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viernes, 14 de octubre de 2016

encuentro con el oráculo (bob dylan en rosario)

Bob Dylan ganó el Nobel de Literatura. Entre las cosas que leo me encuentro con esos interrogantes en torno al Nobel mismo: ¿se premia una tradición, un canon o una forma de circulación de lo literario?
Siempre se me hizo que el Nobel es un premio más, incluso uno que no tuvieron muchos de mis escritores preferidos. Pero no es el caso de Dylan: leo allí la sordera de las escuchas futuras y el placer de hallarme en una corriente que es, si se quiere, ecuménica, como alguna vez fue la literatura.
Lo que sigue es la crónica del recital que Dylan dio en Rosario el 18 de marzo de 2008, según lo que escribí para la revista Transatlántico.   

“El gato está en el pozo y el lobo mira hacia abajo. Su cola espesa y enorme barre todo el piso. El gato está en el pozo, la dulce dama está dormida. No escucha nada, el silencio se le pega al abismo”.
El 18 de marzo de 2008, el día que Bob Dylan estuvo en Rosario, amaneció con bruma. Un velo delgado enturbiaba el aire y flotaba sobre el río sereno. A la noche, a eso de las diez y cinco, cuando Dylan hacía una versión de “Don’t think twice, it’s all right”, unas nubes se encrestaban contra la luna mientras el rocío descendía sobre el Hipódromo apenas colmado. El aire estaba quieto y, aún así, todos sus signos hacían balancear la inminencia de algo que sucedería. Dylan trajo eso: una suspensión del tiempo, una atmósfera; acaso la proximidad de algo que ya había sucedido. Me gusta creer que en lo que fue, según todos los especialistas, el mejor concierto de Dylan en Argentina, el hombre eligió con cierta complicidad su primer tema: “Cat’s in the well”: “El gato está en el pozo y el criado está en la puerta. Los tragos ya están listos y los perros se van a la guerra”. Well es un tipo particular de pozo: un agujero, pero del que mana algo. “Oil well”: pozo petrolero. Es el último tema de Under the red sky, un disco de 1990, cuando Irak había invadido Kuwait y ya se olía la guerra. Bajo el cielo enrojecido es también un disco de la inminencia. “Esta es la llave del reino y esta es la ciudad. Y este es el caballo ciego que nos guía por acá”, dice el estribillo de la canción que le da nombre al disco.
Soundtrack
A las ocho de la noche en la avenida Dante Alighieri, la que atraviesa el Parque Independencia, las caballerizas del Hipódromo expelían el vaho dulzón de la bosta de caballo. En la larga cola que llegaba hasta la rotonda de Ovidio Lagos, Gabriela (1963) se irguió sobre una de las raíces de un eucalipto para saludar. Su esposo y su hija de 10 años la esperaban en casa. Pero ella estaba ahí: “Vine a escuchar la banda de sonido de mi vida”, dijo. Claro. Y más atrás había un matrimonio mayor que miraba de reojo el discreto ritual de los vendedores de remeras. Todos habíamos llegado un poco tarde a ese ritual: los vendedores, porque su esquiva clientela ya había acumulado demasiadas remeras; Gabriela, porque ya había visto la película y conocía la banda de sonido... Pero todos teníamos algo que escuchar, acaso todos nos habíamos perdido parte de la película. “God knows”.
“Don’t think twice, it’s all right” fue el segundo tema del concierto. “Aún quisiera que hubiese algo que puedas hacer o decir, algo que puedas intentar para hacer que cambie de idea y me quede. Pero nunca hablamos demasiado, de todos modos. Así que no lo pienses dos veces, está bien así”. La letra, cierto. Pero nadie entendía demasiado las letras. Dylan –me dice Diego, me dice Robbie– aprendió a cantar de nuevo en estos últimos años. Su canto es un rumor áspero, un viento de arena que irrumpe en la madera partida del granero. Pero es un canto, que es todo lo que se puede desear de un cantor popular.
A las 22.50, después de que una banda increíble, capaz de combinar el sonido de los crooners de club nocturno de los 50 con la mejor tradición del blues de Memphis, el rock and roll más violento y eléctrico con la suave ironía acústica del folk y el country; a esa hora, decía, llegó el único guiño hacia el público, la serena ejecución de “Like a rolling stone”, que debimos escuchar de pie como si de repente hubiera resucitado Bruno Gelber ahí adelante, en el escenario del Hipódromo. Pero nadie pudo seguir la letra (“¿Qué se siente estar a la deriva y librado a uno mismo, como canto rodado, sin rumbo a casa?”), la versión, como otras, jugaba demasiado con el nuevo fraseo de Dylan y los músicos parecían estar demasiado ocupados en esas armonías que habían encontrado en una canción que ya tiene 45 años.
Ruedas en llamas

