camandulaje”, “Orlando
Goñi”, “El andariego”), tocaba también el piano y en sus años de malaria, los
últimos de su vida, se ganaba la vida frente al teclado en fondines de Leadndro
Alem. En Youtube está resguardada la única grabación casera como solista,
de su hermoso tango “Redención”, que te recomiendo. Curiosamente, antes de tocarlo,
se lo dedica “A nuestro señor Jesucristo”.»
Otro día, por mensaje de voz, Rafael se excusó de no ser tan preciso en mi pedido de "sólo piano" y supuso que podía interesarme este dúo entre el violinista chileno Hernán Oliva y el pianista rosarino Mito García, un disco que no dejo de escuchar desde entonces, por lo menos en su versión de "Niebla del Riachuelo":
En la playlist de pianos del tango que armé en Spotify, la descripción reza: "Tangos en piano por Carlos García, Lucio Demare, Osvaldo Tarantino, Emilio de la Peña, Gerardo Gandini y otras sugerencias de Rafael Ielpi.”
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