Los Estados Unidos (que en esta traducción se escribe a veces como “América” –que siempre debería entre comillas–, según lo exige el texto original de la veterana escritora Robin Wright) se revelan hoy día en las noticias que llegan desde allá en torno a las desenfrenadas manifestaciones por la violencia policial, política y racial, como un país dividido. Este texto, que se publicó en The New Yorker hace más de una semana, señala lo que cualquier buen lector sabe, que nunca hubo unos “estados unidos”, sino una idea de nación atada con alambres, ya oxidados, que comienzan a deshacerse a medida que la guerra comercial con China escala hacia una guerra geopolítica que difícilmente pueda ganar Estados Unidos –lo que no significa tormentos y pesares menores en lo que nos toca. La crisis actual, de todos modos, puede también desembocar en una reinvención del actual imperio, que ya en el siglo XIX se erigió como modelo “democrático” (más comillas necesarias) y republicano de la modernidad occidental y posmonárquica.
por Robin Wright | The New Yorker
Hay la sensación de
que Estados Unidos se está desmoronando. No se debe solo a una temporada
electoral tóxica, a una crisis nacional en torno al racismo, el desempleo y
el hambre en la tierra de las oportunidades, o a la pandemia, que mata a
decenas de miles cada mes. Los cimientos de nuestra nación tienen grietas cada
vez más profundas, posiblemente demasiadas para repararlas en el corto plazo o,
quizás, nunca. Las idea y la imagen de Estados Unidos enfrentan desafíos
existenciales –algunos con razón, otros sin– que ya no son sólo marginales. La
rabia consume a muchos en Estados Unidos. Y puede que empeore después de las
elecciones y durante los próximos cuatro años, sin importar quién gane.
Nuestras fisuras políticas y culturales han generado crecientes dudas sobre la
estabilidad de un país que durante mucho tiempo se consideró un pilar, un
modelo y una excepción para el resto del mundo. Académicos, politólogos e
historiadores incluso postulan que tratar de unir estados, culturas, grupos
étnicos y religiones dispares siempre fue una ilusorio.
“La idea de que
América tiene un pasado compartido que se remonta al período colonial es un
mito”, me dijo Colin Woodard, autor de Union:
The Struggle to Forge the Story of United States Nationhood (“La unión:
la lucha para forjar la historia de la nacionalidad de los Estados Unidos”: “forge”,
en el título, tiene un significado ambiguo, es tanto forjar como falsificar). “Somos
Américas muy diferentes, cada una con diferentes historias de origen y tablas
de valores, muchos de los cuales son incompatibles. Condujeron a una Guerra
Civil en el pasado y son una fuerza potencialmente incendiaria en el futuro”.
La crisis actual
refleja la historia de la nación. Y parece que no ha cambiado demasiado. El
país fue colonizado
por diversas culturas: los puritanos en Nueva Inglaterra, los holandeses
alrededor de la ciudad de Nueva York, en la Apalachia dominaron los escoceses e
irlandeses, y los señores esclavos ingleses de Barbados y las Indias
Occidentales en el sur profundo. A menudo eran rivales, señalaba Woodard: “De
ninguna manera pensaban que eran las proteínas de un país americano en
gestación”. Estados Unidos fue “un accidente de la historia”, decía, en gran
parte porque distintas culturas compartían la amenaza externa de los
británicos. Formaron el Ejército Continental para organizar una revolución y
formar el Congreso Continental, con delegados de trece colonias. Casi
doscientos cincuenta años después, un país seis veces mayor al de su tamaño
original afirma ser un crisol de culturas que ha producido una cultura “americana”
y un sistema político que promete proporcionar “vida, libertad y la búsqueda de
la felicidad”. Con demasiada frecuencia, no es así.
Siglos más tarde, la
división cultural y las escisiones son aún profundas. Trescientos treinta
millones de personas pueden identificarse como estadounidenses, pero su
definición de lo que eso significa –y qué derechos y responsabilidades
involucra– tiene vastas diferencias. La promesa estadounidense no se cumplió
para muchísimos negros, judíos, latinos, asiático-estadounidenses, una miríada
de grupos de inmigrantes e incluso algunos blancos. Los crímenes de odio –actos
de violencia contra personas o propiedades por motivos de raza, religión,
discapacidad, orientación sexual, etnia o identidad de género– son un
problema creciente. Una comisión bipartidaria de la Cámara de
Representantes (el equivalente de nuestra cámara de Diputados) advirtió en
agosto que, “a medida que aumenta la incertidumbre, vemos desencadenarse el
odio”.
