Horacio González, foto de Héctor Rio.
Octubre del año 2004, para cualquier página periodística actual, es poco menos que la prehistoria. Aunque los episodios de la prensa local de esos días estaban marcados de modo indeleble con el latiguillo “En el marco del III Congreso Internacional de la Lengua Española”. El tal Congreso perdería su marco y pasaría puntualmente a escena un largo mes más tarde. Sin embargo, en ese octubre de la víspera, y por fuera de la citada moldura, tuvieron lugar en la Biblioteca Argentina de Rosario, una serie de encuentros con once... llámeseles pensadores, que expusieron sus particulares puntos de vista sobre Domingo Faustino Sarmiento, José Hernández, Jorge Luis Borges y Roberto Arlt, es decir, “los clásicos” de la lengua literaria argentina. La actividad, organizada por la Universidad Nacional de Rosario y la Secretaría de Cultura municipal, convocó al historiador Tulio Halperin Donghi, al sociólogo Horacio González, al crítico y novelista Alan Pauls, al poeta Sergio Raimondi y a siete críticos literarios: María Teresa Gramuglio, Nicolás Rosa, Julio Schvartzman, Laura Milano, Sylvia Saítta, Nora Avaro y Analía Capdevila. Todos, más allá de las diferencias generacionales, estuvieron en algún momento o lo están ahora emparentados con la universidad rosarina, y en su ir, venir y traer cosas del vasto mundo, retomaron el prolífico diálogo que gestó esa misma casa de estudios sobre la lengua literaria vernácula en los años 60. Pero hay incluso una noticia en este párrafo: por fortuna esas charlas fueron recogidas en un libro que la editorial Municipal publicó a principios de este año, Los clásicos argentinos.
Que Sarmiento, Hernández, Borges o Arlt formen el gran cuarteto de los clásicos argentinos es una declaración a prueba en este libro. Que el gaucho, a partir de la reivindicación del Martín Fierro hecha por la Generación de 1880, haya sido el prototipo de ser nacional para contrastar con la “chusma” que comenzaba a llegar de ultramar; que la política vernácula haya llegado a articularse según las tramas conspirativas y traicioneras que bosquejó Roberto Arlt en Los siete locos o El juguete rabioso, habla más a las claras de la impredecible e inestimable vigencia de los clásicos no ya en los pasillos de la Escuela de Letras, sino en la vida cotidiana que, claro, también está hecha de palabras. De ahí que la lectura de Los clásicos argentinos aliente incluso alguna infatuación política.
Atribuciones y falsedades. A fines de la década del 80, una vez muerto Borges, pósters, señaladores y antologías reproducían el poema “Instantes” firmado por un tal Jorge Luis Borges en 1985. Empieza: “Si pudiera vivir nuevamente mi vida./ En la próxima trataría de cometer más errores”, y se reproduce como las moscas. Por cierto, el primer error sería escribir ese poema, que el Borges muerto en Ginebra en 1986 jamás escribió. Si bien la confusión –según un exhaustivo texto de Iván Almeida– podría tener su origen en una prestigiosa revista de poesía mexicana, la masiva aceptación de esa lista de deseos para una otra vida como obra del más prestigioso escritor argentino señala su condición de clásico. Por supuesto que el poema es vulgar y pueril, pero tiene el vago tono de remordimiento grave y distante que insufla la razón y un lector promedio, ansioso por llevarse algún rédito espiritual del texto en el que se metió, está dispuesto a “comprar”.
Este detalle –la atribución y aceptación de “Instantes” como un poema de Borges– convierte al autor de El Aleph en un clásico. En principio, porque como bien enseña una página del profesor Fernando Savater, no es preciso leer un clásico para conocerlo. Y, luego, porque un clásico de la literatura opera antes en el lenguaje que en la sociología, es decir, en la forma de concebir un período, un espécimen social a través de una fórmula o un slogan del tipo “Los argentinos somos...”, tal como rezan los manuales de historia que hoy son best-sellers.
