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martes, 29 de diciembre de 2009

los clásicos, un bien público

Horacio González, foto de Héctor Rio.

Octubre del año 2004, para cualquier página periodística actual, es poco menos que la prehistoria. Aunque los episodios de la prensa local de esos días estaban marcados de modo indeleble con el latiguillo “En el marco del III Congreso Internacional de la Lengua Española”. El tal Congreso perdería su marco y pasaría puntualmente a escena un largo mes más tarde. Sin embargo, en ese octubre de la víspera, y por fuera de la citada moldura, tuvieron lugar en la Biblioteca Argentina de Rosario, una serie de encuentros con once... llámeseles pensadores, que expusieron sus particulares puntos de vista sobre Domingo Faustino Sarmiento, José Hernández, Jorge Luis Borges y Roberto Arlt, es decir, “los clásicos” de la lengua literaria argentina. La actividad, organizada por la Universidad Nacional de Rosario y la Secretaría de Cultura municipal, convocó al historiador Tulio Halperin Donghi, al sociólogo Horacio González, al crítico y novelista Alan Pauls, al poeta Sergio Raimondi y a siete críticos literarios: María Teresa Gramuglio, Nicolás Rosa, Julio Schvartzman, Laura Milano, Sylvia Saítta, Nora Avaro y Analía Capdevila. Todos, más allá de las diferencias generacionales, estuvieron en algún momento o lo están ahora emparentados con la universidad rosarina, y en su ir, venir y traer cosas del vasto mundo, retomaron el prolífico diálogo que gestó esa misma casa de estudios sobre la lengua literaria vernácula en los años 60. Pero hay incluso una noticia en este párrafo: por fortuna esas charlas fueron recogidas en un libro que la editorial Municipal publicó a principios de este año, Los clásicos argentinos.
Que Sarmiento, Hernández, Borges o Arlt formen el gran cuarteto de los clásicos argentinos es una declaración a prueba en este libro. Que el gaucho, a partir de la reivindicación del Martín Fierro hecha por la Generación de 1880, haya sido el prototipo de ser nacional para contrastar con la “chusma” que comenzaba a llegar de ultramar; que la política vernácula haya llegado a articularse según las tramas conspirativas y traicioneras que bosquejó Roberto Arlt en Los siete locos o El juguete rabioso, habla más a las claras de la impredecible e inestimable vigencia de los clásicos no ya en los pasillos de la Escuela de Letras, sino en la vida cotidiana que, claro, también está hecha de palabras. De ahí que la lectura de Los clásicos argentinos aliente incluso alguna infatuación política.

Atribuciones y falsedades. A fines de la década del 80, una vez muerto Borges, pósters, señaladores y antologías reproducían el poema “Instantes” firmado por un tal Jorge Luis Borges en 1985. Empieza: “Si pudiera vivir nuevamente mi vida./ En la próxima trataría de cometer más errores”, y se reproduce como las moscas. Por cierto, el primer error sería escribir ese poema, que el Borges muerto en Ginebra en 1986 jamás escribió. Si bien la confusión –según un exhaustivo texto de Iván Almeida– podría tener su origen en una prestigiosa revista de poesía mexicana, la masiva aceptación de esa lista de deseos para una otra vida como obra del más prestigioso escritor argentino señala su condición de clásico. Por supuesto que el poema es vulgar y pueril, pero tiene el vago tono de remordimiento grave y distante que insufla la razón y un lector promedio, ansioso por llevarse algún rédito espiritual del texto en el que se metió, está dispuesto a “comprar”.
Este detalle –la atribución y aceptación de “Instantes” como un poema de Borges– convierte al autor de El Aleph en un clásico. En principio, porque como bien enseña una página del profesor Fernando Savater, no es preciso leer un clásico para conocerlo. Y, luego, porque un clásico de la literatura opera antes en el lenguaje que en la sociología, es decir, en la forma de concebir un período, un espécimen social a través de una fórmula o un slogan del tipo “Los argentinos somos...”, tal como rezan los manuales de historia que hoy son best-sellers.

Contra los poetas. El primer miércoles de octubre de 2004 la presencia de Halperin Donghi había reunido en la platea de la Biblioteca Argentina a un público que abundaba en historiadores e historiadoras. Por eso, cuando el poeta de Bahía Blanca Sergio Raimondi blandió sus hojas ante el auditorio hubo un corrillo de voces: “Va a leer”, decían –es que, como informara alguien luego, la lectura de ponencias es poco frecuente entre historiadores–. “Para Sarmiento no se trata de transformar cualitativamente la Naturaleza en estrofas –leyó Raimondi–, sino de transformarla cualitativamente mediante el comercio y la industria (...), de modificarla con el hacha y de inventar, no ya nereidas y tritones, sino una Nación en las márgenes del Río”. De cómo impugnaba la poesía Sarmiento, de cómo se ufanaba de ser un hombre de acción antes que un escritor y de cómo las páginas impresas eran espacio para las bravatas y el programa político del sanjuanino, trata en apariencia el texto de Raimondi. Sobre la despedida del Sarmiento exiliado de sus amigos poetas en Montevideo, dijo Raimondi: “No parte simplemente, los abandona (...); no quiere vivir en ese país de literatura”. Y hablando de Sarmiento, el escritor de Bahía Blanca ofrece una cruel y precisa descripción de esa Banda Oriental que ya comenzaba a ser el Uruguay, tal como hoy se lo concibe: un destino financiero y turístico. Pero la clave del texto no es esa observación al margen, distraída, sino la polémica entre Juan Bautista Alberdi y el autor de Facundo: “La Nación no se ha de fundar desde la prosa legal e impersonal de Alberdi –lee Raimondi en esta disputa– que terminará intelectualmente ahuecada y desabrida en el Código Civil de Vélez Sársfield (...). Este país no se ha de basar en el poder de lo legal sino en el poder de la retórica”.

