socio

"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).

lunes, 29 de julio de 2013

panorama desde el puente

"The monster expresses the anxiety that the future will be monstrous", Franco Moretti

El canal FX estrenó el miércoles 10 de julio pasado (en su país de origen, en Argentina puede verse los lunes a las 22 a partir del 15 de este mes) The Bridge, basada en la serie sueco-danesa de 2011 del mismo nombre y protagonizada por el mexicano Demián Bichir y la alemana Diane Kruger. Ella, una policía de la ciudad texana de El Paso y él un policía de Homicidios de Ciudad Juárez, México, donde los datos reales del secuestro y homicidio de unas 700 mujeres en 10 años llenan la atmósfera de la serie de un más allá, un fuera de campo que impide fijar la mirada en la trama lineal: la de la investigación del homicidio de una jueza, cuyo cadáver fue dejado en la línea divisoria del límite entre Estados Unidos y México luego de que el criminal hiciera colapsar los sistemas electrónicos de iluminación y vigilancia.
A decir verdad, no se trata de un cuerpo, sino de dos. Es decir, alguien dejó en la línea divisoria de la frontera los cuerpos cortados de una mexicana y una estadounidense, una jueza conocida por oponerse a la flexibilización de las leyes migratorias.

Extraños
Lo que fascina de estos primeros tres episodios no es tanto las referencias políticas, reales, “periodísticas”, digamos, a esa zona, como su realidad ficcional, es decir, el hecho de que sus dos protagonistas se muevan como extranjeros en la trama. Además de ser Kruger extranjera, su personaje (Sonya Cross) es una suerte de alien en el mismo departamento de policía y una suerte de “extranjera emotiva” también en la trama: incapaz de salirse del protocolo, su obsesión funciona en espejo con la del asesino serial que vemos en sugestivos movimientos solitarios en el primer episodio. Los dos norteamericanos, los dos enajenados en su tarea. Pero, hay que subrayarlo, la cuestión acá no es tanto ese enajenamiento como la extranjería: la detective Cross que encarna Kruger, como el policía Marco Ruiz que encarna Bichir son de alguna forma extraños en su propio territorio. Él se hizo una vasectomía que deja “chueca” su hombría; ella actúa como si desconociera los códigos de ese sistema cerrado y corporativo de la policía. El personaje de Kruger recuerda, en su extravagante actitud, a la protagonista de Homeland, Carrie Mathison (Homeland también está producida por Meredith Siehm, productor de The Bridge).
The Bridge es, hasta ahora, es decir, en sus primeros episodios, la forma en la que un crimen naturalizado deviene extraño: no por su cosa escabrosa, sino por la extrañeza con la que implica a sus investigadores. Si bien en Ruiz –en su actitud de policía incómodo por la corrupción de sus superiores– se afirma la mirada tradicional de Estados Unidos hacia México y, por ende, hacia América latina (por algo se emite en el sur con tanta celeridad): instituciones y hombres corruptos, y servidores honestos pero ineptos para enfrentar tanto crimen, también podemos vislumbrar –lo mismo que en otros personajes que vienen de cruzar la frontera desde México, como el grupo que vemos en el segundo episodio– la asimetría del poder que emana del imperio.




Otro dato fundamental: ella maneja una Ford Bronco de fines de los 80.


Frankenstein 
Pero volvamos al cadáver en el puente. Su disección y su armado nos hace pensar de inmediato en el cuerpo de Frankenstein –sí, un cadáver exquisito–: un cuerpo hecho de cuerpos muertos en el que se animan los fantasmas de todas las mujeres muertas pero, también, el monstruoso cuerpo de esa multitud migrante que cruza la frontera en las sombras y abultan, del otro lado, ese sueño ya impreciso de la prosperidad capitalista. Frankenstein, la novela de Mary Shelley, fue en su momento, a principios del siglo XIX, una novela “monstruo”, armada con los restos de los discursos que circulaban entonces, el pseudocientífico, el literario, el de las leyendas del mundo feudal que se disolvía en el mundo burgués del capital. Según el célebre ensayo de Franco Moretti (Signs Taken from Wonders), el monstruo de Frankenstein es una creación colectiva y artificial como el proletariado naciente en 1816 (cuando Shelley escribe la novela, aún influida por los ecos de la Revolución Francesa, entre 1789 y 1799). En este frankenstein precario que trae The Bridge reverberan también los cuerpos de los migrantes, sin nombres, criaturas colectivas y artificiales del tráfico de utopías en la frontera. Pero a su vez, acosadas por un asesino serial, alguien que opera no la individualidad, sino en eso del individuo que lo confirma en la serie, que lo indiferencia.
Ese cadáver “armado” como un monstruo, como una criatura nueva a partir de dos cuerpos diferentes, es hasta ahora la mejor metáfora que halló The Bridge
La otra figura es la del puente (“the bridge”). La figura del puente es una de las más recurrentes en el cine, por ejemplo, el puente sobre el que se encuentran el exorcista y la madre de la niña poseída en el célebre film de William Friedkin: un puente es también un punto sin retorno, el cruce entre dos mundos. En The Bridge ese puente, al que los mexicanos se refieren como “el Cruce”, el paso entre los dos países, es el umbral del sueño americano, claro, pero es un sueño que, según señala la puesta en escena, se parece más a la pesadilla: la soledad del homicida, la de la detective, los secretos que guardaba el millonario que muere en el episodio inicial y que su esposa debe desentrañar; escenas que confrontan con las que están filmadas del lado mexicano, donde –en su debido marco de pobreza y violencia– hombres y las mujeres transitan espacios comunitarios, desde la feria a la familia.
Los encargados de interactuar entre esas dos figuras fuertes y calculadamente brillantes son los personajes y la puesta en escena, que no siempre están a la altura.

viernes, 26 de julio de 2013

xxx video

Vicente dice haber descubierto el recurso parlante del Traductor de Google (funciona con todas sus características en Chrome) para hacer una suerte de loop para componer sus propias bases electroríitmicas. Así, le hace repetir la "x" y la "ñ" a la locutora del traductor para lograr esta base cuyos movimientos nos enseña.

jueves, 25 de julio de 2013

memoria electrónica

Como se ha incrementado el espacio virtual pero ha disminuido el físico, no quisiera que mis hijos ignoren los primeros soportes de memoria electrónica de su padre.
 Disquetes de 1.33 megabites de capacidad.

