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lunes, 26 de octubre de 2009

herida


Construyeron un edificio en la medianera de la casa de mis padres en San Nicolás. Ahora hay una alta pared blanca que hace más intenso el corredor de casi 70 metros desde el fondo y con la tormenta del viernes pasado a la noche se vuelve casi imposible mantener abiertas las tres hojas del portón del garage. Mi padre y mi hijo estaban en el auto cuando ese viernes llegamos a la casa y yo intentaba mantener el portón abierto. Con una ráfaga las hojas se cerraron violentamente y al tratar de detenerlas me arrastraron el dedo índice derecho. Además del golpe, que no fue tan terrible, las puertas casi me rebanan toda la yema del dedo. Quedó una tapa de carne bajo la que brotaba una sangre oscura e interminable. En el hospital San Felipe me curaron y me dieron dos puntos que hoy sostienen el pedazo abultado de sangre.
La herida es un cuerpo en sí mismo. Miro los dedos sanos y lo que veo es su pequeñez, su cosa rosada insignificante. Y sin embargo allí hay tanto dolor como el que pueda pensarse. Y tanta sangre. Pero es en la herida, en ese tajo violento donde se dimensiona una cosa casi montruosa: como si la hendidura misma tuviese un tamaño superior al dedo, un organismo dotado de entidad propia. El escritor alemán que más leí cerca de alcanzar los 30 decía que la belleza es producto de una herida, que sólo al hendir y lastimar las cosas puede extraerse de ellas belleza. No estoy seguro de estar en todo de acuerdo (sobre todo tratándose de un autor que luego fui dejando y en lo que influyó sus vida durante el ascenso nazi), pero cualquier herida, en todo caso, trae el germen de lo terrible. Y la belleza se nutre de eso.

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