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"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).

jueves, 7 de noviembre de 2019

el enemigo interior


Nuestra democracia no está en peligro: porque no vivimos en una democracia. La “imagen” de nuestra democracia está en peligro. El estado profundo (generales, banqueros, corporativos, lobistas, jefes de inteligencia, burócratas gubernamentales y tecnócratas) tiene la intención de salvar la marca. Es difícil anunciarse como el guardián mundial de la libertad y el libre arbitrio con Donald Trump parloteando incoherentemente sobre sí mismo, incitando a la violencia racista, insultando a nuestros aliados tradicionales de la mano de los tribunales, la prensa y el Congreso, tuiteando locuras mal escritas y denunciando impulsivamente o saboteando la política bipartidista nacional y exterior. Pero el pecado más imperdonable de Trump a los ojos del estado profundo es su crítica a las guerras interminables del imperio, a pesar de que carece de las habilidades intelectuales y organizativas para supervisar una desconexión.
El estado profundo cometió el mayor error estratégico en la historia de Estados Unidos cuando invadió y ocupó Afganistán e Irak. Esa clase de fiascos militares fatales –una característica de todos los imperios tardíos–, se llaman actos de “micro-militarismo”. Los imperios moribundos históricamente desperdician el último capital que tienen: económico, político y militar en conflictos inútiles, irresolubles e imposibles de ganar hasta que colapsan. Buscan en estos actos de micro-militarismo recuperar una antigua dominación y una estatura perdida. El desastre se acumula en el desastre. Los arquitectos de nuestra espiral de muerte imperial, sin embargo, son intocables. Los generales y políticos despistados que impulsan al imperio a expandir el caos y el colapso fiscal tienen éxito en una cosa: perpetuarse. Nadie se hace responsable. Una prensa servil trata a estos mandarines con veneración casi religiosa. Los generales y los políticos, muchos de los cuales deberían haber sido sometidos a juicio o destituidos, al jubilarse se retiran para ocupar lucrativos asientos en las juntas de los fabricantes de armas, para quienes estas guerras son inmensamente rentables.
Son llamados por una prensa aduladora para proporcionar análisis al público del desorden que crearon. Se muestran como ejemplos de integridad, servicio desinteresado y patriotismo.
Después de casi dos décadas, todos los supuestos objetivos utilizados para justificar nuestras guerras en el Medio Oriente fueron dados vuelta. Se suponía que la invasión de Afganistán acabaría con Al Qaeda. En cambio, al-Qaeda emigró para llenar los vacíos de poder del estado profundo creado en las guerras en Irak, Siria, Libia y Yemen. La guerra en Afganistán mutó hacia una guerra con los talibanes, que ahora controlan la mayor parte del país y amenazan al régimen corrupto que apoyamos en Kabul. El estado profundo orquestó la invasión de Irak, que no tuvo nada que ver con los ataques del 11 de septiembre.
Pronosticó con confianza que podría construir una democracia al estilo occidental y debilitar el poder de Irán en la región. En cambio, destruyó Irak como país unificado, enfrentando a facciones étnicas y religiosas en guerra.
Irán, que está estrechamente vinculado al gobierno chiíta dominante en Bagdad, emergió aún más fuerte. Los rebeldes “moderados” fueron armados por el estado profundo en Siria en un esfuerzo por derrocar al presidente Bashar Assad. Pero cuando se dieron cuenta de que no podían controlar a los yihadistas, a quienes había proporcionado unos 500 millones de dólares en armas y asistencia, el estado profundo comenzó a bombardearlos y armó a los rebeldes kurdos para luchar contra ellos. Estos kurdos serían luego traicionados por Trump.
La “guerra contra el terror” se extendió como una plaga desde Afganistán, Irak, Siria y Libia hasta Yemen, que después de cinco años de guerra está sufriendo uno de los peores desastres humanitarios del mundo. El costo financiero de esta miseria y muerte es de entre 5 y 8 billones de dólares. El costo humano llega a cientos de miles de muertos, heridos, ciudades, pueblos e infraestructura destrozadas y millones de refugiados.
Trump cometió una herejía política cuando se atrevió a señalar la locura del militarismo sin control. Va a pagar por eso. El estado profundo tiene la intención de reemplazarlo con alguien, tal vez Mike Pence, tan vacío moral e intelectualmente como Trump, que hará lo que le digan. Este es el papel del ejecutivo de Estados Unidos: personificar y humanizar el imperio. Hay que hacerlo con pompa y dignidad. Barack Obama, quien reinterpretó engañosamente la autorización de uso de la fuerza militar de 2001 para otorgar al ejecutivo el derecho de asesinar a cualquier persona en el extranjero, incluso a un ciudadano estadounidense considerado terrorista, se destacó en ese juego.