 Etiquetas autoadhesivas para VHS y súper VHS.

 Cajas plásticas para casetes de súper VHS.




domingo, 14 de julio de 2013

dragón afortunado

Fue una crítica de Village Voice (“La fabricación de un blockbuster mejor”) que recibí en el correo lo que me hizo pensar que definitivamente Pacific Rim (Titanes del Pacífico, según la versión vernácula) era una cita, porque allí me iba a reencontrar con los monstruos de mi infancia, los que veía en series de televisión japonesa bajo títulos en esa época impostergables como Monstruos del espacio o Ultra Seven, en la que un pusilánime era el héroe definitivo (como nos lo había enseñado Superman y como luego lo repetiría He-Man. Si bien sabía que la proliferación de monstruos en el Japón posnuclear era siempre una referencia a Hiroshima y Nagasaki, ignoraba algunos detalles que Robert Rath señala con sencilla maestría en su artículo para The Escapist.
Acá una traducción a las disparadas de lo que anotara Rath a propósito del film y de los kaiju, los monstruos que crecieron en Japón después del vuelo letal del Enola Gay.

Hiroshima tras el bombardeo. Foto de Wikipedia.

El nacimiento del Kaiju: bombas nucleares y terror en Pacific Rim, por Robert Rath

Esta semana, la película de Guillermo del Toro Pacific Rim nos trajo algo que hace tiempo estaba ausente en las pantallas: esos imponentes monstruos salidos del mar, los kaiju. Al igual que todos los monstruos, los de Pacific Rim reflejan los miedos y las inseguridades de la sociedad. Pero el kaiju tiende  a reflejar algo muy específico que fue traducido de la cultura japonesa: una suerte de sustituto de la fuerza pura, imparable y destructiva. Podría decirse que en su origen estos monstruos representan las víctimas masivas y la destrucción de la Segunda Guerra Mundial en territorio japonés.
Todos los monstruos juegan con el miedo social, y como esos miedos cambian con el tiempo, también lo hacen los monstruos. Lo que nos asusta en una década puede parecer ridícula en la siguiente, y las historias que sobreviven son las que mejor se adaptan a las preocupaciones populares. Las leyendas del vampiro se formaron en su origen en torno al miedo a las enfermedades no entendidas aún, como la tuberculosis; pero en la época victoriana se convirtió en un símbolo de los peligros de la sexualidad desenfrenada. En La isla del doctor Moreau, la novela original, el personaje principal realiza sus abominaciones al cruzar animales con humanos a través de la vivisección y las transfusiones de sangre. Pero en 1996 esas ideas eran algo viejas, nadie tenía miedo ya a las transfusiones de sangre, de modo que cuando se hizo la remake, el personaje que encarna Marlon Brando reemplazó las transfusiones por la ingeniería genética. En cuanto a los kaiju, comenzaron con Godzilla: un símbolo terrible y potente de la guerra nuclear.
Es difícil describir la potencia bruta de una explosión nuclear. Se puede decir que la bomba de Hiroshima tuvo un rendimiento explosivo de 16 kilotones y que Nagasaki tuvo alrededor de 22 kilotones, pero ¿qué significa eso exactamente? He aquí un intento: en una conferencia de prensa en Tinian, en 2004, donde el general Paul Tibbets, piloto del Enola Gay, habló de la misión de Hiroshima, contó que sabía que la bomba había explotado no por el flash o la onda de choque, sino porque de repente podía saborear todos sus empastes dentales. Eso es lo que significa 16 kilotones cuando se está a 11,5 millas de distancia y a 31.000 pies de altura. En el piso significa algo diferente. Significa que la onda de choque puede incrustar fragmentos de vidrio en un muro de hormigón y hacer que edificios levantados en más de una milla de distancia leviten por un momento antes de caer uno encima del otro “como piezas de dominó”, como atestiguó un sobreviviente de Hiroshima. El calor radiante puede quemar la ropa sobre la piel, o en la piel; o pelar el pellejo hasta el músculo. Literalmente, puede quemar una cara, dejando detrás de un orbe brillante, un cascarón de huevo con depresiones para los ojos y una boca sin labios. Pero más que eso, una explosión atómica arde en la memoria de un país. Si bien la campaña (estadounidense) de bombardeo destruyó más ciudades –sesenta y seis de las ciudades atacadas perdieron un 40% o más de su área urbana, con pérdidas en Tokio de un 50%– el impacto de la pérdida de 90 a 166 mil personas en un solo disparo grabó un tipo particular de terror en la conciencia japonesa.
Sin embargo, en los años posteriores a la guerra, los japoneses no podían hablar de ello. Las fuerzas de ocupación estadounidenses suprimieron la información de los medios locales sobre los bombardeos atómicos por miedo a avivar los sentimientos antiestadounidenses o para no proporcionar a los soviéticos datos de la investigación atómica. La censura gobernaba. El único escrito sobre Hiroshima que circuló en Japón fueron una serie de artículos del New Yorker sobre seis víctimas y sus vidas antes, durante y después de los ataques. Pero incluso después de que la ocupación terminara, en 1952, y de que Japón comenzara a gobernarse a sí mismo, persistía la presión social de no hablar de los bombardeos –ya sea porque aún estaban frescos y resultaban dolorosos, como por el temor de las autoridades japonesas a que el debate pudiese poner en peligro el tratado que pusiera fin a la ocupación. Pero eso estaba a punto de cambiar debido a un solo barco, el Daigo Fukuryu Maru o “Número 5 Dragón Afortunado”.
Imagen de PacificRim.

