En la foto, en la puerta de El Cairo: Elena, Vicente, ET, Mariela, Martina y Gabi.
Ayer fuimos a ver ET al cine El Cairo, al que ni mi hija ni mi hijo habían ido jamás. El ciclo de clásicos cercanos que propuso el cine para estas vaciones de invierno (La historia sin fin, Laberinto, entre otras), fue un éxito, de hecho, el sábado anterior nos quedamos sin entradas para ver Laberinto. En el hall, Fernanda Forcaia me informó que a esa función que nos perdimos acudió una mujer con su hija y su nieta, y que la mujer había estado en ese cine, con esa hija para el estreno del film veintipico de años atrás. ET a todo esto, cumple 30 años este 2012.
Cuando ET cumplió
20 años y se restrenó su versión remasterizada, Peter Bradshaw escribió
en The Guardian que el film era una
obra maestra y que volver a verla era asistir a “una clase magistral de la cultura
popular americana”. Escribía: “Sin ET no
habría Toy Stories, aunque las Toy Stories cargadas de alta tecnología
no pueden compararse con el suave ritmo de la acción en vivo narrada por
Spielberg. No habría Archivos
secretos X, pero el idealismo apasionado y la fe en el amor de
Spielberg hacen que los recortados y paranoicos archivos parezcan ridículos. Sin ET no habría Harry Potter, aunque ET no tenga ese aura de
autocelebración que hay en Harry. En
la extraña y hermosa historia de amor de ET
yace la génesis de la Generación X
de Douglas Coupland: esa gente del Oeste que crece en una sociedad secular, sin
afecto, que anhela sentir el éxtasis y busca el amor en las ruinas de la fe”.
El comentario de Bradshaw incluye la referencia a “la
imaginería cristiana” de Melissa
Mathison, la guionista: el corazón que refulge, como en The Day the Earth Stood Stillla muerte y la resurrección
(de hecho, el afiche de los dos dedos, el del extraterrestre y el del niño,
alude a “La creación de Adán”, de Miguel Ángel), los poderes curadores de la
criatura y, como lo dijo luego mi esposa, a la familia rota: el film podría
terminar con la muerte de ET, una forma de elaborar el duelo por el padre que
se fue a México con otra mujer.
Es cierto, todo ese mundo de las camionetas, las vans negras
con hombres anónimos que espían la intimidad de la vida suburbana que vimos en X-Files está en ET, y cuando estos hombres de los que
sólo vemos la simbólica imagen de las llaves colgando del cinturón, ingresan a
la casa donde se refugió el extraterrestre, su aparición, vestidos de hombres
espaciales es lo más extraño, lo más “extraterrestre” del film. Spielberg señaló
en 1982 lo que ya J.G.
Ballard había entendido sobre la ciencia ficción y los viajes al espacio: “El
planeta realmente extraño es la Tierra”.
Mi hija, con 6 años, fue al reestreno de los 20 años de ET, con su madre y sus abuelos. Quedó
fascinada, claro, y de viaje
en Disney, para sus 15, volvió con el muñeco de ET que Vicente tiene en la
foto, con el que fue a este otro reestreno, casi a 30 años del estreno
original.
Las mejores piezas de un cancionero son aquellas que nacen viejas, aunque se escuchen por primera vez, suenan conocidas. Letras y melodías familiares que celebran, en vínculo discreto, la más gloriosa experiencia del arte popular: la creencia en que, con un poco de esmero, cualquiera podría escribirlas. Publicado en Transatlántico 12, la revista del CCPE. Editado por Nora Avaro.(Entrada publicada originalmente el 2 de agosto de 2011.)
Ilustración de Lalo Cappelletti para Transatlántico.
Las canciones son la otra vida. No la que no vivimos, sino esa cuya experiencia es una radiación en la que llevamos. Digámoslo con las líneas de Leonard Cohen en “Democracy”: “La sensación de que no es exactamente real, o es real, pero no está exactamente ahí”. Porque las canciones descienden del cielo platónico, o de la Torre en la que “Hank Williams tose toda la noche cien pisos más arriba”.
Sí, empecemos con Cohen, porque Cohen es desde el 1° de junio último el premio Príncipe de Asturias de las Letras por su poesía pero también por su vasto cancionero (según Víctor García de la Concha, presidente del jurado, Cohen une “la vieja tradición” medieval de conectar “la poesía y el canto”). No hay que pasar por alto que Cohen adaptó y musicalizó el poema “Pequeño vals vienés”, de Federico García Lorca, que la hija de Cohen se llama Lorca en homenaje al poeta, que Ana Belén interpretó esa versión (traducida al español) pero que, sobre todo, el enorme Enrique Morente junto con Lagartija Nick grabaron el álbum Omega en 1996 dedicado por entero a las canciones de Cohen, traducidas al español. Y sigamos con él porque Cohen escribió “Torre de la canción”, que es nuestro manifiesto acerca de lo que son las canciones o, mejor, “la” canción, que es una, como la Idea.