Todo sigue

La destitución de Trump del cargo no va a amenazar el poder corporativo. No va a restablecer las libertades civiles, incluido nuestro derecho a la privacidad y al debido proceso. No va a desmilitarizar a la policía ni defenderá los derechos de la clase trabajadora. No va a poner freno a las ganancias de los combustibles fósiles y la industria bancaria. No va a priorizar la emergencia climática. No va a interrumpir la vigilancia sin orden judicial de la ciudadanía. No va a poner fin a las ejecuciones extraordinarias, al secuestro de personas consideradas enemigas del estado en todo el mundo. No va a detener los asesinatos con drones militares. No va a detener la separación de los niños de sus padres y el almacenamiento de estos niños en la mugre y el hacinamiento. No va a remediar la consolidación de la riqueza y el poder por parte de los oligarcas y el mayor empobrecimiento de la ciudadanía. La expansión de nuestro sistema penitenciario y de los chupaderos en todo el mundo, sitios donde torturamos, continuará, al igual que el asesinato de ciudadanos pobres y desarmados en los desiertos urbanos. Lo que es más importante, las catastróficas guerras extranjeras que han resultado en una serie de estados fallidos y en el desperdicio de billones de dólares de los contribuyentes, seguirán sacrosantas, abrazados con entusiasmo por los líderes de los dos partidos gobernantes, títeres del estado profundo.
El pedido de juicio político a Trump, a pesar del entusiasmo de la élite liberal, es sobre todo cosmética. Todo el sistema político y gubernamental es corrupto. Según los informes, Hunter Biden recibió 50 mil dólares al mes para formar parte del directorio de la compañía de gas ucraniana Burisma Holdings, aunque no tiene capacitación ni experiencia en la industria del gas. Anteriormente había trabajado para la corporación de tarjetas de crédito MBNA, que fue uno de los mayores contribuyentes de campaña de Joe Biden cuando era senador de Delaware. Hunter Biden fue contratado por Burisma Holdings por la misma razón que MBNA lo contrató. Su padre, que durante mucho tiempo fue una herramienta del poder corporativo y el complejo militar-industrial –en resumen, el estado profundo–, fue senador y más tarde vicepresidente. Joe Biden, los Clinton y los líderes del Partido Demócrata personifican el soborno legalizado que define a sus rivales en el Partido Republicano. Los candidatos corporativos en los dos partidos gobernantes son preseleccionados, financiados y ungidos. Si no cumplen con las demandas del estado profundo, que protege los intereses corporativos y la gestión del imperio, se eliminan. Incluso hay una palabra para eso: las primarias.
Los lobistas corporativos escriben las leyes. Los tribunales las hacen cumplir. No hay forma en el sistema político estadounidense de votar en contra de los intereses de Goldman Sachs, Citigroup, AT&T, Amazon, Microsoft, Walmart, Alphabet, Facebook, Apple, Exxon Mobil, Lockheed Martin, UnitedHealth Group o Northrop Grumman.
Nosotros, el pueblo estadounidense, somos espectadores. Una audiencia. ¿Quién se sentará en la silla cuando pare la música y la ronda se detenga? ¿Podrá Trump aferrarse al poder? ¿Pence será el nuevo presidente? ¿O el estado profundo va a salir con un truco político como Biden o un apologista neoliberal como Pete Butiggieg, Amy Klobuchar o Kamala Harris a la Casa Blanca? ¿Ensayará con Michael Bloomberg, John Kerry, Sherrod Brown o, Dios no lo quiera, Hillary Clinton? ¿Y qué pasa si falla el estado profundo? ¿Qué pasa si la podredumbre en el Partido Republicano –o lo que Glen Ford llama el “partido del hombre blanco” de Trump–, es tan profunda que no alcanzará para extinguir políticamente al presidente más incompetente en la historia de Estados Unidos? La lucha por el poder, que incluye impedir que Bernie Sanders y Elizabeth Warren obtengan la nominación del Partido Demócrata, generará meses de mucha televisión y generará miles de millones en ingresos por publicidad.