Desentendimiento
Cuando Atenas y
Esparta fueron a la guerra, en el siglo V a.C., el general e historiador griego
Tucídides observó: “Los griegos ya no se entendían, aunque hablaban el mismo
idioma”. En el siglo XXI, ocurre lo mismo entre los estadounidenses. Nuestro
discurso político se ha convertido en una “guerra civil por otros medios;
parece que realmente no queremos seguir siendo miembros del mismo país”,
escribió Richard Kreitner en su libro recientemente publicado Break
It Up: Secession, Division and the Secret History of America’s Imperfect Union
(“Ruptura: secesión, división y la historia secreta de la unión imperfecta de
Estados Unidos”). En diferentes momentos de la historia de Estados Unidos, la
supervivencia de la Unión se produjo tanto por “el azar y la contingencia” como
por la agitación de banderas y la voluntad política. “Casi que en cada paso se
requirieron compromisos moralmente indefendibles que solo empujaron los
problemas a futuro”.
El intento de
reconocernos en nuestro pasado injusto ha generado más preguntas, y nuevas
divisiones, sobre nuestro futuro. En Washington, DC, la semana pasada, un grupo
comisionado por la alcaldesa de la ciudad, Muriel Bowser, recomendó,
en un informe, que su oficina pidiera al gobierno federal que “elimine,
reubique o contextualice” el Monumento a Washington, el Monumento a Jefferson y
estatuas de Benjamín Franklin y Cristóbal Colón, entre otros. El
comité compiló una lista de personas que no deberían tener obras públicas
con su nombre, incluidos los presidentes James Monroe, Andrew Jackson y Woodrow
Wilson, el inventor Alexander Graham Bell y Francis Scott Key, quien escribió
el himno nacional. Después de una avalancha de críticas, Bowser
dijo el viernes que el informe estaba siendo malinterpretado y que la
ciudad no haría nada con respecto a los monumentos y memoriales. Pero queda una
pregunta, no solo porque vivimos en la era de Black Lives Matter: ¿De qué se
trata Estados Unidos hoy? Y: ¿resulta diferente de su pasado profundamente
imperfecto?
Las grandes diferencias
Siempre hubo
ambigüedad sobre lo que se suponía que eran los Estados Unidos, decía Woodard.
¿Se suponía que era una alianza de estados (como lo es hoy la Unión Europea,
con veintisiete gobiernos distintos), o una confederación (como Suiza, con sus
tres idiomas y veintiséis cantones), o un estado-nación (como la Francia posrevolucionaria),
o incluso una mecánica de tratados que podría prevenir conflictos
intraestatales? Después de la Revolución Americana, la “solución ad-hoc” fue
celebrar la victoria compartida contra los británicos; no se abordaron las
diferencias fundamentales. Hoy, Estados Unidos todavía está en conflicto en
torno a sus valores, desde el contrato social, los medios para educar a sus
hijos, el derecho a portar o prohibir armas, la protección de sus vastas
tierras, lagos y aire, o la relación entre los estados y el Gobierno federal.
La semana pasada, el presidente Donald
Trump amenazó
con retener fondos federales a cuatro grandes ciudades –Nueva York, Washington,
D.C., Seattle y Portland– debido a actividades “anarquistas” durante las
semanas de protestas. “Mi Administración no permitirá que los dólares de los
impuestos federales financien ciudades que se dejen deteriorar hasta
convertirse en zonas sin ley”, decía el memorando de cinco páginas del
presidente. Fue el último de muchos actos de Trump que dividieron aún más a la
nación, aunque la tendencia no comenzó con él.
Estado de independencia
Desde los años
treinta del siglo XIX, Estados Unidos atravesó ciclos de crisis que amenazaron
su cohesión. La idea de una república revolucionaria comprometida con la
igualdad (en ese momento, solo para los hombres blancos) comenzó a erosionarse
a medida que surgían las diferencias regionales y se extinguía la primera
generación de revolucionarios. Los estados o territorios han
impulsado repetidamente su independencia: Vermont se unió de modo formal a
la Unión en 1791, después de pasar catorce años como república independiente.
El estado de Muskogee, una república multicultural de nativos americanos,
esclavos escapados y colonos blancos alrededor de Tallahassee, duró desde 1799
hasta 1803. En 1810, un pequeño grupo de colonos capturó un fuerte español en
Baton Rouge y declaró la creación de la república independiente de Florida del
Oeste; su capital era St. Francisville, Louisiana. Eligieron un presidente,
redactaron una constitución y diseñaron una bandera (una estrella blanca sobre
fondo azul); el movimiento murió después de que el presidente Monroe anexara la
región. Hubo otros, incluida la República de Fredonia, en Texas, la República
de California y la República de Indian Stream, en Nueva Inglaterra. La ruptura
más grande, por supuesto, tuvo lugar en los años sesenta, cuando once
estados –Texas, Arkansas, Luisiana, Tennessee, Misisipi, Alabama, Georgia,
Florida, Carolina del Sur, Carolina del Norte y Virginia– se separaron para
formar la Confederación.