Contra los poetas. El primer miércoles de octubre de 2004 la presencia de Halperin Donghi había reunido en la platea de la Biblioteca Argentina a un público que abundaba en historiadores e historiadoras. Por eso, cuando el poeta de Bahía Blanca Sergio Raimondi blandió sus hojas ante el auditorio hubo un corrillo de voces: “Va a leer”, decían –es que, como informara alguien luego, la lectura de ponencias es poco frecuente entre historiadores–. “Para Sarmiento no se trata de transformar cualitativamente la Naturaleza en estrofas –leyó Raimondi–, sino de transformarla cualitativamente mediante el comercio y la industria (...), de modificarla con el hacha y de inventar, no ya nereidas y tritones, sino una Nación en las márgenes del Río”. De cómo impugnaba la poesía Sarmiento, de cómo se ufanaba de ser un hombre de acción antes que un escritor y de cómo las páginas impresas eran espacio para las bravatas y el programa político del sanjuanino, trata en apariencia el texto de Raimondi. Sobre la despedida del Sarmiento exiliado de sus amigos poetas en Montevideo, dijo Raimondi: “No parte simplemente, los abandona (...); no quiere vivir en ese país de literatura”. Y hablando de Sarmiento, el escritor de Bahía Blanca ofrece una cruel y precisa descripción de esa Banda Oriental que ya comenzaba a ser el Uruguay, tal como hoy se lo concibe: un destino financiero y turístico. Pero la clave del texto no es esa observación al margen, distraída, sino la polémica entre Juan Bautista Alberdi y el autor de Facundo: “La Nación no se ha de fundar desde la prosa legal e impersonal de Alberdi –lee Raimondi en esta disputa– que terminará intelectualmente ahuecada y desabrida en el Código Civil de Vélez Sársfield (...). Este país no se ha de basar en el poder de lo legal sino en el poder de la retórica”.
Sergio Raimondi. Foto de Héctor Rio.
Horacio González, otro de los que disertaron sobre Sarmiento, vuelve sobre algunas figuras que se repiten en su obra y, sobre todo, en el Facundo, como la figura de “lo árabe” o el desierto –González no ignora, aunque no lo mente, que el apellido de la madre de Sarmiento, Albarracín, como él mismo lo nota en Recuerdos de Provincia, es de clara ascendencia mora–: “Uno no puede imaginar por qué razón, un libro con tanta incerteza y con tanta divina liviandad en las comparaciones –se lee ahora en la trascripción de las palabras de González–, ha tenido la responsabilidad de forjar una medida de lectura en la Argentina, ¿no?”
Fue Halperin Donghi (y lo es ahora en el libro) el que introdujo el primer problema literario: la inclusión de Sarmiento y Hernández (dos anomalías si se piensa en el carácter políticamente pendenciero de uno, y en lo innovador y denuncialista del segundo) en el canon argentino vuelve problemática la presencia de todos los demás autores y, para demostrarlo, cita de memoria un verso de Rafael Obligado (obligado prócer de las letras vernáculas hasta entrado el siglo XX) que recuerda de su escuela: “que es muñeca la muñeca del tambor de Tacuarí”. Y el historiador remata: “Es tan malo que siempre creí que era del general Mitre”. Con esas estocadas, Halperin Donghi avanza de modo magistral, hilando el recuerdo de esa otra aventura que son los libros, por los años de redacción de Recuerdos de provincia.
Bueyes y boyeros perdidos. Del Martín Fierro se ha dicho y escrito tanto que ya es osado plantear una nueva mesa de debate. Borges, que estaba encantado con Muerte y transfiguración de Martín Fierro, de Martínez Estrada, llegó a postular que no se sabía qué venía primero, si el “lenguaje” creado por el poema gaucho, o el habla de los gauchos, a los que difícilmente creía capaces de esa poesía –he aquí otra postulación de lo clásico–. El segundo encuentro de aquel mes de octubre de hace dos años prometía la reunión de la rosarina Laura Milano y los porteños Julio Schvartzman y Leónidas Lamborghini, célebre poeta autor de “Las patas en la fuente”, el poema que no sin rispidez exaltó una particular visión del peronismo. Pero a último momento Lamborghini arguyó un malestar que pesaba sobre sus largos años y faltó a la cita.
Así, Milano traza un vasto panorama de Hernández en la literatura y en el arte popular argentino y en uno de sus párrafos señala el folletín, el sainete, el radioteatro y las “premisas de justicia social y redignificación de los sectores subalternos” que recogiera en la huella de Fierro “uno de los más sólidos y coherentes artistas populares del peronismo: Leonardo Favio”. Pero es “La muerte de un boyero”, la charla de Schvartzman –docente de Literatura Argentina en la UBA y autor de Microcrítica. Lecturas argentinas, entre otros libros–, la que traerá con el recuerdo de la lectura del Martín Fierro un dato biográfico que lo acerca a la ficción, no tanto por lo que imposta, sino por lo que revela. Schvartzman, nacido en un barrio porteño, cuyo padre había sido un colono de Entre Ríos y había llevado a su familia a la Capital, cuenta en esas páginas que de chico anduvo por el campo y allá conoció al pájaro que sigue el ganado y al que todos llaman boyerito. De modo que años más tarde, cuando las páginas del gran poema nacional lo informan con estos versos: “A un vecino propietario/ un boyero le mataron/ y aunque a mí me lo achacaron/ salió cierto en el sumario”, el joven lector que es entonces Schvartzman se pregunta: “¿Tanto lío por un pajarito?” Esta pequeña anécdota personal, además de ilustrar la idea de una lectura interminable y llena de desvíos, también le sirve al autor para especular a propósito de la literatura en este intercambio de nombres: el peón que cuida el ganado y recibe su nombre, metafóricamente, del pájaro que se le anticipa, el que a su vez recibe su nombre de los bueyes que sigue. Como si ese ir tras las letras fuera también el perderse en los vericuetos de una lengua que la institución literaria nunca termina de clasificar, aunque pretenda erigir sus clásicos.