Desde la torre
“Los amigos se fueron y el pelo se me puso gris. Me duele en los lugares donde solía jugar y estoy loco de amor, pero ya no entro en esa: sólo voy a pagar el alquiler diario en la Torre de la Canción (…) Así que podés clavarle tus agujitas de vudú a ese muñeco. Lo siento, pero no se me parece en nada. Mientras, yo permanezco junto a la ventana, donde la luz es más intensa. No van a dejar que te mate una mujer, no en la Torre de la Canción. (…) Te veo parada en la otra orilla. No entiendo cómo el río se hizo tan ancho. Te amé, nena, hace tanto tiempo. Los puentes que tendimos están incendiándose, y sin embargo siento tan cerca todo lo que perdimos”.
La canción, para decirlo de una vez, trata sobre el tiempo: el tiempo perdido, el pasado, pero, sobre todo, esa dimensión del tiempo enlazada al deseo que vuelve a las cosas cercanas en su lejanía (“Siento tan cerca todo lo que perdimos”). Ninguna operación de eso que convenimos en llamar arte cumple mejor esta tarea.
La vita nuova
“Vi una estrella fugaz en la noche —canta Bob Dylan en “Shooting star”— y pensé en mí. Pensé si yo era aún el mismo o si me había convertido en aquél que querías que fuera (…) Mañana será otro día. Creo que es demasiado tarde para decirte las cosas que necesitabas escuchar que te dijera”.
En el tiempo sopesamos cuánto hemos cambiado, nuestra mutabilidad. Sopesamos, para usar el magnífico concepto de Paul Tillich —teólogo luterano, sensible y atento a la poesía clásica—, la Caída, es decir: la melancolía por ese mundo ideal que miramos allá adelante pero con el rostro vuelto hacia atrás.
La Caída es la historia, el tiempo profano de las representaciones que aluden a la vida verdadera, esa “que toda espera destruye” (Claudio Magris). Tiempo de las pruebas, tiempo cronológico, a superar, y del que la canción nos ofrece un dibujo, nos ofrece las palabras de la vita nuova, las noticias de algo que ocurre por fuera del tiempo, noticias de algo a lo que aspiramos y de lo que la canción es vicaria. “El tiempo —dicen las estrofas de Paolo Conte en “Il quadrato e il cerchio”— es un círculo que termina donde empieza, aunque una fisura lo interrumpe, como cuando pienso y sostengo que mi silencio americano es un dialecto que hablé hace mucho y vuelvo a conversar. Así es como escribo”.
Ilustración de Lalo Cappelletti.
To be or not to be
El tiempo, en la canción, tiene entonces una dimensión ontológica: ser o no ser, quiénes fuimos, en qué nos transformamos, cómo llegamos a ser quienes somos. “Hoy que el tiempo ya pasó,/ hoy que ya pasó la vida,/ hoy que me río si pienso,/ hoy que olvidé aquellos días./ No sé por qué me despierto/ algunas noches vacías/ oyendo una voz que canta/ y que tal vez es la mía”. AlfredoZitarrosa se encontró con esos versos de Idea Vilariño, agregó el estribillo (“Quisiera morir, ahora, de amor…”) y les puso música. Lo curioso es que son las líneas más “zitarroseanas” de su cancionero: el mismo cantautor halló su voz y sus palabras “afuera”, en el poema de Vilariño, como si la canción creara entre la melodía y la letra su propia unidad diacrónica.
Las buenas canciones siempre nos parecen conocidas, aunque sea la primera vez que las escuchamos: nos hablan, nos mecen, nos saludan desde un lugar que conocemos. En una de las escenas del film CrazyHeart (Jeff Bridges ganó un Oscar hace dos años por la película) nuestro héroe Bad Blake (cantautor de música country, alcohólico, envejecido, lejano retrato de Kris Krsitofferson, Waylon Jennings o Willie Nelson) está tumbado en la cama y le pregunta a Jean, su novia (Maggie Gyllenhaal), si reconoce la canción que está rasgando en la guitarra, que es nueva. “No recuerdo —dice ella— de quién es”. Y Blake: “Así sucede con las buenas. Uno está seguro de haberla escuchado antes”.
