óleo del fuerte de buenos aires hacia 1536, antes de su arrasamiento
El anónimo viajero inglés que hacia 1827 publicó en Londres Cinco años en Buenos Aires (1820-1825) –reeditado en el Río de la Plata en 2002 por Taurus, en la colección “Nueva Dimensión Argentina” que dirigía el finado historiador Gregorio Weinberg– cuenta, como al pasar que el gobernador Martín Rodríguez y su ministro, Bernardino Rivadavia, habían tomado medidas para evitar las rencillas con cuchillos, cuyas hojas afiladas salían a relucir a la menor controversia. También, que en la plaza principal solía verse los cadáveres tendidos con un platito al lado donde se depositaban las monedas que donaban los transeúntes para el entierro. El inglés aclara: “Estos asesinatos se producen entre el populacho y suelen ser consecuencia de una disputa entre ebrios”. Y luego acota: “Los anales de crímenes de Buenos Aires están exentos de los refinados asesinatos de nuestra refinada Europa; y hasta, siento decirlo, de los de nuestra Inglaterra. No podemos citar nuestra patria como ejemplo al censurar los crímenes individuales de otros países”.
Género
La observación, proveniente de un inglés de paso en Buenos Aires –nunca se pudo precisar cuáles eran las ocupaciones del anónimo escritor que legó este libro para deleite de futuros historiadores– ofrece una excelente excusa para pensar y probar aquella relación en torno al género y la Historia y, sobre todo, al género y sus lectores, tal como lo planteara Borges en su muy frecuentada conferencia “El cuento policial”: un género es menos una forma de producir un texto que de leerlo. En otras palabras, los géneros nacen antes en la lectura de un acontecimiento que en su escritura (aunque se sabe que en Borges esto tiene casi un mismo significado: no hay diferencia entre escribir y leer).
En fin. Para que exista un género, entonces, es necesario, primero, que haya un lector capaz de leerlo. En 1820, pese a que una mirada retrospectiva –es decir, actual, ya empapada en las leyes del género– pudiera encontrar antecedentes de la literatura policial en las páginas bíblicas del profeta Daniel o el Quijote (es el caso de Rodolfo Walsh en “2.500 años de literatura policial”), Edgar Allan Poe no había dado a conocer aún sus Crímenes de la calle Morgue, ni su Carta robada, ni su artificioso y racional detective parisino; cosa que sucede recién unos veinte años más tarde. Por entonces (1820), las únicas tramas que se acercaban al esquema criminal que surgiría luego, eran las conspiraciones del poder que urdían los personajes de Shakespeare, de las que diera cuenta con su habitual maestría Thomas De Quincey en las páginas de Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes (1827-1829). Pero nada había, hay que insistir, que trajera a la escena literaria a esa persona que luego cobraría forma y se extendería a lo largo del siglo XX bajo la figura del criminal. Es que, como bien ha enseñado Michel Foucault en su Vigilar y castigar, el criminal es el primer sujeto moderno. Y los viajeros ingleses, como el ignoto autor de Cinco años, son los primeros contemporáneos de esa modernidad. En este caso, el libro del explorador –como señaló inédita y oportunamente el ensayista Juan Pablo Dabove– da cuenta de la relación crimen-modernidad, que puede percibirse de manera privilegiada en la zona de contacto entre esa modernidad en ciernes y la barbarie premoderna.
Por otra parte, el pasaje citado (“Estos asesinatos se producen entre el populacho y suelen ser consecuencia de una disputa entre ebrios”) pone en evidencia que nuestro viajero observa la escena porteña a través del filtro de su clase: no puede tampoco hablarse de crimen aún, porque los muertos son la chusma y las causas obedecen a los imprevisibles designios del alcohol; es decir, los muertos no son producto del crimen, no son algo que irrumpe en ese orden que va amoldándose en ese entonces al paradigma organizado, “científico”, positivo de lo social, sino algo que es parte del paisaje secundario de la escena urbana. Claro que este análisis le debe sus términos al capítulo “Knowable Comunities” (“Comunidades conocibles”, según la edición castellana) de El campo y la ciudad, de Raymond Williams (Paidós, Buenos Aires, 2001), en el que su autor analiza la relación de los personajes de Jane Austen y George Eliot con su comunidad campesina.
Selección social
“La comunidad conocible –dice Williams–: una sociedad selecta vista desde un punto de vista selecto. Los bajos niveles de pobreza, aquél índice del énfasis en la necesidad, ¿son una ironía o un consuelo? Porque cuando súbitamente aparecen los pobres, no lo hacen como personas sino como «un pauperismo fornido y que se reproduce abundantemente»: esa es la palabra, «reproducen», que George Eliot utiliza con tanta frecuencia cuando lo que está en cuestión son los pobres, como si se tratara de animales; en todo caso, no son hombres sino una condición, un «ismo»”.