Autores y personajes. El capítulo “Borges”, del que participaron Nora Avaro, María Teresa Gramuglio y Nicolás Rosa, todos docentes y críticos de Rosario, despliega tres líneas de abordaje del falso autor de “Instantes”: la “infracción” que lo convierte en clásico –según Avaro–, es decir, la reducción del infinito a un punto preciso, a un espacio cerrado y su contradicción, la enumeración infinita; la virulenta formulación de un “idioma de los argentinos” por el que Borges entabla sus principales discusiones a fines de los 20 –según Gramuglio–; y los tópicos en torno a la traducción y a “Pierre Menard, autor del Quijote” que Nicolás Rosa leyó ante un público que de súbito se hizo menguante aquél tercer miércoles de octubre de 2004.
La cuestión histórica retorna en la sección dedicada a Roberto Arlt, alguna vez propuesto como el contrincante de Borges en la literatura. En 1926, según lo expone Sylvia Saítta, Borges y Arlt eran contemporáneos y aún no habían sucumbido a las lecturas de los críticos de los años 50, que hallaron en estos dos escritores dos formas opuestas de concebir la literatura, lo que de alguna manera y a grandes rasgos vuelve extrañamente cierta aquella sentencia de Robert Louis Stevenson: “Un personaje no es más que las palabras que le dan vida”, sólo que estos personajes (Borges y Arlt) han tenido una vida, más allá de la que hoy dibuja su obra. Por último, Alan Pauls baraja y reparte con sorna y algo de saña las visiones que del autor de El juguete rabioso tuvieron Oscar Masotta (primer traductor de Lacan en Argentina) y el más célebre Julio Cortázar: “Todo eso que Masotta pone bajo el amparo de la histeria, ¿no son acaso las mismas fuerzas que animan los complots, las maquinaciones, los «golpes» de Arlt, y también el elemento sutil –anota Pauls–, casi indetectable que hace que en Arlt todo limite con su propia inversión –la angustia con la manía, el tormento con el éxtasis, la profundidad con el ridículo– y se vicie de un doble sentido intolerable?”
La pregunta no se responde, claro, pero multiplica sus interrogantes. Porque tratándose de clásicos siempre está vigente la vieja norma según la cual la revelación de un misterio es siempre menor a ese misterio. Sobre los clásicos, y con una formulación no menos contradictoria que la señalada para varios de los autores estudiados en el libro sobre el que se extendieron estas líneas, escribió Fernando Pessoa: “Su misma estrechez, a través de la cual su claridad se expresa, me consuela no sé de qué. Capto en ellos una expresión alegre de vida ancha, que contempla amplios espacios sin recorrerlos”.
El que faltó a la cita
El solicitante descolocado, primer libro de Leónidas Lamborghini –el único ausente en la convocatoria Los clásicos argentinos para hablar sobre José Hernández–, data de mediados de los 50. El tomo, que rompió entonces con las tendencias elegíacas de la época, incluía el poema “Las patas en la fuente”, toda una declaración de principios que marcó su filiación política peronista y su visión estética, que puede leerse en las palabras del poeta cuando vuelve al tema civilización y barbarie: “En mi obra, si se puede decir así, hay una reacción contra el modelo, porque el modelo se pretende como perfección. Al modelo hay que criticarlo constantemente, porque si se impone morimos. La perfección del modelo es su propia caricatura, porque es mentira eso de la perfección”. Más de una vez Lamborghini, cuya poesía es releída hoy como precursora de una literatura que cuenta entre sus cimas a Copi y a su hermano Osvaldo (1940-1985), subrayó el parentesco entre su literatura y la gauchesca, a la que lee en clave de parodia. Fue compañero de ruta de Paco Urondo, de Oscar Massotta, hasta que en 1977 se exilió en México y regresó al país en 1990. Daniel Samoilovich, director del Diario de poesía y reconocido discípulo, escribió sobre el maestro: “La patria de Lamborghini no existe como cosa dada, debe ser construida en el exilio y la soledad. Para existir necesita la lejanía y la errancia”.
