Las principales ficciones televisivas de este año se encargaron de mostrar los años en los que Estados Unidos estuvo al borde de volverse un país no de izquierda, pero sí democrático. No, no hay ningún error. Estados Unidos no es un país democrático, pero entre fines de los 60 y principios de los 70 –pongamos por fecha 1973, cuando el presidente Richard Nixon logró imponer el dólar como medida de intercambio comercial global– pudo haberlo sido. De eso trata la serie Mrs. America, de eso trata el film El juicio de los siete de Chicago (Aaron Sorkin), las series Woke, Lovecraft Country (acá hay una reseña para escuchar) e, incluso, la adaptación que hiciera David Simon de La conjura contra América (la novela de Philip Roth, The plot against America) que hasta generó un ataque de trolls en la conversación que Simon mantuvo con Pablo Iglesias en Twitter. La conjura contra América, claro, trata sobre esos inciertos años antes de que EEUU y el presidente Franklin Delano Roosvelt –primer populista estadunidense– se involucraran militarmente en la Segunda Guerra, cuando el país era seducido por el nazismo. Pero el punto de vista de Simon en el desarrollo de la miniserie es la presidencia de Donald Tump.
Donald Trump perdió su reelección. Si no recuerdo mal –y
no tengo ganas de ir a buscar el artículo de alguno de los periódicos yanquis que
leo– es la décima vez en la historia que un presidente pierde su reelección.
Pero es la primera vez que un presidente que pierde esa reelección es tan
votado. Y es la primera vez que tantos estadounidenses van a las urnas –el
promedio histórico de votantes que eligen un presidente en ese país apenas
llega al 25 por ciento de su población–, busquen los datos en RealPolitik. Lo que la
serie Mrs.
America (que es la narración de cómo la segunda ola feminista es
derrotada por una conservadora que inauguró la mentira y los discursos de odio tal
como hoy los conocemos) nos mostró, por ejemplo, era un país que siempre
tuvo sus divisiones, pero que enseñaba un bipartidismo capaz de entenderse
en la disputa política, capaz de confrontar, con republicanos que apoyaban los
movimientos feministas –el mismo Ronald Reagan, cuyo acceso a la Casa Blanca y
su inicio de la revolución conservadora marca el final de la serie, estaba a
favor del aborto antes de llegar a la presidencia– y demócratas que aún no se
habían aliado a las élites multimillonarias de Wall Street. Eran los Estados
Unidos que aún no habían caído en las garras de la plutocracia, como se encargó
de contarlo muchas veces mi admirado Chris Hedges.
Donald Trump perdió. Los republicanos perdieron y, como
partido, se
llamaron a silencio. Con una victoria magra, podríamos decir “dietética”,
Joe Biden se alzó con la presidencia después de la canallesca interna en la que
corrieron
a Bernie Sanders de la carrera a la Casa Blanca.
Poder blando
Nouriel
Roubini aseguró en una nota publicada el 27 de octubre pasado en
ProjectSyndicate, que Biden
necesitaba ser contundente en el triunfo para no llevar a EEUU a una debacle
financiera en las elecciones del martes 3 de noviembre. Hizo comparaciones con
las elecciones que consagraron fraudulentamente a George W. Bush en 2000 y
auguró un caos bursátil en caso de que los resultados se demoraran como
entonces. Pero, sobre todo (los datos económicos los dejo para los
economistas), señalaba que estas elecciones erosionaban el poder blando (soft power) de Estados Unidos, nada más
ni nada menos que ese que nos lleva a ver a la potencia imperial como un modelo
para la democracia y sus instituciones.
Bien, creo que ese soft
power es lo que se resquebrajó definitivamente en estas elecciones. Salvo
los imbéciles que trabajan el doble que nosotros para mantenerse desinformados,
nadie puede pensar hoy que en Estados Unidos es el voto popular el que elige
presidente. Entre las principales formas de conteo del voto, todos seguimos en estas
elecciones la conformación de un Colegio Electoral casi monárquico que definía
la mayoría para elegir presidente y que en los comicios de 2016 le dieron la
victoria a Trump cuando su contrincante, Hillary Clinton –la candidata de Wall
Street y la espectadora
del asesinato de Osama Bin Laden en territorio extranjero– sacó tres
millones de votos más.
