El viernes 23 de diciembre pasado nos encontramos con las y los compañeros de Química de la promoción 1982 de la Escuela Nacional de Educación Técnica Nº 1, Gral. Ingeniero Manuel Nicolás Savio de San Nicolás –desde mediados del menemismo, con la reforma educativa, es ahora una escuela provincial con otro nombre– para celebrar un reencuentro a 40 años de nuestro egreso.
Abajo: Javier Albanessi, Enzo Sívori, Pablo Díaz y Carlos Torcello. Arriba: moi, Fabio Reyes, Gladys Gianini, Clarita Lamberti, Patricia Gómez, Fernando Cej.
Estaban Gladys Giannini, Patricia Gómez, Clarita Lamberti –quien en 1982 era novia del Tuerto Wirtz–, Javier Albanessi, Pablo Díaz, Rudy Svoboda.
En un momento, Pablo Díaz, quien hizo una carrera militar, alentó al grupo a expresarse sobre lo que significaba ese reencuentro. Trajo una palabra familiar en el Ejército: “camaradería”, así como en las películas de Howard Hawks suele hablarse de “camaradería masculina” para referirse a ese grupo heterogéneo de hombres que se asocian para vencer una amenaza a la comunidad. Remember Rio Bravo:
Bueno, la ronda giró de izquierda a derecha y cuando me tocó el turno me tentaba retomar, a propósito de “camaradería”, las cuatro formas del amor postuladas por C.S. Lewis: “«El amor empieza a ser un demonio desde el momento en que comienza a ser un dios». Este contrapunto –argüía Lewis– me parece a mí una indispensable salvaguarda; porque si no tenemos en cuenta esa verdad de que Dios es amor, esa verdad puede llegar a significar para nosotros lo contrario: todo amor es Dios.”
Pero elegí unas palabras estúpidas y ciertas a la vez.
Noté que, salvo un par de compañeros, el resto había hecho de ese don que nos entregó la ENET Nº1 (el título de Técnico Químico) una carrera que les permitía estar allí disfrutando de un “ágape” porque nuestro título mismo no es otra cosa que un “ágape” (caritas, es el nombre latino de ágape, que es a la vez una de las cuatro formas del amor).
En 1985 compré un disco que seguiría escuchando a lo largo de los años para recordarme un origen que en ese entonces desconocía: Scarecrow (“Espantapájaros”), de John Cougar Mellencamp. En el vinilo que aún conservo, en la tercera pista del lado A, hay un tema que se llama “Small Town”, dedicado a Seymour, Indiana, la ciudad natal de Mellencamp.
La letra dice: “Pero lo vi todo en una pequeña ciudad/ Tuve mi propio gran baile en una pequeña ciudad/… /No, no puedo olvidar de dónde provengo/No puedo olvidar la gente que me ama/ Sí, puedo ser yo mismo acá, en esta pequeña ciudad/ Y la gente me deja ser lo que quiero ser…” (But I've seen it all in a small town/ Had myself a ball in a small town/… /No, I cannot forget from where it is that I come from/ I cannot forget the people who love me/ Yeah, I can be myself here in this small town/ And people let me be just what I want to be).
Para 1981, 1982, cuando egresamos, de algún modo lo había visto todo en esa pequeña ciudad y en ese pequeño grupo en el que nos juntó la escuela pública: los misterios de la presencia en el mundo, que descifraba entonces junto con Rudy, Pablo y Javier; las mujeres que eran nuestras compañeras, de las que percibía una mayéutica ácida y también amable. El primer recital al que fui en el Círculo Italiano, donde tocaba Vox Dei o un concierto del Cabezón Gil en el viejo teatro del Colegio Don Bosco, al que me llevó Pablo Díaz, en el que escuché maravillado una versión de "Pato trabaja en una carnicería". Las películas en doble función del cine Gran Rex, los libros comprados en El Buen Libro, hasta la pasarela política del año 1983, cuando fui a un acto de Carlos Saúl en un prolífico baldío de calle De la Nación y avenida Moreno. Verlo todo significa haber accedido a conversaciones y experiencias que serían luego mis herramientas, no sólo sociales, también de conocimiento.
Ése 23 de diciembre una de las compañeras me pidió disculpas por una agresiva respuesta que me dio en el cine –40 años atrás, acaso poco más–, después de que viéramos una película de ciencia ficción que, a principios de los 80 –salvo por Alien y Blade Runner– sólo podía un manifiesto trasnochado de los 70, que seguro yo apreciaba por ese humanismo mal entendido de las lecturas de entonces. No recordaba el episodio y me pareció que en ese olvido también se deslizaba un tesoro de la palma de mi mano.
