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sábado, 12 de septiembre de 2020

la gran ilusión americana

Los Estados Unidos (que en esta traducción se escribe a veces como “América” –que siempre debería entre comillas–, según lo exige el texto original de la veterana escritora Robin Wright) se revelan hoy día en las noticias que llegan desde allá en torno a las desenfrenadas manifestaciones por la violencia policial, política y racial, como un país dividido. Este texto, que se publicó en The New Yorker hace más de una semana, señala lo que cualquier buen lector sabe, que nunca hubo unos “estados unidos”, sino una idea de nación atada con alambres, ya oxidados, que comienzan a deshacerse a medida que la guerra comercial con China escala hacia una guerra geopolítica que difícilmente pueda ganar Estados Unidos –lo que no significa tormentos y pesares menores en lo que nos toca. La crisis actual, de todos modos, puede también desembocar en una reinvención del actual imperio, que ya en el siglo XIX se erigió como modelo “democrático” (más comillas necesarias) y republicano de la modernidad occidental y posmonárquica.

por Robin Wright | The New Yorker

 

Hay la sensación de que Estados Unidos se está desmoronando. No se debe solo a una temporada electoral tóxica, a una crisis nacional en torno al racismo, el desempleo y el hambre en la tierra de las oportunidades, o a la pandemia, que mata a decenas de miles cada mes. Los cimientos de nuestra nación tienen grietas cada vez más profundas, posiblemente demasiadas para repararlas en el corto plazo o, quizás, nunca. Las idea y la imagen de Estados Unidos enfrentan desafíos existenciales –algunos con razón, otros sin– que ya no son sólo marginales. La rabia consume a muchos en Estados Unidos. Y puede que empeore después de las elecciones y durante los próximos cuatro años, sin importar quién gane. Nuestras fisuras políticas y culturales han generado crecientes dudas sobre la estabilidad de un país que durante mucho tiempo se consideró un pilar, un modelo y una excepción para el resto del mundo. Académicos, politólogos e historiadores incluso postulan que tratar de unir estados, culturas, grupos étnicos y religiones dispares siempre fue una ilusorio.

“La idea de que América tiene un pasado compartido que se remonta al período colonial es un mito”, me dijo Colin Woodard, autor de Union: The Struggle to Forge the Story of United States Nationhood (“La unión: la lucha para forjar la historia de la nacionalidad de los Estados Unidos”: “forge”, en el título, tiene un significado ambiguo, es tanto forjar como falsificar). “Somos Américas muy diferentes, cada una con diferentes historias de origen y tablas de valores, muchos de los cuales son incompatibles. Condujeron a una Guerra Civil en el pasado y son una fuerza potencialmente incendiaria en el futuro”.

La crisis actual refleja la historia de la nación. Y parece que no ha cambiado demasiado. El país fue colonizado por diversas culturas: los puritanos en Nueva Inglaterra, los holandeses alrededor de la ciudad de Nueva York, en la Apalachia dominaron los escoceses e irlandeses, y los señores esclavos ingleses de Barbados y las Indias Occidentales en el sur profundo. A menudo eran rivales, señalaba Woodard: “De ninguna manera pensaban que eran las proteínas de un país americano en gestación”. Estados Unidos fue “un accidente de la historia”, decía, en gran parte porque distintas culturas compartían la amenaza externa de los británicos. Formaron el Ejército Continental para organizar una revolución y formar el Congreso Continental, con delegados de trece colonias. Casi doscientos cincuenta años después, un país seis veces mayor al de su tamaño original afirma ser un crisol de culturas que ha producido una cultura “americana” y un sistema político que promete proporcionar “vida, libertad y la búsqueda de la felicidad”. Con demasiada frecuencia, no es así.

Siglos más tarde, la división cultural y las escisiones son aún profundas. Trescientos treinta millones de personas pueden identificarse como estadounidenses, pero su definición de lo que eso significa –y qué derechos y responsabilidades involucra– tiene vastas diferencias. La promesa estadounidense no se cumplió para muchísimos negros, judíos, latinos, asiático-estadounidenses, una miríada de grupos de inmigrantes e incluso algunos blancos. Los crímenes de odio –actos de violencia contra personas o propiedades por motivos de raza, religión, discapacidad, orientación sexual, etnia o identidad de género– son un problema creciente. Una comisión bipartidaria de la Cámara de Representantes (el equivalente de nuestra cámara de Diputados) advirtió en agosto que, “a medida que aumenta la incertidumbre, vemos desencadenarse el odio”.

