socio

"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).

lunes, 28 de noviembre de 2011

ya no hay hombres

Que sólo la mujer (no “las mujeres”) es capaz de crear mundos, de restituir en éste su don de maravilla, de construir sobre el desierto de la ley paterna un oasis donde impera la Belleza, la Justicia y el Amor (que son los ideales platónicos), que la mujer es la única a la altura de ese llamado es lo que de alguna forma vienen a decirnos las últimas y mejores series. O, por lo menos, las que preferimos.
No se trata de que no haya hombres, claro. Hay terribles héroes que se debaten entre la idiotez y la presunción (como Jack y Sawyer en Lost). Se trata, en todo caso, de que ya no hay hombres que puedan cumplir con la vieja ley paterna. Con la tarea de la conquista del orbe conocido ya cumplida, sostener el mundo de acuerdo a las leyes masculinas (paternales) que guiaron la conquista es, ni más ni menos, la utopía perdida. Veamos.

 Escenas del episodio octavo de Once Upon a Time American Horror Story.

Fringe. En la serie Fringe, Olivia (Anna Torv) es el centro de una guerra entre mundos y temporalidades paralelas. La locura de un padre ante la pérdida de su hijo creó una brecha entre este y el mundo alternativo (en el que las cosas tomaron ese otro camino sobre el que especulamos en este mundo), es decir, al recuperar en ese universo paralelo a su hijo Peter (Joshua Jackson) originó la desintegración de esos dos mundos. A partir de allí, de ese error paterno (masculino y demiúrgico: el hombre que juega a ser un dios y desafía poderes que desconoce), la posibilidad de sobrevivir a la hecatombe está en manos de Olivia. Una fábula con ribetes metafísicos: ser, parecer, generar y sostener una identidad. La mujer, como escribió nuestro filósofo de cabecera Daniel Link: “es lo experimental por excelencia”.

American Horror Story. En esta serie todos los hombres, en el sentido tradicional del término (machos propietarios con cierto poder), son unos pelmazos. Sin embargo sus mujeres (las de la historia, en la que una familia se muda a una casa poseída en la que durante casi 100 años sucedieron crímenes espantosos), aquellas que están más preparadas para torcer el rumbo siniestro de las cosas, son personajes corridos del centro, con un protagonismo alternativo. La impresionante Jessica Lange (Constance), estrella en desgracia, o Frances Conroy y Alexandra Breckenridge, las dos interpretan a Moira, una mucama fantasmagórica que las mujeres ven como a una vieja estrafalaria y los hombres, como una joven gatuna cargada con todo el fetiche de una fantasía previsible. “Lo que los hombres hacen –le dice Moira a su patrona al promediar el octavo episodio– es hacernos creer que estamos locas y así salen a divertirse. Desde el principio de los tiempos el hombre busca excusas para encerrar a la mujer. Inventan enfermedades, como la histeria. ¿Sabe de dónde viene esa palabra? De la palabra griega para útero. En el siglo II pensaba que era causada por una privación sexual, y que la única cura posible era el «paroxismo histérico». Orgasmos. Los doctores masturbaban a las mujeres en sus consultorios y lo llamaban medicina. Fue hace cientos de años, pero no estamos mejor ahora. Los hombres siempre buscan formas de llevar a las mujeres hasta el límite”. [La cita es de Freud, el inminente estreno de A Dangerous Method, el film de David Cronenberg sobre una paciente que compartieron Freud y Junger agrega una lucesita roja más a esta cuestión, ¿no?]

Once Upon a Time (Érase una vez). En esta serie, que lleva apenas cinco episodios de su primera temporada y la protagoniza la doctora Cameron de Dr. House, Jennifer Morrison, los personajes de los cuentos de hadas (todos ellos) fueron desterrados por una maldición al presente, al pueblito Storybrooke, en el estado de Maine, en el que nadie recuerda quién es, es decir, no recuerdan qué personaje son (como en la serie Lost, en la que cada uno se buscaba a sí mismo en los personajes que la isla barajaba en las distintas líneas de tiempo). Aquí es el príncipe Encantador de Blancanieves quien duerme el sueño eterno y espera sin saber el beso de su salvadora, aquí es la hija de Blancanieves y ese caballero, la única que zafó de la maldición, la llamada a restaurar el orden perdido en un lugar que gobierna la malvada madrastra. Sólo que la villana sabe quién es, nuestra heroína, no. “Los pactos, los acuerdos son los que han hecho avanzar nuestra civilización”, dice Rumpelstiltskin, el personaje de los hermanos Grimm.
¿Será esta era de la mujer que enseñan las series una que llegó para romper con esos pactos?