Melodía
Y aquí es necesario detenerse en una obviedad: la canción es ante todo una melodía; una melodía que ya escuchamos, como si toda canción fuera cita de cita: una “música en la música donde está todo y nada”, como canta Paolo Conte en “Elisir”. Así, en la melodía en que una canción se hace particular suena también la melodía de la lengua. Porque es sabido que una canción canta la experiencia de la lengua en un lugar particular del orbe. No interesan en este recorte esas canciones “internacionales” cuyas palabras son a la larga la contraseña de un subgénero: humedecer la sensibilidad de una masa predispuesta por la radio o la televisión. Por supuesto, no deja de ser un artificio atribuir a Zitarrosa una voz oriental, o a Yupanqui un ancestral tono pampeano; a Lou Reed, la respiración del habla neoyorkina; a Conte, el italiano portuario; a Willie Nelson, el sonido nasal del vasto interior sureño estadounidense y el eco de Hank Williams, y así. La melodía se apega al fin y al cabo a la de la lengua. Es el habla misma la que canta en la canción. Como el octosílabo es frecuente en el Río de la Plata encontramos natural que la milonga sea una forma fundamental de la canción. Por eso también las mejores canciones recogen las figuras de algunos géneros tradicionales.
“Escribir una canción simple está muy lejos de ser simple —le decía el productor Mitch Miller, una celebridad de la Columbia en los 50-60, al periodista Henry Kane en Howto write a song, New York, 1962—. Las más grandes canciones populares de todos los tiempos, los estándares, son siempre el tipo de canción que quien la escucha, al silbarla, cantarla o bailarla, piensa que acaso podría haberla escrito él mismo si se hubiese esmerado”.
Cohen dijo que las mejores canciones son las que soportan los tratamientos más rudimentarios. ¿Qué más rudimentario que el habla cotidiana? De ahí también que una buena canción es a su modo discreta, humilde, consciente, digamos, de la larga cadena que la produjo y reproduce. Las buenas canciones nacen viejas.
Honestidad
En The Thing Called Love (Esa cosa llamada amor, PeterBogdanovich, 1993), acaso una de las películas más autoconscientes sobre la canción country —y Bogdanovich, discípulo directo de Orson Welles, es autor de una enorme obra autoconsciente—, Lucy (K. T. Oslin) dueña del célebre BluebirdCafé de Nashville, trata de explicarle a Miranda Presley (Samantha Mathis) por qué su actuación no fue seleccionada entre las que debutarán el sábado siguiente en el íntimo escenario del bar. Lucy le muestra entonces un transparente en la pared en el que hay clavados con chinches muchos manuscritos de canciones que se ejecutaron en el Bluebird: “Todas estas son grandes canciones, aunque muchas nunca fueron hits —dice—; algunas se escribieron en cinco minutos, otras llevaron años. Lo que intenta la música country es ser honesta consigo misma: cuando es triste declara su tristeza”. De algún modo es lo que pasa con cualquier canción: con elipsis y lagunas, todas entran en el juego de la honestidad.
La canción es el arte más popular —en un sentido que quizás la irrupción de los medios masivos desfigura— y acaso el más certero. Sin renunciar a su trabajo con la lengua —y es un trabajo tan fino y eficaz que muchas épocas hallaron sus giros y modismos en las líneas de una canción—, el letrista sabe que ese trabajo debe ser escondido para hacer que la canción se transforme en un testimonio no de sí, sino de quien la escucha. Porque, sumémoslo a la lista que abrimos con aquél asunto de la Caída: la canción es la operación profana de la plegaria.
Memoria involuntaria
“Hay alguien que deseo dejar en el olvido, ¿no querrías venir y olvidar conmigo?”: son las líneas del estribillo de “It’s all right with me”, uno de los magníficos temas que Cole Porter escribió para la obra Can-Can en 1953 (hay célebres versiones de Ella Fitzgerald y Frank Sinatra que borraron la original de Peter Cookson). La canción viene a urdir en la trama existencial de su público la relación entre recuerdo y olvido que Marcel Proust llamó mémoire involontaire: la canción como máquina del recuerdo y el olvido es también el procedimiento mediante al cual nos inventamos una vida: “Y al cruzar la calle vacía —así dice “Sunday Morning Coming’ Down”, de Kris Kristofferson, sublime pieza cuyo par entre las creaciones del siglo podría ser Laleyenda del santo bebedor— me llegó el aroma dominguero de alguien que fritaba un pollo. Eso me devolvió algo que acaso he perdido en algún lugar del camino”.
La canción es también la escritura del público, el modo en que los otros colaboran con el recuerdo personal, el modo en que la memoria emotiva particular deviene una tradición. Porque Marguerite Duras ya nos dijo en Escribir: “No es mi memoria la que escribe sino los agujeros, mis olvidos”.
Poesía
La canción es también un molde: da forma a una experiencia, es la experiencia de quien la escucha. Como el trabajo del letrista con la lengua debe esconderse para hacer efectiva esa experiencia, esa vivencia ajena a la que se encomienda la canción, los cruces con la poesía —la poesía contemporánea— no son muy felices.
Entre las entrevistas que nos legó Henry Kane en su encantador librito, Noël Coward responde a la pregunta de si un gran letrista es en esencia un poeta. “Tal vez —dice Coward—. Pero si se pierde en la poesía oscura, está de veras perdido (…) Creo que a menos que se capture una frase con la música necesaria para esparcirse y atrapar al oyente se habrá fallado. No me importa cuán buenas son las letras, cuán hermosas: no importarán y no atraparán sin la clase de sonido justo que las acompañe”.
