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"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).

jueves, 11 de septiembre de 2014

el progresismo como gesto moralizante



Traduje este artículo (publicado a mediados de 2013 en Strikemag) en el que Mark Fisher repasa lo que sucedió luego de que apareciera su célebre libro Realismo capitalista. Un agudo análisis acerca del actual rol de los espacios políticos progresistas adecuados a la “realidad” neoliberal que parecen haber aceptado que “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. El subrayado, pasada la mitad del texto, es nuestro y señala una observación que le cabe al progresismo vernáculo.

por Mark Fisher
Mi libro Realismo capitalista se publicó a fines de 2009. Mientras terminaba el libro se desató la crisis financiera de 2008 y bromeaba con que el capitalismo acaso terminaba antes de que yo lo hiciera con mi libro. Como ya sabemos, el capitalismo no se derrumbó, pero sería un error pensar cualquier posibilidad de volver a la normalidad. 
El realismo capitalista podría verse como una creencia, la de que no hay alternativa al capitalismo, de que, como lo señaló Fredric Jameson: es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Hay otros sistemas que puden preferirse al capitalismo, pero éste es el único que resulta realista. O puede verse como una actitud resignada y fatalista de cara a la sensación de que todo lo que podemos hacer es hacernos a la idea de que el capitalismo lo domina todo y limitar nuestras esperanzas a la contención de sus peores excesos. Sería, antes que nada, una patología de la izquierda, nunca mejor ejemplificado que en el caso de los nuevos laboristas. Al fin y al cabo, lo que nos aporta el realismo capitalista es la eliminación de la política de izquierda y la naturalización del neoliberalismo.
Luego de la ola de militancia que se esparció en el mundo en 2011, el editor de Economía de la BBC, Paul Mason, llegó a declarar que se llegaba al fin del realismo capitalista. Los eventos truncos de 2012 demuestran que ese juicio fue al menos apresurado. 2012 fue el año de la restauración y la reacción. El último libro de Slavoj Zizek, El año que soñamos en peligro, comienza con el concepto persa war nam nihadan: “asesinar a alguien, enterrar el cuerpo y hacer crecer flores sobre él para esconderlo”. El argumento de Zizek es que la ideología dominante aplicó un war nam nihadan sobre la floreciente militancia de 2011 (Occupy Wall Street, la Primavera Árabe, los disturbios en Inglaterra, etcétera). “Los medios ultimaron la radical dimensión emancipatoria de los eventos y entonces arrojaron flores sobre el cadáver enterrado”, escribe. En 2013 se reafirmó el realismo capitalista. En lugar de terminar en 2008 (ó 2011), podría argüirse que las medidas de austeridad que se implementaron constituyen una intensificación de ese realismo capitalista. Esas medidas no podrían haberse introducido a menos que subsistiera aún la expandida sensación de que no hay alternativa al capitalismo liberal. Las diferentes luchas que estallaron a partir de la crisis financiera muestran un creciente descontento con el capitalismo del pánico que se puso en marcha desde 2008, pero no logaron todavía proponer una alternativa concreta al modelo económico dominante. El realismo capitalista trata así de una corrosión de la imaginación social y, de algún modo, ese sigue siendo el problema: luego de treinta años de dominio neoliberal, recién comenzamos a ser capaces de imaginar alternativas al capitalismo. ¿Por qué resulta así?
En parte, porque la descomposición de la solidaridad, de la que depende la victoria del neoliberalismo, aún no fue revertida. Los distintos movimientos anticapitalistas (incluyendo Occupy) aún no se constituyeron en un movimiento capaz de desafiar la súper hegemonía del capital. Nos acostumbramos a un mundo en el que los trabajadores le temen al capital, nunca al revés. El realismo capitalista nunca fue la persuasión ideológica directa; no se trata de que la población del Reino Unido se convenciera de los méritos de las ideas neoliberales. Sino que aquello de lo que la gente está convencida es que el neoliberalismo es la fuerza dominante en el mundo y a eso, por lo tanto, hay poca resistencia que ofrecerle. (No estoy deslizando que la mayoría de las personas reconocen el neoliberalismo por su nombre, sino que reconocen las políticas y la narrativa ideológica con las que se desparramó con éxito.) Se esparció esta percepción porque el capital derrotó a las fuerzas que actuaban en su contra –en lo que resulta más obvio: arrasó con los sindicatos o los forzó a ser instituciones de consumo o servicio dentro del capitalismo. La situación cambió desde el apogeo de la democracia social, y una de las principales maneras de ese cambio es la globalización del capital. Claro, ese es uno de los caminos por los que los sindicatos fueron hábilmente aventajados: si tus afiliados no van a trabajar por este rendimiento, nos mudamos a un lugar donde otros lo hagan. 