viernes, 25 de noviembre de 2011

raíces

Hay que decir que la actual administración municipal de Rosario halló un staff de actores que representan el "crisol" (y ya sabemos que hay un sólo crisol en términos metafóricos, el de razas) que es la ciudad. Así, la señora que vemos en dos de los últimos videos realizados vendría a desempeñar el papel no de una vidriosa Doña Rosa, sino de esas señoras humildes y enérgicas que siempre tienen una palabra de aliento allá en el barrio. En los videos en que participa actúa de tomadora de mate (representa por ende las raíces, lo ancestral) y de señora que espera el colectivo 115, sobre el que lee la información de su recorrido y demora en la pantalla de una garita (una metáfora de cómo esas raíces ancestrales encuentran su pantalla en las nuevas tecnologías, o algo así).

el desierto entra en la ciudad


El número 8 de Gazpacho, la revista del CCEBA, despliega el concepto de “inmunidad” de Roberto Esposito con notables intervenciones de Flavia Costa o Cristina Civale, quien dirige la revista y aceptó, entre unos textos soberbios, esta nota que reproduzco acá y que vuelve sobre temas que me han ocupado antes.
 
La novela Ciudad fue escrita en 1952 por Clifford D. Simak, un ex periodista norteamericano nacido en Wisconsin, Estados Unidos (1904-1988), quien rindió homenaje con el libro a su finado perro Scootie.
De acuerdo a Ciudad, alrededor del año 4000, un tal Bruce Webster inauguraría una raza de perros parlantes cuyo prototipo más eminente, entonces, sería Nathaniel, un cachorro que aparece en el tercero de la saga de ocho cuentos que conforman el libro.
Simak acometió la escritura de su novela casi al mismo tiempo en el que Ernst Jünger anotaba en sus diarios de la Segunda Guerra que debía agradecer a la providencia el ser contemporáneo de mutaciones “zoológicas” en el hombre. Casi simultáneamente, en la bombardeada Inglaterra, C.S. Lewisconvertido al cristianismo por J.R.R. Tolkien– se metía a contar una historia de ciencia ficción en la que el Rey Arturo, en un futuro cercano, reunía a sus guerreros y, con los poderes de un reencarnado Merlín, traía a la humanidad la antigua lengua del Paraíso perdido y volvía a unirse a los animales. Son los mismos años en los que Cordwainer Smith crea la saga de la conquista del tiempo y el espacio, en la que hombres y animales deben unirse para encarar el lado oscuro del universo. Es decir, años en los que, si bien nadie hablaba de biopolítica, la injerencia de lo político y lo tecnológico en la biología y la vida no sólo era una realidad, sino que había generado ya los mitologemas que conocemos por la ciencia ficción de entonces.  
Ciudad debe su nombre al mito que los perros se cuentan sobre las ciudades, que los hombres abandonaron por el temor a las guerras (el 11-S dio cuerpo a la magnitud de ese miedo).
Ciudad juega a hacernos creer que dentro de varios milenios sólo los perros y los robots gobernarán la Tierra. Así, cada relato narra ese progresivo abandono de la humanidad y un conciliábulo de canes analiza esas leyendas y especulan acerca de su veracidad. En el año 4000 los hombres dejaron las ciudades (sólo sobrevive la milenaria Ginebra) y viven dispersos en un bosque descomunal. “Un perro tiene una personalidad –explica un personaje en el tercer cuento–. Puede advertírselo en cualquiera de ellos. No hay dos iguales. Todos tienen inteligencia, en diferente proporción. Y no se necesita nada más: una personalidad consciente y un poco de inteligencia”. Y luego: “Hasta ahora el hombre ha estado solo. Una raza inteligente, pensante y solitaria. Piense cuánto más lejos, cuánto más rápido hubiese ido el hombre si hubiera habido en el mundo dos razas inteligentes”.
Ciudad es esa fracasada historia y, por ello, la de la busca de cierta inmunidad: a la guerra (abandonando las ciudades), a la soledad (colocando el implante que vuelve al perro un compañero inteligente). Como buena fábula, los relatos del libro parten de la separación y la disolución de una comunidad y nos muestra en sus personajes prototípicos ese proceso.
Ciudad, como los relatos que le son contemporáneos, propone un supra sentido para la communitas: aquella unión originaria hombres-animales del mito edénico. Y señala con desesperanza las mutaciones que Jünger notó en las trincheras de la retaguardia: los cambios zoológicos incumben a la maquinaria de la guerra, los cuerpos de los hombres y el Estado.