 

Desentendimiento

 

Cuando Atenas y Esparta fueron a la guerra, en el siglo V a.C., el general e historiador griego Tucídides observó: “Los griegos ya no se entendían, aunque hablaban el mismo idioma”. En el siglo XXI, ocurre lo mismo entre los estadounidenses. Nuestro discurso político se ha convertido en una “guerra civil por otros medios; parece que realmente no queremos seguir siendo miembros del mismo país”, escribió Richard Kreitner en su libro recientemente publicado Break It Up: Secession, Division and the Secret History of America’s Imperfect Union (“Ruptura: secesión, división y la historia secreta de la unión imperfecta de Estados Unidos”). En diferentes momentos de la historia de Estados Unidos, la supervivencia de la Unión se produjo tanto por “el azar y la contingencia” como por la agitación de banderas y la voluntad política. “Casi que en cada paso se requirieron compromisos moralmente indefendibles que solo empujaron los problemas a futuro”.

El intento de reconocernos en nuestro pasado injusto ha generado más preguntas, y nuevas divisiones, sobre nuestro futuro. En Washington, DC, la semana pasada, un grupo comisionado por la alcaldesa de la ciudad, Muriel Bowser, recomendó, en un informe, que su oficina pidiera al gobierno federal que “elimine, reubique o contextualice” el Monumento a Washington, el Monumento a Jefferson y estatuas de Benjamín Franklin y Cristóbal Colón, entre otros. El comité compiló una lista de personas que no deberían tener obras públicas con su nombre, incluidos los presidentes James Monroe, Andrew Jackson y Woodrow Wilson, el inventor Alexander Graham Bell y Francis Scott Key, quien escribió el himno nacional. Después de una avalancha de críticas, Bowser dijo el viernes que el informe estaba siendo malinterpretado y que la ciudad no haría nada con respecto a los monumentos y memoriales. Pero queda una pregunta, no solo porque vivimos en la era de Black Lives Matter: ¿De qué se trata Estados Unidos hoy? Y: ¿resulta diferente de su pasado profundamente imperfecto?

 

Las grandes diferencias

 

Siempre hubo ambigüedad sobre lo que se suponía que eran los Estados Unidos, decía Woodard. ¿Se suponía que era una alianza de estados (como lo es hoy la Unión Europea, con veintisiete gobiernos distintos), o una confederación (como Suiza, con sus tres idiomas y veintiséis cantones), o un estado-nación (como la Francia posrevolucionaria), o incluso una mecánica de tratados que podría prevenir conflictos intraestatales? Después de la Revolución Americana, la “solución ad-hoc” fue celebrar la victoria compartida contra los británicos; no se abordaron las diferencias fundamentales. Hoy, Estados Unidos todavía está en conflicto en torno a sus valores, desde el contrato social, los medios para educar a sus hijos, el derecho a portar o prohibir armas, la protección de sus vastas tierras, lagos y aire, o la relación entre los estados y el Gobierno federal.

La semana pasada, el presidente Donald Trump amenazó con retener fondos federales a cuatro grandes ciudades –Nueva York, Washington, D.C., Seattle y Portland– debido a actividades “anarquistas” durante las semanas de protestas. “Mi Administración no permitirá que los dólares de los impuestos federales financien ciudades que se dejen deteriorar hasta convertirse en zonas sin ley”, decía el memorando de cinco páginas del presidente. Fue el último de muchos actos de Trump que dividieron aún más a la nación, aunque la tendencia no comenzó con él.

 

Estado de independencia

 

Desde los años treinta del siglo XIX, Estados Unidos atravesó ciclos de crisis que amenazaron su cohesión. La idea de una república revolucionaria comprometida con la igualdad (en ese momento, solo para los hombres blancos) comenzó a erosionarse a medida que surgían las diferencias regionales y se extinguía la primera generación de revolucionarios. Los estados o territorios han impulsado repetidamente su independencia: Vermont se unió de modo formal a la Unión en 1791, después de pasar catorce años como república independiente. El estado de Muskogee, una república multicultural de nativos americanos, esclavos escapados y colonos blancos alrededor de Tallahassee, duró desde 1799 hasta 1803. En 1810, un pequeño grupo de colonos capturó un fuerte español en Baton Rouge y declaró la creación de la república independiente de Florida del Oeste; su capital era St. Francisville, Louisiana. Eligieron un presidente, redactaron una constitución y diseñaron una bandera (una estrella blanca sobre fondo azul); el movimiento murió después de que el presidente Monroe anexara la región. Hubo otros, incluida la República de Fredonia, en Texas, la República de California y la República de Indian Stream, en Nueva Inglaterra. La ruptura más grande, por supuesto, tuvo lugar en los años sesenta, cuando once estados –Texas, Arkansas, Luisiana, Tennessee, Misisipi, Alabama, Georgia, Florida, Carolina del Sur, Carolina del Norte y Virginia– se separaron para formar la Confederación.