De modo que, siguiendo a Williams, una comunidad conocible puede ser “socialmente selecta: lo que pierde en referencia social completa, lo gana en una eficaz unidad del lenguaje en todos sus usos principales.
Cuando el anónimo inglés acota: “Los anales de crímenes de Buenos Aires están exentos de los refinados asesinatos de nuestra refinada Europa”, puede percibirse ese punto en el que el lector se anticipa al género que su misma lectura está originando. Por una parte, su escritura es irónica: por “anales de crímenes” lo único que hace es confrontar la enajenación del territorio porteño de la Historia (primero, no hay anales, luego, no hay crímenes que irrumpan en el registro de la Historia).
Por otra parte, si el primer policial, el de Poe, es un producto del refinamiento, de la inteligencia, de la lógica que exige de una “clase” que perciba el artificio, es porque sus lectores son refinados y pertenecen a un mundo que no podría permitirse los arrebatos del alcohol y la bravía del cuchillo. En ese mundo, ajeno a las escaramuzas del “populacho”, un crimen –que, por cierto, ya no ostenta la trama conspirativa de las luchas del poder– es un artificio de la razón, un juego civilizado y exquisito que protagoniza la inteligencia. El viajero que recorrió el Buenos Aires de 1820 a 1825 observa pertinentemente –según su lógica– que no tuvo “noticias de ningún asesinato deliberado, ya fuera la víctima criollo o extranjero”. De modo que lejos estaba la sociedad porteña de entonces de generar un sujeto moderno –de acuerdo al concepto que forjó Foucault– capaz de una obra criminal digna de mención en los salones europeos. Cuando el autor de Cinco años nota esto, está a dos años de que De Quincey, en sus célebres artículos citados bromeara, en boca de un miembro de una hipotética sociedad de Conocedores del Asesinato, que se aproximaba la decadencia del “buen” arte del homicida: se empieza por un asesinato, se sigue por el robo y se acaba bebiendo en exceso y faltando a la buena educación. El alcohol, en este caso, como el robo, señalarían motivos para el crimen ajenos por completo a la lógica refinada, puramente cerebral, de un asesino civilizado.
Matar y progresar
“La composición de un buen asesinato –escribe De Quincey en su nota de 1827– exige algo más que un par de idiotas que matan o mueren, un cuchillo, una bolsa y un callejón oscuro”. En el mismo texto traza un breve decálogo del tipo de homicidio que puede ser desmenuzado en términos estéticos y cosecha la genealogía del asesinato a través de los clásicos latinos, griegos, franceses e ingleses. En el agregado que hiciera en 1854 para sus obras completas (Los golpes a la puerta en Macbeth), anota: “En el asesino –en un asesino por el cual puede interesarse un poeta– tiene que levantarse una gran tempestad de pasión –celos, ambición, venganza, odio– hasta crear dentro de él un infierno, y este es el infierno que debemos contemplar”.
A mediados del siglo XIX, cuando De Quincey afila su veta más irónica, las sociedades occidentales llevaban un buen tiempo desde que comenzaran las reformas que habían transformado los sistemas penales en torno al principio del poder político, que descartaba en la aplicación de las penas el acatamiento de otras leyes (naturales, religiosas, morales) que no fueran la “positiva”, es decir, la que representaba todo aquello que era útil a la sociedad. Entre los muchos intelectuales abocados a pensar estas transformaciones hay que señalar a Jeremy Bantham, cuya correspondencia con Rivadavia era frecuente y fecunda en los años en que el viajero inglés pasó por Buenos Aires. Williams, en el capítulo citado, observó que la comunidad conocible era aquella que trastocaba las relaciones sociales de la sociedad “conocida” en valores individuales-morales que los personajes (de las novelas de Eliot) medían con los hitos del pasado. No otra cosa es “el infierno que debemos contemplar”, según el párrafo de De Quincey.
Son los años en los que el criminal encuentra una nueva definición: es el enemigo social. La idea aparece expresada en Jean Jacob Rousseau, “quien afirma que el criminal es aquél que ha roto el pacto social” (Foucault). De allí sólo hay un paso para considerar al criminal como “el enemigo interno” y, luego, a pensar la penalidad en términos de “peligrosidad”. Pero, para que esto suceda, los individuos peligrosos deben haber abandonado su condición de paisaje y pasar a interpelar la selectiva mirada de su tiempo. Acaso es ese el momento fundacional de la literatura policial. Borges, con su discreta elegancia, lo nota como al descuido al señalar que con Poe nace la idea de la literatura (policial) como un hecho de la mente, no del espíritu. Es decir, un acto de la razón antes que de la inspiración. Del mismo modo, el crimen ya no será un arrebato inspirado en el alcohol, sino un deliberado atentado al orden social. Y, para decirlo con De Quincey, “cuanto más avancemos en nuestros descubrimientos, más pruebas encontraremos de un plan y una construcción que se sostiene a sí misma, allí donde los ojos descuidados sólo veían un accidente”.