Horacio
Tarcus (Buenos Aires, 1955) es historiador, doctorado por la Universidad
Nacional de La Plata. En 1998 fue uno de los fundadores del Cedinci (Centro de Documentación e
Investigación de la Cultura de Izquierdas en Argentina, que hoy depende de la
Universidad Nacional de San Martín), que creó en base a un
archivo propio de libros, revistas, publicaciones políticas, enterrado durante
la última dictadura en una quinta del Gran Buenos Aires cuando la mera posesión
de ese tipo de materiales era de una peligrosidad temeraria.
Fue director del “Diccionario biográfico de la izquierda
argentina. De los anarquistas a la “nueva izquierda. 1870-1976” (2007, que
escribió, como bromeaba entonces, para que las agrupaciones universitarias pudieran
variar los nombres de sus agrupaciones, por lo general acotados a Agustín Tosco
o Santiago Pampillón) y compilador de “Cartas de una hermandad. Leopoldo
Lugones, Horacio Quiroga, Ezequiel Martínez Estrada, Luis Franco, Samuel
Glusberg” (2009). Entre sus libros, se cuentan: “El marxismo olvidado en la
Argentina: Silvio Frondizi y Milcíades Peña” (1996), “Mariátegui en la
Argentina o las políticas culturales de Samuel Glusberg” (2002) y “Marx en la
Argentina. Sus primeros lectores obreros, intelectuales y científicos” (2007).
Fotografía de Diego Spivacow, tomada de La Nación.
El viernes último presentó en Rosario “El socialismo
romántico en el Río de la Plata. 1837-1852” (2016): “El libro está animado –nos
escribe– por una búsqueda en el pasado de otras izquierdas, de otras
potencialidades que luego se truncaron y que iban en el camino de una izquierda
no tan sindicalista, no limitada al techo de la reivindicación sindical, y que
se conectaba con todo un programa vital de pedagogía moderna, creación de
bibliotecas populares, emancipación de la mujer, fundación de mutuales y
cooperativas, arte orientado al pueblo, políticas de higienismo, de eugenesia. No
es una tradición liberal, al contrario, es antiliberal. Y manifiesta una
voluntad popular, que no tiene que ver con el peronismo. Ciertamente, es un
mundo desaparecido, pero al ignorarlo u olvidarlo lo desapareceríamos dos veces”.
—(Esteban) Echeverría, el joven (Juan Bautista) Alberdi, el
joven (Domingo) Sarmiento y demás compañeros de generación –Vicente Fidel
López, Juan María Gutiérrez, Miguel Cané padre, etcétera– entendieron hacia
1937 que el programa ilustrado de los unitarios habría fracasado, que el
triunfo del rosismo era el resultado de una incomprensión. El problema estaba
en el racionalismo abstracto de la Razón Ilustrada, al que le contraponían una
Razón histórica, un historicismo que también era hijo de la Ilustración pero
que les permitía entender el “momento rosista” como una reacción popular a la
imposición rivadaviana de leyes e instituciones que no se correspondían con
nuestra cultura. Renovar las instituciones era un empeño más profundo que hacer
aprobar leyes modernas, o consagrar una Constitución liberal, era laborar
simultáneamente para modernizar la sociedad civil en el sentido de la novísima
Economía política, era trabajar para que emergiera una cultura nacional, una
literatura nacional, tal como estaban surgiendo entonces en las naciones europeas
bajo el signo del romanticismo.
—El romanticismo debe
entenderse como nacionalismo, como se lee en “El socialismo romántico”.
—Pero lo curioso es que este historicismo romántico llegó al
Río de la Plata teñido de socialismo, pues las principales fuentes de los
jóvenes de la Generación de 1837 eran los libros y las revistas que publicaban
entonces los discípulos de Saint-Simon, sobre todo Pierre Leroux. Entonces, ese
historicismo vino acompañado de ideas avanzadísimas –aunque en el Río de la
Plata no pudieran desplegarse en toda su radicalidad–, como la emancipación de
la mujer, la expansión de la educación pública y la elevación del trabajador,
la promoción de valores solidarios y comunitarios que permitieran mitigar el
individualismo posesivo propio de la ideología liberal. Este primer programa,
desde luego fracasado, que elaboró la Generación del 37 tuvo sus continuadores
después de la Batalla de Caseros, en los años de la Organización Nacional:
fueron los exiliados románticos europeos que venían del reflujo de las
Revoluciones de 1848 los que van a levantar en los tiempos de la Confederación de
Urquiza un programa de avanzada, que integra federalismo, participación
ciudadana, educación popular, mutualismo, creación de bibliotecas populares, de
escuelas técnicas, cooperativas. En 1863 Bartolomé
Victory y Suárez va a proponer que los “derechos sociales” se incorporen a
la Constitución Nacional, Francisco Bilbao va a sostener que las sociedades
americanas debían conformarse por la integración de las tres “razas”: indios,
criollos y europeos migrantes. Me propuse rescatar estas figuras, con sus
obras, sus folletos, sus periódicos, sus artículos en la prensa de la época: es
una historia borrada tanto por la “tradición republicana” como por la
historiografía revisionista.