El Dragón Afortunado (Lucky Dragon) era un barco de pesca de madera. Partió con 140 toneladas, medía 25 metros y tenía problemas crónicos en el motor. Su velocidad máxima era lamentable: 5 nudos. El 1 de marzo de 1954, el Dragón estaba fuera de sus zonas de pesca normales –había perdido la mitad de sus líneas un mes antes, cuando se enganchó en un arrecife de coral, y con el fin de evitar la desgracia, el capitán (con unos inexpertos 22 años) llevó la nave a las Islas Marshall con la esperanza de obtener una pesca decente antes del regreso. A las 6:45 de la mañana la tripulación vio un destello brillante a través del ojo de buey. Cuando subieron a cubierta vieron la totalidad del horizonte, hacia occidente, iluminado como una puesta de sol. Varias horas más tarde, una lluvia de polvo blanco alcanzó a la embarcación. “Partículas blancas caían sobre nosotros, al igual que el aguanieve”, recordó Matakichi Oishi, que tenía 20 años y era tripulante del Dragón hacía un año. “Las partículas blancas penetraron sin piedad en los ojos, la nariz, los oídos, la boca”. Mientras la tripulación corría por la cubierta, con la proa ya enfilada hacia Japón, comenzaron a notar las quemaduras en la piel. Pronto también comenzaron a experimentar náuseas, fatiga y vómitos.

El flash que habían visto era “Castillo Bravo”, la primera prueba de una bomba de hidrógeno, a ochenta y cinco millas de distancia en el atolón de Bikini. El polvo blanco se conoce como shi no hai, las “cenizas de la muerte”, que resultaron ser coral pulverizado impregnado con una mezcla venenosa de isótopos radiactivos. Sin darse cuenta, el Dragón y su tripulación se habían acercado a la zona de exclusión de EE.UU. para una prueba nuclear importante. Aun así, el Dragón hubiera resultado sin daños salvo por un hecho: el dispositivo termonuclear combustible seco fue 2.5 veces más potente de lo que los científicos estimaban, y 1.000 veces más potente que la bomba de Hiroshima. Así, la explosión envió sus llamaradas tóxicas mucho más lejos de la zona prevista, la irradiación no sólo afectó a la tripulación del Dragón, sino a varios cientos de isleños del Pacífico y a 28 soldados estadounidenses que asistían a la prueba.


miércoles, 10 de julio de 2013

la sagrada familia

Según me entero en una nota del New York Times, Ray Donovan fue el secretario de Trabajo de Ronald Reagan entre 1981 y 1985. Así lo señala un tuit del periodista Tom Breen que se lamenta de que la serie Ray Donovan no trate sobre ese funcionario de la administración Reagan.
Bien, entonces hay una serie que Showtime comenzó a emitir el 30 de junio pasado y se llama Ray Donovan. Actúa, en el rol principal, Liev Schreiber (sí, el director de Everything is Illuminated y el actor de X-Men), junto con Jon Voight y Elliot Gould, además de Steven Bauer (el socio de Tony Montana en Scarface) y nuestra chica de Irlanda del Norte, Paula Malcomson.  
Ray Donovan nació en medio de una familia vinculada a la mafia irlandesa de Boston, pero se mudó con sus hermanos a Los Ángeles mientras su padre (Voight) cumplía 25 años de cárcel. En Boston, los Donovan sufrieron el acoso de curas católicos pedófilos, además de un padre manipulador que llevó al suicidio a su hija (esto, desde luego, desde la perspectiva de Ray). En Los Ángeles, y más precisamente en Hollywood, nuestro héroe es un fixer (como Harvey Keitel en Pulp Fiction, la película de Tarantino, como Stephen King en la tercera t emporada de Sons of Anarchy), es decir, alguien que se encarga de arreglar las cagadas que se mandaron tipos importantes como deportistas de las grandes ligas, actores, productores de la industria del cine y gente así. Desde limpiar la escena en la que muere por sobredosis una acompañante de una estrella del básquetbol hasta borrar un chantaje a un actor machote a quien filmaron en una fellatio a un travesti.  
Para el periodista del Hollywood Reporter, Ray Donovan es genial; para el del NYT, es un fiasco. Uno tiende naturalmente a coincidir con el neoyorkino por sus abultadas referencias a la cosa bostoniana. Mientras el del HR se inclina más a celebrar la calidad de los actores presentes en la nueva tira, el del NYT se empeña en señalarnos lo bajo que cae Ann Biderman (escritora de la serie) en el diseño de la trama y los personajes.

Para nosotros, que vemos en esa elección de casting una cita fílmica, la cosa es en algún punto “desalentadora” (no le llamemos aún disappointing), pero nos fascina esto: católicos (como los Donovan) y judíos (como Ezra Goodman –Elliott Gould–, el desquiciado jefe a quien Donovan visita en un estudio, digamos, como el Universal) fundaron Hollywood, el mítico Hollywood. ¿Cómo no ver en una serie con católicos acosados por curas pedófilos y judíos que se vuelven de repente religiosos y dementes ante la muerte de su esposa una cita de lo que se ha vuelto hoy la industria del cine? Sí, la más fácil es: Hollywood trata, exclusivamente, en lo que vemos e imaginamos, de fixers, de cleaners, de tipos que tienen que limpiar las cosas (desde guiones hasta imágenes). Pero, sobre todo, Hollywood (bosque sagrado, según la traducción literal) trata sobre una sacralidad bastardeada, decadente y, aún así, construida sobre la base de la vida y la muerte, la base de los opuestos (la costa Este, donde está Boston; la Oeste: Los Ángeles), la de la familia que debe superar la horizontalidad del tiempo (Mickey, es decir, Voight, que sale de prisión para comprobar cómo ha cambiado todo y se aferra a lo único que conoce, ese siniestro conglomerado de relaciones que constituyen su familia). Hollywood trata, a fin de cuentas, sobre las utopías del capital, que son las de la biopolítica.