Amplias divisiones
amenazaron nuevamente con causar una desintegración de la nación en los años
treinta y sesenta, “¿Y ahora otra vez?”, me decía el historiador de Yale David
Blight. Hoy, Estados Unidos está plagado de orgullosos movimientos secesionistas.
Reflejados en el Brexit –la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea–, abogan
por el Texit (Texas), el Calexit (California) y el Verexit (Vermont). En 2017,
una encuesta
en Vermont descubrió que más del veinte por ciento de los habitantes de
Vermont creían que el estado debería considerar “dejar pacíficamente los
Estados Unidos y convertirse en una república independiente, como lo fue entre
1777 y 1791”. El Movimiento
Nacionalista de Texas, que cuenta con cientos de miles de miembros, exige
un referéndum estatal sobre la secesión. Luego está la propuesta más fantasiosa
de Cascadia,
una bio-república progresista pergeñada en el norte de California, Oregón,
Washington y las provincias canadienses de Columbia Británica y Alberta. La
tendencia es bipartidista y transregional; Incluso ha surgido un sentimiento
secesionista en los dos últimos estados que se unieron a la unión: Alaska y
Hawai.
La necesidad del
comercio interno y los peligros de las amenazas externas han ayudado a mantener
unido a los Estados Unidos. Facciones dispares en todo el país se unieron para
contrarrestar la agresión británica en los siglos XVIII y XIX; los alemanes y
los japoneses, en el siglo XX; y, en el XXI, Al Qaeda, después de los ataques
del 11 de septiembre. Pero ahora, sin amenazas externas, la nación se vuelve
cada vez más contra sí misma. “Definitivamente no estamos unidos”, decía
Blight. “¿Estamos al borde de una secesión de algún tipo? No, no en el sentido
de una fractura real. Pero, en el interior de nuestras mentes y nuestras
comunidades, ya estamos en un período de secesión que evoluciona lentamente” en
formas que son más profundas que la ideología y las creencias políticas. “Somos
tribus con al menos dos o más fuentes de información, hechos, narrativas e
historias en las que vivimos”. Estados Unidos hoy, decía Blight, es una “casa
dividida sobre lo que sostiene a la casa en pie”.
El pasado los divide
En su nuevo libro,
Kreitner arguye que, con su política irrevocablemente rota, Estados Unidos se
está quedando sin tiempo. El potencial de separación física y política es ahora
real, a pesar de que la polarización de Estados Unidos no tiene fronteras geográficas
precisas. Ningún estado republicano es completamente republicano (rojo); ningún
estado demócrata es completamente demócrata (azul). “El siglo XXI ha sido
testigo de un resurgimiento inconfundible de la idea de abandonar o romper los
Estados Unidos, una serie caleidoscópica de movimientos separatistas moldeados
por los conflictos y divisiones del pasado, pero que se manifiestan de formas
nuevas y potencialmente desestabilizadoras”, escribe. A diferencia del pasado,
los impulsos separatistas actuales han surgido en múltiples lugares al mismo
tiempo. “A menudo descartado como poco serio o quijotesco, un retroceso a la
Confederación, el nuevo secesionismo revela divisiones en la vida
estadounidense posiblemente no menos intratables que las que llevaron a la
primera Guerra Civil”, advierte Kreitner.
En los años que
vienen es probable que aumente el atractivo de desconectar el experimento
estadounidense, incluso entre los fieles seguidores de la idea del poder
federal. Y, si la Unión se disuelve de nuevo, escribe Kreitner, no será en una
línea clara, sino “en todas partes y de una vez”. De alguna manera, las
elecciones, ahora a solo ocho semanas de distancia, serán un alivio temporal,
al menos para poner fin a la angustiosa incertidumbre actual. Pero jugará solo
un papel en la decisión de lo que finalmente le sucederá a nuestra nación. “¿Somos
un mito? Bueno, sí, en sentido profundo. Siempre lo fuimos”, decía Blight. Para
sobrevivir, Estados Unidos debe ir más allá del mito.
Traducción y edición: P.M. Se agregaron aclaraciones entre paréntesis para ayudar a una lectura de contexto.
Nota bene: Se respetaron todos los hipervínculos de la edición original en inglés.
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