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"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).
jueves, 27 de diciembre de 2012
puros
Y al final me vi los dos episodios de Labyrinth, la miniserie basada en el bestseller de Kate Mosse que no leí ni pienso leer. Es una suerte de Código Da Vinci, pero con cátaros y con más mujeres bonitas, cosa que se justifica porque el autor es una mujer.
Otra vez, como en el Código (y no vale la pena el enlace), la iglesia católica aparece como la mala de la película, con sus cruzados y sus conspiraciones pero, sobre todo, ajena a la cosa mágica que guardaban los cátaros (es decir, los gnósticos). En otras palabras, el catolicismo es siempre, en estas historias de conspiradores, la religión sin magia. Notable y certero hallazgo, incluso lo dice un personaje de la miniserie.
El catolicismo, según la descripción de Graham Green en El fin de la aventura, siempre será la religión del hombre que va a rezar en ese tiempo "muerto" entre la ida al almacén o el mercado y la vuelta a casa, y que lleva, como material "sacro", sólo una bolsa de los mandados y, en ella, unos vegetales envueltos en el diario de ayer. Ninguna otra magia que la de cumplir con la rutina: ni hombres que viven 800 años (como el del personaje de John Hurt), ni hallazgos arqueológicos que sacuden la Tierra. El catolicismo es siempre un religión de gente vulgar, la misma gente que Greene eligió para sus novelas y la única, en la literatura de mis escritores más queridos, digna del "milagro cotidiano": un sueño, unas palabras halladas en un libro que escribió de niña a mujer soñada, pueden señalar un destino, hacernos saber de las simetrías entre la escritura y la vida. O como las películas de James Cameron, en las que el fin de mundo acontece para que el hombre y la mujer renazcan y se maravillen en su unión.
No digo que Labyrinth –que producen los hermanos Ridley y Tony Scott– carezca por completo de "misterio", que es lo que se opone de algún modo a la "magia", pero hay que decir que su intriga es bastante miserable. Unos arqueólogos encuentran una cueva en la que murieron los últimos cátaros de Carcassone y allí descubren un anillo con el relieve de un laberinto. Alice, la chica que da con esos objetos, tiene una visión y siente una puñalada. Es, digámoslo así, el llamado de la sangre. Los dos episodios se desarrollan tanto en el presente (la novela es de 2005) como en el 1209, año de las cruzadas y el sitio de los cátaros que habían sido condenados por el papa Inocencio III por herejes.
En la actualidad nos encontramos que una sociedad secreta conserva el legado de los cátaros: tres libros que en toda la miniserie nadie lee ni parecen servir para otra cosa que la acumulación, más un anillo, una hebilla y, la joya, el Grial, que no sería un objeto, según el personaje de Hurt, sino otra cosa, con el poder de prolongar la vida, pero sólo una vida, si no entendí mal. De modo que la opción de Inocencio no parece tan desasertada: poner en movimiento todos los secretos de la creación para que alguien viva mil años semiescondido es un despropósito mayúsculo.
Pero la miniserie me recordó un libro de Jean Guitton que el padre Rogelio Vázquez (entonces director del Instituto 178, donde yo daba clases) me prestó hacia 1997, cuando Guitton aún vivía, y se llama Lo impuro. Allí, además de abordar uno de sus temas centrales, "la sublimación", dedica el primer capítulo y varias entradas en el libro a los cátaros. Escribía Guitton: "Los cátaros consideraban carnal el matrimonio, como un pecado mortal, y no veían ninguna diferencia entre el matrimonio, el adulterio y el incesto: matrimonium est lupanar. (...) Precipitaba así aqué movimiento de desesperación que impulsa hacia la extremidad del mal, cuando uno se siente incapaz de la extremidad del bien. No conocía más que los dos límites de lo puro absoluto y de lo impuro radical. Apuntaba a uno y absolutizaba al otro, para condenar solamente la fe media, que es la de la vida humana y la de las multitudes".
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