lunes, 8 de julio de 2013

saer by aira

No recuerdo si fue Andrew Sarris o quién que celbraba del cine de Woody Allen que tuviese el buen tino de robar de las mejores películas. Espero que me quepa el mismo argumento luego de "copiar" descaradamente esta entrada de Matías en Golosina Caníbal, blog que sigo con entusiasmo.   
Matías reproduce acá un artículo en el que Aira, según su plan de una literatura sin estridencias (perdón, el concepto es mío), repasa a Juan José Saer y argumenta a su favor su estilo de taller literario, su laboriosidad y su "seriedad". Para mí, que de Saer lo que más disfruté son sus lectores, como Sergio Delgado, la tesis de Aira me resulta terriblemente tentadora para cambiarle el signo.
Zona peligrosa
por César Aira

Los únicos dos novelistas “presentables” que tenemos hoy por hoy los argentinos, Juan José Saer y Manuel Puig, viven, por una coincidencia quizás explicable, fuera de la Argentina. Es como si hubieran decidido asumir, con el peso simbólico de sus personas mismas, la calidad profesional de su trabajo; o bien, por lo mismo, como si se hubieran propuesto aminorar nuestros motivos de jactancia, que de otro modo podrían aplastarlos y esterilizarlos. Tenemos dos novelistas que mostrar al mundo, pero el mundo retiene como rehenes a nuestros dos novelistas, y nos devuelve, siempre en forma enigmática, el reflejo de su talento.
El caso de Saer es, no menos que el de Puig, intrigante. Hasta Cicatrices (1969) su obra tenía una impronta juvenil, de aprendizaje y vacilaciones. Después, uno y otras se fundieron, sin perderse, en un trabajo que los valorizó. Percibimos en estas persistencias una obstinación peculiar, la de seguir siendo un joven provinciano que trata de escribir novelas, que se esfuerza casi al límite de su potencia, que pretende hacerlo como los novelistas de verdad... Para sostener esta actitud, que tiene algo de heroico en su humildad, hay que hacerlo en París, no en Colastiné.
Por otro lado, la obra de Saer vista en su conjunto tiene la particularidad tan poco latinoamericana de que cada libro que escribe es mejor que los anteriores. En un continente donde lo característico es escribir algo realmente bueno a los veinte años, y después dedicarse a declinar, Saer es un europeo. Salvo que, al mismo tiempo y a diferencia de un europeo, ese transcurso progresivo lo vuelve el eterno aprendiz, y pone la técnica, en sentido amplio, en primer plano. Mientras el estilo de un europeo es su persona, el de un americano es su trabajo.
Claro que cuando uno es un novelista presentable, puede sentir la deletérea tentación de seguir siéndolo, de no decepcionar a los lectores, o peor todavía, a los críticos, o, muchísimo peor todavía, a los jefes de departamento de las universidades norteamericanas. Más en general, se trata del peligro de que la literatura contemporánea se presente como “buena” o “gran” literatura aprobada a libro cerrado, algo así como clásicos automáticos. Es el caso, por mencionar uno reciente, de La Desesperanza de José Donoso (que no he leído por lo que puedo opinar sin él estorbó del juicio, que seguramente sería encomiástico), típico libro “importante” y “bueno”, bueno de veras y sin ironía, si vamos a ajustarnos a los cánones aceptados. Pero cuando un libro no puede ser otra cosa que un buen libro, es como si le faltara algo, me parece. Saer en cambio, lo mismo que Puig, conservan una buena dosis de peligro. De hecho, por suerte, viven al borde del fiasco.