 Sergio Raimondi. Foto de Héctor Rio.

Horacio González, otro de los que disertaron sobre Sarmiento, vuelve sobre algunas figuras que se repiten en su obra y, sobre todo, en el Facundo, como la figura de “lo árabe” o el desierto –González no ignora, aunque no lo mente, que el apellido de la madre de Sarmiento, Albarracín, como él mismo lo nota en Recuerdos de Provincia, es de clara ascendencia mora–: “Uno no puede imaginar por qué razón, un libro con tanta incerteza y con tanta divina liviandad en las comparaciones –se lee ahora en la trascripción de las palabras de González–, ha tenido la responsabilidad de forjar una medida de lectura en la Argentina, ¿no?”
Fue Halperin Donghi (y lo es ahora en el libro) el que introdujo el primer problema literario: la inclusión de Sarmiento y Hernández (dos anomalías si se piensa en el carácter políticamente pendenciero de uno, y en lo innovador y denuncialista del segundo) en el canon argentino vuelve problemática la presencia de todos los demás autores y, para demostrarlo, cita de memoria un verso de Rafael Obligado (obligado prócer de las letras vernáculas hasta entrado el siglo XX) que recuerda de su escuela: “que es muñeca la muñeca del tambor de Tacuarí”. Y el historiador remata: “Es tan malo que siempre creí que era del general Mitre”. Con esas estocadas, Halperin Donghi avanza de modo magistral, hilando el recuerdo de esa otra aventura que son los libros, por los años de redacción de Recuerdos de provincia.

Bueyes y boyeros perdidos. Del Martín Fierro se ha dicho y escrito tanto que ya es osado plantear una nueva mesa de debate. Borges, que estaba encantado con Muerte y transfiguración de Martín Fierro, de Martínez Estrada, llegó a postular que no se sabía qué venía primero, si el “lenguaje” creado por el poema gaucho, o el habla de los gauchos, a los que difícilmente creía capaces de esa poesía –he aquí otra postulación de lo clásico–. El segundo encuentro de aquel mes de octubre de hace dos años prometía la reunión de la rosarina Laura Milano y los porteños Julio Schvartzman y Leónidas Lamborghini, célebre poeta autor de “Las patas en la fuente”, el poema que no sin rispidez exaltó una particular visión del peronismo. Pero a último momento Lamborghini arguyó un malestar que pesaba sobre sus largos años y faltó a la cita.
Así, Milano traza un vasto panorama de Hernández en la literatura y en el arte popular argentino y en uno de sus párrafos señala el folletín, el sainete, el radioteatro y las “premisas de justicia social y redignificación de los sectores subalternos” que recogiera en la huella de Fierro “uno de los más sólidos y coherentes artistas populares del peronismo: Leonardo Favio”. Pero es “La muerte de un boyero”, la charla de Schvartzman –docente de Literatura Argentina en la UBA y autor de Microcrítica. Lecturas argentinas, entre otros libros–, la que traerá con el recuerdo de la lectura del Martín Fierro un dato biográfico que lo acerca a la ficción, no tanto por lo que imposta, sino por lo que revela. Schvartzman, nacido en un barrio porteño, cuyo padre había sido un colono de Entre Ríos y había llevado a su familia a la Capital, cuenta en esas páginas que de chico anduvo por el campo y allá conoció al pájaro que sigue el ganado y al que todos llaman boyerito. De modo que años más tarde, cuando las páginas del gran poema nacional lo informan con estos versos: “A un vecino propietario/ un boyero le mataron/ y aunque a mí me lo achacaron/ salió cierto en el sumario”, el joven lector que es entonces Schvartzman se pregunta: “¿Tanto lío por un pajarito?” Esta pequeña anécdota personal, además de ilustrar la idea de una lectura interminable y llena de desvíos, también le sirve al autor para especular a propósito de la literatura en este intercambio de nombres: el peón que cuida el ganado y recibe su nombre, metafóricamente, del pájaro que se le anticipa, el que a su vez recibe su nombre de los bueyes que sigue. Como si ese ir tras las letras fuera también el perderse en los vericuetos de una lengua que la institución literaria nunca termina de clasificar, aunque pretenda erigir sus clásicos.