La guerra 

La guerra entre el estado profundo y Trump comenzó en el momento en que fue elegido. El ex director de la CIA John Brennan y el ex director de inteligencia nacional James Clapper, los dos comentaristas ahora en el cable de noticias, junto con el ex jefe del FBI James Comey, pronto acusarían a Trump de ser una herramienta de Moscú. Las agencias de inteligencia filtraron historias salaces sobre “cintas de orina” y chantaje, además de informes de “contactos repetidos” con la inteligencia rusa. Brennan, Clapper y Comey se unieron rápidamente a otros ex funcionarios de inteligencia, incluidos Michael Hayden, Michael Morell y Andrew McCabe. Sus ataques fueron amplificados por ex líderes militares de alto rango, incluidos William McRaven, James Mattis, H.R. McMaster, John Kelly, James Stavridis y Barry McCaffrey.
La conspiración de Rusia, después de la publicación del informe Mueller, resultó ser un fracaso. Sin embargo, los actores del estado profundo se revitalizaron por la decisión de Trump de presionar al gobierno de Ucrania para que investigara a Biden. Trump, esta vez, parece haber dado a sus enemigos del estado profundo suficiente cuerda para colgarlo.
El pedido de juicio político contra Trump marca un nuevo y aterrador capítulo en la política estadounidense. El estado profundo ha mostrado su cara. Ha hecho una declaración pública de que no tolerará la disidencia, aunque la disidencia de Trump es retórica, mercurial e ineficaz. El esfuerzo por acusar a Trump envía un mensaje siniestro a la izquierda estadounidense.
El estado profundo no solo tiene la intención de evitar, como lo hizo en 2016, que Bernie Sanders o cualquier otro demócrata progresista alcance el poder, sino que ha señalado que destruirá a cualquier político que intente cuestionar el mantenimiento y la expansión del imperio. Su ánimo hacia la izquierda es mucho más pronunciado que su ánimo hacia Trump. Y sus recursos para destruir a los de la izquierda son casi inagotables.
El filósofo político Sheldon Wolin lo vio todo en su libro de 2008 “Democracy Incorporated: Managed Democracy and the Specter of Inverted Totalitarianism” (publicado en español como “Democracia S.A.: democracia dirigida y el fantasma del totalitarismo invertido”). Escribió: “El papel político del poder corporativo, la corrupción de los procesos políticos y representativos por parte de la industria del lobby, la expansión del poder ejecutivo a expensas de las limitaciones constitucionales y la degradación del diálogo político promovido por los medios son los principios básicos del sistema, no sus excrecencias. El sistema conservaría su lugar incluso si el Partido Demócrata alcanzara la mayoría; y en caso de que surja esa circunstancia, el sistema establecerá límites estrictos a los cambios no deseados, como se presagia en la timidez de las actuales propuestas demócratas para la reforma. En un último análisis, la muy elogiada estabilidad y conservadurismo del sistema estadounidense no debe nada a los altos ideales, y todo al hecho irrefutable de que está lleno de corrupción y está inundado de contribuciones principalmente de donantes ricos y corporativos. Cuando se requiere un mínimo de un millón de dólares de los candidatos de la Cámara de Representantes y jueces electos, y cuando el patriotismo es para que los reclutas fuera de servicio se exalten y el ciudadano común sirva, en esos momentos es un simple acto de mala fe afirmar que la política –como sabemos ahora– puede curar milagrosamente los males que son esenciales para su existencia.”
No hay controles internos o externos en el estado profundo. Las instituciones democráticas, incluida la prensa, que alguna vez dieron voz y palabra a los ciudadanos en el ejercicio del poder, han sido neutralizadas. El estado profundo promoverá la consolidación corporativa de la riqueza y el poder, expandirá la desigualdad social que ha empujado a la mitad de los estadounidenses a la pobreza o al borde de la pobreza, nos despojará de nuestras libertades civiles restantes y alimentará los apetitos rapaces de los militares y la industria de la guerra. Los recursos del estado se desperdiciarán a medida que el déficit federal aumente. La frustración y los sentimientos de estancamiento entre una ciudadanía desatendida y sin poder, que contribuyó a la elección de Trump, aumentará.
Llegará un momento de ajuste de cuentas, como ha sucedido durante los últimos días en Líbano y Chile. El malestar social es inevitable. Cualquier población puede ser empujada solo hasta cierto punto. El estado profundo, incapaz de reformarse y decidido a mantener su control sobre el poder, se transformará bajo la amenaza de los disturbios populares en un fascismo corporativo. Tiene a su disposición las herramientas legales y físicas para convertir instantáneamente a los Estados Unidos en un estado policial.
Este es el verdadero peligro detrás del impulso del estado profundo para pedir juicio político a Trump. Es un mensaje claro para obedecer o ser silenciado. Trump, al final, no es el problema. Somos nosotros. Y si el estado profundo no logra deshacerse de Trump, lo usará, aunque de mala gana, para llevar a cabo su trabajo sucio. Trump, si logra sobrevivir en el poder, obtendrá sus desfiles militares. Obtendremos, con o sin Trump, tiranía.

* Chris Hedges, ganador de un premio Pulitzer, fue también uno de los autores más leídos cuando escribía en el New York Times. Es profesor de grado en el programa estatal para los prisioneros de New Jersey. Entabló una acción judicial contra Barack Obama y se ordenó pastor presbiterano. Este artículo se publicó en TruthDig.

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