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"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).

domingo, 28 de septiembre de 2014

lenguaje e intemperie

Leí por primera vez a Pedro Mairal (Buenos Aires, 1970) en 2005, cuando apareció El año del desierto. Con fascinación lo leí. Luego llegó Salvatierra (2008), su tercera novela, un texto sugestivo, hecho de pequeños detalles que salpican los días del protagonista a partir de la observación de una pintura casi infinita que pintó su padre, donde el suspenso corre con una serenidad no ajena de pavura. Lo mismo que el río Uruguay, que corre en la tela pintada por Juan Salvatierra, el pintor mudo, a lo largo de unos 60 años.

El sábado pasado, en el Festival de Poesía, escuché a Mairal por primera vez leer poesía, y encontré en el poema que leyó, Cipriano, ecos de toda esa cosa que habita la literatura de nuestro escritor. También Cipriano fue tirado a los once años de un caballo y, si bien no enmudeció, es un hombre analfabeto en quien Mairal ve al “último paisano”. Escribe: “Yo –que no entiendo y me pregunto/ y me contesto y me contradigo–/ pienso en usted y entiendo algunas cosas,/ pienso en usted y en mí andando juntos/ y busco algo en las nubes que ve la gente viva./ ¿Cómo mira el cielo un mensual viejo?
Una felicidad poder escucharlo y ahora compartir ese largo poema:

Cipriano

El Cristo de neón que dominaba
la sala velatoria en Gualeguay.
Cada generación dice haber visto al último paisano,
al hombre auténtico.
Usted nació en el Médano, en la Punta del Monte,
un caballo tobiano lo aplastó a los once años,
tirado medio muerto al lado del camino y el caballo pastando.
Y usted pisaba los cardales descalzo, Cipriano,
es cosa de costumbre nomás.
Y cuando anduvo llevando vacas, durmiendo a campo abierto,
se despertaba hinchado por los mosquitos.
Cosas contadas cerca del mediodía ya volviendo
y no en la oscuridad antes del alba.
Temprano no se hablaba,
sonaba Landriscina, la altura de los ríos, los mensajes:
atención estancia Marielina, mamá bien, operación diez puntos,
atención Las Barrancas, carneen el lechón grande,
llegamos el domingo, firma Luro.
Y le decía al gato No hay nada, Mingue, nada,
y el gato entre sus piernas, un maullido,
ponerse las Pampero,
echar los caballos en el rocío apenas había luz,
ensillar ese blanco de oreja torcida que había sido mío,
tomar mate cocido con galleta,
después salir al campo.