—Si el socialismo y el
utopismo europeo fueron tendencias intelectuales antes de mitad del siglo XIX,
¿qué sobrevivió de esa tradición en Argentina? ¿Podría ser el actual partido Socialista santafesino heredero
de esa tradición?
—Con este libro –más otro que saldrá el año próximo, “Los
exiliados románticos. Socialistas y masones en la formación de la argentina
moderna. 1852-1880”– me propuse rastrear la tradición socialista del siglo XIX.
Es frecuente que los libros de historia del pensamiento nos hablen de un
socialismo que nació con Juan B. Justo hacia 1894 y cuyo único precedente sería
el Dogma Socialista de Echeverría, al que se presenta habitualmente como un
liberal “de avanzada”, o “influido” por el socialismo romántico francés. Yo
trato de reponer la historia de dos generaciones –la Generación de 1837
primero, y la Generación de los exiliados de las revolución del 48, después–
como los exponentes de dos momentos previos a la generación de 1890, la de Juan
B. Justo y José Ingenieros.
Ciertamente, el PS de Santa Fe es un retoño del partido de
Justo. Pero heredar no es algo sencillo, no es recibir algo pasivamente, hay
allí un problema, hay un trabajo en recibir, en heredar. Lo que queda de aquel “viejo
y glorioso” Partido Socialista es una pequeña máquina electoral, con escaso,
sino nulo interés en recibir, en trabajar esta tradición. Es el partido que
renunció hace añares al mundo de las ideas, del pensamiento.
—Si ese socialismo
pre-marxista es una corriente de izquierda, ¿qué sentido tiene la “izquierda”
en esa perspectiva?
—La noción de izquierda tiene dos sentidos. Se la puede
definir programáticamente, digamos por las ideas; o posicionalmente, por el
espacio que está “a la izquierda de”. Programáticamente, las ideas del
socialismo romántico son las que, a su modo, anticipan los grandes temas del
socialismo del siglo XX, incluso de las conquistas democráticas del siglo XX:
la emancipación del obrero, de la mujer, la educación popular, la pedagogía
moderna, la laicización de la sociedad, el mutualismo, el cooperativismo. Desde
el punto de vista de su posición política, la Generación del 37 intentó
convertirse en una suerte de “tercer partido”, más allá de Unitarios y
Federales, y sabemos que fracasó en el intento. La generación de los “cuarentaichistas”
fue una suerte de “ala izquierda” de la Confederación Urquicista. Alejo Peyret
traducía “El Principio Federalista” de Proudhon para el diario “El Uruguay” de
Paraná!
—¿Puede encuadrarse esa
idea de socialismo en lo que hoy llamamos “progresismo”?
—Puede, pero con el riesgo de que lo más distintivo y radical
de este pensamiento se diluya en “progresismo”. Porque ciertamente mantuvieron,
como sus rivales liberales, una fe en el Progreso inevitable de las sociedades
modernas. Y fueron hasta cierto punto aliados de los liberales en dimensiones
como el laicismo de la sociedad, las instituciones, el Estado. Pero el Partido
Democrático del siglo XIX, del que se van a desprender las primeras corrientes
socialistas a mediados de siglo, era rival político del Partido Liberal. Las
grandes conquistas democráticas de fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX
fueron impulsadas por las corrientes democráticas y socialistas, y resistidas
por los liberales. El problema es que la historia del liberalismo se ha
apropiado de conquistas que no sólo no le pertenecen, sino a las que se resistió
durante décadas. Y nuestra izquierda actual es muy corporativa, muy
sindicalera, muy ignorante de toda esta riquísima tradición, que acaso mirará
con desprecio como “culturalista” o “pequeñoburguesa”. Pero aunque nos cueste
creerlo, tuvimos una izquierda entre fines del siglo XIX y primera mitad del
siglo XX, que iba más allá de las reivindicaciones salariales, que tenía
propuestas sobre la educación, la pedagogía, el arte, el cooperativismo, el
consumo, la buena alimentación, que discutía temas como las modernas
tecnologías, la eutanasia, la sexualidad. No le eran ajenos ninguno de los
temas de la vida y de la muerte. Era una izquierda que quería llegar a la
sociedad con un proyecto civilizatorio, no con un programa ultimatista de cinco
puntos: ¡aumento salarial inmediato o huelga general por tiempo indefinido!