“Estoy trabajando —canta Paolo Conte en “Gong-Oh”, acaso su ars poetica de la canción—, es tarde, y en eso llegás. Conversamos, ¿cómo hago? ¿Me lo vas a decir? Hubo una vez un bello lenguaje que supe hablar, ¿te importaría recordármelo?” El Gong-Oh de la canción no significa nada preciso pero suena, dice la misma letra, a “Harlem Congo”; trae, en ese jazz italiano de los 40 que hace Conte, “el fantasma de Chick Webb”. Gong-Oh es el espíritu de la canción: el autor repite aquí su figura predilecta, la de una lengua añorada que lo encanta y parece anterior a Babel.
La canción, como plegaria, como operación de la experiencia y el sentido, halla en la palabra un rellano, la vuelve mensajera de su propia melodía.
Originales de las citas:
“Elisir”, Paolo Conte: “Canto tutto e niente,/ Una musica senza musica…/ Dove tutto è niente/ Come musica nella música/ Huhm, Huhm, Huhm…”
“Democracy”, Leonard Cohen: “It's coming through a hole in the air,/ from those nights in Tiananmen Square./ It's coming from the feel/ that this ain't exactly real,/ or it's real, but it ain't exactly there./ From the wars against disorder,/ from the sirens night and day,/ from the fires of the homeless,/ from the ashes of the gay:/ Democracy is coming to the U.S.A.”
“Tower of song”, L. Cohen: “Well my friends are gone and my hair is grey/ I ache in the places where I used to play/ And I'm crazy for love but I'm not coming on/ I'm just paying my rent every day/ Oh in the Tower of Song/ I said to Hank Williams: how lonely does it get?/ Hank Williams hasn't answered yet/ But I hear him coughing all night long/ A hundred floors above me/ In the Tower of Song (…) So you can stick your little pins in that voodoo doll/ I'm very sorry, baby, doesn't look like me at all/ I'm standing by the window where the light is strong / Ah they don't let a woman kill you/ Not in the Tower of Song (…) I see you standing on the other side/ I don't know how the river got so wide/ I loved you baby, way back when/ And all the bridges are burning that we might have crossed/ But I feel so close to everything that we lost/ We'll never have to lose it again”.
“Shooting star”, Bob Dylan: “Seen a shooting star tonight/ And I thought of me/ If I was still the same/ If I ever became what you wanted me to be/ Did I miss the mark or overstep the line/ That only you could see?/ Seen a shooting star tonight/ And I thought of me (…) Tomorrow will be/ Another day/ Guess it’s too late to say the things to you/ That you needed to hear me say/ Seen a shooting star tonight/ Slip away.”
“Il quadrato e il cerchio”, Paolo Conte: “Il tempo è un cerchio che finisce/ la dove comincia.../ neanche una fessura lo interrompe come/ quando penso io./ Dico del mio silenzio indiano/ un dialetto di lontani specchi/ e nuvole parlanti, è così/ che scrivo io...”
“It’s all right with me”, Cole Porter: “You can’t know how happy I am that we met/ I’m strangely attracted to you/ There’s someone I’m trying so hard to forget/ Don’t you want to forget someone, too?”
“Sunday morning coming down”, Kris Kristofferson: “Then I crossed the empty street and caught the Sunday smell/ of someone frying chicken/ And it took me back to something that I had lost somehow,/ somewhere along the way.”
“Gong-Oh”, Paolo Conte: “Sto lavorando, è tardi e adesso arrivi tu,/ conversiamo…come faccio? Vuoi tu dirmelo?/ C’era una volta un bel linguaggio che mai più/ ho parlato, non ti spiace ricordarmelo?…”
Las canciones mencionadas (y otras) pueden escucharse en Grooveshark.com en la playlist "Tower of Song".
Esta tarde debuté como columnista en Más tarde que nunca, programa que escucho y disfruto desde hace años, en el 103.3 (Radio Universidad), en un micro que versará, sí, sobre series, e irá los martes alrededor de las 18, cada 15 días. Su nombre no está definido aún, pero algo como V.O.S. (uve, o, ese: versión original con subtítulos) estaría bien. Al final, Federico Fritschi me hizo una foto con su IPad que reproduzco acá. Yo, chocho.