En el taller literario
El modelo de las novelas de Saer quedó establecido en Cicatrices, seguramente la más floja de sus novelas de madurez (juicio que puede deducirse con toda limpieza del hecho de que es la primera). El modelo es el ejercicio de taller literario, basado en una consigna lo bastante inteligente como para que de una buena novela, y ejecutado con la mayor destreza posible. Esto último se explica porque cuando uno regresa a las aulas, así sea en la más libre fantasía, es inevitable que lo persiga la inquietud por la nota que le pondrán. Cicatrices llenaba el papel de modelo del modelo, o modelo maestro, por incluir varias consignas diferentes sucesivas.
En las novelas subsiguientes, el método se va asimilando a lo mejor, a lo más literario, de la labor de Saer. Con todo, sigue visible. Cada uno de sus libros está recorrido por una profunda hendidura, que divide dos campos: lo que el autor se propuso escribir, y lo que escribió. Que lo segundo coincida exactamente con lo primero, no hace más que subrayar la separación de las dos instancias; al ser exitoso, el resultado demuestra ser justamente eso, un resultado. Escolar aplicado, honesto a más no poder, Saer produce la impresión de que la literatura es un trabajo como cualquier otro, algo que se aprende y después se realiza. Teniendo a la vista su producción reciente, uno se pregunta si no será así realmente.
En cuanto a lo que puede quedar afuera con semejante método... Sí, es cierto que podemos extrañar algo de locura, de inesperado, de apasionado. Pero debemos agradecer que hasta ahora Saer no se haya propuesto incluir ese tipo de elementos, porque, como es habitual en él, los habría incluido a la perfección, colmando al milímetro sus intenciones. Y la locura o lo inesperado, cuando obedecen a una intención, se desvalorizan. En ese sentido, ha tenido el buen tino de abstenerse.
Lo anterior no tiene nada de peyorativo. Ha habido grandes escritores, de los más grandes, que han sido así. Para no dar más que un ejemplo, supremo, Zola. Ahora bien, con Zola la novela comenzó a ser “experimental”. Es lógico que este sistema de escribir novelas obedeciendo a una intención, lleve a los experimentos de novela, a las consignas personales. Se llega a un punto en el que, tratándose de un autor que conozca su oficio, no es necesario juzgar la novela, sino la idea que la preside.
Un lector de Saer compra, si es que se decide a comprarlo, un libro, un buen libro, no la manifestación del arte de una persona. (Con Puig pasa lo contrario: se compra Puig, y secundariamente un libro, un buen libro.) Es el estilo inglés, que tantas satisfacciones dio antes de degenerar en la industria del best-seller. Las últimas novelas de Saer han sido todo satisfacción para un lector culto, interesado y predispuesto a cierto esfuerzo (esto ya no es tan inglés).
El Limonero Real (1974) fue el mayor esfuerzo del autor, y el que más lo exige del lector. Se trata de un experimento con el tiempo, insólitamente borgeano. Un tour-de-force, ligeramente excesivo. Se emerge de sus muchos cientos de páginas con la satisfacción del deber cumplido, y un excelente recuerdo (y la vaga promesa de no volver a acometer semejante lectura por mucho tiempo). El descuido inconcebible de la crítica, que no percibió la calidad única, incomparable, de esta novela en la literatura argentina, benefició a Saer. Si hubiera tenido en su momento el éxito que merecía, podría haber avanzado por la vía heroica de las arideces de la lectura, y conociendo la aplicación de Saer, habría llegado a cimas aterrorizantes. Por suerte, tomó el caminó opuesto.
Nadie Nada Nunca (1980) es la novela del puntillismo lumínico. Como también lo es La Mayor (1977), libro de relatos y prosas. El “punto en el tiempo”, que en El Limonero Real era el momento clásico de las doce de la noche del 31 de diciembre, se vuelve una miríada de puntos de luz en el río, por supuesto heracliteano (Saer es de una ejemplar prolijidad en sus referencias culturales, por lo general, además, discretas). La flecha del tiempo, la línea, se hace nudo de cuerpos, fugaz monumento sadiano a la eternidad.
El Entenado (1983) representó una ruptura, un cambio de rumbo en el universo temático de Saer, no en su método. Curiosamente en el autor, es una novela que admite más de una descripción; creo que fue la primera vez en que los críticos tuvieron serios motivos para preguntarse cuál era su plan. No es imposible que el mismo Saer haya empleado dos planes, uno primitivo sobre el qué realizó la invención novelesca (la tribu de caníbales, la arqueología de su Colastiné “reino encantado”), y otro al que en definitiva se subordinó el primero, y que podría resumirse más o menos así: un actor que ha hecho fortuna representando en teatros y ferias europeos el papel del cautivo entre salvajes, a la vejez escribe su vida, y por la vía, o el nudo, de la teatralidad, crea el género literario de la Antropología. Y se vuelve en el proceso una especie de “hijo de sus obras”, aunque no exactamente un “hijo”, más bien un “entenado”.
En realidad, lo que he dicho antes podría dar la idea errónea de que las novelas de Saer son simples y transparentes, por ser el resultado automático de un trabajo hecho a conciencia. No hay nada de eso. Por una parte, el resultado no es del todo automático, porque incorpora el tiempo que dura el trabajo (y Saer se ocupa de ponerlo en claro en los reportajes: “El Limonero Real me llevó nueve años, El Entenado dos y medio, Glosa cuatro”); por otro, el automatismo mismo, a cuya perfección llegará, si se dan las condiciones, no implica la transparencia, o la implica de un modo problemático. Como sea, Saer es un escritor enigmático y abierto a la interpretación. Doblemente interpretable, porque el lector, antes de llegar a la consideración de la obra en sí, debe pasar el interrogatorio sibilino que le dirige la esfinge de la intención.