Usted me dejaba seguirlo a todos lados, Cipriano,
sin querer enseñarme, un viejo sin máximas, un viudo.
Las lavandas en el retrato de su difunta esposa, once hijos
                 con ella.
Yo dormía con usted en las piezas oblicuas pegadas al galpón
porque tenía miedo a la casa grande llena de ruidos
                 y habitaciones huecas,
pisadas en la noche, comadrejas, fantasmas,
y esos que llaman ovnis son los soviéticos nomás,
o a veces saben llover pescados, me decía,
cae un bruto aguacero y al rato ya se ven pescados en la zanja,
mire si se le cae una ballena en la cabeza,
no caen pescados grandes, ¡mojarras! me decía.
Y esa vez cargando leña
cuando tiré viento abajo un palo de algarrobo
para cargar el carro y le pegué en la nuca
y usted dijo ¿quien fue? y yo dije fui yo
y su nuera lo curó con Espadol
y yo no quise hablar por varios días.
Estar vivo y mirar las nubes que se mueven para el norte.
Recordar cosas así,
viajar a Gualeguay para su entierro.
Yo –que no entiendo y me pregunto
y me contesto y me contradigo–
pienso en usted y entiendo algunas cosas,
pienso en usted y en mí andando juntos
y busco algo en las nubes que ve la gente viva.
¿Cómo mira el cielo un mensual viejo?
¿qué ve entre las nubes que se mueven para el norte?
Cuando paleamos una camionada de tierra en los corrales
y yo me pasé y entré casi a cavar
ahí ya estás cavando la Argentina, dijo usted,
y yo no sé quién soy
con mi cara de nadie,
yo que no sé mandar, que no quise aprender.
A usted casi lo matan en el río Luján trabajando en el puente,
otro peón golondrina, un correntino,
usted lo hizo enojar, lo apuraba en la mezcla de cemento
y alguien gritó cuidado, si no, le parte la cabeza con la pala.
Y esa vez que le quise mostrar un papelito
y casi no paró para mirar, siguió de largo
sin explicarme que no sabía leer.
Entender que hay hombres que no saben leer.
Bajo los paraísos, sombreando en el verano después
              del mediodía:
Cipriano, ¿qué le pasó ahí al costado, la cicatriz abajo
               de la tetilla?
Eso fue cuando peleé en la guerra, se reía.
Usted le cortó el fuelle del acordeón a un tipo porque
               tocaba feo,
en esos bailes de antes,
y lo esperaron a oscuras, a traición, casi lo matan.
Su nieto me contó.
Y no volvió a tomar después de eso,
siempre mate cocido, agua de pozo, pomelo,
nunca lo vi tomar.
Cumplíamos el mismo día,
ristras de globos entre los paraísos,
y sus 71 dados vuelta hacían mis 17 sobre una misma torta,
septiembre en Entre Ríos.
Y usted incurable nómada,
abuelo golondrina,
pasando temporadas en lo de cada hijo
a veces Gualeguay o el Ibicuy
o cerca del 2° con Ricardo,
y de viejo salía hasta la ruta a esperar el colectivo
y miraba las nubes perdido como yo.
¿Cómo mira las nubes un viejo que perdió ya la memoria,
que anda buscando a uno que le debía plata hace cuarenta años,
que sale con la escopeta con percutor limado por la nuera?
¿Cómo mira las nubes un viejo que espera un colectivo
              que ya no pasa más?
Lo iban a buscar y usted volvía manso saludando
como recién llegando de otro lado,
no sabía dónde estaba
pero sabía que quería estar en movimiento.
Y esa vez que lo fui a ver a su casa
y usted estaba mirando caer el sol detrás del pueblo
y me vio llegar: ¿sos vos o es tu alma?
Soy yo, Cipriano, soy yo y lo que queda de mi alma,
lo que queda de algunas cosas, muchas cosas,
lo que queda conmigo del que se iba en micro y hacía dedo
y andaba en la huella entre los alambrados espantando los cuises,
al sol, el bolso al hombro,
lo que queda de mí delante de su recuerdo de pie en la puerta
                de su casa
a dos cuadras del río, cerca del parque,
usted ahí parado ¿qué decís, Pedro?
Yo no puedo mentir delante de su alma saludándome,
¿es usted o es su alma, Cipriano?
Los grandes me mandaron preguntarle si iba a ir,
usted se aprontaba para viajar al pueblo,
preguntale si va a ir,
y yo sabiendo ya que había quilombos,
la Wiskería Susurros, el Camaos, el Calzón Flojo,
¿va a ir Cipriano?
y usted se cansó y me miró a los ojos y me mandó callar,
no por usted sino por no hacerle el juego a los más grandes.
La vergüenza.
Ver a esos tipos duros criados a caballo lagrimeando
           en la casa velatoria,
jinetes de a pie llorando,
su cuerpo entre puntillas y volados y el Cristo de neón,
          Cipriano,
usted fue el primer muerto que yo vi de tan cerca,
el primer hombre grande analfabeto que conocí,
el único viejo que me daba su tiempo, su tiempo de provincia,
su tiempo antiguo de río lento y calmo,
y me dejaba andar al lado de su sombra
regando ese verano los arbolitos flacos
que ahora son un gran monte de álamos,
los dos con el tordillo y un barril sobre ruedas,
una lata vacía de aceite Cocinero,
dándole agua a los arbolitos flacos al sol ese verano,
usted sobre el caballo yo llenando la lata, repartiendo,
tres latas para la seca brava,
una para la sed, una para el árbol, una para la tierra.
Si usted viera los árboles ahora
dan sombra bien espesa,
como una bendición en medio del calor del mediodía,
una sombra criada por nosotros dos, Cipriano.
Su caballo anda suelto y clinudo en los potreros,
el Cordobés, un colorado escapista
que sabía sacarse el freno y el bozal y dejarlo a usted de a pie bastante lejos
cuando tendía las trampas en la laguna grande.
Viejo nutriero, bicheador, metido en el secreto del pajal,
entre el bañado, buscando, descifrando las aguas blancas,
los caminitos invisibles de los animales raros,
bichos crueles de dientes afilados,
demonios de río turbio,
o buscando miel en troncos huecos
a pesar de la alergia mortal si lo picaban,
