Foto de Luciano Ominetti.
Otra vez, Lila Siegrist me invitó a escribir en el Anuario. Lo que no sabía, hasta que me enviara esta tarde un pdf de la reciente edición, es que volvería a estar entre las mejores "plumas" (en el sentido en el que John Wayne llama "Feathers" a Angie Dickinson en Rio Bravo) de la ciudad y el orbe. Cito en el orden en que me llega un listado de "autores": Patricio Pron, Jorge Sepúlveda, Ilze Petroni, Lucas Casatti, Irina Garbatsky, Gastón Miranda, Juan Bautista Ritvo, Javier I. Hernández, Pablo Makovsky, Luciano Ominetti, Diego Giordano, David Nahón, Bárbara Sandoz, Mauro Herlitzka, Ezequiel Alemian, El Pibe Efervescente, Cecilia Lenardón, Luis Vignoli, Virginia Giacossa, María Amalia García, Isabel Plante, Beatriz Vignoli, Andrea Ostera, Guillermo Fantoni, Laura Escobar, Fabián Muggeri, Ana Martínez Quijano, Paulina Scheitlin, Silvia Dolinko, Julia Expósito, Eugenia Langone, Walter Salcedo, Nancy Rojas, Laura Glusman, Aurelio García, Sebastián Villar Rojas, Gilda Di Crosta, Ulises Moset, Alejandro Gelfuso, Dardo Ceballos, Carolina Grimblat, Pablo Taverna, Silvina Dezorzi, Agustina Rodríguez Romero, Gabriela Siracusano, Cristina Rossi, Osvaldo Aguirre, Gabriela Muzzio, Pablo Franza, María Laura Carrascal, Maximiliano Rossini, Roberto Echen, Mauro Guzmán, Gabriela Gabelich, Inne Martino, Franco Ingrassia, Ana Wandzik, Maxi Masuelli, Max Cachimba, María Isabel Baldasarre, Rafael Cippolini, Elizabeth Martínez de Aguirre, Viviana Usubiaga, Tamara Stuby, Lucio Piccoli, Eduardo Stupía, Daniel García Helder, Lanas.
Anuario. Registro de acciones artísticas, Rosario 2011 se presenta el martes 17/4 a las 19 hs. en Darkhaus, Corrientes 267, Rosario. Y estará a la venta en Rosario: Oliva Libros, Buchin, Club Editorial Río Paraná, Bar El Realy el Puesto de la Editorial Municipal. En Buenos Aires: Arcadia Libros.
Mi texto:
Incluso hay dos o
tres cámaras de televisión. Es el último jueves de marzo y se inaugura en
Darkhaus su espacio de arte con una muestra de Benito
Laren, Berni to Laren, y Darkhaus es, con sus hermosos objetos de
decoración mezclados, camuflados a veces, con obras de arte contemporáneo y
vernáculo, el centro gravitacional de lo que llamaremos la estética burguesa
local: las cosas son lindas y hasta podemos sentarnos en ellas.
Pop porn
Y Benito Laren está
ahí, nuevamente, como alguna vez lo pensó un amigo que quería filmar con él
una suerte de manifiesto pornográfico, para facilitar cierto goce, o para
espejarlo, como si se tratara de un anfitrión, o un guía, nos muestra que en la
gran configuración de los deseos de la vida actual, el anhelo de almorzar con
Mirtha Legrand (sobre todo ahora, que ya nadie volverá a almorzar con Chiquita)
cabe en “Primeros
pasos”, el cuadro de Berni del 37, que en la “copia” de Laren protagoniza Marcela Römer, actual directora
del Museo Castagnino, en el
rol de la hija que baila la danza del ascenso social mientras un Laren-madre,
con el rostro fotocopiado, ensaya un rictus de “ya sabemos”. Por eso me causan
una discreta gracia las cámaras de la tevé, ese medio tan ubicuo y absurdo,
gran difusor de fantochadas y también el que nos ha enseñado que no hay verdad
que no pueda bastardearse.
Sí, la mera idea de
describir la operatoria kitsch de
Laren agota. Pero es que lo que podríamos convenir en llamar la estetización de
su vida no es tal: ni las fotos que lo muestran en un panel doméstico, ahí en
Darkhaus, en la secundaria que compartimos en San Nicolás, ni las de su llegada
a Nueva York, a la Gran Manzana, son imágenes o procedimientos del kitsch, sino del camp.