Autores y personajes. El capítulo “Borges”, del que participaron Nora Avaro, María Teresa Gramuglio y Nicolás Rosa, todos docentes y críticos de Rosario, despliega tres líneas de abordaje del falso autor de “Instantes”: la “infracción” que lo convierte en clásico –según Avaro–, es decir, la reducción del infinito a un punto preciso, a un espacio cerrado y su contradicción, la enumeración infinita; la virulenta formulación de un “idioma de los argentinos” por el que Borges entabla sus principales discusiones a fines de los 20 –según Gramuglio–; y los tópicos en torno a la traducción y a “Pierre Menard, autor del Quijote” que Nicolás Rosa leyó ante un público que de súbito se hizo menguante aquél tercer miércoles de octubre de 2004.
La cuestión histórica retorna en la sección dedicada a Roberto Arlt, alguna vez propuesto como el contrincante de Borges en la literatura. En 1926, según lo expone Sylvia Saítta, Borges y Arlt eran contemporáneos y aún no habían sucumbido a las lecturas de los críticos de los años 50, que hallaron en estos dos escritores dos formas opuestas de concebir la literatura, lo que de alguna manera y a grandes rasgos vuelve extrañamente cierta aquella sentencia de Robert Louis Stevenson: “Un personaje no es más que las palabras que le dan vida”, sólo que estos personajes (Borges y Arlt) han tenido una vida, más allá de la que hoy dibuja su obra. Por último, Alan Pauls baraja y reparte con sorna y algo de saña las visiones que del autor de El juguete rabioso tuvieron Oscar Masotta (primer traductor de Lacan en Argentina) y el más célebre Julio Cortázar: “Todo eso que Masotta pone bajo el amparo de la histeria, ¿no son acaso las mismas fuerzas que animan los complots, las maquinaciones, los «golpes» de Arlt, y también el elemento sutil –anota Pauls–, casi indetectable que hace que en Arlt todo limite con su propia inversión –la angustia con la manía, el tormento con el éxtasis, la profundidad con el ridículo– y se vicie de un doble sentido intolerable?”
La pregunta no se responde, claro, pero multiplica sus interrogantes. Porque tratándose de clásicos siempre está vigente la vieja norma según la cual la revelación de un misterio es siempre menor a ese misterio. Sobre los clásicos, y con una formulación no menos contradictoria que la señalada para varios de los autores estudiados en el libro sobre el que se extendieron estas líneas, escribió Fernando Pessoa: “Su misma estrechez, a través de la cual su claridad se expresa, me consuela no sé de qué. Capto en ellos una ex­presión alegre de vida ancha, que contempla amplios espacios sin reco­rrerlos”.

Leónidas Lamborghini en 1999.