o andando con algún bicho a los tientos,
el arreador de punta en el recado,
haciéndome las voces de animales que íbamos cruzando:
los terneros desconfiados, las lechucitas grises en los postes.
Usted sabía las voces de lo que están pensando
los animales santos, sorprendidos de pronto en la mañana.
Usted salía al campo con llovizna
y la primera vez que me vio yendo a hacia el río
me dijo: te van a comer de postre los mosquitos,
y me cortó una rama para apurar la fiaca del alazán panzón.
A veces no entendía lo que hablaba, hablaba viento abajo,
               como solo;
usted me dijo algo y se metió en el monte entre los árboles
y yo lo seguí con mi caballo,
vas a salir padrino del sorete, me dijo usted, Cipriano.
Usted siempre decía que el viejo mandarino del último potrero
era sembrado a culo,
alguien cagando en el siglo diecinueve entre los yuyos,
dejando la semilla sin digerir,
un viejo mandarino entre los espinillos, los chañares,los árboles hoscos y filosos.
Y aquél experimento de clavar en el barro varas de sauce al revés
para que sea llorón,
echale bien los kilos, me decía, y ahí quedaron
las cuatro varas secas en la arcilla.
El hijo de la patrona
andando todo el día con el mensual más viejo,
con el nutriero nómade, padre del capataz,
carpiendo el camino, cortando los brotes de chañar
               entre la mosquitada,
mosquitos como estrellas
o arreglando las líneas del eléctrico,
usando como aislante huesos blancos de osamentas
               desparramadas,
tenaza, hueso, alambre,
cavándole las cuevas a la iguana,
una cola cortada moviéndose en el piso,
parece un yaro gordo, me decía.
Y años más tarde cuando empezó a viajar con la mutual,
el mar de golpe un día a los ochenta,
¿le gustó Mar del Plata?,
más me gustó Iguazú, las cataratas, me decía
cuando lo visitamos con su nuera
y al rato de matear bajo la parra,
¿quiénes son esta gente, Negra,?
Es Pedro, el hijo de la señora Ana,
¡Pero te habías perdido!, me dijo usted Cipriano.
Usted ya no salía en carnaval porque lo saludaba mucha gente
que el tiempo había mezclado y confundido,
muchos de los que fueron a su entierro de bisabuelo ido
                 y recordado,
un hombre de a caballo que se ha muerto
y deja su caballo clinudo en los potreros,
un colorado grande pastando sin jinete,
alzando la cabeza de repente,
un caballo escapista, un viejo que se fuga del hospital del pueblo,
que deja el cuerpo muerto con sus perros sepultos detrás
                de los corrales:
Batuque el ovejero,
y Dop el rengo y negro siempre viejo,
el Malevo que casi lo mordió y usted dijo es corsario
                el desgraciado
y Cuchufo, Lobito, todos los que lo andábamos siguiendo,
esos perros lanudos jadeando en el espacio, todo olor
               a  enormes pastizales,
buscando rastros embrollados, caminitos, y de repente
               la perdiz,
pisando la helada salíamos, los caballos humeantes
               como dragones,
volutas de vapor por los ollares,
nada que hablar, solo la mañana, ocho potreros por recorrer
y la costa infinita de rincones huraños, sombras,
la orilla del Gualeguay,
los arenales, el gran territorio para no obedecer,
para pescar a las diez de la mañana cada uno con su línea
y usted medio impaciente,
no pica nada che nos vamos a la mierda,
las barrancas de tosca blanca,
un bagre amarillo entre los cueros.
Y en esa oscuridad antes del alba
–no hay hora más oscura–
yo, que dormía en un catre a los pies de su cama todo el verano
con ratones rondando en el galpón,
lo escuchaba levantarse, lo seguía a la cocina,
querosén y palitos, fuego, mate,
no hay nada, Mingue,
los ruiditos del alba, el agua y el azúcar,
los chamamés valseados en la radio
y ponerse las botas, el barro, los caballos,
y usted silbando por el colmillo pobre mi madre querida
y ensillar y otra vez el día entero.
A veces me contaba del tiempo de Perón
cuando se combatía la langosta,
cómo cavaban zanjas y las langostas caían
y las quemaban con un olor hediondo,
y los chicos, las mujeres, salían golpeando tachos
para que mangas oscuras pasaran sin comerse el sembradío,
o me hablaba de viejos trabajos en cosechas
viajando en tren, viajando sobre el techo.
Usted bañado, Cipriano, con jabón de olor, peinado,
para viajar al pueblo con su bolso de plástico y su jockey,
su cinto de pasear, esa rastra de plata con un indio
que había dejado en empeño un tal Benigno Barreto
que nunca fue a buscarla y usted la levantó,
un indio señalando algo a lo lejos,
¿en qué cajón la guardan
ahora que ese indio lo señala a usted que va alejándose,
usted que ya se va pero que no se pierde
porque crece y ocupa el aire en la provincia, el cielo
              en Buenos Aires
cuando espero el colectivo y las nubes se mueven para el norte?
¿Cómo mira las nubes un muerto que se escapa?,
¿cómo mira las nubes de su infancia,
los cielos cuando yo no había nacido,
las nubes de estos años ahora que usted no está?
¿Sos vos o es tu alma?,
¿qué fue lo que vi en ese cajón de la sala velatoria,
bajo el Cristo de neón, su cara ya sumida por la muerte?
Usted ya livianito y un rosario rezado por mujeres.
Viajar a Gualeguay ¿a qué? a verlo muerto,
a despedir su cuerpo, a sumarme al cortejo de jinetes de a pie,
de nietos y bisnietos y nueras y sobrinos,
un cortejo despidiendo a un hombre verdadero,
el último paisano que proyectó su sombra,
que no necesitaba más que el movimiento.
Y yo que no sé quien soy, mi cara sin historia,
siguiendo transparente su cajón, su cuerpo que ahora sí
               se queda quieto,
pero usted sigue moviéndose, viajando en mi recuerdo,
mudándose y mudándose, Cipriano,
muerto nómade,
difunto golondrina.