Me recuerda la
frase de Dexter,
el personaje de la serie que protagoniza el genial Michael C. Hall, cuando
lleva a los hijos de su novia a probarse disfraces para la Noche de Brujas: “En
Halloween todos pretenden que al disfrazarse se convierten en monstruos, toda
mi vida me he disfrazado para pretender que no lo soy”.
Pese a que en esta
muestra los objetos son feos (en el sentido de que no atraen la mirada, la mía
al menos: raquetas de tenis, ruedas de triciclos, que son las cosas con las que
Laren “coloniza”
–el concepto es de Cipollini– el ocio burgués y sus anhelos infantiles, del
mismo modo que “colonizó” a Berni), hay algo de lo monstruoso, de la
impostación casi absoluta de todas las formas, que hace pensar en el monstruo,
cuya meta es mostrarse (monstrare) o,
mejor, según la interpretación clásica, mostrarnos.
La muestra duró
todo abril. Quedé en volver, quedé en llamarlo a Benito y no hice ninguna de
las dos cosas. No sé cómo se verá esa muestra sin Laren de cuerpo presente, con
su traje blanco y su peluca, y dudo que haya mucho por saber al respecto. Un
amigo pintor –es decir, pintor en serio, que hace unas obras “anacrónicas” y
maravillosas, como le cabe al arte– me decía que Laren acaso se repite. Creo lo
mismo, pero agregaría, volviendo a la idea de aquél otro amigo que tenía ese
proyecto con Laren, que esas repeticiones son como las de la operatoria
pornográfica.
Telarañas
A la gran muestra
de artistas santafesinos Arte
de Santa Fe (del programa Argentina Pinta Bien) que ocupó el Museo
Castagnino desde abril llegué con mi hijo de cuatro años la mañana de mayo en
que la estaban desarmando. El niño estuvo de parabienes cuando una de las
chicas que desmontaba la obra “El clásico”, de Elisa Strada, le regaló unos
globos que componían esta incursión alegórica en el terreno del balompié. Mi
hijo me acompañó por las agitadas salas con dos globos color azul y amarillo y
me ofreció algunas interpretaciones sobre este mosaico de lo que ha hecho mi
generación, la anterior y las más recientes en materia de arte. Por ejemplo, al
llegar a la obra de Fabián Marcaccio “Paintant Grounder” (1997) dijo que se
parecía al Big Bang (de dónde sacó lo del Big Bang, lo ignoro): “Porque es un
planeta lleno de colores”, que es mucho más de lo que yo podría decir sobre el
asunto.
La muestra reunió a
unos 52 artistas de todos los rincones provinciales y de generaciones distintas
y, tal como enlistan las curadoras (Cecilia Fiel, Adriana Lauría y Florencia
Battiti) en el catálogo, requirió la visita a unos cuarenta talleres repartidos
entre Rosario, Reconquista, Santa Fe, Buenos Aires, etcétera.
Foto de Luciano Ominetti.
Y aquí un pequeño
escollo para alguien que no capta con facilidad estas cuestiones: es demasiado,
se mezclan las “producciones” (entre comillas porque algunas son eso,
producciones, mientras que otras cosas, pinturas, esculturas, fotos, etcétera,
son estadios de una obra) de un modo que, quiero entender, señala la amplia
constelación de las creaciones santafesinas y, asimismo, al ubicarlas en un
mismo espacio, las uniforma. Claro, no podría ser de otra forma.
Bueno, me digo,
mientras le sugiero al niño que haga de cuenta que está en una gran juguetería
(se puede imaginar el uso de todo eso, pero sólo podemos llevarnos los globos),
no entender o, mejor, dejar al espectador sin entender es una forma de plantear
un más allá propio del arte. Cecilia Fiel, por ejemplo, dice que lo de Gonzalo
Gatto (fotografías de una suerte de santoral criollo en cuyas estampitas los
personajes posan con cabezas de chancho, sábalos o corazones de vaca) construye
“una interpretación sarcástica de los santos en un contexto de puro consumo”. Ta,
no es eso, o no es sólo eso: ¿cuánto del subtexto litoraleño circula en esas
imágenes? Battiti es mucho más sutil, lo mismo que Lauría, pero la dirección es
esa: mostrar en esta obra (la de todos, no sólo la de Gatto) un panorama de qué
se ha hecho en la materia en el territorio provincial y también cómo eso que se
hizo actualiza, updates, esta escena
social y conceptual que es el arte contemporáneo. Recuerdo aquello del instant classic del rosarino Reinaldo
Laddaga junior (porque hay un R.L. padre, no sé si saben) Estética
de la emergencia: “El presente de las artes está definido por la
inquietante proliferación de un cierto tipo de proyectos”.