El que faltó a la cita
El solicitante descolocado, primer libro de Leónidas Lamborghini –el único ausente en la convocatoria Los clásicos argentinos para hablar sobre José Hernández–, data de mediados de los 50. El tomo, que rompió entonces con las tendencias elegíacas de la época, incluía el poema “Las patas en la fuente”, toda una declaración de principios que marcó su filiación política peronista y su visión estética, que puede leerse en las palabras del poeta cuando vuelve al tema civilización y barbarie: “En mi obra, si se puede decir así, hay una reacción contra el modelo, porque el modelo se pretende como perfección. Al modelo hay que criticarlo constantemente, porque si se impone morimos. La perfección del modelo es su propia caricatura, porque es mentira eso de la perfección”. Más de una vez Lamborghini, cuya poesía es releída hoy como precursora de una literatura que cuenta entre sus cimas a Copi y a su hermano Osvaldo (1940-1985), subrayó el parentesco entre su literatura y la gauchesca, a la que lee en clave de parodia. Fue compañero de ruta de Paco Urondo, de Oscar Massotta, hasta que en 1977 se exilió en México y regresó al país en 1990. Daniel Samoilovich, director del Diario de poesía y reconocido discípulo, escribió sobre el maestro: “La patria de Lamborghini no existe como cosa dada, debe ser construida en el exilio y la soledad. Para existir necesita la lejanía y la errancia”.
“He estado trabajando sobre la risa en la gauchesca –dice Lamborghini– y digo que esa risa es toda una poética y una política. Poética porque no es un tópico más, sino que «es» la gauchesca. Porque sin esa risa no hay gauchesca. Esa risa paisana oblicua, sardónica, trágica a la vez. Y política porque con esa risa es como que horada la muralla de seriedad del sistema, detrás de la cual no hay nada más que una gran mentira. Sobre todo en el tema de la justicia.”
La parodia, el “cantar al lado”, según la etimología del término, vuelve en las palabras de Lamborghini cuando se refiere a la gauchesca: “Cantar al lado del sistema, digamos de la poesía culta. Y quedarse con el cetro finalmente, porque quién se acuerda hoy de los poetas cultos de aquella época. Después de 35 años de publicado, el Martín Fierro no se leía en serio, recién Leopoldo Lugones lo entroniza y, al entronizarlo, lo sacraliza, y lo acartona y lo vuelve un estereotipo, entonces empieza ahí el ojo folklórico. Y ahí aparece la idea con la que me he manejado en este último tiempo, la del bufón: se ve clarito en el inventor del género gauchesco, Bartolomé Hidalgo. En sus Diálogos Patrióticos crea ese bufón gauchesco que se ríe de soslayo, oblicuamente. Por ejemplo, una de las cosas que le dice un paisano al otro: «Bueno, pero qué nos está pasando» –lo está escribiendo en 1820 y a diez años de la Revolución–, dice: «Esto ya fracasó». Y en vez de revolución le llama «revulución», y hay que tener cuidado, porque el ojo folklórico dice: es un barbarismo, para mimetizarse con el lenguaje del gaucho. No, porque ahí mismo, en la palabra está el objeto caricaturizado. Ya no es una revolución, es una «revulución», ya no es la constitución, es la «costitución». Y en otro diálogo más explícito alguien dice: «Alguna vez seremos libres». Y el otro le responde: «Sí, paisano, cuando hable mi mancarrón». Que me hace acordar a aquello de Discépolo, ¿no?, «Un día cansado me puse a ladrar». Así que hay una desesperanza desde el principio, y la idea del fracaso de todo un proyecto...”
La lectura de Martín Fierro en Lamborghini siempre deviene política y la política lo devuelve a “Las patas en la fuente”: “Llegué a descubrir por qué se rechazaba El solicitante descolocado –dice– con sus poemas, “Las patas en la fuente”, “La estatua de la libertad”. Por la risa, era una risa fuera de lugar. Los elegíacos del 40 y 50 no entendían cómo la risa podía entrar en la poesía, que era una cosa seria. Se habían olvidado de los gauchescos y cuando yo decía que estaba escribiendo un gauchesco me decían «Pero, che, otra vez con las boleadoras y la guitarra». Estaban con otros modelos, que yo también frecuentaba, pero para mi era un infierno deshacerme de ellos. Y ahí encontré a los gauchescos, sin boleadoras, sin caballos y sin guitarras. Pero con esa risa grotesca, oblicua, soterrada, paródica. No se entendió todo lo que había de eso en la marchita y en las manifestaciones, las mujeres peronistas, etcétera. Bueno, el aluvión zoológico, ¿no?, como lo llamaba el radical Sanmartino. Cuando se produce el 17 de octubre dice: «Es el aluvión zoológico». Y yo, con el eje este que siempre tuve, de asimilar la distorsión y devolverla multiplicada, le puse a mi poema “Las patas en la fuente”, pero como una respuesta, no peyorativamente. Y tuve mis problemas también dentro del Movimiento, porque me decían: «Las patas no, los pies». Las patas daban esa cosa desacralizadora del poder, de meterte ahí en ese patio sagrado de la Plaza de Mayo y refrescarse los pies en la fuente... Y era como decir acá estamos.”

Alan Pauls y Martín Prieto en la Biblioteca Argentina, en 2004. Foto de Héctor Rio.
 María Teresa Gramuglio. Foto de Marcelo Manera.

Ficha
Los clásicos argentinos. Sarmiento, Hernández, Borges, Arlt. Los cuatro máximos escritores nacionales según once ensayistas contemporáneos.
Tulio Halperin Donghi, Horacio González, Alan Pauls, Sergio Raimondi, María Teresa Gramuglio, Nicolás Rosa, Julio Schvartzman, Laura Milano, Sylvia Saítta, Nora Avaro y Analía Capdevila.
Editorial Municipal de Rosario, 2005. 145 páginas

lunes, 28 de diciembre de 2009

escrito en la llanura


A fines de 2004 me fasciné con El cielo de Jeremías, la novela de Rubén Tron, uno de los ganadores de los premios Musto de novela de ese año, que en su relato recupera un episodio de 1869, en Colonia San Carlos, que puso en alerta a indios, soldados y colonos. Lo entrevisté entonces. Dos por tres recomiendo el libro y el resultado es casi siempre el mismo, la gente queda encantada.

 Rubén Tron, foto de Leo Vincenti.