Este lunes de fines de enero, Clarita me envió tres fotos de una suerte de postal que le escribí un día de octubre de 1982, para su cumpleaños. My o my! No me atreví a leer éso que puse por escrito hace 40 años porque me horroriza lo mal que entendía entonces esa “materia” que es la escritura. Sólo alcancé a leer esta cacofonía: “ambiciones que apacigüen esa sed anhelante de felicidad” (para un Víktor Shklovski, la única virtud de ese amontonamiento de palabras sería convertir en extraño el término “felicidad”). ¡Suficiente! Imagino que el día que publique algo digno de ser leído ella podrá proceder a mi humillación publicando ese texto y declarando: “¡Sí, pero miren cómo escribía ya grandecito, a los 19 años!” Y no podré culparla por ello. Rescato de ese texto que leí como miraba películas de terror hasta los 20, cubriéndome los ojos para evitar las escenas escabrosas, esa sensación muy común de pensar un momento presente con la perspectiva de los años por venir.
El mismo lunes Pablo Díaz se hizo en Buenos Aires un transplante de válvula mitral, que recibe su nombre de la forma de la mitra, el sombrero ceremonial que usan los obispos. Lo de mitra fue adoptado en el mundo romano de una antigua divinidad persa que ese radiante cristianismo que salía de las catacumbas interpretó como la depositaria de la luz, la justicia y la alianza. No lo recordaría si no lo hubiese explorado nuevamente en el Tratado de historia de las religiones, de Mircea Eliade, cuando analicé la serie Raised by Wolves.Esta historia, la del reencuentro, es también una historia de luz, justicia y alianza. La historia de cómo la deriva política de mis padres me depositó en una ciudad que adopté como a la patria de las tribus salvajes europeas anteriores al Medioevo. De algún modo todo estaba allí, como quien vuelve a la casa paterna para desenterrar un tesoro, como en el cuento persa que dice Borges que sacó de Las mil y una noches:
«Cuentan los hombres dignos de fe (pero sólo Alá es omnisciente y poderoso y misericordioso y no duerme), que hubo en El Cairo un hombre poseedor de riquezas, pero tan magnánimo y liberal que todas las perdió menos la casa de su padre, y que se vio forzado a trabajar para ganarse el pan. Trabajó tanto que el sueño lo rindió una noche debajo de una higuera de su jardín y vio en el sueño un hombre empapado que se sacó de la boca una moneda de oro y le dijo: “Tu fortuna está en Persia, en Isfaján; vete a buscarla”. A la madrugada siguiente se despertó y emprendió el largo viaje y afrontó los peligros de los desiertos, de las naves, de los piratas, de los idólatras, de los ríos, de las fieras y de los hombres. Llegó al fin a Isfaján, pero en el recinto de esa ciudad lo sorprendió la noche y se tendió a dormir en el patio de una mezquita. Había, junto a la mezquita, una casa y por el decreto de Dios Todopoderoso, una pandilla de ladrones atravesó la mezquita y se metió en la casa, y las personas que dormían se despertaron con el estruendo de los ladrones y pidieron socorro. Los vecinos también gritaron, hasta que el capitán de los serenos de aquel distrito acudió con sus hombres y los bandoleros huyeron por la azotea. El capitán hizo registrar la mezquita y en ella dieron con el hombre de El Cairo, y le menudearon tales azotes con varas de bambú que estuvo cerca de la muerte. A los dos días recobró el sentido en la cárcel. El capitán lo mandó buscar y le dijo: “¿Quién eres y cuál es tu patria?” El otro declaró: “Soy de la ciudad famosa de El Cairo y mi nombre es Mohamed El Magrebí”. El capitán le preguntó: “¿Qué te trajo a Persia?” El otro optó por la verdad y le dijo: “Un hombre me ordenó en un sueño que viniera a Isfaján, porque ahí estaba mi fortuna. Ya estoy en Isfaján y veo que esa fortuna que prometió deben ser los azotes que tan generosamente me diste.” »Ante semejantes palabras, el capitán se rió hasta descubrir las muelas del juicio y acabó por decirle: “Hombre desatinado y crédulo, tres veces he soñado con una casa en la ciudad de El Cairo en cuyo fondo hay un jardín, y en el jardín un reloj de sol y después del reloj de sol una higuera y luego de la higuera una fuente, y bajo la fuente un tesoro. No he dado el menor crédito a esa mentira. Tú, sin embargo, engendro de una mula con un demonio, has ido errando de ciudad en ciudad, bajo la sola fe de tu sueño. Que no te vuelva a ver en Isfaján. Toma estas monedas y vete.” »El hombre las tomó y regresó a la patria. Debajo de la fuente de su jardín (que era la del sueño del capitán) desenterró el tesoro. Así Dios le dio bendición y lo recompensó y exaltó. Dios es el Generoso, el Oculto.»