Un “banquete” santafecino
La última novela de Saer, Glosa (Alianza, 1986, 282 páginas), creo que podría considerarse la mejor suya, al menos hasta que leamos la próxima. Es también, y esto no puede decirse con ligereza de las anteriores, de muy grata lectura. Saer ha venido perfeccionando, quizás involuntariamente, su costado “thriller”, la creación de un interés hipnótico y esa suerte de impulso deseante por llegar al final, deseo tematizado al modo paradójico aquí, pues de lo que se trata es justamente de la eternización del instante de felicidad. En esta clase de thriller, lo que induce la velocidad de la lectura no es saber quién fue el asesino, sino cómo se las arreglará el autor para llevar a buen puerto un proyecto tan improbable de novela.
Glosa es una novela de trescientas páginas cuya acción transcurre en algo menos de una hora. Dos personajes recorren la calle principal de Santa Fe, y uno le cuenta al otro una fiesta a la que ninguno de los dos ha asistido. Al relator se la ha contado unos días antes, mientras cruzaban el Paraná en balsa, un informante que no es muy de fiar. Esos son los enmarcamientos primarios; hay otros, más intrincados, superpuestos. Como vemos, el taller literario funciona a pleno, en sesión de exámenes finales. Una novedad, o por lo menos un recurso que Saer no había usado antes, es el de ajustarse a un modelo “numinoso”, a un mito literario-cultural, como hizo Joyce con la Odisea. El modelo en este caso es un diálogo platónico, obviamente. Algo menos obvio es decidir de cuál diálogo se trata. Que todo indique el Banquete no supone necesariamente que lo sea de modo exclusivo. En realidad, hay antes un pasaje por Joyce, no sólo como modelo de la toma de modelos, sino como relevamiento mnemotécnico de una ciudad perdida. El planteo hace pensar en el Fedro (en un Fedro nietzscheano), en ese momento tan alto del arte de Platón en que Sócrates y Fedro deciden conversar caminando por el lecho del arroyo, refrescándose los pies. Aquí no hay arroyo, por cierto, pero sí un aura de felicidad, o de eternidad en la felicidad, que proviene de una ciudad amada con un amor tanto más intenso que no se dice de él una sola palabra. (Los planes tan minuciosos de Saer pueden incluir una maravillosa discreción, de artista verdadero.) Uno de los personajes, precisamente, viene de recorrer Europa, y hace todo el tiempo aforismos chistosos sobre las ciudades que ha visitado: “Brujas, pintaban lo que veían; París, una lluvia inesperada; Roma, se la imaginaba de otra manera; Aviñón, un calor matador; Ginebra, la chacra asfaltada”. La ciudad, lo expandido y difuso y descentrado por excelencia, se vuelve una frase talismán, un oráculo servicial, un punto de lenguaje que brilla en la memoria. Estas descripciones en grageas, que el personaje repite frente a cada interlocutor que se le cruza (y que recuerdan a una réplica de Oliveira en Rayuela, lo único que le cuenta a Traveler de sus años en Europa: “si a París vas en octubre, no dejes de ver el Louvre”, cita de César Bruto) son, más que relatos en miniatura, un modelo de la pulsión de repetición del relato, vuelto él también portátil y administrable en toda ocasión. El trabajoso taller novelístico de Saer, los años que le lleva la elaboración de cada libro, tienen aquí su espejo. En la acción de este espejo, en el vaivén, hay una neutralización del humor. Pocos escritores modernos son tan serios como Saer; hay un mecanismo en él que vuelve serios hasta los chistes. No es un defecto.
Hacia el final, en un epílogo en forma de fuga en el que Saer demuestra su espléndida destreza y su profundo miedo a la literatura (lo que tampoco es un defecto: es lo más sano que hay), la evocación del tiempo se hace bajo el signo de Baudelaire: “la forma de una ciudad cambia más rápido, ¡ay!, que la forma de un corazón”.
Pues bien, ¿qué sucede en este Banquete santafecino, oculto como el corazón de un repollo en la melodiosa hojarasca de la transmisión de los discursos? Por supuesto, como somos modernos, no debería suceder nada. Y sin embargo, no podemos evitar ir a buscar allá al centro una verdad. El Sócrates criollo es un poeta, que tiene algo (muy poco, es cierto, pero algo esencial de todos modos) de Juan L. Ortiz. La fiesta es en honor de su cumpleaños, precisamente. Muy en el estilo platónico (y argentino) todo parece irse en preparativos. Salvo que hay una discusión, que de pronto se hace importante, crucial, sobre las posiciones relativas, e hipotéticas, de tres mosquitos. En qué termina esta discusión, es algo que la mano maestra de Saer nos escamotea a último momento, y para siempre. En contraste, se nos informa del destino ulterior de los personajes, con deliberado detalle. Detalle político-tópico, de pésimo gusto, casi al modo de un Galeano. Pero las obras de arte siempre deben tener una falla, y no imperceptible ni microscópica, por donde corran ciertas líneas de fuga esenciales. Además, uno podría preguntarse si la sabiduría constructiva de Saer no habrá llegado al punto de crear un falso centro temático para ocultar mejor el verdadero descentramiento.
Sea como sea, si no sabemos qué pasó con los tres mosquitos, no debemos alarmarnos. No es poco lo que ignoramos. ¿Qué será de nosotros, por ejemplo? ¿Cuánto nos va a durar la felicidad? ¿Se trasladará la capital a Viedma? ¿Por qué Borges murió en Ginebra? ¿Cuál será la próxima novela de Saer?
Fuente: Revista ElPorteño, nº 64, abril 1987, págs. 66-68.

domingo, 7 de julio de 2013

arte colonial, conquista y resistencia

El sábado pasado se inauguró la segunda parte de la muestra Arte Colonial en el Museo Histórico Provincial de Rosario Julio Marc (el sitio al que lleva el enlace también es un estreno).
Esta segunda parte ocupa el gran salón posterior que se conecta con los laterales de la entrada original del museo. Se inauguró también la antigua y magnífica “Sala Patria”, que fue remodelada para su uso en nuevas funciones como reuniones, conciertos, charlas o presentaciones.


En la exposición, que reúne pinturas, esculturas, objetos y mobiliario de la colección del MHP en los que se materializaba de algún modo la concepción histórica de Ángel Guido y Julio Marc, el centro gravitacional es, grosso modo: la cotidianeidad de la colonia americana en sus aspectos religiosos y domésticos, la influencia barroca y las imágenes con las que se representaba el imaginario de entonces, cargado de un credo nuevo, en expansión e inculcado con la espada. Pero pretende, sobre todo, poner de manifiesto en esta nueva etapa del Museo los valores de su patrimonio tanto como sus contradicciones, para transitar un nuevo recorrido de conocimiento y aprendizaje de estas notables colecciones.
El criterio con el que Guido y Marc recogieron estas piezas –influidos por el ensayo Eurindia, deRicardo Rojas (1924)– rescataba el trabajo y la maestría aborigen en la elaboración de la mayorías de las obras de la colección en estos términos: “Fuimos conquistados, los americanos, durante la época del Barroco, debemos congratularnos de que así fuera. El Barroco es un arte permeable, flexible, capaz de recoger en su meándrica y a veces imbricada arquitectura, los matices señeros de la idiosincrasia de un pueblo y del magnetismo telúrico lugareño. Al desplazarse, pródigamente, en América, fue recogiendo todas aquellas expresiones del Hombre y de la Tierra de cada región, dejando una multitud de obras artísticas de personalísimo carácter local”.
Los materiales de esta muestra intentan por un lado hacer visible la historia de su adquisición pero, a la vez, mostrar en los detalles como colores, motivos y ornamentos, la fuerte resistencia indígena frente a la violencia y las injusticias de la colonia. Las piezas que exhibe la institución son, claro está, el producto de una conquista feroz, pero también de una resistencia pertinaz y casi secreta.