Dylan también interpretó “This wheel’s on fire”, fue el tema número once de una lista que incluyó maravillas de Modern times como “When the deal goes down”, “Spirit on the water” o “Working man’s blues # 2” en una versión más melosa, en esa frontera de la música popular en la que el sonido dice tanto de la música que toca como de las cosas con las que trafica la canción. Pero “This wheel’s on fire”, el tema que hacía con The Band –cuya grabación quedó involuntariamente archivada en las Basement tapes, después del accidente de moto de Dylan, en 1966–, fue una gema única que sólo hizo en Rosario, ante una platea que incluía fumadores de pipa, concejales con remeras de Jack Daniels y hasta un edil de la bancada opositora que había pagado la entrada y recibía el caluroso saludo de unos amigos periodistas.
Nacho, un veinteañero porteño que recorre el país siguiendo bandas de rock, incluso aquellas que ya vio en Buenos Aires, cuenta en su blog que Dylan “estuvo de mucho mejor humor que cuando tocó en Vélez hace unos días. Por momentos dejaba el teclado y bailaba y sonreía con complicidad a su banda y cuando terminaba alguna canción que la gente le festejaba mucho, él se acercaba y levantaba los brazos. Es todo un logro para Dylan y todo un honor para la gente de Rosario”.
Música de radio
Siempre me pareció, y sobre todo después de ver No direction home (2005), el documental de Martin Scorsese sobre el período fundacional de Dylan (1961-1965), que en Dylan había algo de lo oracular en el sentido más clásico, más griego. Hank Williams, Robert Johnson, The Almanac Brothers, entre otros, eran los músicos que Dylan conoció en su juventud a través de la radio, en el pueblito de Minnesota donde nació en 1941. Ese sonido, el de la música que llega a través de la radio, fue el que buscó en sus discos y, mejor aún, en sus canciones, como si la misma radio fuese capaz de arrastrar en sus ondas el Sermón de la Montaña, cosa que dice, incluso, en la ejemplar canción “Shooting star”. Pero el momento oracular de Dylan –el héroe clásico enfrenta el oráculo antes de partir– es el encuentro en el 60 con Woody Guthrie, internado en un hospicio, antes de que Dylan compusiera una sola de sus líneas. El mismo Dave Van Ronk, muerto poco antes del estreno de No direction home, en 2005, dijo en una entrevista que aún cuando Dylan no había comenzado a escribir ya contaba con admiradores entre los músicos de la escena neoyorkina. Esa admiración era el aura de ese encuentro, cuando Guthrie estaba tumbado en la cama y deliraba por el avance del mal de Huntington: Dylan no sólo fue a las raíces, aprendió de su delirio. Guthrie fue un oráculo porque cuanto había por decir y escuchar se consumaría en una obra.
Un oráculo: la abuela Valentina, que cumplió cien años el año pasado, nació en Rusia antes de la Revolución. Su padre, un bolchevique nacido en Grecia, fue deportado por el ejército del zar a Siberia, donde murió antes de octubre de 1917. Valentina vino a Argentina con su madre viuda y casi ochenta años más tarde, en 1986, visitó la URSS. “Fui al Mausoleo de Lenin –me decía la mujer hace una década–, pero no lo pude ver”. Literalmente: había llorado desde que se acercó al lugar hasta que partió. No lo vio, pero Valentina habita ese Mausoleo desde antes de su encuentro. Eso que a duras penas se descifra de esta visita de Dylan, ese poder oracular de su música, es algo que habitamos.
“El gato está en el pozo, las hojas comienzan a caer. Buenas noches, mi amor, que el Señor se apiade de todos nosotros”.

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