James
Eagan Holmes era un
muchacho prolijo, debidamente blanco, con un título en neurociencia de la
Universidad de California que estudiaba en la Facultad de Medicina de Colorado,
donde la matrícula
anual, para los no residentes en el estado, es de unos 85 mil
dólares, además de los cerca de 25 mil que cuesta el alquiler de un
departamento en Auroria, el barrio cercano a la universidad y los hospitales de
ese suburbio de Denver. Por qué el joven de mirada clara ingresó a
un cine de un
barrio de clase media vestido como el villano del último film de Christopher
Nolan sobre Batman, con una armadura, una máscara y un rifle automático de
guerra y se cargó con 12 muertos y más de 50 heridos es la gran pregunta (que
tampoco vamos a responder acá)
Batman, el caballero oscuro asciende (título con el que se conocerá en
Argentina The Dark Knight Rises) generó
una intensa controversia preelectoral en Estados Unidos que lideró, algunas
veces, el comentarista ultraconservador Rush Limbaugh, quien
vio en el villano y en el film en general un ataque a las aspiraciones del
candidato republicano Mitt Romney, rival de Barack Obama a quien la derecha
acusa de querer introducir
la lucha de clases en los Estados Unidos (cosa que para cualquier lector más o
menos instruido suena ridículo, pero vale aclarar que el concepto, en los
ultraconservadores, quiere decir algo así como: “Obama es el diablo rojo que
trae el comunismo”).
El archivillano Bane luce en el film
estrenado en Aurora, Colorado, el viernes pasado, donde se desencadenó la
masacre, una máscara de gas y un atuendo similar al que usó Holmes para
perpetrar la masacre. Para Limbaugh, Bane suena como Bain Capital, la firma de
capital privado fundada por el millonario Mitt Romney y de allí los ataques al film
como a muchas otras producciones de Hollywood y la televisión que de un modo u otro manifiestan su
contrariedad con las políticas de derecha.
Según las cadenas de tuits (de la red
Twitter) y comentarios en otras redes, Holmes podría haber actuado bajo la
influencia de estas ideas republicanas que resulta tradicionalmente más
efectivo llevar adelante con un rifle de asalto en la mano.
De hecho, el estreno iba a ser un
“happening”, nos cuenta desde Boulder, Colorado, el otro suburbio
universitario, nuestro amigo el profesor argentino residente allí Juan
Pablo Dabove, quien ha estudiado exhaustivamente el bandolerismo en
la literatura de América y el mundo y señala, apropósito, que lo que antes se
conocía como el bandolero es lo que hoy se denomina un terrorista. La gente
acudía a ver la película disfrazada como los personajes de la película, lo que
facilitó que Holmes ingresara con su rifle, una bomba de gas lacrimógeno y
pistolas ocultas entre su atuendo, que incluía capa, chaleco antibalas y
máscara de gas. Pero la celebración, el happening que remedaba la violencia
ficticia se volvió real de un modo siniestro, como si eso que el film venía a
decir de modo simbólico se borrara con la acción violenta.
La noche siguiente a la que
habláramos con Juan Pablo por Skype, leemos en el blog La Biblia de los pobres
estos esclarecedores
puntos sobre Targets,
el primer film de Peter Bogdanovich, en el que también hay un cine (un
autocine) y un tirador: «El otro relato es, más bien, un epílogo amargo a la
meta-película: el perfecto joven norteamericano recién vuelto de Vietnam con
demasiadas armas y ganas de matar. Lo hará. Comienza disparando a latas con su
padre; pasa a elegir víctimas desde lugares altos para su práctica de
francotirador. El devenir es tan simbólico como real: primero mata a su
familia, después dispara a los espectadores de un autocine desde detrás de la
pantalla. Ahí donde está siendo proyectado Karloff –en The Terror, Roger Corman, 1963– se oculta el arma destructora.
«Es una observación y una
advertencia: la fuente del placer puede ser también la muerte. El cine norteamericano
de los ´70 sería claro en ese aspecto. La guerra, las armas, la ciudad como
campo de batalla, la paranoia, el deseo de escapar concretando fantasías de
exterminio. Cuando Karloff enfrenta al asesino, el joven dispara al real y a la
pantalla, sin saber cuál es cuál. El viejo caballero lo muele a cachetazos, y a
eso queda reducido el terror: a un chico asustado que ha llevado su juego
demasiado lejos, de donde ni él mismo puede ya regresar.»
Tras la masacre en Denver, el viernes
pasado, quedaron prohibidos los disfraces y el ingreso a los cines y otros
lugares de entretenimiento son custodiados por la policía lo mismo que los
aeropuertos ante la amenaza terrorista. “¿Por qué James Holmes es considerado
un loquito y no un terrorista?”, pregunta Dabove, quien ya tiene la respuesta:
“Porque es blanco”. Y ser blanco no es un dato menor. Un rápido paseo por el
sitio de la NRA (National Rifle Asociation), la organización que defiende la tenencia de
cualquier tipo y cantidad de armas de guerra en el país que más armas tiene en
el orbe, nos muestra a sus orgullosos miembrosdetrás de unas respetables carabinas
que apenas ensombrecen su piel clara y sus prolijos cortes de pelo. Ser blanco
es ser un administrador del terror, y el verdadero terror, el
horror, comienza cuando se agotan todas las representaciones.
