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viernes, 5 de septiembre de 2025

el camino de santiago

Salimos de Rosario hacia Santiago del Estero pasadas las 8 de la mañana del viernes 15 de agosto y llegamos a Ceres. última localidad de Santa Fe alrededor de las 14:45. Habíamos tomado la autopista a Santa Fe y, en la ruta que va a hacia Gálvez, tomamos la ruta 80 hasta empalmar con la 10, luego la 19 y, a la altura de Angélica, la 34, por la que entramos a la provincia de Santiago hasta la 51, en Rubia Moreno, atravesamos La Banda por la avenida Juan Domingo Perón que al cruzar el río Dulce se transforma en Rivadavia y llegamos a la ciudad más antigua de Argentina. Ya eran más de las ocho de la noche y la ciudad resplandecía. Atravesamos el centro luminoso de Santiago, un centro luminoso de locales reformados para hacer más coloridas sus vidrieras en la estructura de viejas casonas decimonónicas. Las calles arboladas, empedradas y demarcadas por mojones cónicos de metal; la agitación de una urbe en las entrañas del antiguo camino real hacia la antigua civilización incaica. La luminosidad majestuosa de la ciudad que se erige en yermo santiagueño. Esa noche fuimos a cenar a una terraza frente a la florida plaza Libertad, un primer piso sobre la peatonal al que se llegaba por una escalera que me recordó los lugares más o menos paquetos que florecían en las ciudades bonaerenses a fines de los 70. La copa de vino que pedí en la cena me trajo un ácido tinto que llevaba días en una botella ya abierta, Pedí que lo cambiaran y que, en lo posible, el menjunje proviniese de una botella abierta esa noche. Lo cambiaron. De vuelta, por avenida Libertad (que a esa altura tiene una mano única hacia la costanera sobre el río Dulce) pasamos por una especie de garage para motocicletas llamado Lo de Tito que a través de la puerta permitía ver allá al fondo de un galpón gigantesco unas luces estroboscópicas que cambiaban con la música e iluminaban el esqueleto de cientos de motos estacionadas: qué hacía la juventud motorizada en Lo de Tito, además de guardar sus vehículos, no lo sé, pero evidentemente terminaban allí la jornada. Los motociclistas son el detalle más estridente de Santiago pero, acaso por el tamaño de las veredas, angostas, cargadas con árboles, entre ellos unos de naranjas amargas que se desparraman por la calle y caen en las cajas de las camionetas, que las pasean rodando por el suelo metálico, los motociclistas, a diferencia de los rosarinos, mantienen la sana costumbre de desplazarse por el pavimento, donde no son demasiado prudentes pero al menos dejan en paz a los peatones que circulan por la vereda.

Estación del ACA en Ceres, Santa Fe.

A poco de ingresar a la provincia de Santiago del Estero por la ruta ya se percibe una diferencia. Ni bien cruzamos Ceres desaparecen las camionetas Amarok. El costado de la carretera, que durante todo el camino santafesino exhibe la pulcra y laboriosa actividad agropecuaria es reemplazada del lado santiagueño de la ruta 34 por montoncitos de bolsas de carbón y el humo de fogatas encendidas en las casas a la vera de la ruta. La provincia de Santiago sufrió una gigantesca deforestación en las últimas décadas, me informan. De todos modos lo que se percibe es el terreno bajo, la llanura de vegetación baja y pobre, los rebaños de cabras que se cruzan por la carretera con una indiferencia pasmosa por los bólidos que se desplazan por la 34. 

La ciudad de Santiago es maravillosa. No sólo por su antigüedad espúrea, plebeya y dorada que rodea la plaza Libertad, donde junto a la Catedral se erigen dos cines espectrales, el Petit Palais, en la esquina casi de 24 de Septiembre y Avellaneda, también por la acumulación de épocas que la habitan y hacen latir en ella esa mezcla de criollos, indios, descendientes de árabes y blancos señoriales. En el Mercado Armonía, entre Pellegrini, Absalón Rojas, la peatonal Tucumán y Salta vive la tradición comercial del norte con puestos de artesanías, verduras, tamales, kippe, fritangas y baratijas de origen incierto; con niños que corretean en las terrazas y hombres de piel cetrina y rostros labrados por la tierra y el calor que descansan en mesas apretadas mientras almuerzan comidas cuyos nombres se me escapan, que acompañan con botellas de vino Toro que creí que ya no existían. La segunda mañana que llegué al mercado me senté antes de entrar a un bar sobre peatonal Tucumán a tomar un café en la vereda, donde el fresco me obligaba todavía a llevar un cárdigan de lana. En las diez o doce mesas ocupadas no había ni un solo gringo, eran todos hombres y mujeres con el norte grabado en los rasgos oscuros y serenos. ¿Dónde está esa gente, que también nutre las barriadas de las grandes ciudades del sur, representada en el Congreso nacional o en el gran escenario político y mediático? 



Mercado Armonía, casco histórico de la ciudad de Santiago del Estero.

La pobreza del paisaje natural santiagueño, el llano y despojado horizonte semidesértico, rápido se diluye en el sonido de los nombres de los lugares, el río Dulce —una serpiente opaca de agua mansa y playa— es también el de “Silencioso cruza el Dulce,/ mojando Banda y Santiago,/ lo acompañan las vidalas/ dolidas, tristes del pago.” Y La Banda, que invita en las canciones con chacarera y empanadas, es un polvoriento y nutrido poblado en el que un maxikiosco brilla en la noche como si fuera irreal en el paisaje de música que pinta una aldea que ya es una escena del alma. Santiago se ofrece en su música, en las voces de los santiagueños, la tonada más hermosa del país, serena y posesa en el canto.

Con Peteco Carabajal en la Fiesta de la Abuela, Casa de los Carabajal. La Banda, Santiago del Estero, 17 de agosto de 2025. 

Continuará...

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