De chico había escuchado la historia en la versión de una tía que le contó que sus antepasados, en Colonia San Carlos, salían a trabajar la tierra con una escopeta en bandolera y que una vez tuvieron que usarla para enfrentarse a una partida de indios. Eso había sido en 1869, pero Rubén Tron, ganador del segundo premio del concurso municipal Manuel Musto de novela 2004 por su obra El cielo de Jeremías, averiguaría mucho más tarde la fecha y las circunstancias exactas.
“La novela estaba ahí”, dice Tron, descendiente de colonos suizo-franceses establecidos primero en San Carlos, a 160 kilómetros de Rosario, y fundadores luego, en 1883, de Colonia Belgrano, en el centro de la provincia. Su “ahí” significa en el libro Historia de San Carlos, de Juan Jorge Gschwind. La historia de Jeremías Magnin, de su huida, de su destierro, de su vida en la llanura sin fin, del asesinato de una familia de franceses a manos de los indios y de la muerte de un cacique, lo que movilizó a las fuerzas militares que entonces respondían al gobernador Mariano Cabal, mientras Bartolomé Mitre comandaba al ejército en Paraguay y luego de que Nicasio Oroño fuera desplazado de la gobernación por un golpe interno. En todo ese cuadro, la historia de Jeremías Magnin –que aún inquieta a sus deudos, según comprobaría Tron una vez lanzada su novela– desgrana la intimidad de una época en que la política de Domingo Sarmiento impulsaba la inmigración de agricultores no sin despertar la inquina de la dirigencia más tradicional.
Rubén Tron tiene los ojos claros que los criollos y los indios de su relato miran con desconfianza: hombres que destripan la tierra con arados y trabajan sobre el llano mientras el sol les calcina la pelambre rubia. Vivió siempre en el campo y a los 20 años, cuando terminó la secundaria en Colonia Belgrano (cuyo nombre refiere la belleza de los granos de cereal que se cosechaba en la zona antes que la epopeya del prócer), en 1973, se fue a estudiar Edafología a Santa Fe. “Si hubiera vivido en una ciudad hubiese sido periodista, me hubiera acercado a la redacción de un diario”, dice el escritor. Pero no reniega de sus días en la intemperie. Dice que no sabe lo que es una novela histórica, que desde que algo es novela el escritor “le pone cosas”, la convierte en ficción. Dice que le importa que en El cielo de Jeremías se lea también lo que sucedió en San Carlos en octubre de 1869: “Me interesaban los hechos históricos porque pueden servir para que se conozca un poco lo que era la vida de las colonias, la precariedad en la que fueron instaladas y lo hostil del medio para con los colonos que llegaban, pero lo que más me interesaba era desarrollar un poco este problema que se le presenta al personaje, que huye porque tiene que resolver su propio conflicto. Cuando leí por primera vez esa historia narrada por un historiador de San Carlos, porque hasta el momento sólo tenía testimonios orales, me dije: “Acá la novela ya está”, pero para mi la novela no eran los episodios que dieron origen a la huida de Jeremías Magnin, sino la huida misma, para mi la novela estaba en el personaje y en la llanura”.
Cuando a fines de diciembre de 2004 los medios locales dieron a conocer a los ganadores del Musto y resumieron el contenido de las obras publicadas, la familia de Jeremías Magnin, el personaje que protagoniza El cielo de Jeremías, ubicaron a Tron y pidieron explicaciones. Desde un pueblo del interior de la provincia, por teléfono, le llegó la voz de una bisnieta primero y, luego, la de su hermano. Más tarde, la de otra pariente que vive en Uruguay: “Preguntaban de dónde saqué la información –dice Tron–, les dije que era una novela de ficción, que el personaje se llamaba como el bisabuelo pero que lo había inventado yo. Estaban medio molestos. A partir de allí empiezo a enterarme de que las generaciones posteriores habían ocultado la historia, aparentemente esta manera en que muere Jeremías, que para mi no es para nada indigna ni vergonzosa, aunque se ve que no era así para ese momento, se ocultó, a tal punto que en Suiza se contó que lo habían matado los indios, que iba por el campo, vinieron los indios y lo mataron. Pero, según me entero, apenas muere Jeremías la familia se traslada a Esperanza. Lucía Guinand (la esposa) con los hijos. Y me entero después, tarde, porque hubiera sido buenísimo para la novela, que Lucía Guinand estaba embarazada de siete meses cuando muere el marido, el último hijo nace en diciembre del 69, Lucía muere al año siguiente. Pero me enteré también de que uno de los hermanos de Jeremías se había suicidado, Jean Magnin, que vino con Jeremías desde Suiza. Hubiera venido bárbaro para completar el cuadro de este conflicto que tenía Jeremías con el destierro, con haber dicho no vuelvo más, aparentemente se suicida porque no soportaba más estar acá, quería volverse y no tenía cómo”.