«La falacia del crecimiento, la distribución y el consumo, uno de los principales pilares de esa engañosa construcción, consiste en hacer creer que las mejoras de los ingresos de los sectores asalariados son el indicador más relevante para decidir el valor ideológico de una política económica. Sin embargo, en ausencia de una política fiscal y crediticia adecuada -y aún más en escenarios de alta inflación-, la mejora de ingresos de los asalariados es fundamentalmente -como señaló Eduardo Levy Yeyati- una transferencia de renta a los productores de bienes y servicios, y su efecto más destacable es la contribución que hace para incrementar la concentración de la riqueza. La ausencia de políticas públicas progresistas impidió que la población convirtiera los mejores ingresos en ahorros, es decir en riqueza, condenándola a consumir los excedentes generados con su trabajo, sin posibilidad de capitalizarlos. Así, los autos, las motos y los televisores fueron en estos años los símbolos emblemáticos de una sociedad cuyo consumo producía, por una parte, votos para el Gobierno y, por otra, ingresos extraordinarios para sectores empresariales muchas veces prebendarios, cuando no directamente predatorios.»
Decir que la
tercera temporada de Wallander
es mejor que las dos anteriores sólo quiere afirmar la fascinación por el
trabajo del equipo que conduce el guionista Peter Harness sobre los
originales de las novelas de Henning Mankell.
La BBC británica
comenzó a emitir la Wallander en
noviembre de 2008. El primer episodio de la tercera temporada se emitió el 8 de
julio pasado. La serie consiste en nueve episodios en total (tres por
temporada) de hora y media de televisión cada una. Cada uno de estos films está
rodado en Suecia, en la que los bellos paisajes de mitad de verano esconden
muertes bestiales y personajes cuya monstruosidad señalan la rajadura de la
utopía social sueca (no los decimos nosotros, sino el mismo Wallander,
protagonizado por un inmejorable Kenneth Branagh).
En cada episodio
el inspector Wallander se enfrenta a un caso, mientras tanto, su vida se
desmorona: pierde su relación con su hija, es incapaz de sostener una pareja,
se duerme en el sillón tras vaciar una botella de vino (también esa nostalgia
–“Nostalgia” es la canción que canta Emily Barker en los
títulos iniciales– señala el derrumbe de aquella utopía). Seguimos, como
espectadores, todo ese proceso.
Si en las dos
primeras temporadas el genio de Harness –quien vivió largos años en Malmö,
Suecia– nos había enseñado cómo llegaba a Ystad –la ciudad de Wallander– un
mal impreciso, a veces foráneo, a veces hecho de viejos hábitos que el orden
social y el Estado de bienestar no habían podido domesticar; en esta tercera
temporada, que se desarrolla en el inicio del otoño, si hay un “tema”, acaso es Europa. La Europa
soltada de la mano de cierta prosperidad y arrojada al vacío de su antigüedad y
sus bosques solitarios. La naturaleza desangelada de Europa tal como la vemos en Let the right one in. En The Dogs of
Riga, el segundo episodio, la puesta en escena es bastante clara al
respecto: mientras las imágenes de Ystad, o de Suecia (Wallander se fue a vivir
a una casa rural, frente al mar) enseñan un paisaje natural: la vasta y
arrugada superficie marina, el viento hace olas sobre los pastos, donde
florecen unas minúsculas flores rojas; la misma casa de Wallander se yergue
como un resto entre la naturaleza y la historia. Mientras que en Riga, la
capital letona, en el centro de los países balcánicos, todo es historia, una
historia reciente, hecha de una precariedad que contrasta con las viejas casas
del paisaje urbano: los traficantes apostados en los umbrales del siglo XVIII,
los callejones que conducen al pasado comunista y al otro, el de la Europa central.
Sí, ¿qué mal
parece asolar a Suecia, a Ystad, que el inspector Wallander tiene que salir a
enfrentarlo? El mal de un continente que lentamente se desintegra: una joven
prostituta polaca que aparece muerta en la playa, dos mafiosos rusos que flotan
a la deriva en un bote cargado de cocaína, en el mar. El mar se parece, en Wallander, al mar de los japoneses en
los 50: de allí emergen los monstruos. Suecia o, mejor –ya que no conocemos
Suecia sino a través de esto que nos dice Wallander–, ese país del que el
inspector se exilia cada noche con una botella de vino, es también una isla. Nuestro
héroe recibe allí a los náufragos, quienes suelen estar muertos, pero no
importa, Wallander sabe hacerlos hablar.
Por supuesto que
no hay canal de televisión que emita la serie en Argentina, pero está en internet.
