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sábado, 24 de octubre de 2009

objetos > infancia y otras meriendas

El cubo amarillo de la infancia de Elena.

Las tazas de porcelana de mi infancia en Uruguay.
Los botones que guardaba mi abuela, entre ellos, el del «duende».

El plato hondo y la taza de porcelana.


Más porcelana.
La caja de jeringas de la veterinaria de mi abuelo. Un tenedor de copetín que debe tener como ochenta años. Los Oxi Biitué de la época de mi padre. Los Ritmeester y los Schimmelpeninck que se conseguían en Argentina en los 80 (a precios razonables, claro). Y más botones de la abuela.
La cédula de identidad uruguaya y el destapador de la cervecería sanducera Norteña.
Carnets.
Una vieja caja de Migrales (mi medicamento preferido y, durante muchos años, la única droga farmacológica que consumí hasta que llegó la insulina), regalo de Veselka. Nótese que se trata de supositorios. Todos los chistes al respecto ya fueron resumidos en Facebook, cuando Leopoldo Brizuela notó que un calmante para el dolor de cabeza debía ser vehiculizado a través de un supositorio.

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Los objetos que atesoro traen algo de la infancia recordada, que no es la infancia verdadera, la vivida. En esos objetos, si bien no soy contemporáneo de mi infancia, lo soy de las infancias («los hombres no maduran —decía un personaje de Scott Fitzgerald—, saltan de una infancia a otra») que los mismos recuerdos acarician, entre las que están las de mis hijos. Una vez le hice una canción a mi hija, a propósito de uno de sus juguetes que está en una de estas imágenes, cuyo estribillo decía: «Cubo amarillo, cuántos c aminos en tu dibujo sencillo». Ese creo que es el truco de los objetos: un dibujo, un diseño sencillo, fácil de llevar y en el que caben cosas que es imposible declarar.

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