El lector más distraído puede engañarse fácilmente con la escritura de El cielo de Jeremías, con su aparente linealidad y su estilo prolijo, que exhibe los hechos como en un claro del llano. En realidad, la novela funciona como un palimpsesto. Jeremías Magnin es uno de los hombres de la Colonia San Carlos que encabeza una partida de colonos para dar con los asesinos de una familia entera de franceses que vivían de una pulpería, brutalmente degollados por un matón de esa época en que abundaba la mano de obra desocupada de las guerras que habían despedazado la incipiente nación. Tras los pasos del criminal llegan hasta San Jerónimo del Sauce y alguien da muerte al coronel Denis, un indio que había prestado sus servicios al ejército provincial. La situación pone en alerta a las tropas legales, a los indios y a los colonos y, según la historia oficial, el gobernador Cabal concurre a la Colonia para apaciguar los ánimos. Lo mismo haría al año siguiente, el presidente Sarmiento. El juego de intereses políticos que barajan en la gobernación, las intrigas entre una ficticia amante del jefe de policía de Santa Fe, la postura de los colonos, que ya años antes habían propuesto la autonomía comunal para su pueblo, el influjo de los planes de Urquiza antes de que una partida lo matara en su estancia, la cautela con la que la dirigencia santafesina recuerda la osadía de Nicasio Oroño, son todas situaciones que serpentean en la historia de Jeremías Magnin, quien huye y muere cercado por los soldados que debían dejarlo escapar.
“Lo de Oroño es fantástico –dice Tron–. Oroño sanciona la ley de matrimonio civil que, por supuesto, en 1860 no pudo prosperar. Santa Fe le hubiera sacado 25 años al Código Civil de Vélez Sarsfield. No lo dejaban. Principalmente porque se enfrentó con el obispo Gelabert y, fijate vos esto, en Santa Fe hay una calle que se llama Obispo Gelabert que es casi céntrica, y no hay ninguna calle Oroño. Rosario tiene, centralmente, un bulevar que se llama Oroño. La pelea la ganó Gelabert. Oroño quiso expropiarle el convento de San Lorenzo a los curas para poner una escuela agrícola y se armó un lío bárbaro. Le sacó a los curas los cementerios, les dijo «Denme las llaves porque ahora los cementerios son comunales». Incluso metió preso a un sacerdote que se negó a entregar las llaves. Son episodios que si se conocieran mejor ayudarían a entender de qué manera se discutían ciertas cuestiones hace ya 140 años”.
La novela de Rubén Tron también remonta un tema central de la literatura argentina: la extensión, la llanura, la huida, como si estableciera un diálogo, además de con la historia, con la tradición originaria de nuestras ficciones. “Creo que la llanura es un paisaje de alguna manera poco valorado por nosotros –dice el escritor–. Aparentemente es un paisaje sin ningún tipo de atractivo que deja a la gente indiferente. Y puede que sea así, desde el punto de vista de lo que uno ve impresiona más una montaña, una selva, un río, un lago, pero esa llanura que de alguna manera explica lo que es la región, esa llanura debe haber sido aterradora para los colonos que venían de Europa, que vivían en un valle, donde el sol salía a las once de la mañana y caía a las dos de la tarde, y el horizonte estaba marcado por la cresta de la montaña más próxima... Esto debe haber sido aterrador, lo que intento contar en la novela es esa sensación del colono, que se decía: «Acá uno puede estar cabalgando un día entero y da la sensación de que no avanzó, como que la llanura los aplasta, los supera...”
Es por lo menos curioso que Tron, ocupado en datos históricos, con ganas de encarar una historia de Cándido López, sentado en la oficina de la administración del campo de Timbúes donde trabaja, insista al final de la charla en que el llano y la “intemperie sin fin”, como quería Juan L. Ortiz, imponen al labrador –como dice de su padre– una percepción distinta de la naturaleza y el tiempo, que se mide ya por el círculo de las estaciones y las cosechas. Su Cielo de Jeremías enseña también un círculo, el que anuda la vida de los hombres con el pasado colectivo.