Leo encantado La contraseña de los solitarios, de Alberto Giordano, quien repasa, en la página 128, los diarios de Virginia Woolf y sus lecturas. Cita: "La vida es, dicho con sobriedad y precisión, lo más extraño; contiene en sí la esencia de la realidad". Y anota: «Lo que Woolf llama "realidad" es siempre el correlato de una experiencia incomunicable, la manifestación de una certidumbre vacía de sentido, una evidencia repentina que se hurta, soberana, a los poderes de la nominación. Es "eso" que aparece en el intervalo entre-momentos cuando no aparece nada, cuando todo se hunde en su imagen. La vida, una vida, como proceso impersonal y extraño, como experiencia aterradora y excitante de los límites de la subjetividad: la irrupción del afuera en el corazón de lo íntimo.» Me digo que en esos términos (vida como proceso impersonal y extraño e irrupción del afuera en la intimidad –sí, ya sé, el carozo de la escritura–) debe leerse Loser, la novela de Robertita. Sobre todo porque hay ahí, mucho más que en otros intentos escriturarios que cruzan el blog y los intercambios propios de internet, una suerte de amalgama entre la escritura del diario y la del blog (de hecho, Losernació como blog y puede "leerse", pueden hallarse el mismo estilo en Treintañera). Loser es escritura de blog, entre otras cosas, porque Robertita es un apodo y eso trastorna aquella relación autor-narrador. El anonimato trae otro interrogante: ¿quién es ese que finjo ser? O: ¿quién es ese que soy falsificándome? Si ese que se exterioriza es mi falsificación, ¿quién se esconde? ¿En qué interior, en qué intimidad habita ese que, no siendo, me muestra? La respuesta parece llegar de la mano de Robertita en la página 157: "Prendo la computadora porque no tengo mundo interior".
Sigo a Ivana Romero en
su blog, donde suele publicar sus artículos de Tiempo.
Ahí escribió hace un mes una columna, luego de visitar el museo macro de
Rosario. Pone: «Su curador, Ernesto Ballesteros, escribió: “A veces, mirando
una obra de arte, uno puede percibir el riesgo que supuso su despliegue”. Allí
se expone la foto de un culo abierto con la leyenda “mi hemorroides cumple
siete años”. Ese trabajo fue hecho hace, al menos, unos ocho años atrás, cuando
hablar de uno mismo (eso que se llamó “giro autobiográfico”) era novedoso. Ya
no lo es. Mostrar el culo tampoco es una gran hazaña: hasta Violencia Rivas lo
hace. Y en todo caso, Charly García ya había hecho escuela mostrando el suyo a
comienzos de los ochenta mientras decía en la revista Acción “durante la
dictadura, el enemigo estaba claro; ahora el enemigo es el aburrimiento”. Ya no
nos asustamos ante eso que forma parte del paisaje cotidiano de cualquier
pantalla. Quizás porque demasiado culo despolitizado, que se muestra por
mostrar, no erotiza ni interpela. Atrás vendrá algún entendido a explicar que
en ese agujero monstruoso que se exhibe en un museo, hay una denuncia, una
herida que supura para evidenciar las lacras del capitalismo, la regresión que
padece una sociedad que se cree sofisticada. Sin embargo, el gesto visceral
necesario para diferenciar una obra de una foto cualquiera, no aparece por
ningún lado.
«Salí del lugar pensado que un tipo, por más artista que se
considere (o justamente por eso), no tiene derecho a jorobarte y me metí en una
librería. Ahí encontré un ejemplar de Mi vida, la autobiografía de Marc
Chagall. Leí cómo Chagall se desesperaba ante el llanto de su hija recién
nacida. Paradójicamente, el aire fresco no vino de un artista que se proclama
contemporáneo sino de uno del siglo pasado. Quizás porque el arte realmente
conmovedor no tiene épocas sino convicciones y puede ser irreverente en base a
inteligencia más que a efectismos. Un artista capaz de confesar su rechazo por
su hijo recién nacido es mucho más revulsivo y riesgoso que un culo con
hinchazón. Porque, quién más quién menos, todos debimos recurrir alguna vez a
una crema calmante. Pero pocos admitimos lo monstruoso que nos habita, que nos
acecha mientras de la piel hacia fuera parecemos tan normales, tan proclives a
no arriesgar nada aunque proclamemos lo contrario.»
Nunca estuvo en mis planes entrevistarlo, pero el mediodía recibí un correo
de Carina que
decía que por una cuestión de horarios no podría hacerlo ella y que
si yo me encargaba. Al llegar a la redacción,
antes de que me acomodara, la señorita Virginia, de Press Group, ya estaba
llamando, neurasténica, porque hacía más de 7 u 8 minutos que nuestro
entrevistado estaba esperando la llamada. El hombre en cuestión se llama Patricio Peker y acababa de
enterarme de su existencia. Es conocido en el ámbito del márketing y las ventas en muchos
países de América latina y España, incluso en Buenos Aires, pero pese a residir
en Funes, Santa Fe, y dedicarse al negocio desde hace más de una década, suprimer taller intensivo en Rosario de
influencia personal aplicado a ventas lo dictó el jueves pasado. Y, como no
podía ser de otra forma, la convocatoria había sido “un éxito”, como me dijo al teléfono. Bien.