Acá la reseña que hice de Salvatierra para el desaparecido diario Crítica de la Argentina:
La historia está narrada hasta cierto punto como los clásicos ingleses. Hay una excusa, lo que Rudyard Kipling llamaba un McGuffin, que guía el relato: el hallazgo de un fragmento de la tela, que Salvatierra pintó desde los 20 años hasta su muerte, en los albores de los 90, y que alguien robó. El escenario es un pueblo ficticio de Entre Ríos, a la vera del Uruguay, Barrancales. Lo sitúa la cercanía de Paysandú, del otro lado del río, y de Colón. Allí creció Miguel Salvatierra, hijo menor de un pintor que enmudeció de chico, cuando cayó de un caballo, que lo arrastró por las matas secas y los espinillos y lo dejó casi muerto. Barrancales no es Santa María, ni ninguna de las ciudades ficticias de la literatura americana. Al contrario, tiene de ficticio lo que hay de irreal en los pueblos que se alejan de la gran urbe, pero en los que se posan también sus sedimentos más reales: las villas miseria, los turbios manejos de la política, una ley etérea como los dibujos que fluyen en la pintura, pero con una densidad de pesadilla (Miguel y su hermano buscan promover y hacer valer la peculiar pintura de su padre y consiguen que se la declare patrimonio cultural de la provincia; el decreto convierte a la obra en un trasto de la burocracia, pero impide que una fundación holandesa pueda comprarla y exhibirla en un museo europeo).
Como en aquellos relatos de Kipling, el asecho de un arsenal secreto era la excusa para que un británico y un indio confraternizaran, se descubrieran prisioneros de una misma extranjería. En Salvatierra, la busca de una pintura y la mirada de Miguel sobre la tela de varios kilómetros de largo, guardada en un galpón cuya propiedad persigue el dueño de un supermercado (que es también un siniestro funcionario municipal), es un viaje al pasado, un reencuentro consigo mismo y con la figura cada vez más desconocida de su padre. Las palabras oídas en conversaciones con los contemporáneos de Salvatierra se resignifican en las imágenes de la tela, que es un registro minucioso de 60 años de vida bajo la pátina de la visión del pintor, quien desplegó ese periplo según los movimientos del río. “Vivir su vida, para él, era pintarla”, dice su hijo, escribe Mairal. Y también: “La tela era una larga intemperie donde los seres podían irse y reaparecer tiempo después”.
La sabia falta de estridencias con la que Mairal escribió esta hermosísima novela la convertirá, seguro, en un texto que alimentará las emociones del lector de novedades y cultivará, entre los más avisados, interpretaciones en torno al realismo, la representación, el tiempo y la escritura que, acaso, tampoco sean ajenas a la emoción.