—¿Cómo analizás la
experiencia de la izquierda durante los 12 años de kirchnerismo?
—Los populismos dislocan a las izquierdas y también a las
derechas. No sólo Lilita Carrió quedó “dis-locada”, también las izquierdas en
todas sus variantes. Como sucedió con otras experiencias semejantes en el
pasado, cierto sector de la izquierda se integró para disolverse en el
kirchnerismo (el PC y sus variantes: sabbatellismo, Heller, etcétera), otro
sector hizo una oposición cerril, sectaria, improductiva. A menudo se dice que
los populismos no dejan mayores márgenes, pero la política consiste justamente
en producir esos márgenes. Hacer una política independiente en estos doce años
podría haber pasado por cuestionar la corrupción, el capitalismo de amigos, la
economía extractivista, la manipulación de las estadísticas; por apoyar
críticamente ciertas políticas (como la asignación universal, ciertos aspectos
de la gestión educativa y científica, o de la política exterior, o el
garantismo jurídico) y sobre todo mostrar en la práctica el techo político de
una experiencia pragmática como la del kirchnerismo, sin mayor estrategia ni
programa.
—¿Y cómo analizás el
rol de la izquierda en lo que va del macrismo? ¿Hubo votantes de izquierda que
votaron a Macri?
—Yo creo que existe una izquierda social que es mucho más
grande que la izquierda política existente. Cientos de miles, acaso millones de
ciudadanos se han sentido entrampados al tener que elegir en Scioli y Macri, el
populismo conservador y la derecha liberal, entre la corrupción de los
advenedizos y la corrupción de las élites. Pero no sólo la izquierda radical es
incapaz de contener a ese electorado con sensibilidad de izquierdas, también la
centro-izquierda se suicidó en esta alianza con el macrismo. La
centro-izquierda se alejó del mundo de las ideas hace añares, pero ahora perdió
la más mínima dignidad.
—Cuando renunciaste a
la vicedirección de la Biblioteca Argentina mencionaste algo en torno a la
posición de la izquierda con respecto al empleado público, ¿seguiste pensando
en eso? Me refiero a la posición de la izquierda en relación al Estado.
—Sigo pensando que una de las deudas de la izquierda es una
propuesta de reformulación de la relación Estado-sociedad civil, que implica no
sólo replantear el estatuto del empleo público sino el sentido mismo de la
gestión estatal. Hoy oscilamos entre el crecimiento del empleo público como
bolsa de trabajo de los gobiernos populistas aliados al sindicalismo mafioso; y
los despidos de los gobiernos liberales como medida más inmediata de reducción
del gasto público (también aliados a cierto sindicalismo).
Vivimos en lo que los sociólogos llaman “sociedad
dual”, por un lado, los que “se salvaron”, los empleados públicos que están en
la planta del Estado, intocables aunque sean ñoquis; por otro, los que “perdieron”,
los precarizados, los desempleados. Los gobiernos que coquetearon con reformas
progresistas del Estado (el alfonsinismo o la Alianza), fracasaron
clamorosamente; el menemismo, bajo el lema de la “reforma del Estado” llevó a
cabo un desguace neoliberal feroz; y el kirchnerisno dejó las cosas como
estaban, no se propuso ni reformar, ni refundar el Estado, apenas servirse de
él para construir su maquinaria política. Sin embargo, no todos los populismos
fueron igualmente ciegos ante una necesidad de reforma del Estado. La
experiencia ecuatoriana es en este sentido curiosa, porque la retórica
populista e igualitarista del gobierno convive con un proyecto de modernización
estatal casi meritocrático. Sin ir tan lejos, creo que necesitamos una
izquierda que proponga repensar el Estado y sus funciones sociales, no como
bolsa de trabajo, no como espacio condenado a la ineficiencia, inerte, sino en
términos de recursos materiales y humanos que deben retornar a la comunidad
para servirla del modo más eficiente posible. Si la izquierda le tiene miedo a
la palabra Estado, si le escapa a la palabra eficiencia, si presupone que lo
público es necesariamente costo, ineficiencia, atraso, está jodida, seriamente
jodida.
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