Hablemos del señor Peker, ya que el señor Peker no puede sino hablar del éxito,
de alcanzar metas, llenar salones, conseguir ingresos y colmar sueños que
puedan contabilizarse.
Tengo la humilde, mejor, la paupérrima teoría de que
la Argentina fue hasta no hace mucho un país poco fecundo para discursos como
el del señor Peker: demasiado sindicalismo, demasiado Estado de Bienestar
corrieron en la historia para pensar al ciudadano como consumidor. Incluso
la memoria más o menos cultural de su sociedad (lo que sea que eso signifique)
rechaza la idea del consumidor: en mi generación y en un par de las
posteriores, la idea del consumo es vivida o bien con culpa o bien con cinismo,
lo que asocia de inmediato el consumo al Mal. Hizo falta mucho libro de
autoayuda, muchos Bucay, Coelho, Cavallo y fritanga progre al estilo Galeano
cruzado con Hanglin para que las técnicas de un Peker tuvieran aceptación entre
las generaciones que creen que la carrera laboral de un padre de familia
argentino puede comenzar en un McDonalds, continuar en Frávega y terminar en la
audiencia de A fondo.
Pero Peker, al menos en la conversación que tuvimos
por teléfono, es un converso: parece uno de esos locutores tomados por lo
positivo de la comunicación, alguien capaz de sostener que el lenguaje es su "herramienta": si algo se interpone entre su audiencia y
un objetivo, él irá hasta ahí con palabras y conceptos de sentido común para salvar el escollo.
Va a dar un “Taller de influencia personal que incluye
técnicas de influencia y persuasión aplicadas a ventas, para poder vender,
convencer y poner en acción a las personas. Los ejemplos de numerosas
aplicaciones en distintas industrias para la venta de productos y servicios,
proveen a los participantes de ideas fuertes y de aplicación rápida en el día a
día de su trabajo, y también en su propia vida personal”.
“Este taller —me dice Peker por teléfono— está
destinado a comerciantes, empresarios, negociadores, cobradores, vendedores,
personas emprendedoras que tienen que negociar con un proveedor o con clientes,
o cualquiera que necesite potenciar su poder de influencia, desde un gerente a
un docente; o un padre de familia, con la idea de que no está mal que el padre
influencie a su hijo cuando quiere que su hijo comparta su punto de vista. También
para alguien que necesite ser tenido más en cuenta en cualquier ámbito, por
ejemplo el familiar”.
La declaración me recuerda de inmediato a Marroné, el personaje de La aventura de los bustos de Eva, la novela de Carlos Gamerro. Incluso le pregunto al señor Peker si leyó ese libro. "No", me dice y pregunta quién es Gamerro, qué ha escrito, dándome a entender que de inmediato lo ha ubicado entre los apóstoles del éxito. Ya antes, cuando comenzó a describirme lo que hace –porque ¿qué hace Peker: enseña a vender, a comportarse de modo influyente, programa personas, qué es específicamente lo que hace?– le pregunté si su trabajo se parecía al de los vendedores de publicidad de la serie Mad Men. "¿Cuál?, no, ¿qué es?", me preguntó. Pienso, mientras me recita sus fórmulas sobre el precio como referencia de valor o algo así, que este tipo vive en su burbuja de autoafirmación, donde nada puede perturbar ese "carácter afirmativo" de la comunicación, de sus técnicas de comunicación. Peker me dice que comenzó a estudiar abogacía en
Rosario, carrera que no completó. Dice: “Lo que enseño lo aprendí como
vendedor, como gerente, recibiendo portazos en la cara. Me formé en programación
neurolingüística y hace 12 años que doy cursos en muchos países y comparto
el escenario con gente muy capaz”. Es autor de dos libros, uno de ellos, El
vendedor de los huevos de oro, ha sido best seller en
Amazon.com en su rubro.
Puede creerse que hay alguna osadía o virtud en esto de que Peker haya hecho del éxito una mercancía, o que haya convertido su relación con sus hijos –si los hubiera– en un terreno fértil para aplicar sus técnicas de influencia: "Hijo, yo busco el éxito y esta relación también debe ser una prueba de ello, si no te avienes a ello fracasaremos los dos, y esa es una mancha que no puedo permitirme en mi carrera", sería el trasfondo del pacto filial.
No debe de irle mal, insiste con la “empatía”
—supongo que a eso llama “teoría”—: escuchar al otro, es decir, escuchar cuál
es el mensaje que trae el cliente. Me recuerda lo que contaba mi amigo Hernán en la secundaria
cuando su hermano mayor se convirtió en mormón: conoció la verdad y no puede
menos que difundirla. Me recuerda otras cosas sobre este asunto de la comunicación y la transparencia del lenguaje a las que considero, lisa y llanamente, las armas del enemigo.