El 10 de abril pasado, a partir de un comentario en mi
columna V.O.S.
(en MTQN), con Tati Mainardi (@tatimainardi) intercambiamos
algunas impresiones en la red social protestante sobre la serie The
Americans, que este miércoles emite el último episodio de la primera
temporada.
Imagen tomada de Fimaffinity.
El asunto acá es el matrimonio, tema que está presente en
algunas otras series, las mejores, a nuestro entender, y que podría formularse
así: en la medida en que el capitalismo domina de forma ilimitada todos los
horizontes de la vida, la pareja –“…the naked man and woman/ are just a shining
artefact of the past”, según los versos de Leonard Cohen–, ese núcleo al que
solemos atribuir las comuniones del amor, el respeto, el cuidado, la unión, se
vuelve extraño, obsoleto, a menos que se reduzca a una empresa. Lo había
señalado ya Patricia
Highsmith cuando observaba allí un pacto de clase sobre el que se sostiene
el orden y la moral burguesa. “El concepto de la libertad burguesa [es] un
concepto –leemos a Ernst Jünger, en El
Trabajador– destinado a transformar todos los vínculos en relaciones
contractuales a plazo”. Alguna vez, al escribir sobre Highsmith, hallé esta
fórmula para poner en un lema la visión del mundo de Highsmith: “El hombre –escribió
León
Bloy– tiene lugares en su corazón que todavía no existen, y para que puedan
existir entra en ellos el dolor”. En Highsmith sería: “El burgués –mejor aún,
el hombre en el capitalismo– tiene lugares en su corazón que todavía no
existen, y para que puedan existir entra en ellos el crimen”.
En The Americans, Elizabeth
y Philip Jennings (Keri Russell y Mathew Rhys) son un matrimonio que cría con
cuidado amor a sus dos hijos y viven en un suburbio de Washington en el año
1981. Tienen una agencia de viajes y son vecinos del agente del FBI Stan Beeman
(Noah Emmerich) y su familia. Los Jennings, en realidad, ni siquiera están casados,
sino que su matrimonio, aunque sus hijos lo ignoran, es una pantalla: su
verdadero trabajo es como espías de la KGB. Philip, según el conflicto de la
primera parte de la primera temporada, se ha enamorado de Elizabeth, quien
suele ser, en la pareja, la más fiel a los ideales del partido y la Unión
Soviética, la más dura e inflexible. Ella acepta en un momento eso que le
propone su compañero: meterse en la relación. Pero entonces pasan otras cosas: algo
así como delaciones en el interior de la pareja, aparece una antigua novia de
él, también como agente camuflada, con la que se ve en otra ciudad. Él le
miente a Elizabeth, los dos tienen, a su vez, sexo con otras personas para
conseguir información; los dos actúan, fuera de la cocina del hogar, otros
personajes. Los dos saben asesinar y urdir complots como lo requiere la
historia de la serie, claro; es decir, no necesariamente como sucedía en la
Guerra Fría.
Sin embargo, el engaño que de modo permanente
urden, tiene ese límite, el dela promesa del amor y el deseo. No importa que
ella se prostituya ni que él pase la noche junto a una mujer a la que le ha
hecho creer que pueden tener una relación para saber qué sucede en el interior
de la oficina del FBI. En un momento, el núcleo argumental de The Americans no es la confrontación
entre Estados Unidos y la Unión Socviética en torno al escudo antimisiles que
está montando Ronald Reagan, sino esa guerra privada que se desarrolla al
interior de este matrimonio fraguado. Como si sostener ese matrimonio de
mentira fuese, a fin de cuentas, la verdadera aventura. Además, Elizabeth y
Philip viven la representación de América. Cuando se separan, cuando esos
l{imites de lo que supone la vida en pareja los lleva a separarse (y esta es
una observación de Mainardi), él le dice que pueden seguir haciendo su trabajo
juntos porque los matrimonios se separan y remata: “Este es un país moderno”.
Ese es el verdadero drama de The
Americans, como el de Breaking Bad
–en el que vimos a Skyler, la esposa de Walter White, enredarse en su plan de
lavado de dinero y producción de metanfetamina y sostener las apariencias como
si se tratara de un próspero negocio familiar–: la modernidad, o el capitalismo
moderno, o cómo las utopías de ese capitalismo –prosperidad, movilidad social,
libre empresa– son a fin de cuentas su veneno.
Excelente análisis Pablo. Mi aporte fue módico pero necesario. Abrazo. Tati M.
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