La charla en bruto
—Siempre fui un lector voraz y desordenado, en mi casa, somos cinco hermanos, todo el mundo leía. Leía lo que encontraba. Después empecé a interesarme más por la lectura de clásicos. Empecé a leer clásicos a los 15 años, la Divina Comedia, Homero, pero si llegaba el Patoruzito o Billken leía eso. Esto cuando estaba viviendo en Colonia Belgrano, hasta los 22 años cuando me fui a estudiar. Me fui a estudiar a Santa Fe en el 73, hasta el 79. Ahí pasamos a intersarme más por literatura ideológica, incluso en mi caso por teología y filosofía
—Como buen protestante...
—No es que haya dejado la parte de ficción... durante ese período me dediqué a ese tipo de lecturas, más motivado por el medio. A partir del 76 la cosa se puso dura.
—¿Literatura teológica clásica o teología de la liberación?
—No, un poco de todo, desde Heidegger, Kant, Theilard de Chardin y después teología de la liberación, Leonardo Boff... Después vino una tercera etapa, pasados los treinta, cuando uno va dándose cuenta, a veces demasiado tarde, de que no es el ombligo del mundo, de que algunos sueños (yo quiero ser...) los va ubicando en su justa medida y empieza a redescubrir aquellas cosas que alguna vez quiso y que por alguna elección.... Relativa, porque siempre digo que si hubiera vivido en Rosario, en una ciudad, lo más probable es que fuera periodista, me hubiera arrimado a un diario. En mi pueblo no tenía ninguna posibilidad. Lo mío era terminar el secundario y después... yo siempre viví en el campo, vinculado al campo, mi padre era labrador, mi elección fue un estudio que estuviera vinculada a la producción y a la tierra, que me gusta mucho... Pero entre los 15 y los 20 siempre quise ser escritor. Y eso estaba asociado con una visión medio romántica, de leer Melville, Hemingway... recién después, muchos años después, a partir de los 30 empecé a elegir qué cosas leía y unos cuantos años más tarde llego a un taller literario, en San Lorenzo, yo vivía en ese entonces en Oliveros... y me enganché, eso me cambió muchísimo, primero por el grupo que había, y luego porque me di cuenta realmente que podía escribir. Fui tomando confianza...
—Acá hay datos como de un origen en la novela, ¿esos cuentos también?
—No, debo tener escritos entre 20 y 30 cuentos... algunos fueron premiados por la editorial Desde la Gente, en el 97, y no tienen nada que ver con esto, transcurre en un bar, en un ambiente urbano...
—En la novela... pensaba en Saer, pero esta es más clásica, más puesta en diálogo con cierta literatura extranjera, menos preocupada por esa trama de lenguaje que desmenuza Saer, antes bien por ciertos hechos a los que le explora otro sentido... basada en hecho reales, como todas, ¿cuánto te interesaban esos hechos?
—Me interesaban. La idea era aprovechar una historia... Cuando leí por primera vez esa historia, porque hasta el momento sólo tenía testimonios orales, cuando leí por primera vez la historia narrada por un historiador de San Carlos me dije: “Acá la novela ya está”, pero para mi la novela no eran los episodios que dieron origen a la huida de Jeremeías Magnin, sino la huida misma, para mi la novela estaba en el personaje y en la llanura. Me interesaban los hechos históricos porque pueden servir para que se conozca un poco lo que era la historia de las colonias, la precariedad en la que fueron instaladas las colonias y lo hostil del medio para con los colonos que llegaban, pero lo que más me interesaba era desarrollar un poco este conflicto que se le presenta al personaje, que huye porque tiene que resolver su conflicto...
—Y esa relación con la mirada que lo persigue de la muerta, la esposa de Lefebre... que es ficticia...
—Sí, creados para que facilite conectar esto que había ocurrido en San Carlos con el manejo político, un cierto trasfondo intrigante que se vislumbra entre las distintas facciones que había entonces y cómo podían sacar provecho de la situación...
—Lo de Oroño...
—Lo de Oroño es fantástico... Oroño sanciona la ley de matrimonio civil que, por supuesto, en 1860 no pudo prosperar. Santa Fe le hubiera sacado 25 años al Código Civil de Vélez Sarsfield. No lo dejaban. Pero principalmente porque se enfrentó con el obispo Gelabert y fijate vos esto, en Santa Fe hay una calle que se llama Obispo Gelabert que es casi céntrica, y no hay ninguna calle Oroño en la ciudad. Rosario tiene, centralmente, un bulevar que se llama Oroño. La pelea la ganó Gelabert. Este Oroño quiso expropiarle el convento de San Lorenzo a los curas para poner una escuela agrícola y se armó un lío bárbaro. Le sacó a los curas los cementerios, les dijo “Denme las llaves porque ahora los cementerios son comunales”. Incluso metió preso a un sacerdote que se negó a entregar las llaves. Son episodios que si se conocieran mejor ayudarían a entender de qué manera se discutían ciertas cuestiones hace ya 140 años...
—La novela también tiene de interesante que recupera un tema central de la literatura argentina: la extensión, la llanura, la huida... Cuando ves la novela, aparte de la historia, lo que se percibe es el diálogo con una tradición de la ficción...
—Si me preguntaras qué dos autores prefiero leer, que me han marcado, son Saer, por el trabajo con el lenguaje y la forma de ambientar e imaginar la novela, y Saramago, sobre todo por un discurso diferente, ingenioso y muy bien logrado... En Las nubes y en La ocasión Saer habla de la llanura... Y creo que la llanura es un paisaje de alguna manera poco valorado por nosotros... aparentemente un paisaje sin ningún tipo de atractivo que deja a la gente indiferente. Y puede que sea así, desde el punto de vista de lo que uno ve, impresiona más una montaña, una selva, un río, una montaña, pero esa llanrua que de alguna manera explica lo que es la región, esa llanura más el hombre, imagino que esa llanura debe haber sido aterradora para los colonos que venían de Europa, que vivían en un valle, donde el sol salía a las 11 de la mañana y caía a las dos de la tarde, y el horizonte estaba marcado por la cresta de la montaña más próxima... esto debe haber sido aterrador, lo que intento contar en la novela es esa sensación del colono, que se decía, acá uno puede estar cabalgando un día entero y da la sensación de que no avanzó, como que la llanura los aplasta, los supera...
—Con los familiares...
—Esta gente se entera por La Capital... viven en Esperanza, son bisnietos de Magnin y llaman primero a San Carlos, donde les dicen que los Tron se fueron a Colonia Belgrano, y ahí dan con la casa de mis viejos, que le dan mi teléfono y me llaman. Primero mal, preguntando de dónde saqué la información, les dije que era una novela de ficción, que el personaje se llamaba como el bisabuelo pero que lo había inventado yo... Estaban medio molestos. Después me llama el hermano y se conectan con esta Ana María Magnin que vive en Paysandú y a partir de allí empiezo a enterarme de que en realidad habían ocultado la historia, aparentemente esta manera en que muera Jeremías, que para mi no es para nada indigna ni vergonzosa, pero para ese momento se ocultó, a tal punto que en Suiza se contó que lo habían matado los indios, que iba por el campo, vinieron los indios y lo mataron. Pero según me entero, apenas muere Jeremías, la familia se traslada a Esperanza. Lucía Guinan con los hijo. Y me entero después, tarde, porque hubiera sido buenísimo para la novela, que Lucía Guinand estaba embarazada de siete meses cuando muere el marido, el último hijo nace en diciembre del 69, Lucía muere al año siguiente. Pero me enteré también de que uno de los hermanos de Jeremías se había suicidado, Jean Magnin, que vino con Jeremías desde Suiza, dos años antes se había suicidado en Esperanza, me enteré después y hubiera venido bárbaro para completar el cuadro de este conflicto que tenía Jeremías con el destierro, con haber dicho no vuelvo más, aparentemente se suicida porque no soportaba más estar acá, quería volverse y no tenía cómo... se ahorcó de una viga, y el que fue a buscar el cuerpo fue Jeremías.