Fuera de campo
Juan Salvatierra, el protagonista en “fuera de campo” –para robar un término a la crítica de cine, género que también tiene algo de la literatura y la pintura– de Salvatierra, recuerda mucho a Juan L. Ortiz, el poeta entrerriano: casi contemporáneos, los dos de la misma provincia, los dos sumidos en una poética del río y la luz, los dos empleados del Correo. Y tal vez ese parentesco no sea sólo anecdótico: la descripción de la infinita pintura de Salvatierra, su fluir y enredar en su corriente los rostros distorsionados de lo que la vida ya no puede alcanzar, es uno de los tópicos del poeta.
Del Pedro Mairal de El año del desierto (su segunda novela, en la que el avance de “la intemperie” demolía ciudades y hacía retroceder a la Argentina a los días de la pampa rasa, del desierto bárbaro, en un relato con aires de ciencia ficción que olía por momentos a la crisis de 2001) y Una noche con Sabrina Love (premio Clarín 1998) hay sobrados rasgos en Salvatierra, claro, sobre todo en una fórmula que acuñó el mismo autor en una entrevista: “Para mí es muy útil agarrar y servirme de la actualidad como si hubiera pasado hace mucho tiempo”. Su relato flota en el tiempo como en el río que pintó su personaje.

Textual (Capítulo 38; página 151)
“Hace tiempo leí esta frase: «La página es el único lugar del universo que Dios me dejó en blanco». No me acuerdo dónde la leí. Me impresionó porque yo sentí eso con mi padre. Nunca fui muy creyente, porque la idea de sumarme un padre espiritual al enorme padre biológico que ya tenía me parecía agobiante. Entendí la frase como «la página es el único lugar del universo que papá me dejó en blanco». Uno ocupa esos lugares que los padres dejan en blanco. Salvatierra ocupó ese margen alejado de las expectativas ganaderas de mi abuelo. Se adueñó de la representación, de la imagen. Yo me quedé con las palabras que la mudez de Salvatierra dejó de lado. Empecé a escribir hace un par de años. Siento que este lugar, este espacio de la hoja blanca, me pertenece más allá de los resultados. El mundo entero cabe en este rectángulo”.


Entrevisté a Mairal para el desaparecido diario El Ciudadano, por suerte el escritor guardó en su blog esa entrevista.
Más sobre experiencias y escritura en Mairal: el comentario cobre el lenguaje y la afasia de su madre en esta conferencia:

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