Muebles. A la medida del virrey
La mayoría de los muebles del período virreinal que se conservan desde el siglo XVIII hasta la fecha pertenecieron a la clase dirigente de la sociedad colonial. De hecho, a cada relevo de un virrey sobrevenía un recambio de muebles en el palacio que no sólo desplegaban el catálogo de gustos personales de la nueva autoridad, también mostraban las nuevas tendencias europeas, que a partir de 1700, cuando el puerto de Veracruz, México, inició el comercio con Inglaterra, incorporaron el estilo Reina Ana y los detalles chinos: laqueados con incrustaciones de otros materiales que el diseño precolombino ya conocía y, a partir de entonces, mezcló con sus motivos particulares.
El mueble fue no sólo un detalle del cotidiano colonial, de los usos y costumbres de la época, asimismo fue motivo de ostentación y señal de prestigio en los rígidos estamentos de la sociedad virreinal. Desde los lujosos bargueños hasta las sillas y sillones de estilo inglés y francés donde se sentaban las damas, con asentaderas más anchas que las españolas, forradas en telas decoradas o con el tradicional cuero repujado; hasta el mobiliario religioso como bancas y escaños, para asiento de más de una persona, menos atento a las variaciones del norte europeo. La fabricación del mueble requería de artesanos expertos, capaces de trabajar en una misma pieza con más de una madera y más de un material para incrustaciones, como nácar, hierro y cuero.


Si en el siglo XVII predominó un barroco que fue, sobre todo español, con relieves y tallas que mezclaban el estilo mujádir con terminaciones imponentes, como garras de tigre y motivos abstractos para las patas de mesas, sillas y armarios; en el XVIII se impuso el rococó francés, con igual gusto por las formas ondulantes en faldones y rocallas, como en algunas de las mesas principales y auxiliares de la colección del MHP. En la ornamentación, los artesanos indígenas dejaron sus marcas con figuras estilizadas de la flora y fauna americana, y motivos precolombinos de clara tradición local.
El mueble más lujoso entre los siglos XVII y XVIII fue el de escritorio. Las papeleras o bargueños eran tanto piezas únicas, hechas de los materiales más refinados y fabricadas para ostentar la riqueza de su dueño (eran de uso masculino), como contenedores de objetos de valor: como si los fastos del nuevo mundo, desde piedras preciosas hasta documentos y mapas de las tierras en exploración cupiesen en ese laberinto de cajones y cerraduras que traía la fantasía europea.  
Hasta entrado el siglo XVIII, cuando comenzaron a usarse los armarios, la costumbre era guardar ropa de cocina y de cama, así como la vajilla de plata y objetos para la mesa en baúles, arcas, cajas y petacas que, a la vez, solían utilizarse en algunos casos como asientos.
El mueble de la colonia, entre los siglos XVII y XVIII era, salvo en el caso de las cajas pequeñas para joyas, los sillones con apoyabrazos y las sillas mullidas, un artefacto masculino y europeo, más labrado y recargado en sus ornamentos cuanto mayor riqueza y autoridad tenía su dueño.

Fuentes:

El mueble en el Perú en el siglo XVIII: estilos, gustos y costumbres de la elite colonial


jueves, 4 de julio de 2013

lo que sangra bajo la cúpula



Stephen King publicó su novela Under the Dome (hay traducción al español de editorial Plaza & Janés: La cúpula) en 2009. El libro, de unas 1.000 páginas con grandes caracteres, como aconseja el manual de ediciones populares, fue celebrado por casi toda la crítica, que observó en las respetadas páginas de la NPR, el New York Times, Los Ángeles Times e, incluso, en el blog del escritor Neil Gaiman, que este nuevo relato retomaba los temas de las primeras ficciones de King. La trama plantea el más antiguo esquema del género terrorífico: personas encerradas involuntariamente en un lugar sin escape que van convirtiéndose de a poco en enemigas. Acá se trata de un pequeño pueblo de Carolina del Norte, Chester’s Hill, que un día amanece encapsulado en una gigantesca cúpula transparente e infranqueable que lo aísla del resto del mundo. Bien, la novela es ahora una serie de verano de 13 episodios que produce Steven Spielberg y desarrollan Brian K. Vaughan (responsable de Lost) y Neal Baer (guionista de ER Emergencias). CBS, el canal productor, que comenzó a emitirla el 24 de junio pasado, ya anunció que habrá una segunda temporada en 2014.

Hasta ahora hubo dos episodios de Under the Dome, protagonizados por Mike Vogel (como el ex militar Dale Barbie Barbara), Rachelle Lefevre (como la periodista Julia Shumway), Natalie Martinez (como la asistente del comisario Linda Esquivel) y, entre otros y para nuestra felicidad, Dean Norris (como el corrupto concejal James Big Jim Rennie); Jeff Fahey, pálida estrella de algunos films de Quentin Tarantino, quien interpreta al comisario Duke, tiene la decencia de desaparecer en el segundo episodio.

Stephen King en el set de la serie. Imagen tomada de Parade.

El libro es otra cosa

Según declararon al Hollywood Reporter los guionistas de la serie, la trama será muy distinta a la del libro, con la venia incluso de King. Sin embargo, el mismo Vaughan advirtió que cada misterio será resuelto antes de plantear uno nuevo –a diferencia de lo que ocurría en Lost.

