El 2 de abril de 1982 se concretó un
plan llevado adelante por un Estado terrorista que estaba en decadencia: un
ejército comandado por militares que se habían formado en la tortura y el
asesinato de civiles desarmados y mujeres embarazadas desembarcó en Puerto
Stanley (Puerto Argentino) con el fin de tomar las Islas Malvinas. La orden
para el desembarco era no causar víctimas entre la tropa inglesa que fue tomada
por sorpresa. Y así fue, murieron sólo dos militares argentinos. Durante la
guerra, que duró dos meses y doce días, la gran mayoría de los jefes militares
argentinos llevaron adelante la tarea para la que habían sido formados: estaquearon
y torturaron a los soldados conscriptos y huyeron como ratas cuando se acercaba
el enemigo. Sin embargo, los soldados fueron valientes, pelearon solos, se
repusieron de la hambruna a la que los sometieron sus jefes –tan estúpidos que
llevaron cocinas de campaña para alimentar a leña en un territorio donde no hay
árboles ni madera– y, a su vuelta, fueron silenciados y ninguneados por las
autoridades y también por una sociedad que no quería saber del fracaso
estrepitoso de esa guerra y esa dictadura que había sido aclamada por la mayor
parte de la prensa y la ciudadanía.
Si se quisiera contar esa historia,
¿cómo hacerlo? ¿Hay algo para decir de semejante atrocidad? 650 soldados
argentinos murieron en esa guerra y otros 450 se suicidaron más tarde, solos,
tildados de locos. La guerra de Malvinas es aún, pese a las pensiones y
reivindicaciones de los últimos años, un agujero negro en la historia. Pensar
en su perversidad lleva al desquicio.
En “Hedor”, el primer relato de Herodes, Pablo
Bilsky de algún modo atenta la resolución de ese interrogante: ¿cómo narrar
la atrocidad?
La anécdota de ese relato inaugural y
capital es más o menos así: un periodista va a cubrir el descubrimiento de un
cadáver en un bosque de eucaliptos de Capitán Bermúdez. Es un hombre, pero está
vestido de mujer, lleva las prendas chillonas de una mujer y yace bajo los
árboles, el cuerpo está descomponiéndose y despide un olor que inunda el
bosque. El hombre es un ex combatiente de Malvinas, es un soldado que
sobrevivió a la guerra y yace allí con un vestido de mujer raído. Los vecinos le
dicen al periodista que no era un travesti, que sencillamente se disfrazaba de
mujer y se ponía un almohadón bajo la ropa para parecer embarazada. Como aquél
psicótico de Freud, que se decía “la novia de Dios”.
Pero el relato no es la anécdota,
sino un festín casi orgiástico de palabras e imágenes que reactualiza esa
guerra, esas batallas ahora recuperadas y ganadas gracias a unas municiones
hechas de lencería pobre y baratijas. Allí desfila la guerra por Rosario, por
el bosque de eucaliptos; desfila con todos sus protagonistas, desde el
intendente adepto a la última dictadura, Alberto Natale, al director de la UNR,
Humberto Riccomi, pasando por jefes militares y policiales, por los programas
de cine –encabezados por Olmedo y Porcel– y televisión –donde se emitía
Calabromas; hasta el Topo Gigio desfila en esas páginas. Una procesión que se
desprende como un vaho de una libreta de periodista que se humedece con la
bruma allá en Capitán Bermúdez. Pero no sólo Malvinas, los comandantes de las
guerras imperiales y coloniales británicas también flotan en esa bruma e
impregnan con sus nombres una escritura que, cuando parece volcarse hacia el
delirio muestra su verdadero nervio: la furia, una furia arrasadora como
aquella que leímos en LèonBloy cuando vomitaba su rabia sobre los ricos
parisinos que habían muerto quemados en el Bazar de la Caridad.
Con el tono de los ácratas y los
blasfemos, Bislky ensaya un relato de ese desquicio en un hallazgo tan macabro
como el plan de aquella contienda: el cadáver de un ex combatiente –el hecho es
real y fue cubierto por Bilsky mientras era periodista de un diario de Rosario.
El plan recuerda aquél de El corazón de las tinieblas,
en la que el capitán Marlowe descubre en un rincón del África profunda, en
medio de una orgía de sangre y desenfreno, que en la otra punta de esa
expedición había unas tiernas viejitas que tejían calcetines en la oficina de
la compañía naviera en Amsterdam.
Un plan que sólo la literatura puede
llevar a cabo, un plan que no acepta la comunicación –por eso su protagonista
es un periodista, no un comunicador; por eso lo que narra es algo que parece
desprenderse de una libreta empapada y escapa al hecho duro que tiene enfrente
y se disuelve en la bruma– y deja todo en ese magma de palabras con las que
descender al fondo más oscuro del gran agujero de la Historia.
Horacio Çaró y Pablo Bilsky presentan Herodes este miércoles a las 19.30 en Ricchieri 452.
Más de Bilsky en Apóstrofe.