Apenas habían arrancado los 90 cuando Leonard Cohen nos enseñó aquella maravillosa canción que se llamaba “Democracy” y decía que la democracia nos llegaba como el sentimiento de algo “que no era exactamente real, o era real, pero no estaba exactamente ahí”.
Cuando los grandes medios coronaron presidente a Joe Biden,
el sábado pasado, el clásico programa Saturday
Night Live invitó una vez más al brillante comediante negro Dave
Chappelle a hacer un monólogo que no era otra cosa que un editorial.
Con su elegancia irónica
y magistral, Chappelle dijo, más o menos que los votantes blancos rurales y de
clase trabajadora que se pasaron al Partido Republicano en la
era de Trump pueden ser fácilmente estereotipados, tal como lo han sido los
negros a lo largo de la historia de Estados Unidos. “¿Ni siquiera querés usar
tu barbijo porque es opresivo? ¡Intentá usar el barbijo que estuve usando todos
estos años! [en inglés barbijo se dice “mask”, que equivale, como en español, a
“máscara”]. Ni siquiera puedo decir algo verdadero a menos que tenga un chiste
detrás”. Y siguió: “Ustedes no están listos; no están listo para esto. Ustedes
mismos no saben cómo sobrevivir. Los negros somos los únicos que sabemos cómo
sobrevivir a esto”. Para Chappelle, Estados Unidos no se curará con una
elección, sino con personas que lleguen a un entendimiento más profundo. “Les
imploro a todos los que celebran hoy que recuerden que es bueno ser un ganador
humilde. ¿Recuerdan cuando estuve aquí hace cuatro años? ¿Recuerdan
lo mal que se sintió? Recuerden que la mitad del país en este momento
todavía se siente así”, dijo.
Tras la
derrota de Trump, después de dejar al descubierto el racismo que llevó a muchos
blancos a apoyar a Trump, Chappelle trató de comprender cómo esos votantes se
sienten igualmente ignorados por su propio país. “Por primera vez en la
historia de Estados Unidos, la esperanza de vida de la gente blanca está
disminuyendo, debido a la heroína, debido al suicidio. Toda esta gente blanca
que siente esa angustia, ese dolor, está enojada porque cree que a nadie le
importa”, dijo. “Déjenme decirles algo: sé cómo se siente”.
El martes pasado, cuando se desarrollaba el proceso de las elecciones, un amigo me escribió desde Colorado.
“El sábado fue Halloween –me decía–. Nuestra casa era la única en la cuadra con decoración. Te da una pauta de la depresión colectiva.”
Y también: “Y nadie habla de política, aunque todos saben que todo el mundo está consumido por eso. El miedo y el estrés sobre el tema es tanto, que apenas si hay carteles y cosas, salvo en los lugares donde es claro que un lado domina”.
La pequeña localidad donde vive, cercana a la universidad de Boulder donde es un destacado profesor, es un vecindario tranquilo, pero también dividido. Me sobresaltó esa imagen, la de vecinos consumidos por la división política, tragándose las palabras que deberían ser la materia de la discusión política, es decir, el combustible de la participación ciudadana, en ese resentimiento consumado que ni siquiera les permitía reparar en la alegría o el ritual de sus hijos, la fiesta de Halloween, la víspera de todos los santos, como si ya no hubiera víspera posible y todo se jugara en ese pasado condenado. Le creo cuando dice que el gótico, esa narrativa en la que todos están atrapados en el pasado, es el género contemporáneo.
Nosotros
En cuanto a nosotros, argentinos,
entusiasmados por el triunfo del MAS en Bolivia, después de ver al presidente
Alberto Fernández acompañar a uno de los más grandes líderes americanos de las
últimas décadas, Evo Morales, hasta Bolivia, ¿qué significa el triunfo de
Biden o la derrota de Trump?
Poco por ahora.
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