Al misterio que literalmente “engloba” toda la trama, el de la cúpula: de dónde proviene, por qué Chester’s Mill, se responde, claro, con el de las historias de cada personaje. A modo de una fábula moral –cosa de la que King no renegó jamás–, las intrigas que arrastra cada personaje configuran de algún modo el orden moral que justificaría esa suerte de castigo o de prueba que significa el aislamiento. A la vez, las relaciones entre los personajes atrapados –el ex militar, Barbie, que está de paso y a quien vemos enterrar a un hombre en la primera escena; el hijo desequilibrado de Big Jim; la pareja de lesbianas (una de ellas es la maravillosa Samantha Mathis) que atravesaban el pueblo cuando se interpone la barrera, más los mismos habitantes de Chester’s Mill– va adquiriendo de a poco un tinte siniestro, el de una familiaridad que se empaña y se disuelve.  




Detalles políticos

El primer episodio, asimismo, suma algunas imágenes destinadas a perdurar en la memoria de los televidentes: una vaca partida al medio cuando cae o se levanta la pared transparente de la cúpula, un camión que vemos estrellarse y aplastarse de frente contra una pared invisible en la carretera o un avión que se hace trizas en el cielo contra la misma barrera. Como suele suceder, en los detalles están los guiños más inteligentes. Sabemos más sobre Big Jim cuando vemos a su hijo Junior meterse en un viejo refugio antinuclear que su padre abandonó en el patio de la gran casona; entendemos que ese pueblito con pretensiones bucólicas que ahora está aislado del mundo, rodeado del otro lado de militares que investigan de dónde ha salido la cúpula, es en realidad un rezago rural cuando Barbie vuelve a la cabaña abandonada en la que mató a un hombre y descubrimos –siempre según nos lo enseña la puesta en escena– en uno de los extremos del porche una mecedora vacía, de espaldas al bosque. Chester’s Mill es, en esta visión y en la historia misma, un escenario, un set como el de Truman Show.

El mismo Stephen King declaró en 2009, cuando se publicó la novela –en cuya trama eran extraterrestres los responsables de la cúpula–, que el argumento provenía de páginas inconclusas que había abandonado a fines de los 70 y mediados de los 80, algunas bajo el título “Los caníbales”, y que lo había tentado la alegoría política: “Intenté reproducir a pequeña escala la dinámica que (el ex presidente George W.) Bush y (su ministro de Defensa Dick) Chaney impusieron en la sociedad. Me atrajo siempre de esa administración el aura de fundamentalismo religioso que la rodeó y su incompetencia”. En la serie –recordemos que King dio vía libre a los guionistas para modificar la historia–, los máximos representantes institucionales y políticos –el concejal Big Jim, el reverendo Coggins o el jefe policial, porque el resto está fuera del pueblo cuando lo encierra la cúpula– de Chester’s Mill esconden con su familiaridad y su cercanía negocios sucios, secretos criminales y, en el caso del jefe policial Duke, culpa, en la primera imagen que lo vemos está tirado sobre un catre de una celda y le dice a su asistente: “Estoy probando las instalaciones”.



Pequeño apocalipsis

Si bien todos los involucrados se encargaron de aclarar que no se trata de una serie apocalíptica, el aire de fin de mundo que se cierne sobre los habitantes del pueblo cuando se cierra sobre ellos la bóveda, más la revelación que suponen los actos de las personas en situaciones extremas, sugieren un apocalipsis a la medida de Chester’s Hill.
El último en ensayar con maestría la traducción de una obra de King al cine fue Frank Darabont (creador de la serie The Walking Dead), cuando en 2007 adaptó La niebla en un film que homenajeaba también a John Carpenter y encerraba a sus personajes en un supermercado rodeado de una espesa niebla en la que había seres desconocidos y hostiles. El resultado fue cruel, ninguno de los personajes que seguía la puesta en escena se “salvaba” –para decirlo claro y pronto: no salvaban el pellejo ni el alma. El planteo de Under the Dome se le parece de algún modo. Las cosas que balbucea el jefe de policía interpretado por Fahey a su asistente –le sugiere que la ha preservado de la suciedad del pueblo– deslizan la idea de que la cúpula podría ser un castigo a las malas acciones y de que su arribo es una oportunidad para arrepentirse, para reparar el daño. También, lo poco que se vio hasta ahora da pie para metáforas ecologistas: tras un incendio, el humo no se disuelve en el cielo y amenaza con intoxicar la atmósfera, y así, como si la fábula moral se trasladase al medio ambiente. De los extraterrestres de la novela hay un débil, casi podemos decir, un moribundo indicio cuando desde una estación de radio se escuchan comunicaciones militares que dicen que no tienen idea de qué está hecha la cúpula y cuando los mismos personajes descubren extrañas ondas en el dial de la radio. La bóveda que encierra a Chester’s Mill es un misterio suficiente –como ocurría en Lost– como para que cada personaje incremente la intriga. Pero también, su alusión tan directa –en términos visuales– a los dispositivos como los que encierran colonias de hormigas, nos recuerdan la desagradable idea de que alguien ha llegado a darnos una lección que no queríamos tomar.

guía

Pequeña guía sobre lo que se estrenará este año. Según Hollywood Reporter.
Ray Donovan, protagonizada por Liev Schreiber, empezó el 30 de junio.

Según The Guardian. Según Wired, con una recorrida por los pilotos presentados para este año que ya reseñamos acá junto con la de Xfinity.
Fuera de esos listados, agregamos que la sexta temporada de Sons of Anarchy comienza el 11 de septiembre. Homeland retorna con su tercera temporada el 29 de septiembre. Del otro lado del océano dicen que la tercera de Sherlock se emitirá en el invierno 2013-2014 (es decir, entre diciembre y enero).