A mí me gusta Daniel García, Max Cachimba o
Aurelio García, entre muchos otros que
están presentes en la exposición. Llego hasta “Telaraña” (2011), de Luján Castellani, justo enfrente
de las flores tipo Made in China de
Román Vitali (2004, sin título), y quedo fascinado por esa cosa pop (por la
canción pop, antes que por el arte: algo que, hubiese jurado, vi en otra parte;
algo cuya novedad reside en hacernos creer que asistimos a una suerte de déjá vu) del montaje: con ganchos
metálicos Castellani armó una enorme red de tiras de papel fotográfico que,
según nos acercamos o alejamos, enseñan otra red, la de los rostros atrapados
en esas imágenes pequeñas. Me recuerda el póster de The Truman Show, sólo que este tiene tres dimensiones y, me temo,
una cuarta.
Vicente en el Castagnino. Fotos tomadas con el Samsung Galaxy.
Bien, pero
volviendo a García-Cachimba-García (tríada a la que agregaré de ahora en más a
Castellani): soy de la idea de que quien cita debe estar a la altura de la cita
o, mejor, como en el caso de Daniel García, debe convertir la cita en un
original (¿o alguien duda de que los cientos de pelotudos que invertimos
pequeñas fortunas familiares en el Pacman durante los 80 estábamos haciendo una
contribución a la serie de los fantasmitas de García?), lo demás oscila entre
la parodia y el proyecto (sin el adjetivo “inquietante” del amigo Laddaga). O Nicola Costantino y
su cita a Primeros pasos de Berni
(otra vez, pero muy distinto a Laren): “Nicola Costurera” (2008), una imagen
que, volviendo a aquello de Castellani, teje una telaraña de alusiones:
Costantino diseñadora de modas en el taller familiar, diseñadora de un arte
invertido, en el que el underwear
enseña el downthere (bah, prendas que
enseñan la desnudez más elemental), Costantino se sueña en el sueño soñado por Berni
que jugó a soñar el sueño del ascenso social… y así. Obras en las que el
artista no sólo nos muestra su “proyecto”, su pequeño sueño, su contraseña
tribal, sino que ha pensado en la mirada anacrónica, fuera de catálogo, y ha
puesto un particular esmero en cifrar para el espectador un sistema de alusiones
que, al señalar un lugar de pertenencia, de inmediato se expulsan de él para
ser nuestros anfitriones en el brutal terreno del arte.
En el otro extremo
están las “intervenciones” que rozan el cinismo, como el cartel “Me pregunto si
realmente estoy diciendo algo”, o las remakes
del graffiti quinceañero de Virginia Negri o, peor, las celebradas obras de
carpintería inútil de Dolores Zinny y Juan Maidagan: unos armatostes que
festejan la degradación de un oficio casi sagrado.
La experiencia del
artista, su identidad, el contexto: ese parece ser el lit motiv curatorial. Yo quisiera distinguir, a mi humilde entender
o no entender, la diferencia entre cierta obra y las meras piezas de
comunicación, por lo general metodológicas.
“Piezas de
comunicación”: piezas que comunican un estado de conceptualización del arte,
que enseñan su metodología al desplegar en su trama los usos de ciertas
herramientas y mano de obra calificada (desde el photoshop hasta el encargo en la carpintería). Por ejemplo, “Sin
título (ampelopsis)”, de Andrea
Ostera (2010: ampelopsis es
enredadera, basically), cuya
descripción reza “impresión sobre gelatina de plata”: es tan interesante lo que
vemos como el microrrelato de su proceso. Es decir, es tan intenso el título
como el subtexto: la metodología, que es precisamente lo que viene a enseñarnos
por qué niveles del metatexto de la producción artística contemporánea andamos.
A mí se me hace que ese subtexto, siempre presente y, muchas veces, presente en
lugar del título, viene a ocupar justamente el lugar del título, lo que
convertiría a varias de estas obras, según la ya conocida definición de Arturo
Schopenhauer en su El mundo como voluntad
y representación, en alegorías de su propia técnica. De ahí lo de piezas de
comunicación, que mi hijo entiende del mismo modo que cuando está en la
juguetería.
