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viernes, 24 de abril de 2020

pandemia y ciudad

De creer a los principales epidemiólogos, la pandemia del nuevo coronavirus va durar y, muy probablemente, cambiará los hábitos sociales que tanto extrañamos en estos días de aislamiento.
Si bien las particularidades del covid-19 –la enfermedad causada por el coronavirus– está aún en estudio, se teme una segunda ola y, con ello, la prolongación de las medidas de distanciamiento social que vuelven al mundo anterior a la pandemia una fantasmagoría.
Sin embargo, la convivencia de la sociedad –y, en este caso, la sociedad argentina– con una epidemia, no es nueva. Durante décadas y, sobre todo a principios del siglo XX, cuando se celebró el Centenario de la revolución de Mayo, la presencia endémica de la tuberculosis marcó transformaciones urbanas en las principales ciudades de la Argentina de entonces –nuestro Parque Independencia y otros “pulmones” verdes rosarinos son un testimonio palpable de ello– e incluso convirtió a Córdoba en la provincia con más muertos por la enfermedad, estadística alcanzada luego de que el clima serrano se promoviera como turismo sanitario ante la falta de una cura que llegaría recién en la década de 1950, con el descubrimiento de los antibióticos.
A fines de los 90 el historiador Diego Armus publicó La ciudad impura (reeditado en 2011 pero sin versión electrónica hasta ahora), donde reconstruye y analiza la historia de la tuberculosis en Buenos Aires; una narrativa en la que se cruza la literatura, el tango, el dato histórico, la medicina y la arquitectura: la tuberculosis era omnipresente en los hábitos y costumbres porteños, al punto que llevó a transformaciones de la ciudad que configuraron la urbe –en su doble dimensión, topográfica y cultural o, mejor, “espiritual”– que hoy conocemos.
Antonio Berni, "Primeros pasos" (1936), en el Museo Nacional de Bellas Artes. Una imagen de la costurera que ve en los sueños de su hija los de su juventud.
Durante unas seis décadas, la tuberculosis –que aún existe y en 2107 contaba con casi 12 mil casos en Argentina– fue una de las principales causas de muerte en el país, con una mayor afección en grandes centros urbanos y una presencia ineludible en el tango, donde las costureritas y las obreras que elegían irse a una pensión del centro porteño en busca de una vida con mayores lujos, desfallecían una noche fría escupiendo sangre y añorando al varón que no volvía. Como el mismo Armus se encargará de subrayar: la mayoría de los muertos fueron hombres –entre ellos Evaristo Carriego, que no había cumplido 30 años cuando lo fulminó la enfermedad, después de crear una de las mitologías más persistentes sobre la Buenos Aires orillera, de malevos de piringundines y mujeres nobles, de vida que se desbarrancaba en el cabaret, entre las burbujas del champán–, pero fue en las figuras de las “milonguitas”, las “estercitas”, las mujeres descarriadas, donde encarnó una moralina de clase que también veía –en tiempos de Hipólito Yrigoyen– ese movimientos de mujeres obreras hacia el centro como uno de los peligros de la movilidad social.
Pero, como leemos en La ciudad impura, hubo cambios urbanos rotundos que introdujo la pandemia de tuberculosis. Se trataba de una enfermedad global, que en Europa ya había causado miles de muertes y generado toda una literatura que tenía entre sus tomos más “épicos” a La dama de las camelias, la novela de Alejandro Dumas cuya protagonista, Margarita Gautier, fue una contraseña de la tísica romántica en tangos como “Griseta”, o “Francesita”, en la voz de Edmundo Rivero.
La Buenos Aires que abrió y ensanchó sus calles, que se deshizo de buena parte del edificio del Cabildo (recién se declaró monumento histórico en 1933: hasta esa fecha su persistencia no parecía importar más que a un puñado de nostálgicos) y otros sitios emblemáticos del pasado, le debe mucho a la pandemia: crear “pulmones verdes”, espacios abiertos en el corazón de la urbe que crecía con las olas inmigratorias, era una respuesta al ahogo que provocaba la tuberculosis, cuyo origen se había conocido recién a fines del siglo XIX cuando el médico alemán Robert Koch identificó el célebre bacilo que lleva su nombre.
Entre 1880 y 1883 el gobierno municipal porteño de Torcuato de Alverar, tiró abajo la recova que cruzaba la plaza de Mayo –hasta hacía muy poco “plaza Mayor”. Alvear, prohombre porteño, seguía el modelo parisino de Barón Haussmann (que los franceses pronuncian “osmán”) de multiplicar espacios verdes que contribuyeran a higienizar la urbe del hacinamiento al que estaba vinculado la tuberculosis. Alvear abrió bulevares y avenidas, entre ellas la De Mayo; creó la Plaza de Mayo, donde hizo plantar palmeras que no sobrevivieron mucho más de lo que lo hizo el mismo Torcuato (murió en 1894) y fabricó el paseo de la Recoleta, donde una calle lleva su nombre. Hay que agregar que entre la Revolución de Mayo y la Buenos Aires francesa de Alvear y Roca existieron las epidemias de fiebre amarilla (1852 a 1871) que vaciaron de aristócratas los barrios del sur (San Telmo y Monserrat), donde se concentraba la producción y la actividad comercial en tiempos coloniales y pos revolucionarios, dando lugar al desarrollo del Barrio Norte.
Sin embargo, pasados los faustos del Centenario, cuando la parquización de Palermo ya había sepultado definitivamente el casco de la estancia de Juan Manuel de Rosas, en los márgenes de la urbe, lejos de la política de los grandes parques y espacios verdes, se hacinaban los obreros y sobrevivían, como en la pintura de Antonio Berni, soñadoras costureritas que ansiaban tener una mejor vida en el centro de la ciudad.
“La ‘tísica’ y la ‘costurerita que dio aquel mal paso’ –escribe Armus– son los dos personajes de comienzos del siglo XX en torno a los cuales Evaristo Carriego (1968) trabaja el tópico de la tuberculosis en el barrio. No son lo mismo. La ‘tísica’ vive y muere en el barrio, despierta emociones solidarias, busca inspirar simpatía, reclama compasión, es el resultado de un proceso de desgaste. En ‘El alma del suburbio’, Carriego recrea el tradicional registro romántico de la enfermedad que permea a muchas de las novelas europeas decimonónicas con sus mujeres intensas, extremadamente sensibles: ‘la tísica de enfrente’ mastica su amor no correspondido mientras carga una ‘dulce melancolía de aquel verso olvidado, pero querido, que un payador galante le cantó un día’. En ‘La viejecita’, Carriego se las ingenia para situar en el ambiente austero de los barrios porteños, y en clave plebeya, a sus mujeres tuberculosas: ‘qué de heroínas, pobres y oscuras, en esos dramas!,/ cuántas Ofelias! los arrabales tienen sus puras, tísicas Damas de las Camelias’. La tuberculosis parece articular una tristeza local.”
La ciudad que Armus nos presenta en La ciudad impura ya es una urbe con “distanciamiento social”, aunque selectivo, de clase. El distanciamiento que impone la larga pandemia de tuberculosis.
Acaso esta nueva pandemia también llegue con un rediseño de la ciudad. Cómo, con cuánta efectividad, es difícil de imaginar. Aunque acaso resulta más fácil imaginar el grado de selectividad.

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