domingo, 27 de diciembre de 2009

visitantes de la infancia

El número 3 de la revista Lenta prisa iba a estar dedicado, entre otras cosas, a la relación del Estado con la infancia, la escuela, la literatura. Por eso le pedí a Ivana Romero que explorara entre los escritores de literatura para chicos vinculados a Santa Fe. El resultado fue esta nota.

Fotomontaje y composición de Matías Ramírez, diseñador de Lenta Prisa.

por Ivana Romero


La señora Berti Bartolotti –una soltera que teje alfombras, se maquilla de manera efusiva y tiene un novio farmacéutico– recibe una encomienda extraña a su nombre, que nunca solicitó. Se trata de una lata de conservas y, adentro, un niño de siete años, Konrad. Los dos comienzan a vivir juntos. En ese tránsito, Konrad intenta educar a la señora Bertolotti para que sea una buena madre. La señora Bartolotti, por su parte, compra golosinas, lo manda a la escuela, teje enteritos de lana de talla pequeña, ama a su hijo de manera más profunda cada día. Y mientras tanto, se pregunta qué es un niño.
La alemana Christine Nöstlinger escribió a mediados de los noventa Konrad o el niño que salió de una lata de conservas, que en nuestro país editó Alfaguara. La interrogación de la señora Bartolotti, que la autora despliega a lo largo de la novela, ha recorrido la historia, al menos desde el siglo XVII, cuando aumenta la asistencia de niños a las escuelas. De la mano de la escolarización, llegó la indagación sobre la especificidad de la infancia primero, de la juventud después, y de la literatura como manera de transmitir herencias culturales y formadoras.

jueves, 24 de diciembre de 2009

felicidades

a las diez de la mañana de este veinticuatro de diciembre de dos mil nueve, tres horas antes de que salgamos para buenos aires, gustavo lópez envía desde bahía blanca sus voxinas y, con ellas, el poema de francisco garamona que reproduzco, con el que saludo también a la gente querida.
en la foto: eugenia, julio & vicente, hace una semana en casa de sus abuelos. foto de elena.

Alrededor de un pino
Francisco Garamona




Sobre la cara visible de la luna
hay unos robots que colocan paquetes
encima de una cinta transportadora
que llega hasta la oficina donde se procesan los datos
de cada niño que espera su regalo nuevo.
Mi abuelo también tenía una larga barba blanca,
me dice una amiga, y después se queda pensando.
Yo pienso en Papá Noel y en ese revolver
de metal que me trajo, que era la réplica de un arma
del mundo real. Disparé con sus salvas de colores
impactando sobre cada estrella,
y también asusté a una chica
que vivía al lado de la casa de mi tía.
¡La noche buena pasaba en un tris y ya era navidad!
Ansiosos mis primas y yo dábamos vueltas alrededor de un pino
decorado en el jardín con mil bolas de colores.
Porque era la celebración más esperada,
y casi vivíamos para llegar a ese día.
Cuando se pasó la inocencia y el camino de los sueños
fue desmalezado, nunca más la vida familiar tuvo ese brillo.
Me acuerdo que cierta noche unos extraños
pusieron sobre el pino una ristra de petardos.
Y yo que lo miraba fijamente por la ventana
del cuarto donde dormía vi cómo el fuego consumía los adornos:
pequeñas cabezas de Papá Noel con restos de hielo en la barba;
estrellas cubiertas de brillantina, osos plateados
señalando con sus brazos extendidos
que estaba cerca el fin de año.
A la mañana siguiente fuimos a ver
cómo había quedado nuestro árbol.
Estaban derretidas todas las guirnaldas y las figuras
de plástico. Y en el pasto las bolas de colores
habían dejado un polvo fino como de vidrio, sobre el que lloramos.
La navidad era un puente que trepaba
hasta el cielo de la noche del que descendería
el viejo Papá Noel montado en su trineo.
Íbamos al arroyo y nadábamos desnudos todos los primos
porque el aire de esos días nos traía las promesas
de las vacaciones y también las del comienzo del verano.
Y unos fuegos artificiales rebuscaban en el cielo su porción de infinito
caminando rumbo al pesebre viviente,
donde una vez hice de pastor con una larga rama
que arranqué de un sauce.
¡Era la navidad de hace mil años!
Para Laura, Miriam, Alexis, Leo, Noelia,
Miguel, Porota, El Perro Horacio Malvino,
tío Aldo y tía Elina, Patricia, Alejandra,
Abril, Salva, Herbert, Lauri, Valentina, Clarisa Irupé,
y también para mí, que sigo vivo todavía.