Las luces del under
La muerte de Sábato,
el escritor que quiso terminar sus días como un pintor “terrible” (cosa que a
su modo consiguió, según la crónica de José Tono Martínez) hizo que en esta
inauguración se repartieron libros. Así, un amigo se hizo de un ejemplar de
Ulyses Petit de Murat que le envidio.
Under Dance es una parte de todas las
fotos que Luis sacó en los boliches, discos y locales bailables alternativos de
la larga noche de los 90 en Rosario. Mi fantasía era encontrarme con algunos de
los funcionarios actuales en su juventud, todavía con pelo y con aquellos
tractorcitos Timberland en los pies. Pero no. No conozco ni los boliches.
Luis Vignoli ha
dicho que se empezó a fascinar con esa cultura under, bolichera, al tiempo que trabajaba para revistas sociales y
que las imágenes de esos lugares queda a partir de cierto momento fuera del
registro de ese trabajo, es decir: hay algo del trabajo y, a la vez, algo que
no es el trabajo y es, en sí, una tarea. Esa doble cara es la que enseñan las
fotos: es una muestra de fotos sociales que no es una muestra de fotos
sociales.
La gente que está
en la inauguración se busca en las fotografías. Y se encuentra, claro. Y hay
quienes alzan una criatura para que vea a mamá en una mesa, rodeada de chicas,
con dos galanes parados atrás, sosteniendo unas latas de cerveza con el viejo
diseño de Quilmes.
La gente también es
invitada a dejar comentarios escritos que luego se recopilarán y exhibirán en
el cierre de la muestra, a fines de mayo. Y los comentarios que me envía Luis
por correo electrónico son, en su mayoría, la ancestral y bíblica afición por
filiar a las personas: “¿Este no es el Fede? Y está con su novia de Buenos
Aires. Pero esa otra noche no estaba con ella, se fue con… Te acordás?” Y las chicas
lucen el ombligo al aire y, cuando la foto es más personal, cuando sólo hay dos
o una persona en el cuadro, no ríen, y adoptan un poco la mueca de aquellos
videoclips intrigantes de la época, cuando ya había terminado el barroco de los
80 y habíamos comprendido que la Era del Placer (el concepto es de Cordwainer
Smith) era cosa seria.
Alguien dejó
anotado: “…hay otras personas, protagonistas, factores… hay otra cosa por ahí…
es cultural, no es despreciable, al contrario, es valorable…”. Suena a que la
mirada retrospectiva, en ese lugar, precisamente, una biblioteca y un espacio
de arte, dieran pie para revisar el recuerdo de esas escenas.
Pero mis
declaraciones favoritas son “Tafeta, modal, lycra, raso… era lo que se usaba…
ahora hay como una vuelta a eso…” Y: “Los noventas me dan mucho miedo”, a lo
que alguien agregó la pregunta: “¿Por qué?” A mí me gustaría responder esa
pregunta, y pensar que en esa respuesta está también esta muestra de Luis
Vignoli.
Aquí, en estas
fotos, también está la hija de la costurera de Primeros pasos (Berni, 1937), o acaso la hija de la hija, que ya
ascendieron de clase, que va a la boite, a L’Inferno, a Garage, Station, El
Chacal; también aquí hay pasos de baile y madres que miran un más allá
encendido, rutilante bajo las luces de la pista. Me impresiona la cercanía,
pero también la lejanía, lo ajeno, como si asistiera a una intimidad hecha de
tiempo.
“El
objetivo del proyecto es pensar a aquellas imágenes como generadoras de
relatos. Ya sea por recuerdos de los mismos protagonistas, como así también
ficciones, imaginadas por quienes no estuvieron”, ponía Luis en la gacetilla de
apertura. Y no, no veo, no leo entre los textos recopilados al final, nada de
ficción, salvo esa declaración: “Los noventas me dan miedo”, que es de algún
modo una ficción (incluso aparte, como me hace notar Luis en un correo
electrónico, de que muchas de esas declaraciones, recogidas con un grabador y
transcriptas, tenían cierto tono irónico). Una ficción no porque lo que dice
sea ficticio, sino porque abre un interrogante sobre quien habla, al que
atribuimos cierta pertenencia a la escena de las fotos. Y ese que habla se
corre de la imagen, de lo que las imágenes muestran, y enseña otra orilla:
habla de un pasado y actualiza el presente de una identidad que está
suspendida.
Fotos de Luis Vignoli.