La decadencia de la política parlamentaria en Reino Unido –con los tres partidos que representan desenmascaradamente los intereses del capital– es una de las consecuencias de la descomposición de la solidaridad proletaria. El error fundamental del nuevo laborismo –como el partido ejemplar del realismo capitalista– fue que concibió su proyecto apenas como una adaptación a la “realidad” que el capitalismo ya había construido. El triste resultado de todas sus maniobras fue la perspectiva melancólica de un “poder” sin hegemonía. Bajo Ed Miliband (líder del Laborismo inglés desde 2010 e hijo de un intelectual marxista), está claro que el laborismo no aprendió aún la lección según la cual el punto no es ocupar un centro ya existente, sino luchar para redefinir qué es ese centro. La derecha de Thatcher gozó de la suficiente confianza como para planear un cambio del centro en los 80 y desde entonces los laboristas estuvieron a la retaguardia. Como Stuart Hall auguró en The Hard Road to Renewal –publicado en 1988–, fueron los thatcheristas quienes se animaron a pensar y hablar en términos revolucionarios. Para conmoción de James Callaghan (político laborista inglés, primer ministro hasta 1979), Hall escribió que Thatcher “significaba hacer pedazos la sociedad desde sus raíces”. “Semejante ataque radical al status quo”, observaba Hall, era impensable para quienes estaban inmersos en el compromiso de la democracia social. Pero las incisivas observaciones de Hall sobre el conservadurismo inherente al partido Laborista en su época, se aplican con una dolorosa comezón al actual partido Laborista, con su desesperado reclamo de ser el partido de “una sola nación” y sus deslices reaccionarios e impotentes sobre familia, bandera y fe. Hall señaló entonces: “La verdad es que las ideas tradicionalistas, las ideas de respetabilidad social y moral, penetraron tan profundo en la conciencia socialista que resulta habitual encontrarse con gente comprometida con programas sociales radicales respaldada por valores y sentimientos del todo tradicionales”. Lo que queda, ahora que la conciencia socialista sucumbió al realismo capitalista y que el programa social radical cedió paso a la adaptación pragmática a un mundo gobernado por el neoliberalismo, son los gestos moralizantes y un tradicionalismo solitario.     
Alain Badiou arguyó que con el colapso de los experimentos de izquierda en el siglo XX fuimos retrotraídos a una situación similar a la del siglo XIX, antes de la irrupción de los movimientos laboristas. Creo que está en lo cierto, y que deberíamos desarrollar la misma consistencia de pensamiento, ambición y coraje que poseyeron los fundadores del movimiento de los trabajadores. Pero elevarnos a ese desafío significa que no deberíamos permanecer atados a los métodos e ideas que esos grupos desplegaron para su época. En lugar de reclinarnos deprimidos sobre el fin de la historia, mirando conmovidos todas las revueltas y revoluciones que fracasaron en el pasado, necesitamos resituarnos en la historia y reclamar un futuro en manos de la izquierda. Porque lo que es cierto es que la derecha ya no tiene monopolio sobre el futuro: de hecho, se quedó sin ideas. 
Mayo del 68 dejó un influyente legado de anti-institucionalismo en las corrientes teóricas de la izquierda –un legado que incluso se acopla con muchos de los supuestos del neoliberalismo. Pero, como bien lo entiende la derecha, la política no trata de cuán bien se sienten los partidos en la calle, sino de controlar y perfeccionar instituciones. La pregunta es: si las viejas instituciones progresistas decayeron porque estaban demasiado asociadas a la producción en cadena, ¿qué instituciones funcionarán en las actuales condiciones?
Como argumentaba Fredric Jameson, el capitalismo es la sociedad más colectiva que jamás existió sobre la tierra, en el sentido de que incluso el objeto más banal es el producto de una red masiva de interdependencia. Hasta ahora la red global es estúpida y banal, pero en lugar de abandonarla a favor de alguna forma de regreso al mundo agrario que sólo sería posible en base a una catástrofe, necesitamos hacer de la red planetaria un sistema inteligente que pueda actuar según los intereses de la mayoría, en lugar de la minúscula minoría que lucra con el sistema en curso. No es imposible, de hecho, tenemos una oportunidad sin precedentes de que hacer que suceda.
Performance de Gerald Shield: "Realismo capitalista" (en oposición al stalino "realismo socialista"). Tomado de Wikimedia.
Acá el original en inglés: tiene un par de cortos párrafos más.

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