“He estado trabajando sobre la risa en la gauchesca –dice Lamborghini– y digo que esa risa es toda una poética y una política. Poética porque no es un tópico más, sino que «es» la gauchesca. Porque sin esa risa no hay gauchesca. Esa risa paisana oblicua, sardónica, trágica a la vez. Y política porque con esa risa es como que horada la muralla de seriedad del sistema, detrás de la cual no hay nada más que una gran mentira. Sobre todo en el tema de la justicia.”
La parodia, el “cantar al lado”, según la etimología del término, vuelve en las palabras de Lamborghini cuando se refiere a la gauchesca: “Cantar al lado del sistema, digamos de la poesía culta. Y quedarse con el cetro finalmente, porque quién se acuerda hoy de los poetas cultos de aquella época. Después de 35 años de publicado, el Martín Fierro no se leía en serio, recién Leopoldo Lugones lo entroniza y, al entronizarlo, lo sacraliza, y lo acartona y lo vuelve un estereotipo, entonces empieza ahí el ojo folklórico. Y ahí aparece la idea con la que me he manejado en este último tiempo, la del bufón: se ve clarito en el inventor del género gauchesco, Bartolomé Hidalgo. En sus Diálogos Patrióticos crea ese bufón gauchesco que se ríe de soslayo, oblicuamente. Por ejemplo, una de las cosas que le dice un paisano al otro: «Bueno, pero qué nos está pasando» –lo está escribiendo en 1820 y a diez años de la Revolución–, dice: «Esto ya fracasó». Y en vez de revolución le llama «revulución», y hay que tener cuidado, porque el ojo folklórico dice: es un barbarismo, para mimetizarse con el lenguaje del gaucho. No, porque ahí mismo, en la palabra está el objeto caricaturizado. Ya no es una revolución, es una «revulución», ya no es la constitución, es la «costitución». Y en otro diálogo más explícito alguien dice: «Alguna vez seremos libres». Y el otro le responde: «Sí, paisano, cuando hable mi mancarrón». Que me hace acordar a aquello de Discépolo, ¿no?, «Un día cansado me puse a ladrar». Así que hay una desesperanza desde el principio, y la idea del fracaso de todo un proyecto...”
La lectura de Martín Fierro en Lamborghini siempre deviene política y la política lo devuelve a “Las patas en la fuente”: “Llegué a descubrir por qué se rechazaba El solicitante descolocado –dice– con sus poemas, “Las patas en la fuente”, “La estatua de la libertad”. Por la risa, era una risa fuera de lugar. Los elegíacos del 40 y 50 no entendían cómo la risa podía entrar en la poesía, que era una cosa seria. Se habían olvidado de los gauchescos y cuando yo decía que estaba escribiendo un gauchesco me decían «Pero, che, otra vez con las boleadoras y la guitarra». Estaban con otros modelos, que yo también frecuentaba, pero para mi era un infierno deshacerme de ellos. Y ahí encontré a los gauchescos, sin boleadoras, sin caballos y sin guitarras. Pero con esa risa grotesca, oblicua, soterrada, paródica. No se entendió todo lo que había de eso en la marchita y en las manifestaciones, las mujeres peronistas, etcétera. Bueno, el aluvión zoológico, ¿no?, como lo llamaba el radical Sanmartino. Cuando se produce el 17 de octubre dice: «Es el aluvión zoológico». Y yo, con el eje este que siempre tuve, de asimilar la distorsión y devolverla multiplicada, le puse a mi poema “Las patas en la fuente”, pero como una respuesta, no peyorativamente. Y tuve mis problemas también dentro del Movimiento, porque me decían: «Las patas no, los pies». Las patas daban esa cosa desacralizadora del poder, de meterte ahí en ese patio sagrado de la Plaza de Mayo y refrescarse los pies en la fuente... Y era como decir acá estamos.”
Alan Pauls y Martín Prieto en la Biblioteca Argentina, en 2004. Foto de Héctor Rio.
María Teresa Gramuglio. Foto de Marcelo Manera.
María Teresa Gramuglio. Foto de Marcelo Manera.
Ficha
Los clásicos argentinos. Sarmiento, Hernández, Borges, Arlt. Los cuatro máximos escritores nacionales según once ensayistas contemporáneos.
Tulio Halperin Donghi, Horacio González, Alan Pauls, Sergio Raimondi, María Teresa Gramuglio, Nicolás Rosa, Julio Schvartzman, Laura Milano, Sylvia Saítta, Nora Avaro y Analía Capdevila.
Editorial Municipal de Rosario, 2005. 145 páginas