Amplias divisiones amenazaron nuevamente con causar una desintegración de la nación en los años treinta y sesenta, “¿Y ahora otra vez?”, me decía el historiador de Yale David Blight. Hoy, Estados Unidos está plagado de orgullosos movimientos secesionistas. Reflejados en el Brexit –la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea–, abogan por el Texit (Texas), el Calexit (California) y el Verexit (Vermont). En 2017, una encuesta en Vermont descubrió que más del veinte por ciento de los habitantes de Vermont creían que el estado debería considerar “dejar pacíficamente los Estados Unidos y convertirse en una república independiente, como lo fue entre 1777 y 1791”. El Movimiento Nacionalista de Texas, que cuenta con cientos de miles de miembros, exige un referéndum estatal sobre la secesión. Luego está la propuesta más fantasiosa de Cascadia, una bio-república progresista pergeñada en el norte de California, Oregón, Washington y las provincias canadienses de Columbia Británica y Alberta. La tendencia es bipartidista y transregional; Incluso ha surgido un sentimiento secesionista en los dos últimos estados que se unieron a la unión: Alaska y Hawai.

La necesidad del comercio interno y los peligros de las amenazas externas han ayudado a mantener unido a los Estados Unidos. Facciones dispares en todo el país se unieron para contrarrestar la agresión británica en los siglos XVIII y XIX; los alemanes y los japoneses, en el siglo XX; y, en el XXI, Al Qaeda, después de los ataques del 11 de septiembre. Pero ahora, sin amenazas externas, la nación se vuelve cada vez más contra sí misma. “Definitivamente no estamos unidos”, decía Blight. “¿Estamos al borde de una secesión de algún tipo? No, no en el sentido de una fractura real. Pero, en el interior de nuestras mentes y nuestras comunidades, ya estamos en un período de secesión que evoluciona lentamente” en formas que son más profundas que la ideología y las creencias políticas. “Somos tribus con al menos dos o más fuentes de información, hechos, narrativas e historias en las que vivimos”. Estados Unidos hoy, decía Blight, es una “casa dividida sobre lo que sostiene a la casa en pie”.

 

El pasado los divide

 

En su nuevo libro, Kreitner arguye que, con su política irrevocablemente rota, Estados Unidos se está quedando sin tiempo. El potencial de separación física y política es ahora real, a pesar de que la polarización de Estados Unidos no tiene fronteras geográficas precisas. Ningún estado republicano es completamente republicano (rojo); ningún estado demócrata es completamente demócrata (azul). “El siglo XXI ha sido testigo de un resurgimiento inconfundible de la idea de abandonar o romper los Estados Unidos, una serie caleidoscópica de movimientos separatistas moldeados por los conflictos y divisiones del pasado, pero que se manifiestan de formas nuevas y potencialmente desestabilizadoras”, escribe. A diferencia del pasado, los impulsos separatistas actuales han surgido en múltiples lugares al mismo tiempo. “A menudo descartado como poco serio o quijotesco, un retroceso a la Confederación, el nuevo secesionismo revela divisiones en la vida estadounidense posiblemente no menos intratables que las que llevaron a la primera Guerra Civil”, advierte Kreitner.

En los años que vienen es probable que aumente el atractivo de desconectar el experimento estadounidense, incluso entre los fieles seguidores de la idea del poder federal. Y, si la Unión se disuelve de nuevo, escribe Kreitner, no será en una línea clara, sino “en todas partes y de una vez”. De alguna manera, las elecciones, ahora a solo ocho semanas de distancia, serán un alivio temporal, al menos para poner fin a la angustiosa incertidumbre actual. Pero jugará solo un papel en la decisión de lo que finalmente le sucederá a nuestra nación. “¿Somos un mito? Bueno, sí, en sentido profundo. Siempre lo fuimos”, decía Blight. Para sobrevivir, Estados Unidos debe ir más allá del mito.

Traducción y edición: P.M. Se agregaron aclaraciones entre paréntesis para ayudar a una lectura de contexto.

Nota bene: Se respetaron todos los hipervínculos de la edición original en inglés.

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